«Si España tiene sus corridas de toros y si Roma tuvo sus gladiadores, París se enorgullece de su Palais Royal, cuyas excitantes ruletas producen el placer de ver correr la sangre a torrentes sin que los pies corran el peligro de resbalarse en ella. Probad a dirigir una mirada furtiva sobre ese círculo. Entrad... ¡Qué desnudez! Las paredes, cubiertas con un papel grasiento hasta la altura de las cabezas, no ofrecen ni una sola imagen que pueda solazar el alma. No hay allí ni siquiera un clavo para facilitar el suicidio. El entarimado está gastado y sucio. Una tabla alargada ocupa el centro de la sala. La sencillez de las sillas de paja apiñadas en torno a ese tapete usado por el oro revela una curiosa indeferencia del lujo en esos hombres que van a parecer allí por la fortuna y por el lujo. Esta antítesis humana se descubre en todos los sitios en los que el alma reacciona poderosamente sobre sí misma»;
o la descripción de la visita del protagonista al anticuario donde consigue su objeto mágico:
«Aquel océano de muebles, de invenciones, de modas, de obras, de ruinas, componía para él un poema sin fin. Formas, colores, pensamientos, todo revivía allí; pero nada completo se ofrecía al alma. El poeta debía terminar los croquis del gran pintor que había hecho aquella inmensa paleta en la que los innumerables accidentes de la vida humana estaban vertidos con profusión, con desdén. Tras haberse apoderado del mundo, tras haber contemplado países, edades y reinos, el joven volvió a la existencia individual. Se personificó de nuevo y se apoderó de los detalles, rechazando la vida de las naciones como demasiado abrumadora para un solo hombre».
Esas descripciones, más que las propias declaraciones del protagonista, remiten al sentimiento de ruina moral que se añade a la económica, acentuándola, a la vista de la grandeza del pasado, un esplendor expuesto en las maravillas en poder del anticuario, testigos de unos tiempos excelsos que desvelan y ponen en evidencia su propia insignificancia.
La caducidad de las propiedades de la piel de zapa no se manifiesta únicamente en la reducción de su superficie cada vez que satisface un deseo, sino que también aleja a Raphaël de sus aspiraciones humanas y pone en entredicho, gradualmente, los límites de la moral; el punto de vista del narrador, menos intervencionista de lo acostumbrado en Balzac, parece querer limitarse a exponer los hechos con una objetividad que actúe en favor de la verosimilitud de la trama ―un soporte importante, tendiendo en cuenta el componente fantástico―, pero sus descripciones están lejos de ser neutrales, aunque sea cierto que la crítica social y de las contumbres, habitual en el autor, es menos explícita en su exposición que en otras ocasiones..
«En aquel momento, casi todos los invitados rodaban por el seno de esos limbos deliciosos en los que las luces de la inteligencia se apagan y donde el cuerpo, liberado de su tirano, se entrega a los goces delirantes de la libertad. Los unos, llegados al apogeo de la embriaguez, permanecían sombríos y trabajosamente ocupados en apoderarse de un pensamiento que les demostrase su propia existencia; los otros, sumidos en el marasmo producido por una digestión pesada, negaban el movimiento. Intrépidos oradores pronunciaban aún vagas palabras cuyo sentido se les escapaba a ellos mismos. Algunos estribillos resonaban como el ruido de una máquina obligada a realizar su vida ficticia y sin alma».
El cuestionamiento moral contrapone la vida auténtica, reflexiva, deliberadamente asociada a la pobreza, y las amistades genuinas basadas en conceptos intelectualmente estimulantes, necesidades compartidas, ayuda mutua y reflexión, a la vida aparente, frívola, artificial, al diletantismo especulativo de las relaciones con amigos unidos para alcanzar los frutos del placer mundano, cínica, superficial, de los que disfrutan de una posición inamoviblemente acomodada. Una sociedad ficticia que vive de noche y duerme de día, y para la que la verdadera luminosidad no es la luz del sol, sino la luz artificial reflejada de los brillantes gemelos de ellos y de los collares de ellas.
«La vida simple y mecánica conduce a una sabiduría insensata al ahogar nuestra inteligencia con el trabajo; mientras que la vida pasada en el vacío de las abstracciones o en los abismos del mundo moral conduce a una loca sabiduría. En una palabra, matar los sentimientos para llegar a viejo, o morir joven aceptando el martirio de las pasiones, esa es nuestra sentencia. Y esta sentencia ha de luchar todavía con los temperamentos que nos ha dado el gran bromista a quien debemos el patrón de todas las criaturas».
