28 de febrero de 2020

Mujer al borde del tiempo

Mujer al borde del tiempo. Marge Piercy. Editorial Consonni, 2020
Traducción de Helen Torres
Es posible que la ciencia-ficción sea uno de los géneros que mejor se prestan a extender su interpretación más allá de lo literario y, como consecuencia, uno de los que permiten más libertad a la hora de exponer sus tesis; de entre todas las modalidades posibles, se me ocurren tres, que no son excluyentes: la  recreativa, consistente en explorar mundos desconocidos en los que el autor implanta sus reglas; la especulativa, que buscaría investigar las posibilidades suscitadas por hechos inventados reproducidos en un ambiente controlado también por el autor; y, finalmente, la regenerativa, que no sería más que la intención del escritor de influir en el presente mediante la exposición de las consecuencias a medio y largo plazo de determinadas conductas individuales o sociales. 

Reconocida como una de las precursoras de la explosión contemporánea de la literatura de ciencia-ficción de autoría femenina e inspiración inequívocamente feminista, Marge Piercy, autora de varios poemarios y de obras de no ficción, escribió algunas de sus más celebradas obras bajo la forma de novela de género; entre ellas, Mujer al borde del tiempo (Woman on the Edge of Time, 1976), un título fundamental no traducido al castellano, a pesar del tiempo transcurrido desde su primera publicación, con anterioridad.
«La rabia de los débiles no desaparece jamás, profesor, solo le sale algo de moho. Enmohece como un hermoso queso azul en la oscuridad, volviéndose más fuerte y más interesante. Los pobres y los débiles mueren con su rabia intacta y probablemente esas rabias continúan creciendo en la oscuridad desde la tumba como las uñas y el pelo».
Consuelo (Connie) Ramos es una mujer chicana que, tras un incidente violento con el chulo de su sobrina, es recluida en un hospital mental bajo una falsa acusación pero en razón a varios antecedentes de conducta agresiva. Encerrada en la institución y controlada en todo momento por el personal, Connie desarrolla la capacidad de realizar una especie de viajes inmateriales a otras realidades del mañana, parecidos a un sueño pero con una inquietante verosimilitud, dos futuros alternativos y contrapuestos de mediados del siglo XXII, resultado de determinadas tomas de decisiones en el pasado.

La tesis de la novela de Piercy asume que para romper el progreso evolutivo de autodestrucción es imprescindible una revolución; para ensayar un nuevo comienzo, parte de esa revolución debe consistir en intervenir en el pasado para hacer posible que se produzcan las circunstancias que deben favorecer su advenimiento; así pues, la realidad tiene solo un carácter provisional pues depende de que, de todos los futuros posibles, se pueda provocar el que se ha transformado en su presente.

El futuro favorable es una Arcadia idílica, situada en un entorno natural, con un grado de justicia muy notable, autosuficiente, rousseauniana, que parte de la hermandad de todos los seres humanos y de la supresión de las clases sociales. El progreso ha puesto a las máquinas al servicio de la población, agrupada en una especie de comunas. Socialmente muy avanzada, la sociedad ha eliminado los roles de género ―incluso la maternidad y el dualismo padre-madre― y ha separado la genética de la cultura. Por contra, el futuro desfavorable ―que solo se manifiesta después de que Connie haya sido intervenida y se le haya implantado un sistema intracraneal de control de la conducta ―presenta una sociedad hipercapitalista altamente jerarquizada y con una brecha entre clases insalvable. El ser humano es utilizado por las elites con el único objetivo de conseguir el máximo beneficio, particularmente la explotación sexual, y son comunes las modificaciones genéticas de carácter utilitario.

Mujer al borde del tiempo es una excelente novela que ha envejecido con suma dignidad y que ofrece varios y estimulantes niveles de lectura por debajo de una trama engañosamente simple. 

24 de febrero de 2020

El contagio sagrado

El contagio sagrado. Paul-Henri Thiry, barón de Holbach. Editorial Laetoli, 2019
Traducción de José Javier Rodríguez. Epílogo de Alain Sandrier
Así como todas las religiones tienen su gran celebración anual, su, digamos, semana grande, yo he adoptado también el rito periódico de volver al Siglo de las Luces y leer alguno de los textos que, con regularidad y constancia admirables, lleva años publicando la Editorial Laetoli en su colección Los Ilustrados. Intentaré, en este post, destacar las ideas principales contra la religión que pone en consideración Holbach alternándolas con algunas de las citas más características del modo de argumentación del filósofo.

