5 de febrero de 2024

El tugurio. Los Rougon-Macquart VII

 

El tugurio. Los Rougon-Macquart VII. Émile Zola. Trotalibros, 2022
Traducción de Amaya García Gallego

El tugurio (L'Asssommoir) —traducida históricamente en castellano como La taberna—, séptimo volumen de la serie de los Rougon-Macquart, fue publicada originalmente por entregas en Le Bien Public y en La République des Lettres en 1876, y en forma de libro un año después. La protagonista que enlaza con la saga es Gervaise Macquart, segunda hija de Antoine Macquart y Joséphine Gavaudan, nacida en 1828, que arrastra una lesión en la pierna consecuencia de la violencia de su padre hacia su madre embarazada y es un personaje que aparece en varias entregas de la serie; es la  madre de Anna Coupeau, conocida como Nana y protagonista de la novela con su mismo nombre, novena entrega del conjunto. Con anterioridad a los hechos narrados en El tugurio, Gervaise —que cuenta veintidós años al comienzo de la novela— se ve obligada, debido a los malos tratos a los que la somete su padre, a huir de Plassans y establecerse en París con su amante, Auguste Lantier, y sus dos hijos, Claude —personaje principal de La obra— y Étienne —Germinal—, de ocho y cuatro años respectivamente, a los que se sumará, posteriormente, Jacques —La bestia humana—. La novela se ubica temporalmente en la segunda mitad del siglo XIX en la época de Napoleón III, y su final coincide con el inicio de la transformación urbanística llevada a cabo por Georges-Eugène Haussmann, entre 1853 y 1870, que consistió en la demolición de los barrios medievales y la construcción de los Grandes Bulevares, parques, plazas y saneamiento, y la anexión a la trama urbana de los suburbios extramuros. 

El microcosmos en el que se desarrolla la acción es el París de las callejuelas malsanas y los pasajes recónditos, anterior a la reforma, ubicados en el límite de la ciudad; un barrio popular con gran tráfico de personas y mercancías, una calle donde coinciden un matadero y un hospital, poblado por gente pobre de solemnidad. Gervaise, Lantier y sus hijos se encuentran con todos sus bienes embargados alojados en una insalubre habitación; ella, que tiene que encargarse de sus hijos, no puede trabajar, mientras que su amante es un vago con proyectos tan ambiciosos como irrealizables.

En esta puesta en situación, en ese plano general que Zola muestra para ubicar al lector, destaca, antes de que centre su atención en el verdadero protagonista del relato, el establecimiento de bebidas,  el lavadero como emplazamiento de socialización destinado a las mujeres, el único lugar al que sus obligaciones les permiten desplazarse para evadirse de su reclusión doméstica; allí toman cuerpo las noticias, falsas y verdaderas, los chismorreos, las enemistades efímeras y las amistades eternas —y viceversa—, el lugar perfecto para que se relacionen esas mujeres en situación más o menos precaria; pero también el lugar propicio para dirimir diferencias y concertar enfrentamientos; el primer clímax de El tugurio tiene lugar en el lavadero, donde Gervaise se entera de que Lantier se ha largado dejándola con sus deudas y sus hijos. 

«Gervaise colgó la ropa lavada en el respaldo de una silla y se quedó de pie, dando vueltas, examinando los muebles, tan estupefacta que ya no le corrían las lágrimas. Le quedaban cinco céntimos de los veinte que había guardado para el lavadero. Entonces, al oír en la ventana la risa de Étienne y Claude, que ya se habían consolado, se acercó, les pasó los brazos por encima de la cabeza y se olvidó de todo por un instante, delante de la calzada gris donde por la mañana había visto despertarse al pueblo obrero, el trabajo gigantesco de París. A esa hora, la calle, al calor de las tareas del día, encendía una reverberación ardiente por encima de la ciudad, detrás del muro. A esa calle, con ese calor de horno, era adonde la arrojaban con los niños; con la mirada abarcó los bulevares exteriores, a derecha e izquierda, deteniéndose en ambos extremos, presa de un espanto sordo, como si la vida, en adelante, fuera a caber ahí, entre un matadero y un hospital».

El título de la novela se refiere, en concreto, a un local, el tugurio del tío Colombe, pero denomina  también, con carácter genérico, a esas bodegas insalubres, algunas de ellas con su propia destiladora, que abundaban en la periferia de la capital, un complemento inseparable de los barrios populares; una especie de omphalós alrededor del cual se crea y organiza el reducido universo de sus habitantes, el centro cósmico que comunica el mundo de los vivos, el de los muertos y el de los dioses: un gran mostrador de zinc, con estantes llenos de recipientes y espejo de luna que ofrece, en un solo plano, el reflejo del envés de las botellas, la espalda de los camareros y la práctica totalidad de la sala, y que parece separar el pasado del futuro; en el patio, un alambique de destilación completa el lienzo.

