Rimbaud el hijo. Pierre Michon. Editorial Anagrama, 2001 Traducción de María Teresa Gallego Urrutia |
«Et la Mère, fermant le livre du devoir,
S’en allait satisfaite et très fière, sans voir,
Dans les yeux bleus et sous le front plein d’éminences,
L’âme de son enfant livrée aux répugnances».
Les Poètes de sept ans
Pierre Michon, que tiene una relación especial con el género biográfico —véase, como confirmación, sus Vidas minúsculas—, no ha escrito una biografía del que con toda probabilidad es, a pesar de su corta vida, el poeta francés más hagiografiado, ni redacta tampoco ningún estudio académico acerca de su poesía; ni vida ni obra, pues —el libro fue publicado, en su edición original, Rimbaud le fils, en 1991, año del centenario de la muerte del poeta—. En cambio, se adentra en ambas, invade su intimidad, pone en evidencia sus particularidades y, tal vez, especulando con las raíces, intenta alcanzar, con una mímesis imposible, los orígenes de su propia obra y las coordenadas que pueden ayudar a resolver el misterio de la escritura.
«Y es posible que la madre, aun sin decir palabra, se exaltase al ver esas creaciones, que se reconociese en ellas; y, en un comedor de Charleville, el niño sentado que hacia su madre alzaba la cabeza veía que se quedaba un momento boquiabierta, como asombrada, como embargada de respeto, como envidiosa, pero los dedos dejaban de triturar los negros pensamients, y se agostaba la fuente del reniego, como si esa lengua huera que no era capaz de leer intuyese la obra de un excavador de pozos más poderoso que ella, que ahondaba más y de forma más irremediable, que era su amo y maestro y, en cierto modo, la liberaba».
Pero ese odio necesitaba también otros referentes, los que debían mostrarle las herramientas que utilizaría para su propia destrucción. Ese objetivo se materializó en unos personajes que, naturalmente, solo permanecían con vida en los libros: Malherbe y Racine, Hugo y Baudelaire; jurándoles lealtad, los traicionaba; venerándolos, los aborrecía; homenajeándolos, los repudiaba. La poesía no necesitaba a Rimbaud —allí hubiera seguido, en los jardines de los Parnasianos, encerrada y feliz tras los barrotes de las formas académicas—; quien le necesitaba realmente era la lengua francesa.
Rimbaud escolar tiene su primer contacto con la academia a través de una vida minúscula: Georges Izambard, poeta aficionado con ínfulas de parnasiano, profesor de la Escuela Normal en el curso de 1870, uno de cuyos alumnos en un chaval enfermizo pero hiperactivo llamado Arthur Rimbaud.
«[...] no es posible que la poesía pertenezca por entero al territorio del bien en vista de que cuando nuestros primeros padres estaban en el Gran Jardín no hablaban, sino que se comunicaban entre sí, de igual forma que las flores lo hacen mediante abejas, mediante alados mensajeros, y solo sintieron que se les soltaba la lengua cuando el ángel les hubo indicado por dónde se salía, si hubieras alegado que solo les fue dada la lengua de los hombres tras la Caída, cuando la materia dejó de ser canto [...]».
Pero la misma arma con la que puede desafiar al mundo le aplasta bajo su inapelable peso, le inmoviliza con sus brazos, Tradición y Universalidad, le ahoga con el beso de su Forma. La lengua francesa es una espada de doble filo cuya empuñadura no se puede sujetar, solo puede asirse por la hoja, aferrarla con fuerza, contarse las palmas de las manos para conseguir arrebatársela a su poseedor, ese ser multiforme con librea de terciopelo y peluca empolvada que responde al inequívoco nombre de Académico.
