28 de febrero de 2022

La lección de música

 

La lección de música. Pascal Quignard. Editorial Funambulista, 2012
Traducción de Ascensión Cuesta

«Me detengo en las confusiones, en las imágenes poco afortunadas y en los cortocircuitos más que en pensamientos completos afianzados por un sistema premeditado que los sustenta. Que aquel que me lea tenga en todo momento presente que no me ilumina la verdad y que el ansia de decir o de pensar quizás nunca se le dobleguen por entero. Confieso algo que resulta un poco costoso de decir, a pesar de que nunca es singular. Poco representa la verdad de lo que decimos frente a la persuasión que con empeño buscamos al hablar, y esta misma persuasión, que es poco, es todavía menos si la comparamos con la repetición colmada de un viejo placer que perseguimos a través de ella. Ese placer es más antiguo que la muda [de voz en la adolescencia masculina], es más antiguo que las mismas palabras a las que la muda afecta, o cuya apariencia metamorfosea. Y, dado que las palabras no llevan en sí su memoria, nunca lo apresan, nunca lo condecen».

Todo lector que seleccione sus lecturas según un criterio distinto del azar o del que se le intenta imponer por medio del irrazonable alud de novedades bibliográficas, más absurdo teniendo en cuenta el poco interés lector del país, acaba rigiéndose por normas a menudo tan particulares e injustificables como enigmáticas. En mi caso, en concreto para la narrativa de ficción, una de las pautas que suelo seguir tiene que ver con el autor. Es bien cierto que ningún escritor mantiene el mismo nivel cualitativo a lo largo de toda su obra, pero, más que limitar la valoración a aquellas que los franceses califican como chef d'oeuvre, me gusta considerar cada novela como parte de una obra más extensa, y amplío mi consideración hasta abarcar ese conjunto. El resultado de ese criterio de valoración, tan objetable como cualquier otro, si no más, es que muy pocos autores, sean contemporáneos o pertenezcan al pasado, superan el listón de la regularidad, pero me permite tener una visión general que, casi siempre, redunda en una evaluación, a mi entender, más justa.

Ignoro si una de las consecuencias de este modo de estimación, o resultado de las indescifrables ramificaciones de mi criterio, es cierto sentimiento de complicidad con algunos escritores, con independencia de la época de su actividad, que acostumbra a imponerse sobre la temática o el estilo de sus obras. Podría enumerar unos cuantos, pero este escrito está dedicado a un libro de Pascal  Quignard, y podría decir que el normando es uno de los escritores destacados en mi panteón particular por ambas circunstancias: porque su temática, casi siempre a medias entre la ficción y el ensayo, acostumbra a interesarme siempre ―aunque, a menudo, sin saberlo antes de leerlo―; y  también porque su estilo, aparentemente deslavazado y errático, me obliga a una lectura activa que se materializa en el intento de rellenar los espacios en blanco que me parece detectar en sus obras o, incluso, a desarrollar in extenso todo aquello que me sugieren sus textos.

La lección de música (La Leçon de musique, 1987) añade a lo ya expuesto la cuestión musical. Quignard es un experto musicólogo, y comparto con él la fascinación por la música barroca; además, reparte el protagonismo entre Jean-Baptiste Lully, que figura en un segundo plano, y Monsieur (Jean) de Sainte-ColombeMarin Marais ―que fue alumno de ambos y que compuso, como homenaje, dos  monumentales Tombeau: Tombeau pour Monsieur de Lully y Tombeau pour Monsieur de Sainte-Colombe, ambos violistas de gamba como el propio Quignard y compositores ―sobre todo el primero, por lo que tiene de precursor: se estima que fue él quien añadió la séptima cuerda a la viola― de dos maravillosas colecciones de piezas para este instrumento. Pero es que, además, se dio la circunstancia de que en la época en que leí el libro por primera vez, a finales de los años 80, andaba trasteando ―debería decir "aprendiendo", pero eso sería un exceso de ambición por mi parte― con un traverso modelo Heinrich Grenser, una flauta genial para tocar música del período clásico ―Mozart, por ejemplo, sonaba fabuloso―, pero con una afinación demasiado aguda para la música barroca ―sobre todo para la francesa―. Ya que, debido a mi dedicación puramente amateur, mi aprendizaje avanzaba por objetivos y, además, buscaba ese sonido más grave, más solemne, me hice con una flauta modelo Hotteterre ―es la que figura en la fotografía de la cabecera―, casi un siglo anterior a la Grenser y con afinación más grave, y me puse como meta una obra que reunía un maravilloso catálogo de piezas que, a diferencia de la mayoría de la música de la época, pensaba que estaban a mi alcance: las Pièces en trio pour les flûtes, violons et dessus de viole avec la basse continue (1692), de Marin Marais. Como es fácil de comprender, casi sin darme cuenta, acababa de cerrar el círculo. 

La lección de música está compuesta por tres relatos: Un episodio extraído de la vida de Marin Marais, una parte del cual inspiró el guión, realizado por el propio Quignard, para esa magnífica película que es Todas las mañanas del mundo (Alain Corneau, 1991), filme que sirvió para que se conociera a Jordi Savall fuera de Francia ―particularmente en Cataluña, su lugar de origen―, para poner al alcance del público no formado la música barroca y para avivar la polémica acerca de la interpretación bajo criterios históricos; completan el volumen Un joven macedonio desembarca en el puerto del Pireo; y La última lección de música de Chang Lien.

Un episodio extraído de la vida de Marin Marais

El tiempo cronológico que abarca, solo en parte, el relato de Quignard es, tal vez, el período más fructífero de la historia de la música barroca, en el que coincidieron tres de los compositores más prodigiosos del siglo XVII, citados con anterioridad, y que mantuvieron una relación profesional cuyo epicentro generador fue el palacio de Versalles, que enlazó su producción más allá de la coincidencia temporal, aunque se puede especular con el hecho de que cada uno aportó diferentes contribuciones a la grandeza musical de ese siglo: Sainte-Colombe representaría la inspiración, la independencia, la infancia; Marais el virtuosismo, el funcionariado, la madurez; y Lully la habilidad, la política, la senectud.