Los individuos dudosos que, conociendo la situación en que ha quedado Gervaise después de la huida de Lantier —en especial un tal Coupeau, albañil y zinquero—, intentan comprometerla, hacen su aparición; pero ella, que tiene a sus hijos y ha conseguido una buena colocación, les rechaza; hasta que la insistencia de Coupeau y la flaqueza de ánimo de Gervaise se encuentran; ella, finalmente, aceptar casarse. La boda se celebra bajo el signo de la perentoriedad, con la censura de la familia del novio, la burla de los vecinos y la desgana de los funcionarios —peor premonición parece imposible—, pero también con las dudas, no expresadas, de la novia, a pesar de la buena disposición que muestra exteriormente. 

«Los cuatro testigos le dieron palmadas en los hombros al cinquero, que encorvaba la espalda. Entre tanto, Gervaise le daba un beso a mamá Coupeau, sonriente aunque con los ojos empañados. Contestó a las palabras entrecortadas de la anciana: 
—No tenga cuidado, haré todo lo que esté en mi mano. Si la cosa se tuerce, no será por mi culpa. Pues no faltaría más, con las ganas que tengo de ser feliz... En fin, ahora ya está hecho, ¿no? Ahora depende de nosotros dos llevarnos bien y poner de nuestra parte».

Una celebración modesta, que el narrador hace transitar entre la sátira y la insignificancia, que intenta emular las bodas de la sociedad bienestante pero que, en su empeño, se convierte en una parodia: los celebrantes no pueden ocultar ni su origen ni su penuria, pero en el intento de encubrirlas —una visita cultural al Louvre da perfecta cuenta de ello—, se desploman en el mayor de los ridículos, ahondando aún más en las inabordables diferencias con aquello que quieren imitar.

Contra todo pronóstico —y parecería que sobrepasando las expectativas de los propios protagonistas—, la vida en común de Gervaise y Coupeau comienza con buen pie; el trabajo duro de ambos y sus economías les permiten trasladarse a un mejor alojamiento, con unos vecinos bondadosos y honrados con los que intiman rápidamente, los Goujet, madre e hijo, y ser padres de una niña, Nana. Pero la ternura y el detalle con que Zola se demora en la situación no augura nada bueno.

Efectivamente, un accidente laboral de Coupeau pone a prueba la estabilidad doméstica, el alcance de sus ahorros, la honestidad de sus vecinos y la magnanimidad de su familia. La larga convalescencia parece que despierta en el accidentado algo parecido a la conciencia de clase —uno de los lugares comunes en la literatura de Zola—, pero será solo un espejismo que el interesado empleará para otros razonamientos y otras conclusiones.

«Cuando recuperó el uso de las piernas, se le quedó un rencor sordo contra el trabajo. Qué asco de oficio, tener que pasarse todo el día en los canalones, como los gatos callejeros. ¡Qué espabilados, los burgueses! Te mandaban a la muerte, los muy gallinas, incapaces de subirse a una escalera; preferían acomodarse firmemente junto al fuego, sin importarles un bledo la gente pobre. Y llegaba incluso a decir que cada cual debería techar su propia casa. Señor, si hubiera justicia, así deberían ser las cosas: si no quieres mojarte, ponte a cubierto. Luego lamentaba no haber elegido otro oficio menos peligroso; ebanista, por ejemplo. Eso también era culpa del padre Coupeau; los padres tenían la estúpida manía de meter a los hijos, a pesar de todo, en su bando».

Un momentáneo instante de lucidez de Gervaise la lleva a iniciar un negocio de lavandería, con la ayuda de un préstamo de su vecino Goujet, un trabajo duro que se traduce en unas buenas relaciones con el vecindario, excepto con los familiares de Coupeau, muertos de envidia. Este, después de una larga convalescencia, empieza a frecuentar más de lo aconsejable la taberna, trabaja de Pascuas a Ramos —es Gervaise quien sostiene la economía familiar a solas— e intenta propasarse  con las empleadas de su esposa; un proceso, en conjunto, con final previsible 

«—¿Y qué voy a hacer con él? No está en sus cabales, no puedo enfadarme con él. Y aunque lo zarandease, de nada serviría. Prefiero seguirle la corriente y meterlo en la cama; al menos, la cosa acaba enseguida y yo me quedo tranquila... Además, tampoco es malo, me quiere mucho. Ya lo han visto hace un rato, quería darme un beso aunque lo hicieran picadillo. No deja de ser un buenazo; porque hay muchos que, cuando beben, se van con mujeres... Él vuelve aquí de cabeza. Bromea con las operarias, pero ahí queda la cosa. ¿Me oye, Clémence?, no tiene de qué ofenderse. Ya sabe lo que es un hombre borracho; mataría a su padre y a su madre, y luego ni se acordaría... ¡Huy, se lo perdono de corazón! Es como todos los demás, ¡qué caray!»