El contagio sagrado (La Contagion sacrée ou Histoire naturelle de la superstition, 1768) es uno de los numerosos libelos publicados en la segunda mitad del siglo XVIII, bajo los auspicios de la Ilustración, contra los efectos de la religión en la vida de los hombres y a favor de su inculpación como la principal causa de la ignorancia, la esclavitud, las extravagancias y la corrupción. 

«El poder sacerdotal está establecido en todas partes sobre los cimientos más sólidos, tiene con él los temores y las esperanzas de los hombres. La educación, la costumbre, la ignorancia y la debilidad vienen continuamente en su ayuda y refuerzan su poder. Cebes nos muestra a la impostura como sentada a la puerta que conduce a la vida y hace beber a todos los que se presentan la copa del error. Esta copa es la superstición. Sus ministros se apoderan de los primeros años de la juventud, la educación de los ciudadanos es confiada en todas partes a los intérpretes de los dioses, ella tiene por objeto solo infectarlos con el contagio sagrado, protegerles contra los remedios a fin de ponerlos de por vida bajo la dependencia de sus charlatanes espirituales».
Holbach traza un proceso gradual e irreversible que puede expresarse mediante las siguientes correspondencias:

Ignorancia → Miedo → Cobardía → Credulidad → Superstición → Demencia → Devoción → Fervor → Fanatismo


La revelación, siguiendo ese esquema, no sería más que el intento de superación de las incertidumbres desde la ignorancia, siempre con la mediación de un hombre y nunca mediante un acto de voluntad divina, para mostrar directamente la cual, por cierto, los dioses se suponen preparados. De hecho, históricamente, la religión siempre se ha plegado a los deseos de sus ministros, y su falta de concreción racional provoca una diversidad, a veces con atribuciones contradictorias, de las concepciones de sus dioses de tal envergadura que conlleva la imposibilidad de determinar su veracidad.