La viola de gamba nace con la pretensión de reproducir ―Sainte-Colombe, para quien la voz humana es el instrumento más perfecto que ha existido jamás―, no de imitar ―eso es cosa de los monos y de las personas sin inspiración―, la voz humana en su madurez ―Marin Marais solo busca recuperar aquello que perdió: su voz infantil antes de la muda―.

Aprendiendo de Sainte-Colombe, Marais perfecciona su estilo y su ejecución hasta el punto que aquel le despide porque dice que ya no puede enseñarle más. Marais roza la perfección: toca más rápido, más fuerte, más afinado, pero sabe que le falta algo para superar a su maestro; eso que le falta, su maestro no puede enseñárselo. Se ha convertido en un virtuoso, pero carece de virtud; puede imprimir a su ejecución una velocidad infinita, pero no puede insuflarle verdad.

El oído precedió a la voz, la voz al lenguaje; el hombre primitivo oyó los sonidos de la natuiraleza y los gritos de sus semejantes antes de oír la voz humana. La capacidad de oír música es anterior a la de oír un lenguaje articulado; por eso se dice que la música mueve al espíritu de manera más sutil, pero también más firme y profunda, que las palabras.

En el embrión humano sucede algo parecido; apenas formado, o aún antes, el sentido del oído ―que, en ese principio, no necesita pabellón, acaso ni siquiera órgano―, oye primero el chapoteo amniótico y los ruidos que transforma la piel de su madre ―que es el instrumento: Quignard considera la viola de gamba como un vientre materno de madera: «tocar la viola es estrechar el resonador más antiguo. Extraer el sonido de un gran vientre, una gran bolsa de piel convertida en caja de madera»―; solo mucho tiempo después, contado a su escala, es receptivo a la voz de su madre. Solo después aprende a hablar, por imitación o por el terror que le provoca el silencio.

Marin Marais, expulsado del coro con el cambio de voz, intentará recuperar su efecto, no su tono, mediante la música, componiendo piezas para bajo de viola con un virtuosismo tan concluyente que compensará la pérdida que conllevó la llegada de la pubertad; con ello, su voz alcanzará registros que no están disponibles para nadie más.

Tal vez fue esa permanente búsqueda lo que provoicó su dimisión ―por haber alcanzado lo que buscaba o por rendirse ante la imposibilidad de conseguirlo, nunca lo sabremos―, ya mayor. Es la época en que Francia se ve inundada por la música italiana. Marais ha sido vencido en su Querelle particular; o tal vez no: ha abandonado el campo de batalla, y ninguno de sus soldados ha sabido empuñar las armas que les ha legado.

«Durante los años 1726, 1727 y 1728, prácticamente había dejado de hablar. Como los viejos que, para justificar la muerte o para soportar la proximidad cada vez más acuciante y temible de su fin, levantan a manos llenas mil motivos de odio al mundo, que dejan en contra de su voluntad, pretendía haber susurrado un canto a unos oídos que ya no se inscribían en faz alguna; que, sin que supiera cómo, era cual poeta que escribiera versos en una lengua de un pueblo que hubiese sido diezmado en una noche; que el arte de la viola había conocido su más elevado estadio cuando el público cesó de prestarle atención; que había escrito sobre el agua, a contracorriente, en el movimiento imposible que va incesantemente de nuevo hacia la fuente».

El lenguaje es la peor de las facultades de que dispone el ser humano porque es incapaz de traducir ―por tanto, de comunicar― no más de una ínfima parte de aquello que se quiere comunicar; la razón es el alto grado de codificación que requiere. La música, en cambio, es mucho más efectiva y eficiente, comparada con la lengua; carece de codificación, lo que redunda en su universalidad y en la eliminación del tiempo que transcurre entre el desvelo de la necesidad y el alivio de su satisfacción.

La palabra corre detrás del tiempo, anhelante. El tiempo es el dominio de la música.

Un joven macedonio desembarca en el puerto del Pireo

Cuando Arostóteles, en el año 336 a.e.c., cumplidos los dieciocho, acude a la Academia de Atenas, el maestro, Platón, no está; no será hasta un año después que le será presentado.

La palabra tragedia, literalmente canto del macho cabrío, comparte raíz con la palabra que designa la muda de la voz. Ambos conceptos se hallan relacionados con lo que, posteriormente, llamaremos teatro, que es, en parte, una derivación de las orgías ―ritos, misterios; canción, danza y teatro en una sola manifestación― del sacrificio. El sentido de cambio, muda, se asimila a lo que sucede en la naturaleza ―el cambio de piel de la serpiente, la caída de las hojas de los árboles, pero también la escamación que sufre la piel del ser humano a lo largo de su vida―, en el propio espectáculo teatral ―los cambios de vestuario, las modificaciones en las voces de los actores debido a la máscara―, y todo ello se identifica con el canto del macho cabrío que ilustra la muda de la voz en los muchachos adolescentes.

«La primera muda es el nacimiento. Aquel que nace se libera, como puede, de un despojo que sobrevive. La voz de los hombres conoce dos caídas. Su infancia, como el spolium, el madero caído, la piel, el vellón, la vestimenta, el botín perdidos. Es el no lenguaje de la infancia. Luego viene el canto. La voz. El libro. La sonata. La estatua. Las voces de los hombres son sacrificadas dos veces, una en la muda y otra en la muerte. La última no tiene experiencia. Su espacio ya no es el cuerpo, sino una sepultura. La otra muda, al final de la infancia, es el grito del propio sacrificio. Los hombres de la antigua Atenas eran visitados por un canto de macho cabrío, por la tragedia en su voz. Eran visitados al final del invierno de su infancia por cierto farfulleo, temblor persistente que raspa y escarpa sus voces».

La última lección de música de Chang Lien

Quignard se aparta de dos Edades de Oro de Occidente ―el siglo XVII francés y el IV a.e.c. griego―, se transporta a Oriente y retrocede unos siglos para buscar a Chang Lien, el maestro de Pu  Ya, a quien se otorgó el título honorífico de "Músico Más Grande Del Mundo", para seguir buceando en la misma discriminación que ha atravesado los siglos y las fronteras y ha sido adoptada por los buenos maestros ―pero que no ha implicado, en parecida medida, a la literatura―.