La crítica ha señalado la gran cantidad de contenido autobiográfico cuando Raphaël cuenta las penalidades de su juventud, viviendo en una buhardilla una vida exigua y precaria mientras escribe la obra de su vida que le sacará de la miseria y le pondrá a disposición el gran mundo; y también el fracaso de ese intento y sus consecuencias.
Un análisis más detallado muestra otra particularidad del ocasional narrador en primera persona de Balzac: a pesar de que es capaz de enjuiciar su propia conducta, la subjetividad inherente nos sustrae, como lectores, de sus comentarios ácidos, de la visión cínica y del pormenorizado detalle crítico del narrador omnisciente habitual, una de las características distintivas y más logradas del francés; el lector puede imaginar, antes de que materialice, la censura y la dureza con que será tratada la irrazonable y descuidada conducta de Raphaël.
«"Cuando el hombre se ha metamorfoseado de este modo, cuando, viejo soldado, el neófito ha acostumbrado su alma a la artillería y sus piernas a la marcha, sin pertenecer todavía al monstruo, pero sin saber cuál de ellos es el amo, ruedan el uno sobre el otro, tan pronto vencedores, tan pronto vencidos, en una esfera donde todo es maravilloso, donde se adormecen los dolores del alma, donde reviven únicamente los fantasmas de las ideas. Esta lucha atroz se ha hecho ya necesaria. Imitando a esos fabulosos personajes que, según las leyendas, vendieron su alma al diablo para obtener el poder de hacer daño, el disipador ha trocado su muerte por todos los goces de la vida, pero ¡abundantes, fecundos!"».
Los cambios en la relación entre Raphaël y el mundo han sido inmediatos: después de haber aconseguido una fortuna inmensa gracias a la piel de zapa, Raphaël se recluye en su palacio, abandona la vida social y se niega a recibir visitas. Balzac da comienzo, explícitamente, a su alegoría moral ―la primera función de la novela―, pero es más sutil que evidente: a diferencia de lo que podría esperarse, Raphaël no ha cedido a los excesos ni a la prodigalidad, pero se ha derrumbado en el pozo de la melancolía.
«Sometía su voluntad y su inteligencia al burdo sentido común de un viejo aldeano civilizado apenas por una domesticidad de cincuenta años. Casi alegre por haberse convertido en una especie de autómata, abdicaba de la vida para vivir y despojaba su alma de todas las poesías del deseo. Para luchar mejor con el poder cruel cuyo reto había aceptado, se había hecho casto al modo de Orígenes, castrando su imaginación».
La riqueza le ha conducido a la infelicidad más triste; el conocimiento real, en primera persona, de los goces anhelados no le ha satisfecho en ningún grado aunque, a pesar de todo, ha desarrollado un sentimiento de dependencia absoluta del objeto fantástico en su poder. Pero la razón real de su angustia es la certeza de que su vida durará lo que dure la piel de zapa.
«La buena sociedad destierra de su seno a los desgraciados, como un hombre de salud vigorosa expulsa de su cuerpo un principio de morbo. El mundo aborrece los dolores y los infortunios, los equipara a los contagios, no vacila jamás entre ellos y los vicios. El vicio es un lujo. Pot majestuosa que sea una desgracia, la sociedad sabe empequeñecerla y ridiculizarla con un epigrama. Dibuja caricaturas para lanzar a la cabeza de los reyes caídos las afrentas que cree haber recibido de ellos. Semejante a los jóvenes romanos del circo, jamás perdona al gladiador caído. Vive de oro y de burla. "¡Mueran los débiles!", tal es el voto de esta especie de orden ecuestre instituida en todas las naciones de la tierra, ya que por todas partes se encuentran ricos, y esta sentencia está escrita en el fondo de los corazones amasados por la opulencia o alimentados por la aristocracia».
La búsqueda de lo absoluto
La Recherche de l'absolu, publicada por primera vez en 1834 e incluida en la serie Études de mœurs, Scènes de la vie privée, fue incluida, en su tercera versión de 1845, en los Études philosophiques. Parece que el personaje de Balthazar Claës estaba inspirado, en parte, en el financiero nizardo Pierre-Joseph Arson, que quiso comprar el secreto de lo absoluto al matemático polaco Josef Hoëné-Wronski, una transacción que, por supuesto, acabó en nada.