«¿Nos proponen estas revelaciones a un Dios moral o adecuado para servir de modelo a los hombres? Ellas nos lo muestran como un seductor que tiende trampas, como un juez inicuo que castiga las faltas a las que él ha invitado o ha permitido cometer, como un exterminador de pueblos, como alguien que se venga de la ignorancia forzosa de los mortales castigándolos por haberles faltado las luces y fuerzas que no ha querido proporcionarles, como el enemigo de la razón humana y el más insensato de los tiranos. Por una inversión fatal de cualquier idea de moral, se creen obligados a alabar en Dios lo que detestan en el hombre y a maldecir en el hombre lo que honran en su Dios».
La naturaleza de la Divinidad es tan volátil que su concepción depende enteramente de las prescripciones, prejuicios e intereses de sus ministros.
«Los sacerdotes fueron en todas partes los intérpretes de los dioses, anunciaron sus oráculos, predijeron el futuro y, hechos partícipes de su omnipotencia, realizaron maravillas con las que el espíritu del vulgo quedó sorprendido y confundido. Los pueblos arrodillados recibieron temblorosos sus órdenes, a las que se sometieron sin quejas y adoptaron sin estudiarlas las vías que les prescribieron para hacer al cielo propicio. Hechos que se creyeron sobrenaturales porque se ignoraba la forma en la que actuaba acabaron de convencer sobre la legitimidad de las órdenes que se anunciaban y pasaron a ser aprobados por la Divinidad. Así se vio nacer a una multitud de artes misteriosas basadas en las relaciones íntimas de los sacerdotes con los dioses conocidas con los nombres de astrología, magia, teurgia, encantamientos, evocaciones, milagros y adivinación, las cuales fueron ejercidas por todos los sacerdotes del mundo. Estas maravillas se impusieron siempre a la credulidad de los pueblos; su ignorancia, sus miedos, el amor por lo sobrenatural y la curiosidad los predispusieron continuamente a escuchar y admirar a los impostores que los engañaban y a encontrar divino todo lo que no podían entender».
Ninguna religión puede alcanzar un papel preponderante en la sociedad sin una red jerárquicamente organizada de sacerdotes, que son los únicos individuos en contacto directo con la divinidad y capacitados para interpretar el pensamiento de quien se mantiene oculto a su pueblo. Esta facultad les otorga tal poder que su ascendente sobre la jurisdicción política es absoluto pues su estamento en el único que puede cuestionarlo por razones superiores.
«El espíritu misterioso que se ve reinar en todas las religiones, tanto antiguas como modernas, está fundado en el hecho de que los hombres en general se hacen una gran idea de lo que no comprenden, las cosas que se les esconden hacen trabajar sus cerebros. Sinesio dice con razón que "el pueblo desprecia siempre lo que es fácil de comprender y, por consiguiente, es necesario que la religión le ofrezca alguna cosa sorprendente y misteriosa para causar impacto ante sus ojos y excitar su curiosidad". La religión católica es mucho más popular que la protestante pues la primera es más absurda y está más salpicada de misterios, mientras que la segunda se ha hecho difícil por algunos dogmas insensatos aunque admita otros tantos igual de contrarios al buen sentido. Puede ser que la oscuridad, la extravagancia y el misterioso absurdo del cristianismo hayan sido las causas de la avidez con la que fue recibido. En materia religiosa, la religión más divina es la más milagrosa; y la más inconcebible, la mejor».
Las peores épocas para la libertad han sido aquellas en las que la cruz y la espada han estado en poder de una misma mano. La inacción en algunas circunstancias y el descontento de la casta militar provocaron la disociación entre el poder divino y el terrenal, pero la complicidad entre ambos, una vez clarificadas sus funciones, siguió hasta nuestros días: la distancia entre la teocracia y el estado confesional —o aquel en el que la relación entre la iglesia y el poder político es demasiado estrecha e interdependiente— es mucho más corta de lo conveniente.
«Los sacerdotes y los tiranos tienen la misma política y los mismos intereses: unos y otros no necesitan más que súbditos imbéciles y sumisos. La felicidad, la libertad y la prosperidad de los pueblos les parece inquietante; les gusta reinar por medio del temor, la simpleza y la miseria: solo se sienten fuertes cuando quienes les rodean están irritados y son desgraciados. Ambos están corrompidos por el poder absoluto, el libertinaje y la impunidad; ambos corrompen, unos para reinar y otros para expiar; ambos se unen para asfixiar las luces, aplastar la razón y ahogar el deseo de libertad en el corazón de los hombres».
Dirigidos hacia un mismo fin, la subyugación de los súbditos, la alianza más fructífera ha sido la tejida entre el absolutismo de la iglesia y la tiranía terrenal ejercida por un déspota que une a su ignorancia una profunda devoción, el "rey por la gracia de Dios", una unión que ha reforzado a ambas al precio de la libertad del pueblo, inmovilizado por el estrecho apretón del brazo divino y el brazo secular. La correspondencia indicara más arriba abriría otro surco:

Ignorancia → Miedo → Cobardía → Credulidad → Superstición → Demencia → 
{Devoción → Fervor → Fanatismo
{Degradación → Sumisión → Aceptación del despotismo
«Los sacerdotes, por su propio interés, sembraron de flores los caminos de la tiranía, mitigaron sus escrúpulos, apaciguaron los gritos de su conciencia, la tranquilizaron sobre el resentimiento de los pueblos e hicieron entender a estos que el cielo ordenaba que sufrieran la opresión sin quejarse. Así los súbditos fueron abandonados a sus déspotas, que los trataron como esclavos a quienes los dioses solo habían creado para satisfacer sus fantasías. Hicieron hablar a esos dioses, autorizaron la injusticia, permitieron la violencia y ordenaron a los pueblos lamentarse en silencio. En suma, los reyes se convirtieron en divinidades sobre la tierra y sus deseos más injustos fueron tan respetados como los que se suponía emanaban del Olimpo».
El poder tiránico, de origen divino, se apoya en la omnipotencia de Dios, a través de sus ministros, que es la única instancia a la que debe dar cuentas; estos, favorecidos por el tirano, validan con su sello divino las conductas más atroces y menos justificables: satisfacer al soberano, situado por encima de las leyes y con el derecho de ser injusto debido al origen de su poder, y seguir sus órdenes equivale a hacerlo con la divinidad y ahí están sus ministros para validar esa correspondencia.
«La especie humana debe dejar de buscar en los errores de sus padres la causa de la depravación de las costumbres y las calamidades extendidas por el mundo. El error sagrado es el fallo radical que arrastró a la corrupción y abrió la puerta a los males de la especie humana. La ciencia de Dios es para ella el fruto prohibido y por haberlo querido gustar se perdió. La moral y la felicidad han desaparecido de la tierra por haber formado a la Divinidad sobre el modelo de los hombres más malvados, por haber creído que los reyes eran sus imágenes, por haber dado a sus reyes un poder ilimitado, igual que el suyo, y por haberles dejado como dueños absolutos de los deseos y pasiones de los pueblos. Esos soberanos divinizados han llenado las sociedades de traidores, ambiciosos, avaros, envidiosos y enemigos de su patria, sobre los cuales ni la razón ni la moral pueden hacer nada porque todo les conduce a ser malvados o a renunciar a las cosas en las que los prejuicios les enseñan que deben poner su felicidad».
Las guerras de religión son la consecuencia ineludible del conflicto entre estados dominados por las élites religiosas que tratan de imponer sus creencias sobre las de su vecino. A diferencia de las guerras por motivos políticos o económicos, que finalizan cuando se ha anexionado el territorio, en las que los vencedores cuentan con la población del territorio conquistado, las religiosas no acaban hasta el exterminio del oponente, ya que los combatientes se sienten concernidos o en la defensa de su Dios o en el cumplimiento de su mandato.
«Los ministros de un Dios que se llama a sí mismo Dios de la venganza y Dios de la misericordia han cubierto en su nombre durante siglos la faz de la tierra de masacres y horrores; extensos reinos han sido sus altares y reyes y pueblos se han encargado en vano en degollar a las víctimas de su parte. La religión moderna, que se vanagloria de ser el sostén de la política y la moral, ha costado más sangre a los habitantes del mundo que las que ordenaban expresamente los sacrificios más repugnantes».
La importancia absoluta que suponen los designios de Dios para sus fieles deja en segundo plano cualquier otra circunstancia, sea de la naturaleza que sea, incluso aquellas que tienen que ver con los propios semejantes. Desobedecer a Dios es mucho más grave que desobedecer las leyes ya que el castigo se puede extender a toda la eternidad. Así pues, es plausible que el peor enemigo de una confesión es la confesión vecina por el solo hecho de existir, a la que habrá que exterminar a la primera orden. La primera víctima de la ortodoxia es la tolerancia.
«De la diversidad de mandamientos que el mismo Dios ha dado en diferentes épocas resulta la diversidad de creencias que los cristianos han adoptado sobre la tolerancia. Unos, más consecuentes sin duda con sus principios, quieren que se persiga, se atormente y se establezca la religión y sus dogmas a sangre y fuego y mediante suplicios. Otros quieren que se limite a gemir en silencio por los errores de los hermanos extraviados y se deje al Todopoderoso la tarea de juzgar y vengarse él mismo. Unos predican solo la masacre y la carnicería, y otros se contentan con odiar internamente o despreciar a quienes no piensan como ellos, pues en el fondo al devoto le es imposible amar sinceramente a su Dios y a quienes le ofenden».
La expresión "moral religiosa" —o sus variantes, sustituyendo el segundo término por la confesión concreta, "moral cristiana", "moral musulmana"— es una contradicción de términos ya que ningún sistema moral válido puede basarse en la imposición ni tener por objetivo la eliminación de otros sistemas. La "moral religiosa" no pretende hacer mejores a los seres humanos cobijados bajo su influencia sino en la imposición de ser los mejores. Un sistema moral debe ser producto de un acuerdo, nunca debe provenir de una imposición; y toda moral debería fundarse en la naturaleza; del mismo modo, no es fiable una moral que castigue con más severidad la conculcación de sus fórmulas que las acciones contra los seres humanos. Además, se da la circunstancia que los que deberían erigirse en árbitros del sistema adolecen de imparcialidad.
«Las costumbres más extrañas, chocantes y opuestas a la naturaleza tienen generalmente como origen a la religión, solo ella tiene el poder de ahogar en los corazones de todo un pueblo los sentimientos más ordinarios y transformar a los hombres en bestias feroces e irracionales. Una moral que solo puede tener como objetivo el bien de los seres humanos, la justicia y la sociabilidad está forzada a desaparecer ante un Dios cruel, superior a la naturaleza y a la razón, cuyas órdenes no pueden ser discutidas. Hay que ser inhumano, injusto, canalla y de mala fe bajo una Divinidad a la que se le atribuyen esas indignas disposiciones; toda moral es incompatible con una religión que se le proponga como modelo».