Más radical que Sainte-Colombe con Marais, pero con el mismo propósito y la misma lección, Chang Len destroza los instrumentos, valiosísimos, de su alumno porque, a pesar de una ejecución perfecta, la música que interpreta Pu Ya carece de sentimiento. Un fracaso semejante cosecha este cuando, siguiendo las directrices de su maestro, compra instrumentos deteriorados y toca con ellos; el maestro también rechaza su interpretación y, como Sainte-Colombe, admite que no puede enseñarle más. Pero, como en el caso de Marais, escondido bajo la cabaña de su maestro escuchando atentamente a este en plena libertad, le impartirá una última lección que Pu Ya no olvidará jamás.

«Pu Ya miraba a su alrededor, con hambre, con soledad, con miedo. No había nadie. Solo oía el rumor del agua en la arena y el trino triste de los pájaros. En sese momento se sintió mucho más débil y lanzó un suspiro, y dijo: "¡Esta es la lección del maestro de mi maestro!"»



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27 de febrero de 2022

02022022 El inventario XLIV

 

Ulises. James Joyce. Editorial Casals, 2021
Versión de Patfricia Geis

En formato libro de bañera, esta edición del Ulises, publicada en la colección Mi primera biblioteca, es la única y verdadera reader's edition. Su adquisición contó con la complicidad de Rosa Vilà y de mi compañera de trabajo Sara Collado.

26 de febrero de 2022

02022022 DEl inventario XLIII

 

Ulysses. James Joyce. Yapi Kredi Yayinlari 2004
Traducción al turco de Nevzat Erkmen

Después de la búsqueda infructuosa de mis corresponsales de una traducción del Ulises al árabe, esta versión en turco es la única publicada en un país musulmán que he conseguido.

25 de febrero de 2022

02022022 El inventario XLII

 

Ulisses. James Joyce. Livros do Brasil, 2012
Traducción al portugués y notas de Joao Palma-Ferreira

24 de febrero de 2022

02022022 El inventario XLI

 

Odysseus. James Joyce. Kustannusosakeyhtiö Tammi, 2004
Traducción de al finés de Pentti Saarikoski 

La primera traducción al finés del Ulises se publicó en 1964, de la cual este ejemplar es una reedición de 2004. 

23 de febrero de 2022

02022022 El inventario XL

 

Ulysses. James Joyce. Suhrkamp Verlag, 1994
Traducción al alemán de Hans Wollschläger

La traducción al alemán, la primera que tuve en otras lenguas europeas que no sean las mías,  se publicó por primera vez en 1975 con la colaboración de Klaus Reichert y de Fritz Senn, fundador y director de la James Joyce Foundation de Zurich y una de las autoridades mundiales en la obra del irlandés.

22 de febrero de 2022

02022022 El inventario XXXIX


Yurishizu. James Joyce. 2 volúmenes. Shueisha, 2003
Traducción al japonés de 
Saiichi MaruyaReiji Nagakawa y Yuichi Takamatsu.

Debo la posesión de este primer volumen de la traducción al japonés del Ulises a la amabilidad de Joan Serra, el cocinero que puso en marcha el restaurante en Tokio de Carme Ruscalleda; espero que algún amigo viaje al Japón para encargarle los restantes.

21 de febrero de 2022

El presentimiento

 

El presentimiento. Emmanuel Bove. Pasos Perdidos, 2016
Traducción de Mercedes Nortiega Bosch

«Nada hay más engañoso que las buenas intenciones, porque crean la ilusión de ser el bien mismo».

Charles Benesteau es un afamado, opulento y respetado abogado y padre de familia que un día, descontento con su vida, decide convertirse en un Monsieur Personne; no es un personaje, en sus trazos más caracterísrticos,  ajeno a la obra de Emmanuel Bove, pero en El presentimiento (Le pressentiment, 1935), esa caracterización alcanza la condición de protagonista absoluto: un individuo que parece sacado de una celda donde él mismo se encerró o aislado en un espacio en el que pretendió que el resto del mundo se olvidara de él;  aquejado de una especie de anacronismo espiritual, de  inadaptación a una realidad que no le atañe, pero que deja transcurrir como si no fuera con él, indiferente a su destierro, satisfecho de su absurdo; no se trata tanto de un misántropo como de un asceta. Un personaje que soporta el peso de algún acontecimiento vergonzoso de su pasado, seguramente poco justificable para él mismo y respecto del cual no siente rechazo, sino sosegada aceptación, aunque su vida haya sufrido debido a ello cambios notables, variaciones que acepta como quien se somete a lo inevitable.

«El mundo le parecía un lugar cruel en el que nadie era capaz de tener un gesto de generosidad. No veía a su alrededor más que gente que actuaba como si fuera a vivir eternamente, injusta, avara, dispuesta a adular a todo aquel que pudiera serle de utilidad mientras ignoraba al resto. Se preguntaba si realmente merecía la pena vivir en esas condiciones, y si no sería mucho más feliz en soledad que teniendo que esforzarse miserablemente para seguir engañándolos a todos».

Es probable que la renuncia a lo que había sido su vida, incluyendo su trabajo y su familia, fuera difícil de comprender para todos los implicados, pero la reacción de rechazo ―en lugar de una comprensión que, tal vez, tampoco fuera valorada― no hizo más que ratificarlo en su decisión: a todos los reproches a los que pensaba que tenía derecho por el comportamiento de la sociedad en general, podía añadir, sin ningún remordimiento, una razonable reconvención su familia, como en una especie de situación de profecía autocumplida. Una vez exiliado en un pequeño apartamento, cambia su trabajo de abogado por la escritura de sus recuerdos, no tanto como un legado destinado a quien quiesiera leerlo, sino como un sencillo ejercicio de memoria, un ejercicio forjado desde la más absoluta inutilidad y ejecutado bajo una sola condición: evitar intencionadamente cualquier asomo de brillantez, trasladando por escrito la grisura de una vida sin color alguno.

La referencia a Bartleby es inevitable ―y puede ampliarsa a otras de sus novelas―, pero, a diferencia del personaje de Melville, la resistencia de Benesteau es una resistencia activa y no tiene que ver únicamente con su faceta profesional; el órdago que plantea es a una sociedad y a un modo de vida que le ha decepcionado, y al que se enfrenta con las únicas armas que tiene a su disposición; no es una dimisión, sino un rechazo; no es indiferencia, es desprecio.

