3 de enero de 2022

La Comedia humana. Escenas de la vida campestre. Volumen XIV

 

La Comedia humana. Escenas de la vida campestre. Volumen XIV. Honoré de Balzac. Hermida Editores, 2021. Traducción de Aurelio garzón del Camino.

Nuevo volumen de la edición integral de La Comedia humana, que incluye las cuatro obras que componen la serie Scènes de la vie de campagne. "Escenas de la vida campestre".

El lirio en el valle

Le Lys dans la vallée fue publicada en 1836; en 1844 se incluyó en las Escenas de la vida de provincia; póstumamente, por deeeo expreso del autor, pasó a formar parte de las Escenas de la vida campestre de La Comedia humana; fue calificada como "verdadera epopeya doméstica" por el narrador. Balzac incluye multitud de elementos autobiográficos y algunos de los protagonistas que aparecen en la novela tienen su personaje correspondiente en la vida real: madame de Mortsauf es madame de Berny, la primera pasión del autor; Natalie de Manerville, a quien dedica la novela, es Ewelina Hanska, futura esposa de Balzac; lady Duddley es Francesca Sarah Lovell, la condesa Guidoboni-Visconti, aristócrata inglesa, amante y amiga del escritor; y Félix de Vandenesse encarna al propio Balzac.

Balzac utiliza de nuevo el narrador el primera persona que se dirige directamente a la lectora, la destinataria de la dedicatoria, para buscar su aprobación o para contrastar sus afirmaciones. Este  narrador se introduce la historia dando cuenta de su infancia infeliz, carente del afecto materno y con una fría relación fraternal; una situación que provocará un vacío afectivo difícil de conllevar para alguien aue se confiesa tan afectuoso. A esa niñez le seguirá una adolescencia solitaria, con pocos amigos, apartado de sus semejantes, que será determinante para su vida adulra. Sus padres, emperñados en sacarse al joven de encima, le mandan a la propiedad campestre de unos conocidos, un lugar en el que Félix experimentará su primera epifanía, provocada por la belleza del lugar. 

«Cuando me senté bajo mi nogal, el sol del mediodía hacía brillar las pizarras de su tejado y los cristales de sus ventanas. Su vestido de percal era el punto blanco que distinguí entre sus viñas, bajo un albérchigo. Ella era, como sabéis, ya, sin saber todavía nada, el lirio de aquel valle, el que crecía para el cielo, llenándolo con el perfume de sus virtudes. El amor infinito, sin otro alimento que un objeto apenas entrevisto, pero del que mi alma estraba llena, lo encontraba representado por aquella larga cinta de agua, que resplandece al sol, entre dos verdes orillas; por aquellas hileras de álamos que adornan con sus móviles encajes aquel valle de amor; por los bosques de encinas, que avanzan entre los viñedos sobre las laderas que el río rodea siempre modo distinto, y por horizontes esfumados que huyen contraponiéndose. Si queréis ver la naturaleza bella y virgen como una novia, id allí un día de primavera; si queréis curar las heridas sangrantes de vuestro corazón, volved en los últimos días del otoño: en la primavera, el amor abate allá sus alas en pleno cielo; en otoño, obliga a pensar en los que ya no existen».

En ese lugar idílico, ese locus amoenus que se contrapone al locus eremus que representa la ciudad, se produce el encuentro ―de hecho, es un reencuentro― con la mujer que desata su primera pasión amorosa, madame de Mortsauf, y con su familia: su marido, el conde, y sus dos hijos. 

