13 de junio de 2022

La segunda espada


La segunda espada. Una historia de mayo. Peter Handke. Alianza Editorial, 2022
Traducción de Anna Montané Forasté

La segunda espada. Una historia de mayo (Das zweite Schwert. Eine Maigeschichte, 2020) es la primera novela publicada por el autor austríaco después de la consecución del premio Nobel de literatura en 2019. El título, más críptico de lo habitual en Handke, hace referencia a un fragmento del evangelio según Lucas, también bastante ambiguo (22, 35-38), que figura como epígrafe del texto y que dice: «Y a ellos dijo: Cuando os envié sin bolsa, sin alforja, y sin calzado, ¿os faltó algo? Ellos dijeron: Nada. Y les dijo: Pues ahora, el que tiene bolsa, tómela, y también la alforja; y el que no tiene espada, venda su capa y compre una. Porque os digo que es necesario que se cumpla todavía en mí aquello que está escrito: Y fue contado con los inicuos; porque lo que está escrito de mí, tiene cumplimiento. Entonces ellos dijeron: Señor, aquí hay dos espadas. Y él les dijo: Basta.» El episodio sucede después de que Jesús haya cenado con sus discípulos, cuando les encomienda el trabajo de evangelización, para el que les hará falta bolsa, alforja y espada, en prevención de las dificultades que arrostrará ese encargo; en el mismo capítulo (49-50), uno de los seguidores hiere con su espada al siervo del sumo sacerdote, siendo reprendido por Jesús. Es el mismo episodio en el que, en Mateo, 26, 52, aquel reprende al violento: «Entonces Jesús le dijo: Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomen espada, a espada perecerán.» El significado del título, que el escritor no especifica, podría tener relación tanto con esa espada de más como con el instrumento del que sirve el personaje de la novela para llevar a cabo su revancha.

El motor de la venganza que planea el protagonista, entre continuas dudas y en incesante y contradictoria conversación consigo mismo, es la publicación en un periódico de un artículo, firmado por una mujer, y de una fotografía señalando a la madre del narrador como militante del partido nacionalsocialista en una celebración de la anexión de Austria al III Reich. Una mañana de mayo, el narrador abandona su casa al sur de París y emprende la "Operación Venganza" para saldar esa deuda con el pasado de su madre, decidido a vengarse de la publicación del artículo ―una infinidad de años antes― en la persona de su redactora; una "Operación" para la que no ha diseñado  estrategia alguna pero que está resuelto a llevar a cabo.

Esa empresa provoca en el ánimo del narrador un sentimiento ambivalente: el recuerdo y su propia predisposición refuerzan el afán vengativo, pero también empieza a ser consciente del verdadero alcance, no ya de la venganza en sí, sino de los límites que acotan su propósito. Su misma determinación, fiable pero sujeta a alteraciones imprevisibles, puede verse afectada tanto por la importancia de la empresa como por las circunstancias del viaje.

«Con un sonoro zumbido, un ruido muy distinto al de los trenes y los autobuses, también al del metro en París, el tranvía subterráneo apareció en el túnel. En contra de lo esperado, una vez arriba, vi que no estaba solo en el vagón y, a diferencia de lo que a veces me ocurría en el tren suburbano, especialmente en los trayectos antes de medianoche ―en cuanto entraba en uno de los compartimentos abiertos completamente vacío, literalmente, respiraba exclamando para mí: "¡Nadie! ¿Formidable!"―, esa mañana me quedé aliviado ante la perspectiva de emprender el viaje más allá de la región junto con otros. Ahora, todo menos ser un jugador solitario».

La primera fase del ajuste de cuentas es el transcurso del viaje hacia el lugar de residencia de la intrigante periodista, una situación que implica dos circunstancias, inseparables, que le dan sentido: una, puramente literaria, es el relato de ese periplo; la otra, la significación de los lugares, sean tanto el de origen, donde vive el protagonista; los de tránsito, en el camino que va siguiendo; y el de destino, donde se ejecutará la venganza. 

El viaje es el germen de la narración desde el nacimiento de la literatura y uno de los temas recurrentes desde los tiempos de la cultura clásica. Sin embargo, si se trasciende el aspecto puramente poético, cabe la posibilidad de cuestionarse si existe un lugar donde están las historias antes de ser contadas, es decir, si tienen una existencia previa, incorpórea, y se materializan en la narración, o se crean, a semejanza de la Creación del Mundo, cuando se enuncian. En el primer caso, ¿son modificables, o su traslación a la materialidad de la expresión o la escritura es una simple reproducción? Si son creadas mediante su enunciación, ¿cómo las puede afectar la ocurrencia de un error o la omisión de una parte?