A pesar de su firme decisión, meditada razonadamente y ejecutada con precisión, su aislamiento no acaba de ser completo: por una parte, el alejamiento de su familia, a pesar del divorcio y del abandono de sus hijos, no ha conseguido mantener apartados a sus hermanos, que siguen martirizándole por cuestiones económicas; mientras que, en el plano personal ―en este caso, plenamente voluntario―, no ha sabido prescindir de su antigua amante, una mujer que le apoya en sus decisiones y que constituye el único vínculo que mantiene con su pasado; renunciará también a ella. Y, por último, está una respetable cantidad de dinero que le permite sobrevivir, sin trabajar, con cierta holgura; si quiere desprenderse de todo aquello que tenga que ver con su pasado, deberá renunciar también a ella.

«Charles se vistió. Cuando hacía buen tiempo, acostumbraba a sentarse en los Jardines de Luxemburgo, y permanecía allí más o menos hasta las once. Después hacía la copmpra para el almuerzo que él mismo preparaba. Estaba satisfecho con la vida que llevaba, aunque esta no pudiese calificarse de alegre. Se había impuesto una disciplina que nada ni nadie podía romper. Las pequeñas tareas de tipo práctico hacían menos pesada la rutina diaria y le servían de distracción. En cuanto a la soledad en la que vivía inmerso y que otros habrían encontrado insoportable, para Benesteau suponía una auténtica bendición. Después de tantos años rodeado de tanta gente, la soledad le hacía descubrir, cada día con más claridad, el camino verdadero, el que hubiera debido seguir cuando era joven».

La renuncia de Benesteau le pone en contacto ―el aislamiento total, en una ciudad como París, es inviable, y debe limitarse a un cambio de entorno― con personas muy distintas de las que frecuentaba en su vida interior. Charles, en su inocencia, piensa que esa gente será más auténtica, más real, pero lo que se encuentra son las mismas sombras, acentuadas por la diferencia de clase ―una percepción a la que no son ajenos sus nuevos vecinos―, una circunstancia que saben explotar a su favor y que Charles, que es bien consciente de este hecho, asume como inevitable, pero que le reafirma en la nula consideración que le merecen sus semejantes, sean los de la alta judicatura, en sus ampulosos y bien aireados salones, sean los ancianos confinados en una insaluble portería. 

«Debería haber sospechado que esa gente humilde con la que ahora convivía no era muy diferente de aquellos que había dejado atrás. Cuando rompió con su pasado, pensó que nada de lo que hiciese tendría consecuencias, que sería libre, que ya nunca más tendría que rendir cuentas a nadie. Pero ahora estaba seguro de que, viviera donde viviera, le sería imposible pasar desapercibido. Por mucho empeño que pusiese en no llamar la atención, todos y cada uno de sus actos seguían siendo objeto de examen».

El cambio de modo de vida de Charles le comporta un buen número de correcciones en su educación social. En su retiro es donde se da cuenta de que no es lo mismo renunciar a una vida fácil y cómoda que no haberla tenido nunca: sus vecinos, gente humilde que no ha salido del barrio y que aspira a lo que Charles ha renunciado. Es, en vista de ese contraste, cuando se da cuenta de la artificialidad ―y de la inutilidad, una circunstancia mucho más grave teniendio en cuenta su intención y los frutos que esperaba cosechar de ella― de su renuncia, de que sigue siendo esclavo de las apariencias, y que no ha sabido renunciar a todo aquello que provoca que se depositen en su persona las expectativas de los demás. Puesto a buscar el aislamiento, ha conseguido solamente una parte, no necesitar nada de los demás, pero ha obviado la fracción  más importante, que nadie necesite de él. En el fondo, su decisión de romper con el pasado ha sido un completo desastre; aquellos de los que quiso alejarse actúan, ignora por qué razón, como si no hubiera sucedido nada; y la consideración que le prestan sus nuevas relaciones está condicionada por ese pasado del que intenta huir. La maldad tiene muchas caras, y Charles se da cuenta que no existe solo entre sus semejantes; también se encuentra, en la misma proporción, entre las clases humildes, y, en este caso, su carácter es mucho más perentorio, más primario ―que puede tomar la forma no ya de una revancha, sino de un mecanismo de defensa de clase, en cuyo caso su influencia se extiende de forma imparable―, y se rige por unos principios tan específicos que Charles no es capaz ni de preverlo ni de evitarlo.

El presentimiento es, en definitiva, la crónica de una derrota. 

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Notas de Lectura de  Henri Duchemin y sus sombras

Notas de Lectura de Bécon-les-Bruyères

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Notas de Lectura de Un padre y su hija

Notas de Lectura de Diario escrito en invierno

Notas de Lectura de Un hombre de talento

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20 de febrero de 2022

02022022 El inventario XXXVIII

 

Ulisses. James Joyce. Wydawnictwo Zielona Sowa, 1997
Traducción al polaco de Macieja Slomczynskiego

19 de febrero de 2022

02022022 El inventario XXXVII

 

Ulises. James Joyce. 2 volúmenes. Editorial Signe, 1994
Traducción al ruso de V. Hinkis y S. Kharuj. Edición de Tatiana Cudina

La traducción al ruso, con ilustraciones de Alla Mykhina y Dimitri Mukhin, recibió el apoyo de la Fundación Internacional Iniciativa Cultural; de los tres volúmenes de la imagen, el primero contiene Dublineses y otros textos, mientras que el segundo y el tercero son la traducción del Ulises. Agradezco a Olga Jornet su ayuda en la traslación y puesta en inteligibilidad de los créditos.

18 de febrero de 2022

02022022 El inventario XXXVI

 

Ulysses. James Joyce. J. W. Cappelens Forlag, 1993
Traducción al noruego y epílogo de Olav Angell

La edición de la traducción al noruego incluye una carta que le dirigió Joyce a Henrik Ibsen, un autor ya consagrado al que admiraba profundamente; de hecho, su primer trabajo publicado fue una elogiosa reseña de Al despertar de nuestra muerte en la prestigiosa Fortnightly Review en 1990 cuando contaba tan solo 18 años; esta reseña llegó a manos de Ibsen, quien, por mediación de William Archer, su traductor al inglés, le hizo llegar su satisfacción. Posteriormente, Joyce le escribió directamemnte una carta con motivo del  septuagésimo tercer aniversario del noruego.

