Hacía tiempo que no esperaba con tanta ansiedad la continuación de una saga literaria; si no recuerdo mal, la última vez que me encontré en esa situación fue durante el tiempo que transcurrió entre Fiebre y lanza y Baile y sueño, la primera y segunda parte de Tu rostro mañana, la extraordinaria trilogía de Javier Marías. Pero en el caso de El cuerpo, esa zozobra es, si cabe, más desasosegante todavía ya que los tres volúmenes ya están escritos, aunque en un idioma con el cual no tengo la menor oportunidad.
Mircea Cartarescu planteó el reto con El ala izquierda. Cegador I (Orbitor, Aripa stângă, 1996), un desafío literario de orden superior y una ardua prueba para el lector amateur, estupefacto ante la propuesta estética del rumano. Es posible —la volubilidad del lector amateur es un territorio en el que los conflictos de larga duración rara vez encuentran resistencia y en el que el endeble equilibrio entre esfuerzo y gratificación suele sucumbir ante la ausencia de recompensa inmediata— que la magnitud de ese reto desanimara a un buen número de lectores y que fueran enarboladas una buena cantidad de banderas blancas al primer asalto; por contra, los hubo que, tras resistir mediante una cerrada defensa las primeras acometidas, supieron encontrar el ritmo de respiración adecuado y hallar en el campo de minas planteado por Cartarescu la satisfacción del veredicto de combate nulo: Cegador no es para lectores valientes, es para lectores a los que no les importa el resultado del combate.
Con toda seguridad, muy pocos de los primeros aceptarán el reto a una segunda refriega que tiene poco de revancha —aunque no es aconsejable esta rendición incondicional por incomparecencia antes de entrar en liza: Cegador no es una novela por entregas—; harán mal, pero esa es una reacción comprensible. Para los demás, los que bajamos del ring sonados y con la ceja abierta, la publicación de El cuerpo. Cegador II (Orbitor, Corpul, 2002) —y a la espera ya de la conclusión, El ala derecha. Cegador III (Orbitor, Aripa dreaptă, 2007)— es una de las mejores noticias literarias del año. De la variedad de epítetos con que puede calificarse la prosa de El cuerpo y, por extensión, de lo publicado hasta hoy de Cegador, me interesa especialmente su carácter adictivo, sobre todo por el efecto nocivo que provoca en el lector, imposibilitado, no obstante su plena conciencia, para sustraerse a su influjo: su naturaleza agonística es imposible de rehuir, igual de imposible que resistirse a su poder de atracción.
Si aceptamos que un instante es más importante que un momento, un momento que una circunstancia, una circunstancia que una situación, una situación que una coyuntura, y así, indefinidamente, hasta concluir que una vida, un sola, es más importante que toda la eternidad; que el universo en toda se extensión puede encontrarse en un solo grano de arena; que la historia de la humanidad también puede hallarse contenida en una única vida, como si el nacimiento, la llegada al mundo real, nuevo y resplandeciente, a partir de cuyo momento todo es palidez y degradación, coincidiera con el big bang —¿no es así, en cierto modo, ya que nada existe antes de que nosotros hayamos nacido?— y nuestra desaparición conllevara el fin de todo, la extinción definitiva, la hecatombe; que lo que no está presente no existe, que lo que no hemos experimentado es una ilusión y que el mundo que solo puede ser conocido mediante la narración es una convención para mantenernos firmes ante el abismo del tiempo, entonces se hace evidente que El cuerpo, a diferencia de las novelas que funcionan como una corriente, actúa por aluvión: El ala izquierda, primer título de la trilogía, pero también el libro en el que se hizo explícito el planteamiento estético del autor, delimitó el terreno sobre el que debía circular el curso, mientras que El cuerpo sienta sobre ese cauce los materiales que la corriente arrastra, creando el verdadero lecho fluvial, el depósito literario fértil y productivo.
