30 de junio de 2025

Vies antérieures: la postura del escriba

 

Vies antérieures, suivi de Les trois coffrets. Gérard Macé. Gallimard, 2022

Esta no es la primera vez que Gérard Macé aparece en esa bitácora; con anterioridad, he publicado un artículo en el que aparece como sujeto de estudio por su condición de huérfano —Encres orphelines—, un recordatorio sobre su faceta de autor —Gérard Macé—, y dos resultantes de su relación con Pierre Michon —«Dime con quién andas... » y «Una ilustración de almanaque»—. En esta ocasión, el motivo es la traducción del prólogo de Vies antérieures, una versión muy personal de las Vidas minúsculas de su amigo Michon, el texto que transcribo a continuación.

He probado a escondidas la postura del escriba


He probado a escondidas la postura del escriba, pero el escriba sentado es un atleta de la escritura, un campeón bien entrenado, ni demasiado delgado ni demasiado grueso.

Para empezar, él caminaba por las orillas del Nilo armado con un cuchillo para cortar papiros en medio de un heervidero de patos y abubillas, pero nadie se acuerda; y desde que cruzó las piernas para sentarse a la turca, ha envejecido sin cambiar de rostro: sus rasgos regulares son los de un hombre hecho y derecho, pero las proporciones de su cuerpo son las de un niño, como si hubiera pasado del juego a la escritura, de las tabas a los jeroglíficos, sin haber sido tocado por la ansiedad que hace temblar nuestra mano.

Sin esfuerzo, y con mano segura, atrae hacia sí el alma etérea de las cosas, pues la escritura, que quisiera mágica, es ante todo una profesión: la primera de todas, la que se aprende con los hijos de los príncipes y que te concede en la corte un nombre que no se olvida; que conserva las manos blancas y alimenta a su artífice en todas las estaciones, hasta el punto de que, en Egipto, a un letrado se le puede llamar «saciado de saber». El escriba manda a todos los demás, a los mozos de carga que doblan la espalda, a los esclavos que empuñan el pico y el remo, y a los que una orden escrita hace correr más deprisa, en mayor número que un gesto del faraón.

Más que la inspiración, son las enseñanzas de los maestros las que dan confianza al escriba y guían su mano cuando escribe al dictado las frases y los contratos, cuando copia pasajes del Libro de los Muertos que se sabe de memoria, con sus fórmulas para tener varias apariencias y renacer en el más allá; cuando alinea en columnas regulares las cifras y los días del calendario, o los signos en los que las mentes rudimentarias ven el diseño de un gorrión, una casa, una liebre, un tablero de ajedrez, simples consonantes que son la voz de las cosas, así como los nombres de los reyes.


Si se mantiene tan erguido, en una postura de gimnasta perdida para siempre para los hombres del libro, esos jorobados que desgastan los ojos leyendo bajo la lámpara manteniendo la cabeza inclinada, es porque la luz radiante de Egipto asusta a las inclinadas figuras de la melancolía. Su musa no es, como la nuestra, una visita apresurada, que llega con un batir de alas para marcharse de inmediato, y el escriba no es todavía el «como bloque intacto de un cataclismo oscuro» del que habla Mallarmé en uno de sus versos jeroglíficos.

Es un bloque de piedra caliza, un ídolo pintado de rojo al que su larga estancia en la tumba ha vuelto intocable, y que ha sido enjaulado junto con el mono que lo custodiaba, el babuino peludo que no necesitaba imitar al hombre para ser venerado. Arrodillado como un sabio, inmóvil como los fetiches, los dioses de bolsillo, los objetos sin alma que abarrotan nuestras mesas sin traernos la buena fortuna, concedió el don de la escritura al hombre para verle arrugar, por su parte, la frente.

Pero el escriba sentado no tiene ni una arruga: es un ladrón, un falsificador al que me avergüenza un poco traicionar, porque que él veneraba los signos a su manera. La verdad es que tiene los rasgos de un dignatario, celoso de los que saben escribir y de sus manos blancas, de las reverencias de los cortesanos a su paso, e incluso de su privilegio en la tumba junto al faraón. O los rasgos de un mercader que quisiera engañar a la muerte, para viajar de puerta en puerta pesando sus acciones en balanzas invisibles, y para ser acompañado por el ibis con su grito bajo y ronco, cuyo regreso cada año anuncia inundaciones fértiles y podría hacernos creer en la inmortalidad de la escritura.


Sin edad y sin nombre, este desconocido con ojos de cristal, que se creía el escribano de los dioses mientras posaba, se nos parece a pesar de todo, y tal vez más que su modelo: porque nosotros escribimos para alojarnos en el cuerpo de otro y para vivir como parásitos en uno de los agujeros cavados por la memoria.




No hay comentarios:

Publicar un comentario