«Bien pensado, entra dentro de lo posible que Izambard lo presintiese, aunque no fuese de su competencia. Es posible que intuyera, cuando le llegó a él el turno, transcurrido un año, de que Rimbaud se burlara y se desembarazara de él, de que malvendiera en los baratillos los libros de su bondadoso profesor y lo encerrase en el tabuco, que la poesía estaba mal; que, por más que hubiera creído que se había cargado a la cabra vieja, era ella, en fin de cuentas, quien escribía poesía y quien se lo iba a cargar a él; no pudo por menos de percatarse de todo ello, pero tampoco podía admitir que se había percatado; y a eso se debió seguramente el hecho de que, sabedor de todo mas no queriendo saberlo, el poeta Izambard acabase escardando infinitos cebollinos».
Pero su liberación del pasado no significa su emancipación completa porque hay otro enemigo al acecho, más peligroso, si cabe, que aquel al que ha vencido, uno que puede reaccionar y contraatacar: es el Presente, que dispone de armas más actualizadas y más letales. Théodore de Banville, otro poeta precoz cuyas expectativas se ahogaron en la edad adulta, también tropieza con ese muchacho insolente, engreído; su cátedra ya ha perdido brillo, pero sigue siendo un certificador de vocaciones, aquello que se conoce con el nombre de Autoridad, el Gran Poeta de los temas universales.
«Y los jóvenes albergaban la esperanza de que los viejos, por cortesía y reciprocidad, quizá porque creían moderadamente en augurios mutuos, porque temían grandemente ciertos augurios pendientes entre hombres y dioses, tan temibles estos como aquellos, los jóvenes albergaban la esperanza de que los poetas titulares, es decir, aquellos cuyo nombre se codeó al menos una vez, en algún ámbito, con la palabra genio, que esos hombres, digo, les otorgasen un delgado rayito del nimbo invisible que tenían fama de llevar alrededor de la cabeza y que se transmite como por esqueje, del más viejo al más joven, pero que el joven no puede nunca hurtarle del todo al viejo, ni aunque sea Rimbaud, ni aunque sea San Juan; tiene que ser don del viejo: y ese inmenso favor, Rimbaud se lo pidió a Banville».
Ningún poeta académico, ningún crítico avispado, ningún aspirante ambicioso vio venir a Rimbaud. Mientras intentaban hallar una teoría ingeniosa e inspirada para definir la Modernidad —tal vez heredera de la Querelle des Anciens et des Modernes, que mostró todo su esplendor en la Francia de los siglos XVII y XVIII; tal vez textualmente la misma, que seguía en trámite—, ni siquiera le vieron cuando, como una exhalación, pasó por su lado, adelantándoles, y se puso fuera del alcance de su vista. E intentaron seguir el rastro, la cola de ese cometa iracundo, para descubrir la fuente de la luz. Pero no estaban preparados para percibirla: los mismos destellos que les cegaron les impidieron verlo. Y sigueron con sus luchas de metros y rimas, de reconocimientos y favores, sin darse cuenta de que la poesía estaba ya en otras parte.
«P. 63»: «Dicen que Arthur Rimbaud, en ese combate en el que pugnaba pie ante pie con el hada mala, pues es posible que el obturador del tabuco interno no estuviese cerrado del todo, hizo para sacudírsela de encima alguna escapada que otra por la campiña de las Ardenas; y que, en circunstancia tal, sus zancadas lo condujeron hasta rincones solemnes y tétricos como cañonazos, como pañuelos metidos en la boca, Warcq, Voncq, Warnécourt, Pussemange, Le Theux; y que estaba hambriento de esos lugares, esos pañuelos y esos cañonazos, y los versos que iba dejando caer por el camino así lo decían [...]».
Lo que no pueden entender es que ese muchacho insolente crea ardientemente en aquello que escribe, que no exista impostura en su obra, que lo que se ve sea lo que hay, que no exista nada entre él y su creación: nada que anotar, nada que ampliar, nada que decodificar, ningún mensaje oculto, ninguna revelación encubierta. De tantoi buscar al genio, han olvidado cómo reconocerlo.