El hecho de que el sacramento de la confesión, un sistema mediante el cual el delito pierde importancia frente al pecado y no importa tanto la bondad como la virtud, limpie totalmente de culpa —aunque el arrepentimiento sea impostado—, deja la puerta abierta a cometer las peores atrocidades, y la concesión de total confianza al confesor otorga a este —a pesar de su obligación de guardar el secreto o gracias a ello— un poder absoluto y permanente sobre el confeso. Históricamente, la figura del confesor real reunía el prestigio más exclusivo y las prerrogativas más codiciadas.
«¿Hay algo más destructor de la moral que despreciar o mostrar como delitos las acciones más honradas, heroicas y necesarias para la especie humana? ¡La moderación de Arístides, la sabiduría de Sócrates, la inflexible equidad de Catón, las raras virtudes de Antonino son solo pecados a ojos de unos hombres que pretenden enseñar la moral! La templanza, la caridad, la humanidad, la justicia, la moderación de un infiel, de un idólatra o de un filósofo ¿son cualidades menos estimables que la injusticia, la ferocidad y la barbarie de un devoto o un sacerdote? Guardémonos de pensarlo, la virtud no depende del capricho ni de fantasías teológicas. El hombre que es bueno y virtuoso en Pekín no puede ser un malvado en Roma, París o Londres. Solo la superstición puede hechizar al espíritu hasta el punto de creer que un hombre no puede ser honrado sin que añada la fe a sus ficciones absurdas».
La superstición se impone a la razón mediante un complejo sistema de premios y castigos que refuerza las conductas adecuadas y sanciona las desviadas no de acuerdo a la razón ni a la ética, sino basándose en el dogma: una conducta determinada puede ser considerada indistintamente válida o reprobable no en función de su propia naturaleza o del beneficio que suponga para el género humano sino dependiendo de quien la lleve a cabo, del momento en que se halle en su adoctrinamiento o del beneficio, presente o futuro, que reporte a la organización religiosa.
«La religión, lejos de hacer a los hombres más virtuosos, les proporciona los medios para dejar de serlo, santifica los fraudes de los sacerdotes, justifica y expía los crímenes de la tiranía y reconcilia con Dios a quienes han ultrajado y ofendido a sus desdichadas criaturas. De este modo, lejos de hacer a la moral más respetable, invita a violar sus reglas y embota los aguijones de la conciencia, pero jamás ha llegado a convertir a un canalla en un hombre honrado y virtuoso».
Debería hacer reflexionar el hecho de que la predisposición del individuo a aceptar el fenómeno religioso suele mostrarse con más fuerza en los momentos de debilidad, enfermedad o proximidad de la muerte, y cómo aquellos instantes en que son más imprescindibles las herramientas de la esperanza que procura la naturaleza inteligente del espíritu humano, el individuo dimite y es capaz de ladear la razón y caer en brazos de una superstición que, a la vez que le culpa personalmente de sus males, difiere en un futuro incierto el remedio. Ninguna imagen es más adecuada a la realidad del consuelo religioso que la de la manada de buitres sobrevolando al agonizante: la religión toma el control no cuando los recursos de la razón son insuficientes sino cuando el individuo renuncia a ellos para rendirse a la hechicería.
«El supersticioso, si es consecuente con sus principios religiosos o las ideas funestas que se ha hecho de la Divinidad, vive en la amargura y el llanto, realiza con arrobo las prácticas más insensatas que le proponen para calmar a su Dios y pasa sus tristes días en expiar faltas a menudo imaginarias. Absorto únicamente en sus deberes religiosos, no puede ocuparse en lo que debe a sus semejantes, pues sería un crimen perder de vista a su tirano un solo instante. Continuamente ocupado en un objeto desagradable, no solamente resulta inútil, sino que su melancolía habitual lo hace arisco e insociable. Siempre descontento consigo mismo, ¿cómo contentará a los demás? Obligado a rechazar los placeres y dulzuras de la vida, ¿cómo se ocupará en proporcionar a aquellos que le rodean diversiones que disgustarían a su Dios? En fin, forzado a odiarse a sí mismo, ¿tendrá afecto, indulgencia y ternura para sus semejantes y les perdonará las faltas que los hacen objeto de la cólera divina? No, el supersticioso, siempre desgraciado en su interior, no puede soportar el espectáculo del bienestar, los placeres le molestan, la serenidad de los demás le ofende y, para hacerse agradable a su tirano celestial, trabaja sin descanso el hacerse insoportable a todos los que se le acercan».
Es extraño que las religiones reveladas, originadas por uno o varios mensajes divinos directos, la mayoría de ellos con siglos a cuestas, hagan esfuerzos por adaptar sus dogmas a la realidad existente en cada momento. Nada parece más lícito que actualizar un mensaje proporcionado por la divinidad  de una vez por todas, para el momento y para siempre; parecería que la madurez de la civilización y el progreso de la ciencia y de la técnica requerirían una restauración de los preceptos divinos para asegurar su supervivencia; pero este es un hecho que entraría en franca contradicción con los atributos que se le suponen a un mensaje emitido por un ser omnipotente, omnipresente y omnisciente.
«Las sociedades humanas han sido generalmente salvajes, ignorantes, faltas de luces y conocimientos en los tiempos en que sus legisladores les dieron dioses, cultos, leyes. A medida que las costumbres, las circunstancias y las necesidades de los pueblos han cambiado, sus ideas religiosas han sufrido también cambios. El Dios del hombre sociable, civilizado, más razonable, no puede ser el mismo que el del hombre errante, estúpido y feroz. Así, el hombre civilizado y más ilustrado sobre sus intereses poco a poco siente repugnancia por la religión cuando esta se ha vuelto contraria a sus costumbres más suaves, a las ideas que ha podido adquirir y a su razón más cultivada. Por esta razón vemos a menudo que los pueblos se sacuden el yugo de sus dioses anticuados para adoptar otros de los que esperan más felicidad. Fatigados de su tiranía o de la de sus sacerdotes, desengañados de los errores y las fábulas que se les proporcionan, adoptan a veces novedades con prisa o al menos prestan oídos a quienes presentan su antigua religión bajo una forma nueva, menos contraria a sus actuales ideas».
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de El buen sentido
Notas de Lectura de Teología de bolsillo
Notas de Lectura de La Enciclopedia de Diderot y D'Alembert. Breve Antología
Notas de Lectura de El arte de trepar a la usanza de los cortesanos y otros ensayos