«Porque mi manuscrito de membranas vivas, superpuestas, pegadas, mezcladas unas con otras, replica fielmente la estratificación de mi cerebro, es el mapa, en un soporte áspero de celulosa, del trenzado de neuronas que forman bajo mi cráneo el icono del mundo. Y sobre el estrato de mi manuscrito, reflejando fielmente cada bucle, punto y borrón, se extiende el gran manuscrito estelar, el polvo de neuronas gigantescas, interconectadas, bajo el cerebro de la Divinidad. De esa forma los tres textos (neuronas, letras y estrellas) están pegados como el sistema de lentes en el objetivo de un aparato óptico a través del cual, mirando con todo tu cuerpo, podrías ver tu vida. Comprender, por fin, qué te ocurre, por qué has ocurrido. Por qué eres necesariamente tal y como eres. Por qué sería imposible que no hubieras existido nunca».
Al igual que sucede con los críos pequeños, empeñados en oír siempre la misma historia y atentos a la mínima variación, que consideran un error, nuestra experiencia parece sustentarse en la repetición de los hechos y en la huida de todo aquello que posee algún viso de novedad y que, por ello, puede poner en cuestión nuestra capacidad de respuesta. El libro —un libro— y, por extensión, el lenguaje, no es más que el intento, de éxito incierto, de dar consistencia material a la totalidad de procesos internos que tienen lugar en nuestro cuerpo, los que generan resultados intelectuales, pero también otros más prosaicos como la digestión, la circulación sanguínea o la excreción. Pecamos de pretenciosos cuando afirmamos que todo está en el libro, que no es más que la paupérrima representación de lo irrepresentable pero también la única forma de hacerlo comunicable.
«Qué significa ultrapensamiento o infrapensamiento, ultradolor o infradolor... eso solo lo podemos imaginar, a través de una ínfima línea de penumbra (el claroscuro y la ensoñación de nuestro imaginario), antes de pasar a la combustión y a la noche. Ahí, en esa penumbra, en el límite del límite del límite de la noche, en esa zona que vibra aún después de haberlo dicho todo, todo lo que podemos soportar, se amplía mi triste, ilegible libro, un caracol que secreta su caparazón a cada instante y una mariposa que pegaría contenta las alas a la bombilla incandescente en torno a la cual revolotea y en cuyo núcleo, de volframio fundido, se abrasaría con un grito de felicidad final».
Aunque tal vez sea una falacia hablar de un final de todas las cosas porque los apocalipsis importantes son los que suceden paulatinamente, uno tras otro, en una interminable e incontrolable cadencia, cada persona, cada cosa con la que nos relacionamos, cada período de tiempo tienen su destrucción, impresa en su propia existencia, con su ración de ruina y polvo, sus condenados y sus ensalzados, sus juicios y sus sentencias. Aprendemos a convivir con esos cataclismos cotidianos, protegidos ilusoriamente por el orgullo de nuestra condición de supervivientes, sin caer en la cuenta de nuestra provisionalidad, apoyados en un pasado recreado a conveniencia y especulando con un futuro que fantaseamos favorable, atrapados en un eterno presente continuo que pretendemos aislado, fuera de la corriente del tiempo y ciego a sus efectos, mientras ignoramos conscientemente la devastación que se extiende a nuestro alrededor.
«Nada, nada en este mundo o en el polvo de los lejanos mundos habitados está más solo que una casa en ruinas. La desolación, a su lado, es un hijo de la esperanza. La tristeza, a su lado, es felicidad, y el silencio, una fanfarria enloquecida».
Uno podría mirar el pasado como quien mira la realidad a través de un espejo, que ofrece una perspectiva propia, cercana a la verdad, pero con ciertas variaciones: de orientación, de dimensión, con pequeñas alteraciones debidas a las impurezas en su superficie o en las juntas con las que se une al marco, sujeto a unas leyes específicas de movimiento y con una focalización variable del detalle; pero, por encima de todo, porque es una perspectivas que incluye al observador en la imagen, formando parte explícita, imprescindible, inevitable del conjunto reflejado.
«Somos, es verdad, transeúntes, pero no en el mundo, sino a través del mundo, lo atravesamos como si pasáramos por un enorme pórtico junto con todos los objetos que nos rodean».