«El contento que hinchaba todas mis velas me impedía ver las inextricables dificultades puestas entre ella y yo por la vida tan coherente de la soledad y del campo. Yo estaba a su lado, a su derecha, y le servía la bebida. Sí, ¡felicidad inesperada!, rozaba su vestido y comía su pan. Al cabo de tres horas, ¡mi vida se mezclaba con su vida! Finalmente, estábamos ligados por aquel beso terrible, especie de secreto que nos inspiraba una vergüenza mutua. Me mostré gloriosamente cobarde, estudiando el modo de agradar al conde, que se prestaba a todas mis lisonjas de cortesano; hubiera acariciado al perro y satisfecho los menores deseos de los niños; les habría llevado aros, bolitas de ágata, les hubiese servido de caballo, y me lastimaba que no se apoderasen ya de mí como de una cosa suya. El amor tiene sus intuiciones, como el genio las suyas, y yo veía confusamente que la violencia, la aspereza y la hostilidad arruinarían mis esperanzas. La comida transcurrió llena toda ella de alegrías interiores para mí. Viéndome en su casa, ya no pensaba ni en su frialdad real ni en la indiferencia que cubría la cortesía del conde».

Deslumbrado en la inocencia de sus veinte años, Félix experimenta por primera vez las tribulaciones del amor, sin que el hecho de que el objeto de su deseo, su anfitriona, esté casada y forme parte de una familia establecida constituya ninguna cortapisa: el amor, en especial el amor adolescente, no entiende ni quiere entender de limitaciones.

La convivencia con la pareja se alarga y el pésimo caráctere del conde, que ya no se reprime ante Félix, eleva la consideración de este hacia su esposa, que, gradualmente, parece apercibirse de sus sentimientos y, en la medida de lo posible, empieza a corresponderle: el papel de Félix ha pasado de incómoda compañía a activa complicidad.

Tal vez debido al especial carácter autobiográfico de El lirio en el valle, Balzac abandona el usual aire de crítica social ―de la que ningún estamento de la sociedad francesa se ha librado―, y su narrador se concentra en la expresión de sus emociones y en la justificación de sus acciones en función de la caracterización del resto de protagonistas. Hay que tener en cuenta que Balzac escribe su novela antes de 1836, a los treinta y siete años de edad, mientras que su alter ego, Félix, contaba con veinte años cuando conoció a madame de Mortsauf.

A pesar de ese narrador en primera persona, Balzac mantiene la omnisciencia; en cambio, debido probablemente al mencionado carácter autobiográfico de la obra, es mucho más indulgente de lo habitual tanto en sus reflexiones como en sus comentarios y, por supuesto, en ese humor políticamente incorrecto habitual con que acostumbra a censurar, a veces implícitamente, la conducta de sus protagonistas.  

«A mi edad, ningún interés distraía mi corazón, ninguna ambición atravesaba el curso de aquel sentimiento desencadenado como un torrente y que lo arrastraba todo en sus ondas. Sí; más tarde amamos a la mujer en la mujer, mientras que de la primera mujer amada lo amamos todo: sus hijos son los nuestros, su casa es la nuestra, sus intereses son nuestros intereses, su desgracia es nuestra desgracia mayor; amamos sus vestidos y sus muebles; sentimos más ver sus trigos agostados que la pérdida de nuestro dinero, y estamos tentados a enfadarnos con el visitante que altera la colocación de nuestros adornos sobre la chimenea. Este santo amor nos hace vivir en otra persona, en tanto que, más tarde, ¡ay!, atraemos otra vida a la nuestra, pidiéndole a la mujer que enriquezca con la lozanía de sus sentimientos nuestras facultades empobrecidas».

Es cierto que la descripción del enamoramiento de Félix, caracterizado mediante todos los tópicos del amor romántico ―en un momento histórico en el que el Romanticismo empieza a batirse en retirada, agotado por sus hipérboles―, transpira notables gotas de humor provocados por las hipérboles que se evidencian cuando la pasión habla de sí misma, y que en la pretenciosa sutilidad del narrador parece esconderse un sentimiento verdadero cuyo único exceso se da en su formulación, pero, de nuevo, el carácter autobiográfico modula la rimbombancia, tanto en su concepción como en su formulación, y da las claves precisas de una medida justa y racional.

«[...] para descubrir el infinito de los sentimientos profundos, es preciso haber echado en la juventud la sonda en esos grandes lagos a orilla de los cuales se ha vivido. Si para muchos seres han sido las pasiones torrentes de lava que corren entre riberas abrasadas, ¿no hay también almas en que la pasión, contenida por dificultades invencibles, llena de un agua pura el cráter del volcán?».