21 de febrero de 2020

Diderot y el arte de pensar libremente

Diderot y el arte de pensar libremente. Andrew S. Curran. Editorial Ariel, 2020
Traducción de Vicente Campos
Espléndida biografía, centrada en el plano intelectual y perteneciente a la escuela biográfica británica, del promotor de la Encyclopédie, con especial atención a las que acabarían siendo las dos épocas más relevantes de su vida: su tarea al frente del diccionario y sus contribuciones a la Histoire des Indes, textos fundamentales de la civilización moderna y  dos de los trabajos más influyentes de la época y que acabaron configurando el futuro.

17 de febrero de 2020

Las novelas de Torquemada

Las novelas de Torquemada. Benito Pérez Galdós. Editorial Cátedra, 2019
Edición de Ignacio Javier López
Mi deuda con la lectura en lengua castellana es impagable; puesto a eximirme de responsabilidad, siempre he aducido que los títulos y los autores obligatorios de secundaria, pocos adecuados a mi nivel lector o a mis expectativas en aquel entonces, tuvieron la culpa de ese abandono, aunque esta es una excusa que, a estas alturas, apenas me creo. En todo caso, reconozco mi morosidad en ese aspecto y acepto que jamás tendré ánimos para saldar esa deuda, pero eso no quiere decir que no regrese, de vez en cuando, a la lectura de autores en castellano —más o menos clásicos contemporáneos, más o menos coetáneos de este lector—  por la razón que sea, generalmente después de que ciertos meandros literarios acaben desembocando en uno de ellos, con el ánimo dispuesto.