Incluso cuando los más escépticos limitamos el hecho consciente a un epifenómeno de la actividad cerebral exageramos su importancia. Considerar la conciencia como aquel atributo que unifica nuestra experiencia y adjudica hechos, recuerdos y pensamientos a un solo sujeto que denominamos yo es un alarde injustificado de importancia antropológica: ninguno de esos hechos puede ser recluido entre las bóvedas de un encéfalo, todos tienen existencia con independencia de nuestra percepción; incluirnos en el conjunto, nosotros, tan pretenciosos y, sin embargo, tan insignificantes, no entraña más que la aportación de un solo grano de arena a un desierto para el que somos absolutamente prescindibles.
«Nuestras vivencias y recuerdos tienen unidad solo desde el punto de vista desde el que los contemplamos, desde la palabra más enigmática del mundo, yo».
Todas las historias, que tienen un solo origen, comparten también un trasfondo legendario, hundido en las sima del tiempo, del que han bebido todos los pueblos de la tierra, los reales y los inventados, escogiendo cada uno aquellas partes que más se adecuan a sus circunstancias, a su pasado o a sus pretensiones; así, se observa una extraña coincidencia entre los orígenes legendarios de pueblos dispares, con enemigos siempre fabulosos e invariablemente derrotados por algún héroe fundacional —antagonistas que aparecen en historias cruzadas, con los papeles cambiados, invictos y soberbios según unos, derrotados y humillados según otros—; con esos aliados favorecidos por la gracia de los dioses más diversos, atentos al heroísmo o a los sacrificios de sus paladines; y casi siempre bajo la expectante y extática mirada de la arrobada doncella de turno. Historias que acaban mezclándose, ramificándose en bucles infinitos, combinándose y, a la vez que se multiplican, soltándose de su origen, alejándose del tronco común, saliendo en busca de la luz y olvidando y renegando de su linaje.
«Porque los principios de la mente son demasiado complicados como para que la mente los pueda comprender. Ella sabe que están ahí, como sabemos que tenemos un esqueleto aunque jamás llegaremos a verlo. Solo que ella quiere ver su esqueleto, que no existe sino para eso, que nuestra vida entera no es sino la aterradora vivisección de la mente sobre sí misma, con la esperanza insensata de comprenderse en su totalidad, y no solo en su totalidad, sino mucho más, porque la revelación del todo no dura un instante, sino toda la eternidad, de tal manera que la comprensión solo puede ser la revelación continua del espacio total durante todo el tiempo. Pues, al contemplarse a sí misma, a la rosa le crecen, precisamente por ello, pétalos nuevos que deben ser contemplados con miradas nuevas, como si la mirífica flor creciera sobre un nervio óptico y con ella pudiéramos ver lo invisible».
Toda narración se enfrenta al dilema que representa observar la realidad a través de una lente u observarla sin intermediarios. No sucede lo mismo con el pasado: recordarlo es observarlo a través de un filtro, una lupa que modifica no solo los hechos sino también al observador como parte implicada. Escribir sobre el recuerdo es siempre reformularlo, recrearlo, poner de nuevo en marcha el mecanismo para observar si, en su reproducción, se generan nuevos circuitos, se disparan nuevas conexiones, se abren nuevas vías que permitan la representación de lo que permanecía como inevitable en un pasado aparentemente inamovible.
«Al entender el dolor, lo entiendes todo».
¿Qué sucedería si pudiéramos recordarlo todo? ¿Si en la misma medida en que el presente se va convirtiendo en pasado, sus huellas, todas sus huellas, quedaran impresas en nuestra mente sin ningún tipo de discriminación, sin espacios en blanco, sin lagunas, sin parcelas yermas, y pudiéramos evocar cada hecho, cada sensación, sin límite alguno, sin ninguna preferencia? ¿Cuántas vidas viviríamos? ¿Dónde quedaría establecida la frontera que delimita al sujeto? ¿Sería este sujeto capaz de mantener su singularidad con respecto a los protagonistas de su omnipresente pasado? ¿Sería evidente la diferencia entre pasado y presente? ¿Cuántas veces debería morir el sujeto para extinguirse definitivamente?