Por supuesto, y como no podría seer de otro modo, reaparece en todo su esplendor el Balzac moralista. Los deseos del protagonista, los anhelos de Henriette y las esperanzas depositadas en sus hijos dan juego para que el autor especule acerca de asuntos como la fidelidad, el amor o las dudas;  pero quien es objeto de un escrutinio más severo es el conde de Mortsauf, con respecto al cual el juicio del narrador se debate entre el respeto social debido a que es el padre de los hijos de Henriette y la censura hacia su agrio carácter y la poca consideración para con su esposa, pero cuidando ―y no siempre consiguiéndolo― que las motivaciones personales no puedan contaminar su honestidad.  En cuanto a la formación moral del protagonista, recordemos, un pisaverde inexperto e ingenuo de poco más de veinte años, Henriette le procura un verdadero manual de instrucciones en una carta que le tiende cuando este da por finalizada su estancia campestre ―cuya inspiración se encuentra, palabra por palabra, en las cartas que envió Laure de Berny al propio Balzac―. 

«El hombre está compuesto de carne y de espíritu; la animalidad viene a terminar en él, y en él comienza el ángel. De aquí, esta lucha que experimentamos todos entre un destino futuro que presentimos y los recuerdos de nuestros instintos anteriores de los que no estamos enteramente desprendidos: un amor carnal y un amor divino. Un hombre los resuelve en uno solo, y otro se abstiene; éste registra el sexo entero para buscar en él la satisfacción de sus apetitos anteriores; aquel lo idealiza en una sola mujer en la cual resume el universo; unos flotan indecisos entre las voluptuosidades de la materia y las del espíritu, y los otros espiritualizan la carne pidiéndole lo que no podría dar».

Otra diferencia destacable en el tratamiento que brinda Balzac a su protagonista ―quizá también achacable al carácter autobiográfico―, en comparación con lo habitual, es la transigencia, artificialmente neutral, y la condescendencia que muestra hacia una conducta que, aunque revestida de la fuerza de los incontrolables sentimientos y de retóricas palabras, y embozada con unas dudas  difícilmente justificables, deja mucho que desear en el aspecto moral; sus grandes razonamientos de cara a la galería pueden servirle al protagonista como autojustificación, pero sus argumentos no pasan la prueba del examen desde el punto de vista ético.

«[...] toda pasión pesa con tal fuerza sobre nuestro carácter que rechaza hacia el fondo, en primer lugar, las asperezas y colma la huella de los hábitos que constituyen nuestros defectos o nuestras cualidades; pero, más tarde, en dos amantes bien acostumbrados el uno al otro, reaparecen los rasgos de la fisonomía moral. Ambos se juzgan entonces mutuamente, y, con frecuencia, en el transcurso de esta reacción del carácter sobre la pasión se declaran las antipatías que preparan esas divergencias que utilizan como un arma las gentes superficiales para acusar de inestabilidad al corazón humano».

Una condescendencia de la que da buena cuenta, en rigurosa aplicación del sentido común, injustamente expulsado del terreno del amor romántico, su corresponsal, la mujer a la que se dirigía el relato, en una impagable carta de advertencia ―y, tal vez, de despedida―, que seguro que provocó la madurez inmediata del insoportable y alocado protagonista.

El médico rural

Le Médecin de campagne fue publicada em 1833 y se incluyó en La Comedia humana en 1846. El episodio "El Napoleón del pueblo" fue publicado, de forma separada, en varias ediciones. La novela está dedicada a Anne-Charlotte-Laute Sallambier, madre del autor.

La novela se estructura alrededor de dos personajes, presentes en toda la acción, pero con diferente peso específico y distinta función: el protagonista y el testigo. El papel de testigo de la trama es Pierre-Joseph Genestas, antiguo soldado de Napoleón, un hombre inútil y consentido que intenta  adaptarse a una vida civil para la que no está preparado. Una vez terminadas las guerras napoleónicas y alcanzada una relativa paz dentro y fuera de las fronteras más próximas, las ciudades francesas sufrieron una invasión pacífica de los soldados licenciados o desocupados, sobre todo de aquellos procedentes de familias plebeyas que no disponían de un castillo, un palacio, una gran propiedad o una posición distinguida a la que regresar. En algunos lugares socialmente sensibles, esa inmigración fue la causa de diversos problemas de convivencia.