La única oposición que dio algún fruto fue la nacida de la hermandad de la absenta, la fée verte, todas las variedades del alcohol y del sexo, con un colega. Y fue la oposición más cruel, el enfrentamiento más lacerante porque, aunque con el mismo vestido, encarnaban dos ideas antagónicas qude acabaron colisionando irremediablemente. No solamente provenían de dos mundos distintos y abordaban la tarea con dispares herramientas, sino que sus proyectos eran divergentes y la disposición de su alma también; no es lo mismo estar fuera del mundo que salir un ratito a épater les bourgeois y volver a esconderse cuando vienen mal dadas. El desenfreno da para lo que da.
[P. 73]: «Dicen que si se agredieron así fue porque tenían formas de ser idealmente opuestas, como opuestos son el sol y la luna; porque de uno de ellos eran el fulgor del día, la fogosidad del día, la fuerza y las botas de siete leguas, mientras que el otro aspiraba a titilar apenas, a asomar apenas entre unas ramas, a dar en tierra, a huir; porque uno de ellos propiciaba la poesía moderna mientras que el otro se conformaba con las antiguallas, es decir, recurría a la antiquísima y eficaz mezcla de sentimientos y pies forzados que nos hemos acostumbrado a disculpar en Malherbe, en Villon, en Baudelaire, mas no en Verlaine; porque además este, Verlaine, indeciso y dividido como la luna, no se entregaba con toda el alma, no estaba del todo en Londres y había dejado una parte de sí mismo en París, desde donde su mujercita le escribía cartas y pulsaba con tino la cantarela de Eva. Formas de ser tan dispares tienen que ser artificiales por fuerza, las hemos pulido sentados ante nuestros escritorios de poetas».
Si se tienen en cuenta los antecdentes, la poesía de Rimbaud es anacrónica. La luz de sus contemporáneos ilumina cegadoramente la época, y la sombra del gigante de Gernesey con el chaleco rojo no deja que nada crezca en el sotobosque de la literatura francesa: él ya escribió la novela total y su poesía aplastó no solo a sus predecedores, sino que sembró de sal el campo en el que debían germinar los brotes de la renovación. A pesar de ello, ese joven insolente consiguió brillar —es cierto que solo fue un instante, pero lo hizo— lo suficiente como para relegar al grandullón al desván donde enmohece la Academia —¡qué versiones tan dispares de la rebeldía!—. Vida y arte por fin juntos, independientes, jánicos; por tanto, incompatibles, uno tenía que ceder para que el otro sobreviviera. Cedió la carne, triunfó el canto.
[P. 81]: «Bajo los avellanos, volvemos a titubear, sin saber ya a qué carta quedarnos; damos de lado la letra, cerramos el librito, regresamos a la carne del poeta de la que nada sabremos; no veremos esa mano de lavandera sin misterio, ni videncia, ni código cifrado, tan sencilla, que acomoda en una única línea las témporas y los castillos; ni la ardorosa paciencia y, de pronto, el chasquido de arranque, la exultante certidumbre de la mano que escribe, que deja blancos donde es menester, añade una breve línea, otra, con certidumbre se detiene; no sabremos si es Dios o Baal quien mueve esa mano, y rezamos para que no sea Baal. Si en ese preciso instante, a la sombra de los avellanos, nos fuera dado ver aquella mano como la vio Verlaine, y, algo más arriba, superponiéndose gradualmente a las frondas, aquella cara de pocos amigos, aquel pelo revuelto, si la boca dijese mierda, si, más probablemente, dijese: lee, tendiéndonos un poema con cara pordiosera, enfurruñada, soberana, si leyéramos mientras nos mira, solo sabríamos lo que es lícito saber en esta tierra, lo que sabe la hormiga que, indiferente a las líneas, seigue su camino presuroso por mi página, muda como el jardín».
Michon halla una cuarta coordenada para enmarcar a su Rimbaud que no tiene que ver con la escritura, al menos con la escritura de signos —aunque también se base en el contraste entre el negro y el blanco, negro sobre blanco—: es el retrato que le hizo Étienne Carjat en 1871: callan las palabras, ya inútiles, deja de escribir porque, tal vez, comprende que no es lo mismo vivir para siempre que ser inmortal. Escapa a Java, a Chipre, al Yemen, a Etiopía, huye de sí mismo, hasta consumar su fuga mediante el regreso a casa y su desaparición un 10 de noviembre de 1891; aunque lo que desaparece ese día es el traficante de armas, el soldado de fortuna, el nómada; el escritor había desaparecido alrededor de 1874, cuando, a los 20 años, dejó de escribir.