«Tengo diez años, tengo dieciocho, tengo treinta y uno. Ahora soy todos, la serie continua de criaturas con mi nombre y mis órganos internos. Puedo retroceder en mí todo lo que quiera, hasta donde el bloque de enfrente, que volvió todo mi pasado opaco e irrespirable, se disuelve en el agua real de mi nostalgia. Y entonces puedo ver de nuevo Bucarest extendido hasta donde se pierde la vista, una mezcla de casas antiguas y árboles que se doblan con el viento, iluminado por los letreros como en otra época, retorcido como una mirífica caracola bajo la luz estelar. Permanecemos así, gemelos reflejados el uno en el otro, transmigrando en uno al otro, mezclando recuerdos y deseos, órganos y cúpulas, muros y visiones, cables eléctricos y nervios espinales, hasta que volvemos a ser lo que de hecho habíamos sido siempre, lo que no habíamos dejado de ser: uno solo».
Mediante una escritura densa y desatada, Cartarescu no se limita a recrear el pasado —un pasado nebuloso y crepuscular en el que realidad y sueño se mezclan hasta hacerse indistinguibles, pero cuya combinación forma la única argamasa capaz de dar consistencia al de otro modo endeble cimiento que deberá sostener el edificio frágil e imprevisible de la vida del escritor—, sino que lo genera. El Bucarest real de la década de 1960 —una ciudad provinciana de puteros y modistillas cuya cacofonía omnipresente solo queda rota por acontecimientos carnavalescos, desaforados, que actúan como válvula de seguridad ante la presión creciente de la monotonía, heredera de aquella que ofrecía ocasión de distinguirse a las resabiadas comadres de doble papada y a los galanes ajados con sus descoloridos uniformes pertenecientes a un ejército derrotado hace tanto tiempo que ya nadie lo recuerda— no tiene nada que ver con la ciudad en que se desenvuelve ese niño convaleciente: sus calles son orbes inexplorados; sus ruinas, territorios vírgenes en espera de colonización; sus gentes, meros puntos insignificantes insertos en un paisaje grotesco y febril, territorio de gestas heroicas e imperdonables traiciones, de guerras cruentas e indisolubles complicidades; el paisaje, a menudo indistinguible de su propia mente, en el que se forjaron los sueños que habrían de convertirse en pesadillas de las que solo se puede librar mediante la escritura.
«Antes de marcharme, le repetí que podía hojear tranquilamente el manuscrito, que no era literatura, que lo había escrito solo para mí, que a través de él vivía yo mi sueño de siempre, o al menos el de cuando, en la adolescencia, con mi pijama roto y un gorro en la cabeza, sabiendo que en mi vida no habría jamás una criatura femenina ni alegría, imaginaba el futuro como una buhardilla con una mesa, una silla y una cama, en la que yo, el enviudado, el sombrío, el inconsolable, iluminado únicamente por un sol negro, escribiría mi libro infinito, el libro ilegible, demente, cuyos bucles de tinta estarían directamente conectados con mis venas, con mis canales linfáticos, y cuyas páginas eran precisamente mi piel y mi tejido cerebral».
El cuerpo es un panegírico del recuerdo: de la evocación de los hechos reales, de los imaginados, de los soñados y también del recuerdo del recuerdo; de la preponderancia temporal o definitiva de sus mecanismos, de los sistemas que establecen un orden de preferencia y de las motivaciones, conscientes o inconscientes, de ese predominio; de las pruebas —o de su ausencia— que los corroboren; de su ubicación temporal y de los cambios a los que esa localización está expuesta; de su verdadera e indistinguible autoría; de su persistencia, desde un interminable dolor físico a la instantaneidad de un relámpago; de su enigmática persistencia en algunos casos —recuerdos que no podemos sacarnos de la cabeza— o de su injustificable ausencia —aquellos que no podemos convocar por más que lo intentemos—. Un recuerdo que, en su forma material, se va tejiendo del mismo modo que las alfombras que urdía la madre del narrador en el telar doméstico, confeccionando un dibujo que avanza desde la irreconocible, pasando por las diversas hipótesis que se formulan y se desechan, hasta el momento en que, aún incompleto, el dibujo final se hace ya evidente. O como el medallón de Soile, un camafeo enmarcado por una filigrana, cuyo centro reproduce la imagen de la propia Soile con un medallón que repite la imagen de Soile con un medallón, y así hasta el infinito, en una sucesión en la que es imposible detenerse.