A pesar de todos los impedimentos, la lavandería funciona propiciamente; algunos fantasmas del pasado rinden esporádicas pero indeseables visitas; la novela entra, hacia la mitad de su extensión, en un impasse momentáneo, que Zola colma con sus magistrales descripciones, se diría que preparando al lector para los hechos trágicos que se adivinan en un horizonte más que cercano. El manejo de ese dramatismo esperado que no acaba de mostrarse, entreteniéndose con insustanciales anécdotas narradas por personajes secundarios ajenos a la trama principal, y de la tensión que la aparente placidez esboza ponen de manifiesto el dominio del ritmo narrativo característico del francés. 

«Ahora, todas las tardes transcurrían así. El local era el refugio de los frioleros del barrio. Toda la calle de La Goutte d'Or sabía que allí se estaba calentito. Siempre había dentro mujeres parlanchinas que se ponían al amor de la lumbre delante de la estufa, con las faldas arremangadas hasta la rodilla, templándose. Aquel calor reconfortante era el orgullo de Gervaise, que animaba a la gente a entrar; recibía las visitas, como decían malévolamente los Lorilleux y los Boche. Lo cierto era que siempre se mostraba atenta y compasiva, hasta tal punto que metía a los pobres en el local cuando los veía tiritando fuera. Le cogió especial cariño a un antiguo oficial de pintor, un anciano de setenta años, que vivía en un camaranchón de la casa, donde se moría de hambre y de frío; había perdido a sus tres hijos en Crimea y vivía a la buena de Dios desde hacía dos años en que ya no podía ni sujetar la brochas. En cuanto Gervaise veía asomar al tío Bru, pisando fuerte en la nieve para entrar en calor, lo llamaba y le apañaba un lugar cerca de la estufa; a menudo incluso lo obligaba a comer un pedazo de pan con queso. El tío Bru, con el cuerpo encorvado, la barba blanca y el rostro arrugado como una manzana ajada, se pasaba las horas muertas sin decir nada, escuchando el chisporroteo del cok. Quizá estuviera recordando los cincuenta años de trabajo, subido a una escalera, el medio siglo dedicado a pintar puertas y blanquear techos de un extremo a otro de París»

El estrechamiento de los lazos de amistad entre Gervaise y Goujet, que enmascaran cierto grado de amor no declarado por ambas partes, parece abrir un nuevo conflicto de consecuencias imprevisibles; y más en cuanto que Coupeau, improductivo pero derrochador, pasa interminables horas en el tugurio del tío Colombe, fundiéndose el dinero en incontables rondas de aguardiente.

La cena de Gervaise por su onomástica encarna el punto de tensión a partir del cual va a desencadenarse la tragedia. Gervaise, que ha tenido que empeñar varios objetos para hacer frente a los gastos de la celebración, invita  a vecinos y conocidos a un opíparo ágape que deja estupefacto a todo el barrio. Pero la conducta de Coupeau, alterado por el alcohol, va degenerando, y la última manifestación de esa degradación es su empeño por reanudar las relaciones con Lantier, que parece haberse reformado desde que abandonó a Gervaise; a falta de alojamiento en la vecindad, Coupeau le ofrece una habitación en su propia casa, que Lantier acepta mientras va inmiscuyéndose progresivamente en la vida cotidiana del hogar y de la lavandería, y contribuyendo, con el propio Coupeau, a la ya inevitable ruina de la familia. 

«Cabe decir que Coupeau y Lantier se corrían juntos unas juergas desenfrenadas. Ahora Lantier le daba a Gervaise sablazos de diez y veinte francos, en cuanto se olía que había dinero en casa. Siempre eran para grandes negocios, En aquellos días, a continuación malmetía a Coupeau, contaba que tenía que hacer un recado muy largo, lo llevaba con él; después, sentados frente a frente al fondo de algún restaurante próximo, se metían entre pecho y espalda platos que no se pueden comer en casa, regados con vino de reserva [...]. Naturalmemnte, no se puede estar de juerga y trabajando. Así pues, desde que el sombrerero se sumara a la familia, el cinquero, que ya ganduleaba bastante, acabó por no volver a tocar una herramienta [...]. El animal del sombrerero siempre se quedaba a medio camino. Dejaba que el otro se achispara, lo plantaba y volvía a casa sonriente, con su cara amable. Él se agarraba las curdas pulcramente, sin que nadie se diera cuenta. Quien le conocía bien se lo notaba solo en que se le achicaban los ojos y gastaba unos modales más atrevidos con las mujeres. El cinquero, en cambio, se ponía que daba asco, ya no podía beber sin caer en un estado indigno».