Balzac necesita poner al lector en situación; podría hacerlo buscando los antecedentes familiares o sociales de los protagonistas, detallando las vidas de estos antes del tiempo en que ubica la acción o, simplemente, divagando acerca de la época histórica. En realidad, el autor ha utilizado esos recursos en multitud de sus obras, pero esta vez prefiere dotar de más transcendencia a su introducción a la acción propiamente dicha, y escribe un elogio de la sencillez y del bienestar elemental, de la vida directa y de las relaciones de franqueza, identificadas en este caso con los Países Bajos ―un estado al que han llegado, especula Balzac, al haber asimilado y apropiado lo mejor de los diversos pueblos que han dejado su huella en esas tierras―, en contraste con la vida aparente y la preeminencia de las relaciones ficticias que se dan en Francia.
La pugna entre la belleza y los sentimientos cuando ambos no se presentan simultáneamente ―si es que ello es posible, una coincidencia que no cree el autor que ocurra con frecuencia, menos aún en ciertas capas de la sociedad en las que esa concurrencia podría considerarse de mal gusto o, incluso, muy incoveniente― es siempre una fuente inagotable de conflictos . Aunque solo la dramática carencia de uno de ambos pone de manjifiesto la falta del equilibrio necesario, los casos en los que ambos se baten en cruenta e implacable confrontación, los más comunes, concluyen siempre otorgando al vencedor la posesión del campo de batalla: victoria y derrota se convierten en definitivas. En la protagonista de La búsqueda de lo absoluto esa contienda jamás sucedió: Joséphine de Temnink era una mujer contrahecha a la que le fue negada la belleza física y que, en ausencia de conflicto, decidió fiar su vida al amor hacia su esposo, Baltazar Claës, un noble acaudalado y, sin embargo, inteligente, que, más allá de la apariencia física, vio la belleza de su alma y contrajo matrimonio con ella ya que, con esa unión, ambos sintieron la completa realización de sus esperanzas.
«Una mujer bella puede a su gusto mostrarse natural. La gente le dispensa siempre una tontería o una torpeza. Mientras que una sola mirada detiene la expresión más sublime en los labios de una mujer fea, intimida sus ojos, aumenta la falta de gracia de sus gestos y cohíbe su actitud. ¿No sabe acaso que solo a ella le está prohibido cometer faltas, que todos le niegan el don de repararlas, y que, además, nadie le proporcionará la ocasión de incurrir en ellas? La necesidad de ser en todo momento perfecta, ¿no habrá de apagar las facultades y de impedir su ejercicio?»
Una relación de este tipo no está tampoco exenta de turbulencias ni libre de desvaríos, por más que el instinto pueda conjeturar que ambos deben ser originados por circunstancias distintas de las usuales: Balthazar cae bajo el hechizo de la química y su vida doméstica se ve alterada de tal modo que la armonía que la había regido se hace pedazos. Esa obsesión, además, transciende el campo personal cuando augura la ruina económica; Joséphine se enfrenta al dilema que contrapone sus deberes como esposa de estar siempre al lado de su marido a las obligaciones para con sus hijos.
«Como mujer sufría en su corazón. Como madre sufría en sus hijos. Como cristiana sufría por todos. Se callaba y encerraba estas crueles tormentas en su alma. Su marido, único árbitro de la suerte de su familia, era dueño de disponer a su gusto de su destino, y no le debía cuentas sino a Dios. Por otra parte, ¿podía reprocharle ella el empleo de su fortuna, después del desinterés de que había dado pruebas durante diez años de matrimonio? ¿Era ella, acaso, juez de sus designios? Pero su conciencia, de acuerdo con el sentimiento y con las leyes, le decía que los padres eran los depositarios de la fortuna y no tenían el derecho de enajenar la felicidad material de sus hijos».
Balzac expone el drama doméstico ―con todas las etapas que auguran un final trágico― con detalle, analiza las consecuencias en el presente y las repercusiones para el futuro para todos los componentes de la familia, pero evita ―intensificando, con ello, el drama― la censura, obligándose, a diferencia de otras obras posteriores, a una exposición objetiva de los hechos y de las consecuencias y reacciones de los personajes: Balzac cuenta treinta y cinco años pero su madurez literaria es completa.
Melmoth reconciliado
Melmoth réconcilié fue publicado en 1835 e incluido en La Comédie humaine en 1845. Se inspira en algunos títulos de la literatura gótica, con evidentes ecos del Fausto de Goethe y el Mafred de lord Byron, y su título es un homenaje a Melmoth o el hombre errante de Charles Maturin.