Al ubicar la acción en un pequeño pueblo de la región de los Alpes, Balzac se recrea en la descripción de un entorno amable para la visita pero hostil para sus habitantes; en el ámbito rural de granjas y aldeas cercanos al núcleo urbano, la miseria y la carencia de bienes de primera necesidad relega a los residentes a una vida en la que ni siquiera la supervivencia está asegurada, ya que la pobreza y la adversidad del lugar afectan gravemente la salud de los aldeanos y constituyen, junto con el aislamiento, un perfecto caldo de cultivo para la enfermedad, las epidemias y la regresión genética. Si alguna esperanza pueden albergar los desgraciados habitantes es que alguna persona de alma generosa se ocupe de sus necesidades de forma firme y desinteresada; este es el caso del doctor Benassis, el médico rural del título, el verdadero protagonista de la novela.

Con una mezcla de socialismo y de economía de libre mercado ―una versión anticipada e incompleta de lo que posteriormente  se asemejaría a una incipiente socialdemocracia―, el doctor Benassis consigue hacer progresar a la comarca, y sus entrevistas con el militar le sirven a Balzac para exponer sus teorías, basadas en la coexistencia pacífica y cómplice de las "tres togas": la del sacerdote, la del hombre de leyes y la del médico, que representan a la sociedad en los tres principales aspectos de la existencia: la conciencia, la propiedad y la salud; de su hábil combinación dependen el progreso económico y social de la comunidad.

El relato de la convivencia del doctor y el militar compone un verdadero estudio antropológico y sociológico del entorno general. Aunque Balzac otorgue, comúnmente, gran relevancia a la descripción de los ambientes en los que ubica sus novelas ―la agrupación del ciclo en "escenas" confirma su pretensión―, en este caso su intención se cumple de forma evidente: parece que la trama se sostenga y se subordine a la descripción del entorno y de las relaciones entre sus habitantes. En este sentido, es demostrativa la reunión en casa del doctor ―en el capítulo "El Napoleón del pueblo", publicado de forma autónoma, con posterioridad, al resto de la novela― a la que acuden como invitados Dufau, el juez de paz; Tonnelet, el notario; Cambon, el lugarteniente de Benassis; y Janvier, el párroco, además del propio médico y de Genestas; la descripción de la compañía, como es habitual en Balzac, es toda una declaración de principios.

«Las cabezas vigorosas de Benassis y de Genestas contrastaban admirablemente con la cabeza apostólica del señor Janvier; de igual modo que los rostos marchitos del juez de paz y del adjunto hacían resaltar el joven semblante del notario. La sociedad parecía estar representada por aquellas fisonomías diversas en las cuales se reflejaba igualmente el contento de sí mismo, el del presente, y la fe en el futuro. Únicamente el señor Tonnelet y el señor Janvier, poco adentrados en la vida, gustaban de escrutar los acontecimientos futuros que sentían pertenecerles, mientras que los otros comensales debían llevar con preferencia la conversación hacia el pasado. Pero todos consideraban gravemente las cosas humanas, y sus opiniones reflejaban un doble matiz melancólico. Por una partte, la palidez de los crepúsculos de la tarde era como el recuerdo casi borrado de las alegrías que no debían ya renacer; por otra, la aurora era como la esperanza de un hermoso día».

