Los Once. Pierre Michon. Editorial Anagrama, 2010 Traducción de María Teresa Gallego Urrutia |
«Si los hombres fueran de tejido indesmallable, no contaríamos historias».
El Pabellón de Flore — en sus inicios Gran Pabellón del Río— es el edificio distal del extremo sudoeste del Palacio del Louvre, en paralelo al Sena. Su historia de remonta al reinado de Enrique IV, que quiso unir el Louvre con el desparecido Palacio de las Tullerías. Durante la Revolución, fue rebautizado como Pabellón de la Igualdad y fue la sede del Comité de Salvación Pública, de facto, el principal órgano de gobierno del país, dirigido por Maximilien Robespierre. En la actualidad, forma parte del Museo del Louvre y alberga, en la planta 0, el espacio dedicado a las artes de África, Asia, Oceanía y América, y en la 1, la pintura española; sin embargo, el cuadro más famoso, que ocupa por sí solo toda una sala, es Los Once, la pintura que es la representación realista de once de los componentes del Comité, por este orden, de izquierda a derecha: Jacques-Nicolas Billaud, llamado Billaud-Varenne, Lazare Carnot, Pierre-Louis Prieur, llamado Prieur de la Marne, Claude-Antoine Prieur-Duvernois, llamado Prieur de la Côte-d'Or, Georges Couthon, Maximilien Robespierre, Jean-Marie Collot, llamado Collot d'Herbois, Bertrand Barère de Vieuzac, Jean-Baptiste-Robert Lindet, Louis Antoine de Saint-Just y André Jeanbon, llamado Jean Bon Saint-André. Este cuadro de gran formato fue realizado, alrededor de 1793, por François-Élie Corentin, el pintor lemosín, por encargo de Léonard Bourdon, Pierre-Jean Berthold de Proli y Collot d'Herbois, un antiguo conocido del artista. Tal vez la referencia literaria más explícita a Los Once se halla en la Historia de la Revolución Francesa de Jules Michelet.
El párrafo que antecede contiene tantas verdades —los personajes que aparecen en el cuadro, por ejemplo, bien reales, así como las circunstacias históricas en que se enmarcan— como mentiras; entre estas, que el encargo no se realizó, que el cuadro Los Once jamás se pintó, que François-Élie Corentin nunca existió, y que Jules Michelet, en la obra mencionada, hace alusión a otro cuadro y a otro pintor. O sí que existieron: les dio naturaleza el escritor francés Pierre Michon en su libro Los Once (Les Onze, 2009). El arte, en general, y la literatura, en particular, pueden reclamar su idoneidad, incluso su competencia y sus ventajas frente a otras posibilidades, para recrear la realidad, incluso su utilidad, pero esa es una eficacia que tiene como límite el contorno del hecho, del documento o de las circunstancias que le sirven de inspiración; sin embargo, esa capacidad generativa, especialmente en la literatura, alcanza su máxima expresión cuando no se limita a recrear —recrear: crear o producir de nuevo algo—, sino que trasciende lo ya creado para engendrar nuevas realidades desde la nada mediante sus propios recursos, y desafiar de este modo la credulidad del lector, igual que puede desafiarla la Historia, pero mediante otros procedimientos como la cohesión interna y la homogeneidad del discurso, y con cuyos métodos exclusivos consigue generar circunstancias originales. Esta invención de la realidad está entre las competencias de todas las artes pero, en este caso, Michon ha escogido la pintura como terreno de juego y la literatura como método; es decir, ha tratado acerca las relaciones entre realidad y ficción mediante la contraposición, pero también la complementariedad, de las atribuciones de ambas.
«No, nada de Venecia, nada de jóvenes, nada de romanzas; pues todo eso, lo joven, lo rubio, el vino de magia, el gabán mozartiano, Giambattista Tiepolo padre con sus cuatro continentes bajo el gabán, todas esas formas movedizas y vivas no tienen más sentido que ir a dar a la postre a un cuadro que las niega, las exalta, las golpea a mazazos, llora ese destrozo y de él disfruta de forma inmoderada, a través de once estaciones de carne, de once estaciones de paño, de seda, de fieltro, de once formas de hombre; todo eso no cobra sentido ni se pone en claro sino que en la página de tinieblas, Los Once».
Un anónimo lemosín —con todo lo que esto significa para los franceses, y más en la época en que se ubica temporalmente el libro: rural, campesino, paleto, inculto, una visión peyorativa que se han encargado de entronizar los propios escritores de la antigua región inscrita en el Macizo Central, como Jean Giraudoux, Marcel Jouhandeau, Richard Millet, Pierre Bergounioux y el propio Pierre Michon— consigue zafarse de su destino, singularizado por la ignorancia y la incultura, debido a su educación para convertirse en clérigo. Esta ventaja le iguala, en cuanto a educación, con individuos muy alejados de su clase social —si es que el grupúsculo rural y cateto al que pertenece puede considerarse una clase social— y, aunque su futuro dista mucho del de sus superiores, le permite entrar en posesión de las herramientas indispensables para romper el techo que le aprisiona. Tal vez él mismo no pueda librarse del todo de su reclusión —ni siquiera lo consigue por la vía de la creación literaria, un escritor en medio de iletrados pero sin ninguna relevancia ni en su tiempo ni posteriormente—, pero puede estar en disposición de facilitar a su descendencia ese salto, añadiendo a su legado intelectual la ira de clase, un intangible incalculable, pero que representa alojar en el seno del poder, delicada y subrepticiamente, el huevo de la serpiente. Ese hijo que iba a colmar, sobradamente, las aspiraciones del exclérigo elevado por encima de las aspiraciones de su clase, será François-Élie Corentin, el Tiépolo del Terror, el autor de Los Once.