Melmoth reconciliado se abre con una introducción, entre la crítica y la caricatura, al oficio de cajero, ese personaje transversal de la sociedad liberal y burocrática carente de aspiraciones y falto de inteligencia, en el que Balzac personifica al individuo gris e irrelevante de quien no puede esperarse nada provechoso y paradigma de "nuestra civilización, que, desde 1815, ha reemplazado el principio honor por el principio dinero". El ambiente profesional en el que desempeña sus funciones el cajero protagonista, Castanier, un militar retirado condecorado con la Legión de Honor por su comportamiento en la campaña de Rusia, no escapa de la inclemente mirada de Balzac, que le dedica una de sus lacerantes descripciones:
«La estufa apagada despedía ese calor tibio que produce en el cerebro los efectos pegajosos y la inquietud nauseabunda del día que sigue a una orgía. La estufa amodorra, atonta y contribuye singularmente a cretinizar a los porteros y a los empleados. Una habitación con estufa es un matraz en el que se disuelven los hombres de energía, se enmohecen sus resortes y se desgasta su voluntad. Las oficinas son la gran fábrica de las mediocridades que necesitan los gobiernos para mantener ese feudalismo del dinero en el que se apoya en contrato social actual. El calor mefítico que producen allí una reunión de hombres no es una de las menores razones del bastardeamiento progresivo de las inteligencias; el cerebro del que se desprende más nitrógeno asfixia a la larga a los demás».
A punto de cometer un desfalco en la empresa de banca donde trabaja, Castanier recibe la visita de un enigmático personaje que responde al nombre de John Melmoth, que no es otro que un hombre que ha vendido su alma al diablo, que le muestra el futuro al que le aboca su traición y le convence para rubricar un fáustico acuerdo, que le librará a él del que le tiene encadenado al príncipe de las tinieblas, gracias al cual el cajero disfrutará de sus poderes a cambio de su alma.
Lo que salva al infortunado Castanier de su condenación eterna no es la intercesión de ningún personaje sagrado ni el hondo arrepentimiento, sino la inconstancia en el mal y la propia incapacidad intelectual para obtener todo el provecho que le brinda su poder. Se salva, como la mayoría de creyentes, no debido a su bondad, sino a su estupidez.
«En un momento se había operado el mayor cambio en las ideas del cajero. Tras haber sido el demonio durante algunos días, no era ya más que un hombre imagen de la caída primitiva consagrada en todas las cosmogonías. Pero al volverse pequeño por la forma había adquirido un motivo de grandeza, se había sumergido en el infinito. El poder infernal le había revelado el poder divino. Tenía más sed del cielo que hambre había tenido de las voluptuosidades terrestres tan pronto agotadas. Los goces que promete el demonio no son sino los de la tierra agrandados, mientras que las voluptuosidades celestiales no tienen límites».
Reintegrado, pues, a los dominios de la fe, Castanier busca a quien endosarle su contrato; este, cambiando rápidamente de mano en mano, acaba perdido y ya nadie puede aprovecharse de sus diabólicos beneficios.
Massimilla Doni
Massimilla Doni fue publicada íntegramente, incluida en La Comédie humaine, en 1846. Junto con Gambara, es uno de los pocos textos de Balzac relacionados directamente con la música; autoconfesado como ignorante en cuestiones melódicas, parece que el autor contó con la colaboración del músico y amigo Jacques Strunz, a quien dedicó la obra.
La novela abandona Francia para instalarse en Venecia y Florencia, la Italia noble, y cede el protagonismo a la nobleza ―y no tanto― local, heredera en títulos de la época de la República Serenísima, pero venida a menos por el declive de la ciudad-Estado.
Massimillia Doni, descendiente de una gran familia florentina, convierte en amante a Emilio, un príncipe veneciano sin oficio, beneficio ni capital:
«Emilio no pudo librarse de pensar en los días en que el palacio de Memmi vomitaba luz por todas sus ventanas y resonaba con músicas llevadas hasta muy lejos por la onda adriática; en que se veían atadas a sus postes centenares de góndolas; en que, sobre su escalinata besada por las olas, se oía a las máscaras elegantes y a los dignatarios de la República precipitándose en tropel; en que sus salones y sus galerías estaban engalanadas por una multitud intrigada e intrigante; en que la gran sala de los festines, llena de mesas ocupadas por gentes risueñas, y sus galerías de aéreos contornos invadidas por la música, parecian contener a Venecia entera yendo y viniendo por las escaleras en las que resonaban las risas».