Las novelas de Torquemada es el título bajo el que Ediciones Cátedra ha publicado las cuatro novelas que Pérez Galdós escribió a finales del siglo XIX protagonizadas por Francisco Torquemada y que relatan el ascenso social del usurero en el Madrid de la época: Torquemada en la hoguera (1889), Torquemada en la cruz (1893), Torquemada en el purgatorio (1894) y Torquemada y San Pedro 1895).

Torquemada en la hoguera es la única novela corta de la producción galdosiana originalmente escrita por encargo de una revista y con pretensión de obra única, a diferencia de las otras tres, sucesivas en el tiempo, que completan la tetralogía dedicada a su protagonista.

Torquemada es un personaje, al igual que otros que aparecen en la serie, presentado en  otras obras anteriores del autor, un recurso balzaquiano mediante el cual esos personajes, plenamente caracterizados en otras novelas en las que alcanzan diversos grados de protagonismo, aparecen como papeles secundarios aunque con cierta relevancia en la trama; el caso del protagonista, en cambio, es el contrario: tras varias apariciones fugaces en otras obras, es en esta donde alcanza la total significación.

Torquemada en la cruz representa el inicio del contrapunto humorístico después de la tragedia acaecida en la novela anterior: Torquemada sale de su medio habitual y aspira a un ascenso social acorde con su poder económico, aunque su procedencia le delata y su estupefacción da lugar a situaciones cómicas. La preocupación por los aspectos morales se pone en evidencia en la plasmación de los profundos cambios sociales: la aristocracia empieza a dimitir en beneficio de la burguesía y el héroe desaparece en manos del especulador.

Torquemada en el purgatorio sigue el proceso de adaptación del arribista y de su adecuación a unas normas que no conoce —empezando por unos modos de expresión que le son completamente ajenos, un aspecto del que el autor saca un provecho extraordinario y que culminará con el recurso mediante el cual la voz del narrador llega a mimetizarse con la del personaje, aunque en un canónico estilo indirecto libre—, que no comprende y de las que reniega, pero ante las que no tiene más remedio que doblegarse.

Finalmente, en Torquemada y San Pedro, cuando el protagonista ha alcanzado su meta tanto en términos morales como sociales, la trama se oscurece, desaparecen las notas cómicas y se enfrenta al final de su vida, aunque redimido, con la sensación de haber sido, de nuevo, objeto de una injusticia divina. Paralelamente, se produce una progresiva disociación entre la opinión del narrador, que acostumbraba a romper la pared al dirigirse directamente al lector, explicitada por el tono con que trata al protagonista, y las propias acciones —y, sobre todo, reacciones— de este.

La primera impresión, sin duda influenciada por mis preferencias y por mi incuestionable francofilia, que produce la lectura de Las novelas de Torquemada es que esto ya lo hicieron, antes y mejor, Balzac y Zola; sin embargo, la literatura de Benito Pérez Galdós, con todos sus pros y sus contras, merece enormemente la pena.

14 de febrero de 2020

Sobre los huesos de los muertos

Sobre los huesos de los muertos. Olga Tokaczuk.  Ediciones Siruela, 2016
Traducción de Abel Murcia
Janina, ingeniera especialista en puentes que se convirtió en maestra a la que jubilaron anticipadamente y que enseña inglés unas pocas horas a la semana a niños pequeños, es una admiradora de William Blake apasionada de los horóscopos —aficionada a rastrear las correlaciones entre los hechos más dispares y la situación de los planetas—, levemente hipocondríaca y aterrorizada por sus dolencias imaginarias, que vive en un despoblado rodeado de naturaleza, con la sola compañía de dos perros, cerca de la frontera entre Polonia y Chequia, una zona de veraneo cuya proximidad a los bosques facilita la existencia de cazadores furtivos.

La tranquilidad de la aldea se ve alterada por la aparición sucesiva de varios cadáveres en el bosque, hombres conocidos en la comunidad y que tienen en común su relación con la caza ilegal; ante ciertas evidencias que están solo a su alcance, Janina es de la opinión de que esas muertes han sido provocadas por los animales como venganza hacia los furtivos.

Tokarczuk utiliza los mimbres de la novela negra para componer un texto original y de alto contenido dramático —a pesar de la caricatura de la protagonista— con una impagable voz narrativa convincente y poderosa.