17 de febrero de 2022

02022022 El inventario XXXV

 

Ulisse. James Joyce. Arnoldo Mondadori, 1991
Traducción al italiano de Giulio de Angelis. Prefacio de Richard Ellmann. Nota al texto de Hans Walter Gabler

La traducción al italiano contó con la colaboración de Richard Ellmann, el autor de la más célebre biografía de Joyce, y con un postfacio del propio Gabler, el autor de la edición definitiva.

16 de febrero de 2022

02022022 El inventario XXXIV

 

Odysseas. James Joyce. Kedros, 1995
Traducción al griego de Sokratis Kapsaskis. Responsable de la edición: Ilías J. Papadimitrakópulos

El traductor al griego del Ulises obtuvo el Premio Europeo de Traducción Literaria en 1992, y yo agradezco a Mario Domínguez Parra su ayuda para traducir y latinizar los créditos.

15 de febrero de 2022

02022022 El inventario XXXIII

Odysseus. James Joyce. Argo, 1999
Traducción al checo de Aloys Skoumal

La traducción al checo llegó a casa, gracias a un viaje de mi hermana a la República Checa, junto con una máquina manual de hierro fundido para picar carne; ninguno de estos objetos podían encontrarse, a finales de los años 90, en nuestro país.

14 de febrero de 2022

Mi Fausto. Diálogo del árbol

 

Mi Fausto. Diálogo del árbol. Paul Valéry. La Balsa de la Medusa, 2003
Traducción de José Luis Arántegui

«Todos esos tomos en penitencia, definitivamente vuelta la espalda a la vida... tienen aire de tener vergüenza, de arrepentirse de haber sido escritos... ¡Lo que hay ahí de esperanzas, pretensiones, paciencia de insecto y furores de locos!... La de ilusiones, deseos, trabajos, latrocinios y azares que hicieron falta para acumular este siniestro tesoro de certidumbres arruinadas, descubrimientos caducos, bellezas muertas y delirios enfriados... ¡Y cuántos de esos libracos fueron concebidos con pasión, con la loca ambición de hacer olvidar a todos los demás!... Así, de siglo en siglo, se va alzando el edificio monumental de lo ILEGIBLE...»

Mi Fausto

Mi Fausto (Mon Faust, 1946), dedicado "al lector de buena fe y mala voluntad", recoge la leyenda de Fausto muchos años después de que sucedieran los hechos del relato de Goethe. La importancia cultural e intelectual de Fausto y de su antagonista rescatados de la leyenda por Goethe debería impedir cualquier otra apropiación, pero esa relevancia no imposibilita que sus  protagonistas hayan adquirido vida propia, desligados de la obra, que se rebelen contra su autor y que se conviertan en instrumentos del espíritu universal. Es en este sentido que Valéry se propone  trasladarlos a su tiempo y especular acerca de su conducta.

Valéry explota al personaje, un individuo con un pasado múltiple debido a todas las obras literarias y musicales en las que ha aparecido, e intenta reformular, actualizándolo ―al personaje, no tanto a su entorno: los días en que transcurren los episodios del relato recogido por Goethe hace tiempo que han pasado―, enfrentándolo a retos actuales, especulando con un proceso que parte del Fausto romántico, de sus diversas versiones a lo largo del tiempo, y que lo lleva hasta el de mediado en siglo XX, convirtiéndolo prácticamente en una némesis de sí mismo, de acuerdo con una hipotética evolución personal que le ha permitido, a medida que adquiría más conocimiento y más aptitud  intelectual, escapar de la influencia de su pasado, e integrar y prestar la misma importancia, eso sí, una vez distinguidas y delimitadas, a su propia vida y a todas las que le han atribuido, en una especie de reacción química en la que, una vez separados los elementos de una sustancia, estos desaparecen sin que la naturaleza de esa sustancia se vea alterada.

«El pasado no es más que una creencia. Una creencia es una abstención de las potencias de nuestro intelecto, al que repugna formarse todas las hipótesis concebibles sobre cosas ausentes y darles a todas igual fuerza de verdad».

El sesgo autobiográfico del propio Valéry es indudable, aunque con toda probabilidad esté más cerca del Valéry ideal, planeado e imaginado por él mismo, que del real. Sin embargo, fue este Valéru real el que sostuvo, insistentemente, que la vida intelectual no consiste en ser esclavo de las ideas, sino en todo lo contrario, en esclavizarlas. Es imprescindible huir de lo que no se entiende; no existe peor opción, más dañina para el pensamiento, que intentar entender lo que no se entiende.

En cuanto a Mefistófeles, bueno, Mefistófeles ha abandonado definitivamente, en relación con Fausto, su carácter tentador, para convertirse en un seductor, aunque contaminado aún por las ideas preconcebidas debido a su sapiencia total; una circunstancia, por cierto, que le impide esperar ningún provecho del proceso de pensamiento. De ahí su inclinación por el ser humano y particularmente por Fausto a quien trata ya como a un igual debido a su pasada derrota,  prototipo del hombre que duda, que tiene tendencia a no dar nada por sentado y que fía su existencia a su capacidad para razonar. Fausto le convoca, pero no le envidia su omnisapiencia, sino su omnipotencia; lo llama no para que resuelva sus dudas intelectuales, sino para pedirle que le consiga aquello que ni él ―ni nadie―, con su inteligencia, podrá lograr, pues requiete "talentos sobrenaturales" que nunca se podrán alcanzar mediante la actividad intelectual. Pero Fausto no pretende que Mefistófeles le ayude desinteresadamente, sino que le ofrece un trato que redundará en el beneficio mutuo:

«Tú estás en la eternidad, mi querido diablo, y no eres más que un espíritu. De modo que no tienes ni sombra de pensamiento. No sabes dudar ni buscar. En el fondo eres infinitamente simple. Simple como un tigre, que es pura omnipotencia a la hora de hacer presa, y que se reduce a un instinto de ladrón. Todo se lo debe a carneros y cabras: sus músculos y sus colmillos, sus astucias y su formidable paciencia. ¡Nada más hay en ti, devorador de almas que no sabes saborear! No dudes siquiera de que hay en el mundo otra cosa bien distinta del bien y el mal. No te lo voy a explicar. Serías incapaz de entenderme. Solo te digo que puedes tener necesidad de alguien que piense y reflexione por ti. El puro espíritu, aun el impuro, es absolutamente incapaz».