Una decandencia que se veía reflejada, como en un espejo inmenso con el marco envejecido y manchas de óxido, en la propia ciudad de los canales:
«Venecia, aquella Londres de la Edad Media, caía piedra a piedra, hombre a hombre. La siniestra vegetación que el mar mantiene y acaricia al pie de los palacios era entonces, a los ojos del príncipe, como una franja negra que la naturaleza aplicaba allí en señal de muerte. Finalmente, un gran poeta inglés había ido a abatirse sobre Venecia como un cuervo sobre un cadáver para graznarle en poesía lírica, en el primer y último lenguaje de las sociedades, las estrofas de un De profundis. ¡La poesía inglesa arrojada a la faz de una ciudad que había engendrado la poesía italiana!... ¡Pobre Venecia!»
Ambos coinciden, alrededor de la música, con Clarina Tinti, prima donna veneciana, amante del marido de Massimilla, y con este mismo.
En paralelo a las vicisitudes de las relaciones entre los cuatro antagonistas y con motivo de la representación de la ópera-oratorio Moisés en Egipto de Rossini, los personajes melómanos exponen sus p`lanteamientos sobre la música, la ópera y los movimientos musicales históricos, destacando las diferencias entre la música francesa y la italiana; un discurso, en conjunto, de escaso valor literario, pero que permite conocer las ideas sobre la música del autor.
Gambara
Gambara, publicada por primera vez en 1837 e incluida en los Études philosophiques en 1846, puede considerarse el complemento de Massimilla Doni en cuanto a las opiniones de Balzac acerca de la música.
Un noble milanés, el conde Andrea Marcosini ―como en el caso de Massimilla Doni, Balzac hace aparecer personajes italianos en sus obras que tienen relación con la música; este hecho ya da una idea de por dónde van sus preferencias musicales―, de 23 años de edad, desterrado en París, vive entregado "sin reservas mentales a los placeres de todas clases que París ofrece gratis a todo el que es lo bastante rico para comprarlos": la poesía, la música y, un peldaño por debajo, las mujeres.
El extranjero que se traslada a París no suele salir bien librado en las novelas de Balzac; muy pocos consiguen sobrevivir al arsenal de tentaciones, de muy diversa índole, pero todas, invariablemente, muy caras. No tiene nada que ver, en principio, con la xenofobia, sino con el convencimiento de que la supervivencia en la capital precisa, ineludiblemente, de un duro y estricto entrenamiento al que ni siquiera todos los nacidos en París han podido acceder.
«Educado entre dos abates que, siguiendo la consigna dada por un padre devoto, le soltaron rara vez. Andrea no había amado a una prima a los once años, ni seducido a los doce a la doncella de su madre. No había frecuentado tampoco esos colegios en los que la enseñanza más perfeccionada no es la que vende el Estado. Finalmente, no habitaba en París sino desde hacía algunos años. Era, pues, aún accesible a esas impresiones repentinas y profundas contra las cuales la educación y las costumbres francesas forman una égida tan poderosa. En los países meridionales nacen con frecuencia grandes pasiones de una mirada».
Una noche de caza descubre a una mujer, Marianna, de la que se obsesiona de inmediato y de quien descubre posteriormente que es la esposa de Paolo Gambara, un experto musicólogo que dedica su vida a la historia de la música. La conversación de sobremesa en un figón al que Andrea ha acudido en persecución de Marianna, da pie a que los comensales, inmediata o indirectamente relacionados con la música, expongan sus teorías acerca de ese arte, entre las que se encuentran el sensualismo italiano, el idealismo alemán y la solemne y razonada idea del propio Gambara, que, posiblemente, pone en voz del personaje ficticio las reflexiones acerca de la música del propio autor.
«―Señora ―dijo Gambara, que no estaba embriagado al terminar―, nosotros somos víctimas de nuestra propia superioridad. Mi música es hermosa, pero cuando la música pasa de la sensación a la idea, no puede tener como oyentes sino a personas de genio, pues solo ellas tienen el poder suficiente para desarrollarla. Mi desgracia procede de haber escuchado los conciertos de los ángeles y de haber creído que los hombres podían comprenderlos. Lo mismo les sucede a las mujeres cuando el amor toma en ellas formas divinas: los hombres no las comprenden ya».