Otros recursos relativos a la autora en este blog:
Notas de Lectura de Los errantes

10 de febrero de 2020

El día del perro

El día del perro. Caroline Lamarche. Nórdica Libros, 2019
Traducción de Blanca Gago
Un perro, seguramente abandonado, recorre la mediana de una autopista. Seis testigos de ese incidente —un camionero mentiroso, un sacerdote impotente, una novia delirante, un homosexual neurótico, una viuda cobarde y su hija bulímica— conectan este hecho con sus vidas, particularmente con su pasado, poniendo en evidencia sus traumas y sus carencias, como si esa azarosa circunstancia hubiese sacudido su existencia de una aburrida normalidad, monótona y trivial, y sacado a la superficie sus vidas ocultas, aquellas que no compartirían con nadie.

Seis voces espeluznantes, que rozan la confesión, de seres inadaptados, sumidos en la más profunda desolación, ubicados en la frontera entre la enajenación y la delincuencia que han padecido, en diferentes circunstancias y graduaciones, la experiencia del abandono, de modo que para cada relator el perro de la autopista tiene un significado diferente, pero siempre relacionado con ese hecho y con la huella que ha dejado en su existencia en forma de insuficiencia, son los protagonistas de El día del perro (Le jour du chien, 1996), la primera novela publicada de la escritora belga, que pasó parte de su infancia en España, inédita hasta el momento en castellano.

7 de febrero de 2020

M. El hijo del siglo

M. El hijo del siglo. Antonio Scurati. PRH, 2019
Traducción de Carlos Gumpert Melgosa
Tal vez se deba al hecho de que soy poco lector de textos sobre historia, o incluso a mi supina ignorancia en esas cuestiones, pero el libro de Scurati me ha parecido una excelente aproximación literaria —el mismo autor lo ha definido como una "novela sin ficción"— al personaje de Benito Mussolini y al entorno que hizo posible la aparición del fascismo en Italia. He devorado en cinco días sus más de ochocientas páginas en parte porque su división en cortos capítulos —complementados con reproducciones de textos reales de cartas, telegramas o artículos periodísticos—, centrados en episodios específicos y protagonizados por personajes concretos, me ha facilitado el acercamiento a una trama que, no por conocida, se muestra menos interesante; tanto, que estoy esperando ya la próxima entrega de la planeada trilogía.


3 de febrero de 2020

Trampa 22

Trampa 22. Joseph Heller. PRG, 2010
Traducción de Flora Casas Vaca. Prólogo de Laura Fernández
«Solo había una trampa, y era la 22, que establecía que preocuparse por la propia seguridad ante peligros reales e inmediatos era un proceso propio de mentes racionales. Orr estaba loco y podían retirarlo del servicio; lo único que tenía que hacer era solicitarlo. Y en cuanto lo hiciera, ya no estaría loco y tendría que cumplir más misiones. Orr estaría loco si cumpliera más misiones y cuerdo si no las cumpliera, pero si estaba cuerdo tenía que realizarlas. Si las realizaba estaba loco y no tendría que hacerlo; pero si no quería estaba cuerdo y tenía que hacerlo».
Si la guerra fuera el verdadero reloj de la historia, el entorno bélico bajo el que fue escrita Trampa 22 (Catch-22, 1961), la novela más conocida de Joseph Heller, debería considerarse configurado por tres conflictos: la IIGM, en la que el propio autor participó como piloto de un bombardero; la Guerra de Corea (1950-1959), el suceso bélico inmediatamente anterior a la publicación; y la Guerra del Vietnam, con toda probabilidad la consecuencia de ambas, en curso desde 1955.

En ese ámbito, Trampa 22 sigue la estela de las grandes obras satíricas sobre el hecho bélico —la referencia implícita a Las aventuras del valeroso soldado Schwejk es ineludible; tanto, que el propio Heller afirmó que sin esta no existiría su novela— en las que el sentido común —un sentido más bien escaso en el estamento militar, en general— hace que un decidido antihéroe levante el dedo para advertir de lo absurdo de la guerra y para exhortar de que si no existieran imbéciles capaces de tragarse el cuento tampoco existirían los héroes —es decir, los imbéciles elevados al máximo grado de majadería—.

En todo caso, esa nueva edición —con la traducción ya existente— de la novela de Heller es una estupenda invitación a la relectura de este clásico del antibelicismo.
«Los hombres se volvían locos y en recompensa les concedían medallas».