Fausto ayudará a Mefistófeles a sobrevivir a los nuevos tiempos, a la pérdida de influencia en la vida de los humanos; a renovar sus anticuados métodos que ya no seducen a nadie; en definitiva, a recuperar su majestad y su autoría sobre el mal en tiempos en que el ser humano no necesita ya al diablo para ejercerlo de forma total. A cambio, le pide que le ayude a escribir un libro; pero no un libro normal, sino una gran obra, el Libro definitivo, el Libro Único que es, a la vez, todos los libros, el que quien lo haya leído no podrá ya leer otro. 

«Todo el sistema del que tú eras una de las piezas esenciales no es ya más que ruina y disolución. Debes confesarte que te sientes perdido, casi incompetente, entre todas esas gentes nuevas que pecan sin saberlo y sin darle importancia, que no tienen ninguna idea de eternidad, que arriesgan sus vidas diez veces al día por disfrutar de sus nuevas máquinas y hacen mil trucos de prestidigitación que tu magia ni soñó nunca y que ahora están al alcance de niños y de idiotas...»

Al haber desconsiderado, infravalorado, menospreciado, banalizado el mal, la belleza ha desaparecido, y Fausto, un esteta, no está dispuesto a eternizar esa ausencia. Sin  embargo, no tarda en darse cuenta de que, en el fondo, él también está desplazado en el tiempo, hijo de un tiempo y fruto de un cúmulo de circunstancias ajenas al presente. La vida que ha vivido, los libros que ha escrito, no son sino signos de su anacronismo, mitos que le avergüenzan y que, no obstante, han adquirido más importancia que él mismo; productos a los que renunciaría gustosamente a cambio de la inocencia que poseía cuando los escribía, una inocencia irrecuperable, una vida que no puede vivir de nuevo.

Esa vida, improductiva por sí misma, ha sido el camino utilizado para llegar a lo que ahora es y, desde este momento, ha dejado de tener importancia: la eterna e insoslayable interdependencia entre vivir y ser. Quien vive, solo respira; quien es, duda. Duda de sí mismo, de a quién se refiere cuando dice yo; una duda que se convierte en la duda primordial, tan anhelante como improductiva, pero con poder suficiente para anular al propio individuo que la plantea. Es entonces cuando la supervivencia depende de la mentira.

En todo caso, el contrato que Mefistófeles y Fausto firmaron en el pasado parece que, al mismo tiempo que ha dejado marcada huella en ambos, también ha provocado una cierta dependencia, aunque ahora quien parece más receloso de los atributos de su antiguo antagonista es el diablo, que envidia de Fausto lo único que no puede poseer: su humanidad. Tal vez Fausto no sea tan inteligente, pero sí es más lúcido; pero aunque ha podido disfrutar de algo parecido a la omnipotencia ―que se cumplan todos sus deseos es el grado máximo de omnipotencia a que puede aspirar el ser humano―, no encuentra en ella ninguna ventaja.

El atisbo de humanidad adquirida por Mefistófeles es la razón por la que ha dejado de odiar a los seres humanos, que le despiertan un ambivalente sentimiento mezcla de compasión y simpatía; incluso parece haber abandonado su fijación por apoderarse de sus almas para llevarlos a la condenación eterna. Fausto, que acabó ganandole la apuesta, antes que rencor, le fascina; y el ser humano, tan firme en su fragilidad, le provoca una rendida admiración.

Ni rastro de esa humanidad exhibe, en cambio, el Solitario habitante de las regiones más altas del cielo, más allá de todo lo existente, el único ―¿Único?― habitante de esa inmensa, inconmensurable Nada que es el Todo; un ser arisco, egoísta y soberbio hasta la demencia que no concibe nada más allá del Absoluto que representa, que no desea compañía que interrumpa y contamine su existencia perfecta, la insuperable armonía de su realidad. Un ser que reniega de la inteligencia por ser el origen de todos los males, fuente de todos los espejismos, principio de todas las mentiras, cradora de sombras.

Expulsado de las alturas por el Loco Solitareio, a quien, a diferencia de Mefistófeles, le repugna la humanidad de Fausto, este es recogido por unas hadas, en cuya especie de bosque primigenio, en el que reinan la luz y la naturaleza salvaje, se confiesan dispuestas a atender a sus deseos sin menospreciarle ni exigirle nada a cambio; al final, Fausto, el mismo que venció al ángel y engañó al demonio, solo encontrará compasión entre la belleza y su propia desaparición.

El diálogo del árbol

El diálogo del árbol (Dialogue de l'arbre, 1946), recoge también un episodio de la historia de la literatura, que es reformulado con un cambio de personajes, una especulación que da lugar a un evento de naturaleza desafiantemente alternativa a la original.

En este caso, la fuente es la primera de las Bucólicas de Virgilio; comparte con esta a uno de los intervinientes en el diálogo, Títiro, el pastor que, en aquella, sostiene una conversación con un colega, Melibeo. Valéry sustituye a este por Lucrecio, el autor de De rerum natura, y los ubica a ambos en el mismo lugar en que los ubicó Virgilio: en plena campiña, bajo la generosa sombra de un haya. La naturaleza de la conversación reside en la oposición de ambas concepciones sobre la naturaleza y sobre el ser humano.

Títiro sostiene una visión poética del mundo, bucólica, ligada a una concepción de la naturaleza considerada como un ser vivo y sintiente una concepción muy próxima al animismo, con quien es posible comunicarse más allá de la lengua, una comunicación de orden espiritual de doible sentido. El haya bajo cuya sombra está descansando no es un árbol, sino el Árbol.

No es posible encontrar una concepción de la naturaleza más divergente que la de su interlocutor, Lucrecio el atomista, el epicúreo, para quien el árbol solo puede ser materia de conocimiento, tan profundo como compleja sea la materia que lo compone, pero limitado a esta. Frente al Árbol transcendente de Títiro, Lucrecio apuesta el árbol somático, un conjunto finito de células que se agotan en sí mismas y en su relación mutua y con las que las rodean.