Cegador se revela, en su vertiente generadora, como un libro demiúrgico que, rebuscando en el recuerdo, concibe un mundo y lo crea con el entendimiento, para después recrearlo, materializarlo y armonizarlo a través de la escritura; y, a continuación, abandonarlo a su suerte —como debería haber hecho cualquier demiurgo que se precie, a diferencia de los dioses oficiales— y olvidarse de él. Mediante la escritura, Cartarescu incrementa en una dimensión el mundo plano de la hoja de papel y abre la prisión bidimensional para que los personajes cobren vida ante los ojos del lector; para que ese narrador se siente a su lado y le cuente, de viva voz, sus cuitas, en busca de una complicidad que la página limitaba al discurso unidireccional; para materializar las brumas de Bucarest, oler el tufo entre agrio y dulzón de los restaurantes orientales y oír la música que activa a los agónicos hombres-estatua junto a los canales de Amsterdam. En este sentido, Cegador evidencia el propósito de constituir un libro infinito cuyas dimensiones interiores se despliegan y se multiplican hasta alcanzar un volumen que pretende sobrepasar con mucho la jaula de 21 x 14,5 x 3 cm en la que se encuentra encerrado, a cada lectura, por cada lector.
«¿Qué era mi libro? ¿Una rosa de cientos —ya— de pétalos? ¿Una perla a la que añadía capa sobre capa de nácar? No leía nunca lo que había escrito, no alteraba nunca el orden de las hojas, irreversiblemente orientadas por la flecha del tiempo. Retirar la última página escrita y leer la penúltima habría sido un sádico desollamiento, le habría causado un sufrimiento insoportable a mi manuscrito. Porque solo la última página era la verdadera epidermis. Las demás, aunque hubieran pasado a su vez por ese estadio, habían degenerado, se habían disuelto en el taco reestructurándolo sin cesar hasta que ese taco dejó de ser —y ya no lo es— un hojaldre, sino un animal compacto de sustancia hialina, con la piel cubierta con dibujos de camuflaje. No escribo un libro sino que engendro un embrión en el útero triste de mi cráneo y de mi habitación y de mi mundo».
Y al igual que crea espacio desdoblando el plano, genera también tiempo desplegando la duración de un momento en una sucesión de escenas que rompen la direccionalidad y transgreden la convención pasado-presente-futuro, convirtiéndolos en simultáneos: el instante que transcurre mientras el Hombre-Serpiente toca con su dedo índice el ceño de Mircea abarca un viaje de años en pos de los rastros del conocimiento, y la excursión de un día de Maarten por el río helado comprende la totalidad de una vida intentando encontrar su lugar en un mundo que no puede asir, en perpetuo cambio; como si los acontecimientos, sujetos a una escala temporal propia, siguieran un ritmo distinto, más acelerado, del que pueden seguir los personajes. Un tiempo que no avanza según lo establecido y que aboca a la desubicación a los protagonistas y también al lector, arrastrado por ese torbellino de sucesos capaces de trasladarle desde la comodidad de su sillón de lectura a compartir los avatares de unos personajes extraídos del discurrir de su época y llevados a través de paisajes fantásticos hasta las capas más íntimas de su cerebro.
Así es como el propio libro, El cuerpo, rebosa, en la mente del lector, su propio contenido compuesto de letras, palabras, líneas, párrafos y páginas, que sigue evolucionando después de que el autor lo considerara terminado y adquiere vida propia, lejos de las reglas de la gramática y la paginación; una vida multiforme e independiente, rica y dispar, tal vez hacia un mundo ficticio, acaso para tomar el lugar de una realidad inasumible.
«Qué erróneamente, qué insensatamente buscamos la certidumbre en nuestras criaturas, escribiendo libros siempre río abajo, de cascada en cascada, cada vez más diluidos y más borrosos, cuando deberíamos luchar como los salmones, hacia arriba en el torrente de tinta que forma los bucles de nuestras vidas, navegar de vuelta hacia las primeras páginas, la primera frase, la primera palabra, la primera letra y subir por fin, a través de la pluma de oro celestial, al reservorio insondable de la gracia, ahí donde se encuentran, dormidas, todas las historias».
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de El ala izquierda. Cegador I
Notas de Lectura de Solenoide