En cuanto a los lugares, una de las circunstancias literaturizables implícitas es también su aptitud para el cambio. Cuando los lugares, en particular el lugar de uno, cambia con el tiempo, generalmente por la acción del hombre, y deja de pertenecer a su residente, ¿a través de que proceso de reidentificación se puede reconocer como propio si alguna vez es preciso regresar a él? Tal vez aunque el sujeto no se haya  movido del sitio y los cambios, tomados de uno en uno, sean prácticamente imperceptibles, puede llegar un momento en que su acumulación conduzca al extrañamiento más absoluto, a la desorientación, a la pérdida de los puntos referenciales que permitían el reconocimiento. Ese extravío convierte al residente en extraño, en exiliado, en expatriado en su propio lugar, en su  comunidad, en su país. Y, lo que es peor, sin emplazamiento al que volver.

«Estando aquí, en la entrada en desuso del bar, con mis anfitriones, que ya no tenían oídos para nada, pero que, al mismo tiempo, se reían, cada hora que pasaba más alto, al final, con una risa sonora, atronadora, gimiente, al unísono, a coro, me vino la idea de que los tres, por último, cuatro, (se había añadido al grupo una voz de mujer), soltaban esas carcajadas con la conciencia de que jamás regresarían a casa».

La relación que se establece con los lugares es de doble sentido: los acogemos y nos acogen, los limitamos y nos limitan, los contenemos y nos contienen, pero también los parasitamos y nos fagocitan en una chocante doble dependencia. Vías paralelas que no se encontrarán jamás, pero que tampoco se separarán nunca. Dos nombres unidos para siempre desde el fondo de ambas memorias ―sí, los lugares también tienen memoria, aunque no sujeta a la posibilidad de olvido, siempre completamente presente, libre del tiempo y de la cadena causal, siempre presente en su integridad, más allá de la sucesión, sin antecedentes ni consecuentes, en un inconcebible presente continuo.

Tiempo, la narración, y espacio, los lugares, se articulan bajo la misma conjugación: el resarcimiento de una injusticia, la reparación de un agravio enfáticamente llamado por el protagonista "Operación Venganza". El lector no asistirá más que en las últimas páginas a la materialización de esa venganza ―mediante un método peculiar que no es oportuno revelar―, pero, en cambio, sí que será testigo de los cambios que sufre el proceso en la mente del protagonista; un procedimiento que, como siempre en Handke, abre más preguntas que facilita respuestas: ¿qué es y qué no es la venganza? ¿Cómo cambia al vindicador? ¿Hasta qué punto no se convierte en una acción contra sí mismo? ¿Cómo lo aísla? ¿Cómo afecta al tiempo en que sucedió el acto a desagraviar?

El transcurso del tiempo es neutral, una medida establecida por consenso que, aunque basada en elementos físicos, posee, a pequeña escala, dimensiones humanas. Pero la experiencia del ser humano, un ser vivo ―capaz, por tanto, de experimentarlo en y por sí mismo― puede afectar a su duración tanto como a su calidad. Una mala experiencia alarga su duración, pero también marca su transcurso con una señal que lo distingue y que nos persigue cuando estamos desprevenidos y se impone a nuestra cociencia y a nuestra experiencia con la insistencia de lo inevitable. Y exige su cuota de presencia, en sueños o en la vigilia, ineludiblemente.

«Estos de ahora no eran, sin embargo, tiempos habituales. Con independencia de las altas horas de la noche y de la madrugada: la decisión tomada durante la vigilia era firme. Vengar la ofensa infligida a mi madre no era un delirio. ¡Había que ponerse en camino y no descansar hasta la ejecución! Todos estos años, solamente juegos mentales, aunque fueran serios, tragedias: eso, por fin, se había acabado. ―Pero aquel delito, ¿ho había prescrito entretanto? ―Tonterías: ¡para cosas así no había prescripción que valiera!»