Los proscritos
Les proscrits fue publicada en 1831 y se integró en los Études philosophiques en 1846. La acción se ubica en el siglo XIV; Balzac la consideraba "un bosquejo histórico". Algunas de las teorías expuestas parten del filósofo medieval Siger de Brabant, condenado por la Iglesia por sus tesis de raíz avverroista.
El alguacil Joseph Tirechair redondea sus parcos ingresos con el alquiler de dos habitaciones de su amplia vivienda a orillas del Sena y a la sombra de Notre-Dame, pero tiene un mal presentimiento con los dos extranjeros ―un joven, Godefroid, hijo oculto de la condesa Mahaut, y un viejo que resulta ser Dante― que tiene alojados y con las extrañas visitas que reciben de una gran señora.
Los huéspedes son alumnos de la facultaf de teología, en la que el maestro Siger, inspirado en el personaje histórico, dicta sus lecciones de mística; en palabras del propio místico:
«"Ninguna inteligencia era igual a otra. ¿Tenía derecho el hombre a pedir cuentas a su creador de la desigualdad de las fuerzas morales dadas a cada cual? Sin querer penetrar de repente en los designios de Dios, ¿no se debía reconocer de hecho que a consecuencia de sus desemejanzas generales las inteligencias se dividían en grandes esferas? Desde la esfera en que brilla la más mínima cantidad de inteligencia, hasta la más traslúcida, en que las almas distinguen el camino para llegar a Dios, ¿no existe una gradación real de espiritualidad? ¿No se entienden los espíritus pertenecientes a una misma esfera de un modo fraternal, en alma, en carne, en pensamiento y en sentimiento?"»
Balzac reproduce el pensamiento del profesor; con posterioridad, es el anciano el que expone al joven Godefroid sus arrebatos místicos y sus interpretaciones de los mismos.
La obra maestra desconocida
Le Chef-d'œuvre inconnu, una reflexion sobre el arte, fue publicado en 1831 e integrado en La Comédie humaine en 1846. Es una de las nouvelles más conocido de Balzac y, en opinión de este lector, uno de los mejores relatos cortos de la literatura universal.
Como en otras obras incluidas en los Estudios filosóficos, junto a los personajes de ficción, aparecen personas reales, en este caso, Frans Pourbus El Joven, Nicolas Poussin y Jan Mabuse. La acción se ubica en 1612, el año que el Poussin real abandona su aldea natal y, sin permiso de su familia, de establece en París, mientras que Pourbus lleva ya tres años instalado definitivamente en la capital.
Un joven artista ―Poussin― visita al maestro ―Pourbus―:
«El joven experimentaba esa sensación profunda que ha debido hacer vibrar el corazón de los grandes artistas cuando, en lo más fuerte de la juventud y de su amor por el arte, se han acercado a un hombre de genio o a alguna obra maestra. Existe en todos los sentimientos humanos una flor primitiva, engendrada por un noble entusiasmo, que va debilitándose sin cesar hasta que la felicidad no es más que un recuerdo y la gloria una falacia. Entre esas emociones frágiles, ninguna se parece tanto al amor como la pasión juvenil de un artista que comienza el delicioso suplicio de su destino de gloria y de desdicha, pasión llena de audacia y de timidez, de creencias vagas y de desalientos ciertos».
La aspiración de conseguir una lección magistral ―en un episodio parecido, en su planteamiento, a la visita de Paul Overt a Henry St. George en La lección del maestro de Henry James: la tríada de protagonistas, el mundo del arte como trasfondo y unas caracterizaciones fascinantes―, pero coincide en el taller con un anciano ―el maestro Frenhofer, "el único discípulo que admitió Mabuse"―, que alaba la perfección técnica de las pinturas de Pourbus pero les achaca falta de vida.
«A pesar de tan laudables esfuerzos, no puedo creer que ese hermoso cuerpo esté animado por el tibio soplo de la vida. ¡Me parece que si yo pusiese la mano sobre ese pecho de tan firme redondez, lo encontraría frío como el mármol! No, amigo mío, la sangre no corre bajo esa piel de marfil, la existencia no hincha con su rocío de púrpura las venas y venillas que se entrelazan formando redes bajo la transparencia ambarina de las sienes y del pecho. Esta parte palpita, pero esta otra está inmóvil; la vida y la muerte luchan en cada detalle; aquí es una mujer; allá, una estatua; más lejos, un cadáver. Tu creación es incompleta. No has podido insuflar más que una porción de tu alma a tu obra querida. La antorcha de Prometeo se ha apagado más de una vez en tus manos, y muchos lugares de tu cuadro no han sido tocados por la llama celeste».