Una reunión en la que cada participante expone su propuesta de sociedad ideal, de las relaciones entre las clases y de estas con el poder, siempre de acuerdo y actuando en función de su posición; en este sentido, Benassis aboga por una sociedad meritocrática y estratificada, regida por un gobierno reducido o por un solo gobernante con el apoyo de la Iglesia y de las agrupaciones sociales, sujeta al control popular por parte de personalidades representativas. El cuadro social queda completo con la intervención a favor del bonapartismo de un campesino ―de ahí el nombre del capítulo― que, a través de fórmulas entresacadas de la sabiduría popular y de la fascinación que provocaba aún el Emperador en las capas sociales más populares ―y que parece reflejar, a grandes trazos, el pensamiento del propio Balzac con respecto a Bonaparte―, configura un panegírico que, al parecer, era compartido por una gran parte de la población. A continuación, es Benassis quien toma la palabra para hacer un repaso de su vida y de las razones que llevarona un joven epicúreo con un brillante porvenir social en París a convertirse en el filántropo retirado del mundo en un recóndito valle de los Alpes; su errática juventud y la cantidad ingente de errores cometidosun monólogo en el que aparece, por cierto, una tal Evelina, el nombre de la condesa Hanska, futura esposa de Balzac―.

La confianza depositada por Benassis en Genestas provoca en este la contrapartida de su sinceridad: una triste historia de amor traicionado guardada en secreto durante años cuya confesión forja entre ambos una amistad inquebrantable.

El médico rural es una novela con una unidad temática poco consistente, formada por los monólogos de los personajes, con poca conexión entre sí, y en la que las relaciones entre los dos protagonistas principales actúa únicamente como excusa para dar pie a las intervenciones de ambos y como amalgama para los del resto.

El cura de aldea

Le Curé de village se publicó en 1839 y se incluyó en La Comedia humana en 1846. Fue originalmente dedicada a Hélène Valette, pero tras descubrir el fraude de su falso ennoblecimiento y de su estado civil ―ocultó su condición de viuda―, Balzac suprimió la dedicatoria en su edición final.

Sauviat, un usurero que esconde su condición bajo la profesión de chatarrero y su fortuna mediante una vida austera y miserable, es padre de una niña muy hermosa pero maltratada por la viruela en su adolescencia, Véronique. No es la primera vez que Balzac alumbra el papel del avaro; recuérdese, a título de ejemplo, el Saumur de Eugénie Grandet, o las constantes referencias, en varias obras del ciclo, a Harpagon, el protagonista de El avaro de Molière, y la constante reprobación de ese carácter.

Una lectura provoca en Véronique un súbito despertar de una vida sosegada y recluida, el descubrimiento de un nuevo mundo lleno de oportunidades, pero también de tentaciones para cuyo advenimiento no poseía ninguna preparación. En estos casos, Balzac acostumbra a enfrentar  dos circunstancias que, a pesar de su semejanza, pueden provocar consecuencias muy distintas: la ignorancia y la inocencia.

«En aquella muchacha solitaria, confinada en la negra casa, educada por unos padres sencillos y casi rústicos, que nunca había oído una palabra inconveniente y cuya cándida inteligencia no había recibido jamás la menor idea mala; en la angelical discípula de la hermana Marta y del buen vicario de Saint-Étienne, la revelación del amor, que es la vida de la mujer, le fue hecha por un libro apacible, por la mano del genio. Para cualquier otra, esta lectura no hubiese tenido peligro; para ella, tal libro fue peor que un libro obsceno. La corrupción es relativa. Hay naturalezas vírgenes y sublimes a las que un solo pensamiento corrompe, haciendo en ellas tanto mayores estragos cuando la necesidad de una resistencia no ha sido prevista».

La mezcla de ambas, ocasionada por la educación brindada por sus padres, la conducen a un matrimonio económica y socialmente muy favorables pero que, a medida que va superando la primera y perdiendo la segunda, no colma sus aspiraciones de vida ni sus deseos románticos, y la convierte, con el rechazo de las comadres que habían envidiado su enlace con un opulento banquero, en una gris y menospreciada beata. De nuevo Balzac arremete contra los matrimonios de conveniencia perpetrados por los parientes de ricas herederas sin tener en cuenta sus deseos ni la mínima preparación para la vida que se supone que deberían haberles inculcado.

Ese matrimonio, nacido ya con mala estrella, no supera la fase nominal: no ha supuesto ningún cambio en la conducta del marido, centrado en sus negocios y relegando la consideración a su esposa a la prestada a sus lujosos muebles adquiridos con motivo del enlace, pero sí que ha representado, en cambio, una variación en Véronique, que sigue manteniendo su ingenuidad pero que ha dejado atrás su antigua inexperiencia.