Otros recursos relativos al autor en este blog:

Notas de Lectura de Valéry. Tratar de vivir

Notas de Lectura de Proust y otros estudios literarios

Notes de Lectura de Tal Qual

Notas de Lectura de Alfabeto

Notas de Lectura de Monsieur Teste

Notas de Lectura de Malos pensamientos y otros

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13 de febrero de 2022

02022022 El inventario XXXII

 

Uliksi. James Joyce. Zenit Editions, 2003
Traducción al albanés de Idlir Azizi con la colaboración de Ismail Kadare, Adriatik Kallulli, Shezai Rrokaj, Mira Meksi y Danis Rose

La pequeña y aislada Albania también pude alardear de contar con la traducción del Ulises a su idioma; entre los colaboradores, el escritor Ismail Kadare y Danis Rose, el perpetrador de la Reader's Edition.

12 de febrero de 2022

02022022 El inventario XXXI

 

Uiliséas. James Joyce. Capítulo IX y Capítulo XII. N. Murphy, 1987 
Traducción al gaélico de Seamas O'Mongain

A principios de los años 1990 no existía ninguna traducción completa del Ulises al gaélico, pero un compañero que viajó a Irlanda me consiguió estos dos capítulos.

11 de febrero de 2022

02022022 El inventario XXX

 

Ulisse. James Joyce. 2 volums. Gallimard, 1994
Traducción de Auguste Morel revisada por Valery Larbaud, Stuart Gilbert y el autor

Esta traducción al francés es, debido a la amistad de Joyce con Larbaud, la única en la que participó directamente el autor ampliando información y aclarando dudas.

10 de febrero de 2022

02022022 El inventario XXIX

 

Ulysses. James Joyce. Igela Argitaletxea, 2015
Traducción al euskera de Xabier Olarra Lizaso

Con la ayuda del Programa de Traducción Literaria de la Unión Europea, Igela publicó la primera y única traducción al euskera del Ulises.

9 de febrero de 2022

02022022 El inventario XXVIII

 

Ulisses. James Joyce. Editorial Funambulista, 2018
Traducción, comentario y notas de Carles Llorach Freixes

En 2018, Funambulista, una pequeña editorial de Madrid, tuvo el atrevimiento de publicar una nueva traducción del Ulises al catalán comentada y anotada para su más fácil comprensión.

8 de febrero de 2022

02022022 Inventario XXVII

 

Ulisses. James Joyce. Edicions Proa, 2004
Traducción de Joaquim Mallafré

El grupo editorial Proa, antes de su definitiva absorción por parte del Grupo Planeta, reeditó la traducción de Joaquim Mallafré en su colección de referencia.

7 de febrero de 2022

He visto cosas que no creeríais

 

He visto cosas que no creeríais. Distopías y mutaciones en la ciencia-ficción temprana. VV. AA. Ediciones Siruela, 2021. Edición de María Casas Robla

Antología de relatos, escritos desde mediados del siglo XVIII ―el primero es de 1710, momento en que se gestaba el primer movimiento intelectual de la era moderna, la Ilustración―, cuando la ciencia-ficción considerada como género ni siquiera existía, hasta principios del XX―el más reciente data de 1918, con la amenaza de la IGM y la revolución bolchevique a la vista―, y pertenecientes  tanto a autores que frecuentaron el género como a otros conocidos por textos ajenos a él.

A continuación, se enumeran los relatos incluidos con un breve comentario.

Ensayo del estudiante Martinus Scriblerus sobre el origen de las ciencias dirigido al Doctor Dr . ..., miembros de la Royal Society, desde los desiertos de Nubia (1710), Jonathan Swift

El origen de la ciencia se ubica en el dominio de una tribu salvaje y aparentemente incivilizada, los Homo sylvestris, una especie ya extinguida, cuyos sucesores, los diversos primates, no parecen preparados para continuar con su tarea docente ―aunque todo es posible. La mordacidad de Swift en su máxima expresión.

El mortal inmortal  (1834), Mary Shelley

La autora de Frankenstein, o el moderno Prometeo (1818), publicó además varios relatos, novelas históricas alimenticias y una novela distópica, El último hombre (1826). En este relato, un aprendiz de alquimista toma por equivocación un trago de un elixir de la inmortalidad, pero se arrepiente de su acción a medida que ve desaparecer el mundo al que pertenece, incluido el amor de su vida, bajo un ambivalente sentimiento de aborrecimiento de la vida y de incontrolable terror a la muerte.

La hija de Rappaccini (1844), Nathaniel Hawthorne

Un joven estudiante, hechizado por una hermosa muchacha, se convierte en sujeto experimental de un especialista en plantas venenosas capaz de dominar la vida y la muerte de todo el que se atreva a acercársele, un poder para el que existe un solo antídoto.

La hija del senador (1879), Edward Page Mitchell

Relato de anticipación especulativa ubicado en una sociedad avanzada con grandes innovaciones técnicas que, regida con criterios científicos, tiende hacia el vegetarianismo, aunque las corrientes más radicales abogan por la alimentación no orgánica. Las facciones más conservadoras intentarán imponer sus anticuados criterios, afectando a los aspectos más íntimos de la vida de sus conciudadanos.

La república del futuro: el socialismo hecho realidad. Cartas de un noble sueco del siglo XXI a un amigo de Cristianía (1887), Anna Bowman Dodd

Sátira política en la que la utopía socialista ―ubicada en una revolucionaria sociedad igualitaria que censura capciosamente el futuro socialismo de estado― se conviert en distopía desde el punto de vista ultraconservador de la autora, mediantye el recurso de unas cartas que un visitante de la socialista Nueva York dirige a su corresponsal detallándole los avances de los que es testigo.

En el año 2889 (1889),  Jules Verne

En la línea dura anticipatoria de algunas novelas de Verne, el relato da cuenta de los avances científicos del milenio transcurrido desde su escritura y de las consecuencias para la vida humana, proféticamente parecidos a los que se disfrutan en la actualidad; una mirada en la que no falta el elemento satírico en un personaje que es una verosímil versión del Larry E. Page del siglo XXIX.