El escenario principal de la novela hasta ese momento comienza a compartir protagonismo con el escenario nominal, las tabernas, especialmente el tugurio del tío Colombe,que frecuentan los personajes masculinos principales, en particular Coupeau y Lantier, convertidos en compañeros inseparables gracias a la botella, con excepción de Goujet, que adquiere cada vez más relevancia entre los conocidos de Gervaise hasta que, finalmente, deja de relacionarse con ella. La degradación que conlleva el alcoholismo —y esa es, tal vez, una de las tesis principales de Zola— se traslada a la vida familiar, sobre todo —y esta sería la otra tesis, no menos relevante, que enuncia el autor, y que sería la principal causante de las críticas que se granjeó, en especial con esta obra— en las capas más humildes de la sociedad, y no termina hasta la destrucción total, después de una interminable e inevitable pendiente.

«Gervaise, con ese vocerío infernal persiguiéndola, andaba deprisa. Y cuando se estuvo sola en medio del gentío, aflojó el paso. Estaba más que resuelta. Entre robar y hacer eso, prefería hacer eso, porque al menos no perjudicaba a nadie. Lo único de lo que podía disponer era de su persona. Desde luego, no era decente, pero en ese momento su pobre mollera no distinguía entre lo decente y lo indecente; cuando uno se está muriendo de hambre, no se dedica a filosofar, sino que se come el pan que se le pone delante».

La decadencia final coincide con la reforma de Haussmann; el París opulento y presuntuoso de les grands boulevards se construye sobre las ruinas de las callejuelas insalubres, como si esa transformación dejara sin morada a todos los que habitaban en ellas, condenándolos a la extinción.

«Después, mientras subía los seis pisos a oscuras, no pudo evitar reírse; una risa de las malas, que le hacía daño. Se acordaba de su antiguo ideal: trabajar en paz, comer pan todos los días, tener un rincón medio limpio para dormir, criar a los hijos, no recibir golpes y morir en su cama. ¡En verdad que tenía gracia cómo se había cumplido todo! Había dejado de trabajar, había dejado de comer, dormía entre la basura, su hija andaba por ahí de picos pardos y su marido le zurraba la badana; ya solo le faltaba morirse en la calle, y pensaba hacerlo enseguida, si reunía valor para tirarse por la ventana cuando llegase a casa. ¡Cualquiera diría que le había pedido al Cielo una renta de treinta mil francos y un trato privilegiado! ¡Lo cierto es que, en esta vida, aunque aspires a muy poco, nunca conseguirás nada! Ni siquiera rancho y catre, ese es el destino común. Y la risa dañina era aún mayor al acordarse de esa bonita perspectiva de retirarse al campo, después de veinte años dedicándose a planchar. ¡Pues  mira, al campo sí que niba a ir! Quería su parcelita ajardinada en el [cementerio] Père Lachaise».

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Relación de los títulos que componen el ciclo (fuente: Wikipédiay Notas de Lectura, cuando proceda, incluidas en este blog:

La Fortune des Rougon, A. Lacroix, Verboeckhoven et Cie, Paris, 1871
La fortuna de los Rougon. Los Rougon-Macquart I
La Curée, A. Lacroix, Verboeckhoven et Cie, Paris, 1872
La jauría. Los Rougon-Macquart II
Le Ventre de Paris, Charpentier, Paris, 1873
El vientre de ParísLos Rougon-Macquart III
La Conquête de Plassans, Charpentier, Paris, 1874
La conquista de Plassans. Los Rougon-Macquart IV
La Faute de l'abbé Mouret, Charpentier, Paris, 1875
La culpa del abate Mouret. Los Rougon-Macquart V
Son Excellence Eugène Rougon, Charpentier, Paris, 1876
L'Assommoir, Charpentier, Paris, 1878
El tugurio. Los Rougon-Macquart VII, en este post
Une page d'amour, Charpentier, Paris, 1878
Nana, Charpentier, Paris, 1880
Naná. Los Rougon-Macquart IX
Pot-Bouille, Charpentier, Paris, 1882
Au Bonheur des Dames, Charpentier, Paris, 1883
El Paraíso de las DamasLos Rougon-Macquart XI
La Joie de vivre, Charpentier, Paris, 1883
Germinal, Charpentier, Paris, 1885
GerminalLos Rougon-Macquart XIII
L'Œuvre, Charpentier, Paris, 1886
La obra. Los Rougon.Macquard XIV
La Terre, Charpentier, Paris, 1887
Le Rêve, Charpentier, Paris, 1888
La Bête humaine, Charpentier, Paris, 1890
La bèstia humana. Los Rougon-Macquart XVII
L'Argent, Charpentier, Paris, 1891
La Débâcle, Charpentier et Fasquelle, Paris, 1892
Le Docteur Pascal, Charpentier et Fasquelle, Paris, 1893

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