En efecto, la instrucción no solo pertrecha a Véronique con los útiles para mantener una vida más rica, sino que también le lleva a apercibirse de la tristeza de su existencia y de la mezquindad de su marido, que ha ido restándole la asignación con la que ella, además de administrar los gatos domésticos, realizaba numerosas obras de beneficencia. Esa combinación de instrucción y piedad le valieron el favor de la buena sociedad y de los representantes de la iglesia local, y su salón contaba con la existencia de personas notables que se sentían cómodas en un ambiente inteligente y reservado. En ese contexto, cuando más independientemente de la de su marido parece transcurrir la vida cotidiana de Véronique, esta anuncia su embarazo.

Llegado a este punto, Balzac traslada la acción a una aldea en los días previos al ajusticiamiento de un asesino que no ha querido defenderse para no inculpar al que debería ser el último responsable del asesinato. A pesar de no ser el tema principal, el autor le concede tal relevancia que se sospecha que debe formar parte de la trama desarrollada con anterioridad y que permanecerá secreta hasta las últimas escenas. La aldea cuenta entre sus habitantes con la familia del reo y con un particular párroco, el señor Bonnet, el cura de aldea del título, un hombre pletamente integrado en la comunidad, querido por sus feligreses y respetado por sus conciudadanos, amable, humilde y apóstol de una religiosidad basada en la caridad y el perdón, algo alejada del cristianismo jerarquizado, más acorde con las relaciones sociales en las grandes ciudades que en pequeños asentamientos con necesidades, también pastorales, de diferente naturaleza.

«Esa grandeza puramente física, de acuerdo con la grandeza moral, daba al sacerdote algo de altivo y de desdeñoso, desmentido enseguida por su modestia y por su palabra, pero que no predisponía en su favor. En una jerarquía elevada, estas ventajas le hubiesen hecho obtener sobre las masas ese ascendiente necesario y que ellas dejan que adquieran unos hombres así dotados. Pero los superiores no perdonan jamás que sus inferiores posean los exteriores de la grandeza ni que desplieguen esa majestad tan apreciada por los antiguos y que falta con frecuencia a los órganos del poder moderno».
Bonnet es el sacerdote que recoge la confesión del reo antes de su ejecución, una revelación que implica a algún personaje relevante, pero que aquel protege debido al secreto de confesión. Posteriormente, una operación de compraventa de su marido pone en contacto al párroco con Véronique. Después de la muerte de Graslin, su viuda se traslada a la aldea donde ha tomado posesión de una grandiosa propiedad y fortalece su amistad y complicidad con Bonnet.

«Si Dios lo permite, moriré cura de Montégnac. Yo hubiese querido que mi ejemplo lo siguiesen otros hombres distinguidos que han creído hacer mejor convirtiéndose en filántropos. La filantropía moderna es la plaga de las sociedades. Solo los principios de la religión católica pueden curar las enfermedades que afligen al cuerpo social. En lugar de describir la enfermedad y extender sus estragos con lamentos elegíacos, cada cual hubiese debido poner mano a la obra y entrar como simple obrero en la viña del Señor. Mi labor está lejos de encontrarse terminada aquí, señor. No basta con moralizar a las gentes que he encontrado en un estado horrible de sentimientos impíos; yo quiero morir en medio de una generación enteramente convencida».

Vsrónique encarna al pecador arrepentido: alertada por una notable inteligencia, adquirida a un alto precio, el apercebimiento de su falta no se limita al sentimiento, al corazón, sino que le provoca una crisis de signo depresivo al que ni la religión, descartado el entendimiento, puede poner remedio, hasta que un análisis de conciencia, lejano también del examen que prescribe el cristianismo, es capaz de aislar la falta de su germen y, sobre todo, de sus consecuencias, y de este modo encontrar el camino de la expiación; paradójicamente, es la participación de un religioso, el padre Bonnet, la que consigue esbozar el camino de la redención, tan alejada de la liturgia cristiana. Su penitencia no buscará tanto el perdón de Dios como el restablecimiento de su paz de conciencia. Bonnet ejercerá de intermediario y conseguirá que la expiación de Véroniqjue redunde en beneficio de la comunidad, y que sus efectos, a largo plazo, persistan incluso después de su muerte.