Cuento futuro (1893), Leopoldo Alas «Clarín»

Aportación española a la literatura distópica a cargo de un escritor realista. Al igual que en la futura ciencia-ficción soviética, Clarín utiliza el género con fines de sátira política ―la secesión de la Tierra del sistema solar, el suicidio universal y una versión alternativa de los sucesos en el Jardín del Edén―, dejando en evidencia las carencias sociales y democráticas de la época, el convulso final del siglo XIX en España.

El gran experimento Keinplatz (1894), Arthur Conan Doyle

A. C. Doyle, el padre de Sherlock Holmes, publicó también relatos protagonizados por lo sobrenatural. En este caso, la experimentación para separar el espíritu del cuerpo humano y volverlos a unir conlleva unos efectos adversos que, no obstante, confirman de forma fehaciente el éxito del ensayo.

El reparador de reputaciones (1895), Robert W. Chambers

Relato perteneciente al ciclo El Rey de Amarillo. El Nuevo Mundo ―es decir, los EE. UU. de Norteamérica, "un mundo en sí mismo"― del futuro ―1920― vive una época de paz y prosperidad después de su victoria bélica sobre Alemania; sin embargo, parece sumirse imperceptiblemente en un militarismo dictatorial y un individualismo exacerbado que tiene como origen el temor al otro; en esta situación, la frontera entre la cordura y la locura no tiene una localización fija.

Una esposa hecha por encargo (1895), Alice W. Fuller

Autora de un solo relato que no dejó rastro y de cuyo nombre se sospecha que fue un seudónimo. Los avances en robótica han conseguido crear una réplica femenina que cumple todas las exigencias, por disparatadas que parezcan, del propietario; pero el asentimiento constante y la plena sumisión pueden acabar provocando el efecto contrario al deseado.

Mil muertes (1899), Jack London

Primer relato de ciencia-ficción publicado por Jack London, un autor que imprime a sus obras de género unas dosis generosas de realismo. El protagonista se ve envuelto, involuntariamente, en un absurdo proyecto científico para resucitar a los fallecidos por muerte natural o provocada sin dañar ningún órgano.

La radio (1902), Rudyard Kipling

Primera versión del bulo de los efectos perjudiciales de las ondas electromagnéticas, señalando a la radio, una invención reciente en 1902, como culpable de todos los males.

El imperio de las hormigas (1905), H. G. Wells

Distopía medioambiental en la que la degradación del entorno causa la reacción de los organismos vivos contra la vida humana. En este caso, la pequeñez y la insignificancia del enemigo hace incomprensible la relevancia del conflicto, ignorando o despreciando la capacidad de organización de las hormigas, cuyo númnero las convierte en invencibles y en un serio competidor por el dominio del planeta.

Los cinco sentidos (1919), Edith Nesbit

Ejemplo de los relatos de terror victorianos, con elementos sobrenaturales en contextos cotidianos. Un científico descubre una sustancia capaz de intensificar los sentidos; el tema del científico que alcanza poderes semejantes a los de los dioses es visitado con regularidad por los autores de ciencia-ficción, pero los de la época victoriana, que coinciden con el despegue definitivo de las ciencias experimentales, merecen la atribución de un género propio.

La República de la Cruz del Sur (1918), Valery Briúsov

El socialismo real, es decir, la versión radical de las tesis marxistas, ha sostenido una relación ambivalemnte con la literatura de género que se ha comentado aquí en diversas ocasiones. Para más consideraciones, remito al lector al post Ciencia ficción rusa y soviética. Vol. I: del siglo XIX a la Revolución, una antología que inclute el relato de Briúsov.

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6 de febrero de 2022

02022022 El inventario XXVI

 

Ulisses. James Joyce. Edhasa, 1996
Traducción de Joaquim Mallafré

Después de la edición crítica de Hans Gabler, todas las nuevas ediciones del Ulises debían ajustarse al texto normativo; así lo hizo Edhasa con su traducción de Mallafré al catalán.

5 de febrero de 2022

02022022 El inventario XXV

 

Ulisses. James Joyce. Edhasa, 1990
Traducción de Joaquim Mallafré

Si la traducción al castellano de José María Valverde, a pesar de sus defectos, se ha convertido en canónica, a la espera de próximas aportaciones, la de Joaquim Mallafré al catalán ha sido el referente, y no solo por ser la única, de la traducción cuidada.

3 de febrero de 2022

02022022. El inventario XXIV

 

Ulises. James Joyce. Editorial El Cuenco de Plata. Buenos Aires, 2015
Traducción de Marcelo Zabaloy y Edgardo Russo. Notas de Marcelo Zabaloy y Eugenio Conchez

Primera y única traducción al castellano argentino del Ulises, motivada, según parece, por la excesiva españolización del castellano de las traducciones existentes hasta la fecha.

2 de febrero de 2022

02022022


Acababan de dar las 7 de la mañana cuando la joven librera llegó a la estación, al mismo tiempo que estacionaba el expreso Dijon-Paris; se dirigió hacia la cabecera del tren, buscó 
al maquinista, se identificó, y le fue entregado un paquete con dos libros, remitido por la Imprenta Darantière. Sin perder un momento, cogió un taxi, le dio al taxista la dirección y, 10 minutos más tarde, dejaba un ejemplar en la casa del escritor. Después, con el otro ejemplar, se dirigió a su librería, en la calle del Odéon, 12; a las 9 de la mañana, hora de apertura, la tienda estaba llena de gente, y así permaneció hasta la hora del cierre debido a la espectación generada por el libro. Terminaba así una odisea que había empezado en 1906, en Roma, había cruzado media Europa, y había recalado en París; atrás quedaban las dificultades económicas, los problemas de salud y, con referencia al libro, los
inconvenientes de la financiación de la publicación, los plazos de impresión, las constantes
revisiones de las galeradas y la búsqueda ese indefinible pero concreto color azul que el autor quería ver en la portada. Era el día 2 de febrero de 1922, jueves, y Miss Sylvia Beach, propietaria de la librería Shakespeare and Co. y editora del texto, había conseguido que el Ulises fuera una realidad precisamente ese día, cuadragésimo aniversario de James Joyce.