«Me pregunto, caballero, si tiene alguna utilidad, en realidad, contarle esto, estas historias de familia y estas nobles genealogías por las que tanto apego tiene esta época nuestra; si es preciso remontarse tanto en el tiempo, metiéndonos en esas pálidas existencias que no son, en resumidas cuentas, más que habladurías, causas hipotéticas, siendo así que tenemos ante la vista desde hace doscientos años la existencia indudable de Los Once, ese bloque formal de existencia, sin réplica posible, invariable, ese efecto macizo que prescinde por completo de causas y que podrían igualmente prescindir de mi comentario».
«El cuadro de Ventoso. El cuadro tan improbable, que tenía en cuanto era preciso para no ser, que fácilmente habría podido, habría debido, no ser, tanto que quien se queda a pie firme delante de él se echa a temblar por si no hubiera sido y calibra la suerte extraordinaria de la Historia y de Corentin».
«Fíjese cómo cambian los reflejos en el cristal cuando uno cambia algo de sitio. Con qué claridad veo la levita negra de Couthon, de pronto, en su silla de oro ácido. No, oro no, azufre, el oro es para Saint-Just. Y, si doy un par de pasos, qué lujo en los flecos españoles de la faja tricolor del representante Saint-André, en el otro extremo. Dos pasos más y todo está oscuro. ¿Qué miran ahí debajo, caballero? ¿Qué revancha? ¿Qué derrota?».
Naturalmente, el campo de Los once —el libro— es la ficción, y también esta está sujeta a decisiones que toma el autor pero que implican a la propia historia y pueden convertirla en un artefacto congruente y verosímil o en una deslavazada y fantasiosa sucesión de acontecimientos. La buena literatura, además, debería situar al lector ante un desafiante ramillete de preguntas que trascenderían la propia historia: ¿por qué, por ejemplo, el encargo consistió en un cuadro, y no en un panegírico, una novela o un texto escrito? ¿Se trata de una cuestión de permanencia o de literalidad? ¿Cuáles eran las ideas de los promotores acerca de la pintura y de la escritura, eran opuestas, complementarias o indiferentes? Y, en otro orden de cosas, ¿por qué una obra artística? ¿Qué relaciones existen, o creían los promotores que existían, entre arte y revolución —y cómo han cambiado con el tiempo estas relaciones—?
«—¿Sabes pintar dioses y héroes, ciudadano pintor? Lo que te pedimos es una asamblea de héroes. Píntalos como a dioses o como a monstruos, o incluso como a hombres, si te lo pide el cuerpo. Pinta El Gran Comité del año II. El Comité de Salvación Pública. Conviértelos en lo que quieras: santos, tiranos, ladrones, príncipes. Pero ponlos todos juntos, en una propicia sesión fraterna, como a hermanos».
El cuadro, cuyo nombre inicial fue El Gran Comité del año II, reunido en el Pabellón de la Igualdad, es encargado a Corentin antes del triunfo definitivo del Comité sobre las demás facciones revolucionarias. El cuadro era válido tanto si el Comité resultaba victorioso, como apoteosis del triunfador, como si era vencido, en cuyo caso devendría el retrato de la traición:
«En ambos casos, condena a muerte o apoteosis de Robespierre, el cuadro tenía que funcionar; que fuera posible ver a Robespierre y a los demás como a Representantes magnánimos o como a tigres sedientos de sangre, según exigiesen los hechos una u otra interpretación. Y que Corentin lo pintase así y saliera con bien en ese sentido, en ambos sentidos, es desde luego una de las razones por las que Los Once están en la sala donde acaba el Louvre, en el sanctasanctórum, tras ese cristal blindado de cinco pulgadas».
Pero en ese juego entre ficción y realidad, Michon incluye otras referencias en apoyo de la segunda: un esbozo del momento del encargo realizado por Géricault, bautizado posteriormente como Corentin recibe en Ventoso la orden de pintar Los Once, que no está en el Louvre, sino en el depósito del museo de Montargis; y el ya mencionado texto de Jules Michelet, en el capítulo III del XVI volumen (sic.) de la Historia de la Revolución Francesa.
«Todas las cosas reales existen varias veces, tantas veces quizá como individuos hay en este mundo».
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Traducción del artículo Smith, posfacio de del libro B-17G de Pierre Bergounioux
Traducción del artículo Michon, incluido en el libro L’invention du présent, de Pierre Bergounioux
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