«Todo el mundo está enterado de ese momento concreto de octubre. Posiblemente es un hecho del alma y del cuerpo; solo vemos el cuerpo. ¿Quién no conoce ese pelo revuelto, esos ojos, quizá de un azul blanquecino, que no nos miran, tan claros como la luz del día y apuntando por encima de nuestro hombro izquierdo hacia el lugar en que Rimbaud divisa una maceta en la que una planta se encarama hacia octubre y quema carbono; pero nosotros pensamos que esa mirada apunta al vigor futuro, la capitulación futura, la Pasión futura, la Temporada [en el infierno] y Harar, la sierra sobre la pierna en Marsella; y seguramente él piensa, y nosotros también, que apunta hacia la poesía, ese espectro acorde que acordadamente se confirma en el pelo revuelto, el óvalo angelical, el nimbo de enfurruñamiento, pero que, de forma nada acorde, se halla también ahí, tras el hombro izquierdo, y, cuando nos volvemos, ya ha desaparecido. Solo vemos el cuerpo».
Le sobrevivió el misterio acerca de ese abandono de la escritura. El mito, la leyenda, no admiten hipótesis ya que jamás se podrá confirmar o negar su validez; sin embargo, Michon aventura una: «a lo mejor dsejó de escribir porque no pudo convertirse en hijo de sus obras, es decir, aceptar su paternidad». Soportó ser hijo del Capitán y de esa «hembra perversa, sufridora y perversa», pero no pudo asumir el parentesco que le ligaba inexorablemente a sus obras; es decir, de nuevo, las desavenencias entre literatura y vida. Tal vez, como todos los que hemos venido después, tampoco él fue capaz de descifar su Temporada en el infierno.
«¿Qué es lo que hace que la literatura se reanude sin fin? ¿Qué es lo que impulsa a los hombres a escribir? ¿Los demás hombres, sus madres, las estrellas, o las antiguas cosas inmensas, Dios, la lengua? Las potestades lo saben. Las potestades del aire con ese sutil viento entre las hojas. La noche avanza. Se alza la luna, no hay nadie apoyado en el almiar. Rimbaud, en el sobrado, entre cuartillas, se ha vuelto de cara a la pared y duerme con sueño de plomo».
En lugar del estudio académico clásico que tiene como objeto al autor, Michon centra su atención en su periferia; de hecho, en la periferia que, seguramente, más afectó a la vida del poeta y, por tanto, a su obra —el diálogo que plantea el autor entre vida y obra es una constante a lo largo del libro—: el entorno familiar, sus padres; el entorno académico, sus profesores; el entorno íntimo, sus colegas; y, finalmente, en un capítulo que parece, con toda intención, añadido, el entorno circunstancial, el del cuerno de África, donde dejó, aparentemente, de ser poeta. Es decir, de nuevo, como en Vidas minúsculas, lo accesorio, lo ocasional, lo episódico como método de acercamiento a la realidad personal.
Michon utiliza, formalmente, esa escritura directa que, a fuerza de parecer ingenua, revela una complejidad que el lector debe hallar por detrás de la evidencia —y de la sensación de hallarse ante un borrador, ante una obra inacabada, ante una intención—. Un estilo que puede llegar a ser lacónico, lejano al refinamiento, encuentra su exquisitez en la significación, su elegancia en la trayectoria hacia la inteligencia; el Rimbaud que Michon desvela, pues, no es tanto el artista como el hombre, no tanto el poeta como el escritor, no tanto el mito como el personaje desvalido cuyo genio es tan admirado como incomprendido.
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de Prosas y mitos
Notas de Lectura de Llega el rey cuando quiere
Notas de Lectura de Vidas minúsculas
Notas de Lectura de Smith (prefacio a B-17G)
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