Los campesinos

Les Paysans fue publicada, en su primera parte, en 1844, y quedó inconclusa a la muerte de Balzac; su edición final, en el formato actual, fue corregida por la condesa Hanska, esposa del autor, y publicada en 1852.

Parece que Balzac tenía la intención de escribir la obra definitiva sobre el campesinado, una especie de summa que otorgara el protagonismo real que merecían los millones de franceses de las zonas rurales; esa intención se apoya en un doble propósito: en primer lugar, dar voz a un estamento olvidado por la literatura, centrada en la búsqueda de temas que puedan parecer innovadores, y para hacer justicia a los hombres que, mediante un trabajo duro y minusvalorado, mantienen la estabilidad de la vida en toda la nación; pero también porque considera al campesinado una clase con futuro, tal vez destinada a suceder a la burguesía de modo parecido a como esta reemplazó a la aristocracia. Superada por vana la visión idílica del campo de Rousseau, Balzac pretende una nueva formulación, menos bucólica, más real, con sus luces y sus sombras, en la que el entorno rural dejara de ser el campo de batalla de la inagotable codicia de los burgueses parisinos, el signo de estatus de la reducida aristocracia remanente y el lugar de expiación de pecadores penitentes o de retiro discreto de viejas examantes reales, el balneario de militares retirados por la edad, por la derrota o por no haberse puesto bajo la sombra del árbol apropiado, con perspectivas más amplias, de la vida campestre, a partir de la cual edificar una sociedad más justa e igualitaria.

Los personajes ceden parte de su protagonismo a las relaciones mutuas; entre estas, adquiere un papel relevante la astucia de los campesinos para burlarse de los capitalinos y para sacarles los cuartos como estrategia de defensa, alabándoles su inteligencia al mismo tiempo que les toman el pelo; bajo la apariencia de una ignorante sumisión, el campesino consigue imponer su voluntad y lograr todo aquello que se propone para asegurar su supervivencia ―vendiendo a los burgueses el vino robado de sus propias viñas, la caza obtenida furtivamente de sus prados, la leña extraída de sus bosques, siempre con su falaz actitud sumisa y su fraudulenta ignorancia―, generalmente en unas condiciones más que aceptables.

«Aunque todo le mundo sabía cuán pocos principios y escasos escrúpulos tenía esta familia, nadie decía nada de las costumbres de la Grand-I-Verte [la taberna del lugar]. En el comienzo de esta escena se hace necesario explicar, de una vez por todas y a las personas habituadas a la moralidad de las familias burguesas, que los campesinos no tienen ninguna delicadeza en cuestión de costumbres domésticas. Cuando se trata de una de sus hijas seducidas no invocan la moral sino cuando el seductor es rico y pusilánime. Hasta el momento en que el Estado se los arranca, sus hijos son capitales o instrumentos de bienestar. El interés ha llegado a ser, sobre todo después de 1789, el único móvil de sus ideas. Jamás se trata para ellos de saber si una acción es legal o inmoral, sino de si es provechosa. La moralidad, a la que no hay que confundir con la religión, comienza en la holgura. Como se ve, en la esfera superior florece la delicadeza en el alma cuando la fortuna ha dorado el mobiliario. El hombre absolutamente probo y moral es, en la clase de los campesinos, una excepción. Los curiosos preguntarán el porqué. De todas las razones que se pueden dar de este estado de cosas, esta es la principal: por el carácter de sus funciones sociales, los campesinos viven una vida puramente material que se aproxima al estado salvaje a que les invita su unión constante con la naturaleza. El trabajo, cuando abruma el cuerpo, quita al pensamiento su acción purificadora sobre todo en las gentes ignorantes. Finalmente, para los campesinos, la miseria es su razón de Estado, como decía el abate Brossette».