Esa lucha contra el tiempo nunca es inocua. Siempre provoca víctimas colaterales que afectan al ser-en-el-mundo y ser-en-el-tiempo de los implicados, esas dos entidades que definen, condicionan y determinan la experiencia; pueden vaciarla de significado y colmar de contenido inútil, erróneo o insidioso. En ese anhelo de cambio que contiene toda confrontación, el protagonista de La segunda espada se siente acreedor por unos hechos acaecidos en un lejano pasado ―fruto, también, de otra conflagración, aunque aquella no le implicó directamente―; una correción ―¿cómo se corrigen unos hechos del pasado?― requiere venganza como única forma de expiación.

«¡"Te (La, Lo) voy a matar!", eso, a modo de maldición, en tiempos más bien no sagrado,   hablando conmigo mismo, ya me había venido a los labios. Pero todavía nunca se había convertido en algo audible, y mucho menos sonoro, delante de otros. Si un día eso llegara a ocurrir, la maldición, imaginaba yo, se volvería en mi contra y, efectivamente, tarde o temprano tendría que  perpetrar el asesinato u homicidio. Los sueños recurrentes del pasado en los que yo formaba parte de una familia de asesinos a punto de ser desenmascarada ―una estirpe asesina a lo largo de siglos― hacía tiempo que habían cesado, para  mi asombro y casi a pesar mío».

El viaje que emprende el protagonista actúa como represor de la acción al imponer su paisaje tanto sobre la intención del narrador como sobre la atención del lector, convirtiéndose en una suerte de delectatio morosa en la que ambos pierden de vista sus objetivos, de forma temporal, como si la acción no tuviera fuerza suficiente para imponerse. Esta preparación para la acción sin que esta llegue a materializarse es un lugar común en la literatura del autor austríaco ―que cuenta en su haber con numerosos y voluminosos ejemplos―, esculpida en los intersticios que provocan las roturas de la realidad.

El camino hacia la venganza se convierte, en La segunda espada, en un verdadero periplo con tintes homéricos, aunque la nave se haya convertido en un humilde tranvía que conecta localizaciones alrededor de París, y el anhelo no sea el nostos odiseico, sino más bien la expedición de los aqueos  contra los secuestradores de Helena. En su papel de Aquiles, el personaje de Handke va en busca de la venganza ―no se trata de conquistar, sino de aniquilar― contra la enemiga culpable de difamar a Tetis, la nereida responsable de defender el reino de Zeus ante la rebelión de Hera, Poseidón y Palas Atenea. 
«Tonterías: no había pensado o no me había ningún tipo de plan. No había salido ni con un plan de movimientos y lugares determinados ni con ningún otro. Que sucediera lo que tenía que suceder: así es como estaba inscrito en mí, y eso era lo que me había puesto en camino. Por otra parte: sí, es cierto, correcto: lo había, había un plan. Lo hay. Pero ese plan no es mío ―no es mi propio plan, hecho por mí mismo, no era ni es realizable por mí en persona―, ¡por nada del mundo! Y, por primera vez, poco a poco ―ahora era la primera vez―, tuve la sensación de un plan o lo vislumbré. Y, además, supe que el hecho de que, por lo pronto, me moviera en la dirección equivocada era parte integrante del plan y un componente de este. "Dirección equivocada": tonterías de nuevo. Ya vería, ya veríamos».
Sin plan, con propósito y sin dirección, el protagonista erra por la región del sudoeste de París de indeterminación en indeterminación; el último trayecto, el que tiene que llevarle a la presencia de la difamadora, lo realiza a pie, un modo de desplazamiento libre, en el que no hay que seguir ninguna dirección, como los coches, ni obligarse a un solo sentido y a una velocidad determinada, como el tranvía, y que permite la posibilidad de correcciones continuas, incluso de retroceder. 

Esa supuesta libertad, que no es más que otra circunstancia con que disimular la evidente indecisión, provoca que el narrador llegue a dudar del verdadero motivo de su ansia de venganza; tal vez el sentimiento esté por encima de la razón y el proyecto se haya desencadenado a partir de la imaginación del personaje: acaso un sueño inspirado por los dioses, un augurio de un Tiresias impostor, un mandamiento de unas Erinias fraudulentas. 

En cuanto a la materialización de la venganza, es necesario tener en cuenta, volviendo al críptico título de la obra, que la espada de acero representa la sentencia de muerte, y que tal vez la segunda espada no signifique más que una una condena a la irrelevancia.

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