A pesar de esa convivencia forzosa, obligada por la dependencia mutua, la hostilidad siempre está presente: la de unos, porque es el modo de hacer patente su superioridad; la de los otros, para compensar esa desigualdad y por el sentimiento de injusticia originado por la misma. Cuanto más grave y acentuada sea esa hostilidad, más lejano estará el enfrentamiento directo, que solo ocurrirá cuando se rompa el frágil equilibrio sustentado en el hecho de que cada bando comprenda y represente su papel.

Toda la fuerza de la ley, la capacidad de influencia de los grandes personajes y, a menudo, el sentido común ―Balzac se abstiene de dictaminar, pero el tono de su narración y las intervenciones de los personajes dan una idea bastante precisa de su postura; recuérdese la poco favorable consideración hacia cierto tipo de caracteres en las Escenas de la vida parisiense―, se ven obligados a retroceder, vencidos, ante la conspiración de toda una comarca; un hecho que pone en evidencia la disparidad en la configuración de los mecanismos de poder establecidos políticamente y los fundamentos de las complicidades a que dan lugar las comuniones de intereses; cómo la ley puede ser inutilizada por la red tupida e insalvable que se establece entre quienes comparten réditos; la persistencia y omnipotencia de la ley se muestra incapaz ante la inquebrantable tenacidad de los administrados, que tienen en su favor, por medio de la corrupción, a las cuatro patas del poder: La Iglesia, la Magistratura, la Municipalidad y la Administración. Se trata de un conflicto perfectamente delimitado y, aunque con algunos actores no adscritos, localizado en las dos sedes contrapuestas que contribuyen a la caracterización: la taberna Grand-I-Verte y el castillo de Les Aigues. Todo ello, sin olvidar el papel fundamental de los infiltrados: algún partidario de la Grand-I-Verte empleado en el castillo y algunos burgueses del pueblo con aspiraciones conspirando a favor de los que creen sus semejantes, con la intención de dar el salto a Les Aigues; y los agentes dobles, los que intentan pescar en ambos ríos, tanto menos desenmascarables cuanto mayor sea el fanatismo de sus interlocutores.

La evidencia que supone que Los campesinos sería una de las grandes novelas del ciclo, como había comunicado el propio Balzac a su editor, se muestra a través de varias señales: multitud de personajes, con detalle de sus antecedentes, uno a uno; varias líneas argumentales, históricamente justificadas y bastante complejas, que avanzan al unísono ampliándose y complementándose; la misma extensión de la primera parte ―doscientas setenta páginas en esta edición―, que hace presagiar una extensión parecida a la esbozada segunda ―que ocupa apenas ciento cuarenta―, en el caso de que se diera por concluida ahí; las llamadas al lector con respecto a episodios apuntados en los que el narrador anuncia un desarrollo futuro; y, finalmente, el protagonismo compartido por toda una clase, relegando a las individualidades a la actuación como motores auxiliares de la trama principal, y materializando esa intención de otorgar a La Comedia humana la naturaleza de estudio de caracteres, un propósito insistentemente formulado por el autor.

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La Comedia humana. Escenas de la vida privada. Volumen II

La Comedia humana. Escenas de la vida privada. Volumen III

La Comedia humana. Escenas de la vida privada. Volumen IV

La Comedia humana. Escenas de la vida privada. Volumen V

La Comedia humana. Escenas de la vida de provincia. Volumen VI

La Comedia humana. Escenas de la vida de provincia. Volumen VII

La Comedia humana. Escenas de la vida de provincia. Volumen VIII

La Comedia humana. Escenas de la vida parisiense. Volumen IX

La Comedia humana. Escenas de la vida parisiense. Volumen X

La Comedia humana. Escenas de la vida parisiense. Volumen XI

La Comedia humana. Escenas de la vida parisiense. Volumen XII

La Comedia humana. Escenas de la vida política. Volumen XIII


Es de suma utilidad la consulta puntual al recurso de la Lista de Personajes de La Comedia humana

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