La lección de música. Pascal Quignard. Editorial Funambulista, 2012 Traducción de Ascensión Cuesta |
«Me detengo en las confusiones, en las imágenes poco afortunadas y en los cortocircuitos más que en pensamientos completos afianzados por un sistema premeditado que los sustenta. Que aquel que me lea tenga en todo momento presente que no me ilumina la verdad y que el ansia de decir o de pensar quizás nunca se le dobleguen por entero. Confieso algo que resulta un poco costoso de decir, a pesar de que nunca es singular. Poco representa la verdad de lo que decimos frente a la persuasión que con empeño buscamos al hablar, y esta misma persuasión, que es poco, es todavía menos si la comparamos con la repetición colmada de un viejo placer que perseguimos a través de ella. Ese placer es más antiguo que la muda [de voz en la adolescencia masculina], es más antiguo que las mismas palabras a las que la muda afecta, o cuya apariencia metamorfosea. Y, dado que las palabras no llevan en sí su memoria, nunca lo apresan, nunca lo condecen».
Todo lector que seleccione sus lecturas según un criterio distinto del azar o del que se le intenta imponer por medio del irrazonable alud de novedades bibliográficas, más absurdo teniendo en cuenta el poco interés lector del país, acaba rigiéndose por normas a menudo tan particulares e injustificables como enigmáticas. En mi caso, en concreto para la narrativa de ficción, una de las pautas que suelo seguir tiene que ver con el autor. Es bien cierto que ningún escritor mantiene el mismo nivel cualitativo a lo largo de toda su obra, pero, más que limitar la valoración a aquellas que los franceses califican como chef d'oeuvre, me gusta considerar cada novela como parte de una obra más extensa, y amplío mi consideración hasta abarcar ese conjunto. El resultado de ese criterio de valoración, tan objetable como cualquier otro, si no más, es que muy pocos autores, sean contemporáneos o pertenezcan al pasado, superan el listón de la regularidad, pero me permite tener una visión general que, casi siempre, redunda en una evaluación, a mi entender, más justa.
Ignoro si una de las consecuencias de este modo de estimación, o resultado de las indescifrables ramificaciones de mi criterio, es cierto sentimiento de complicidad con algunos escritores, con independencia de la época de su actividad, que acostumbra a imponerse sobre la temática o el estilo de sus obras. Podría enumerar unos cuantos, pero este escrito está dedicado a un libro de Pascal Quignard, y podría decir que el normando es uno de los escritores destacados en mi panteón particular por ambas circunstancias: porque su temática, casi siempre a medias entre la ficción y el ensayo, acostumbra a interesarme siempre ―aunque, a menudo, sin saberlo antes de leerlo―; y también porque su estilo, aparentemente deslavazado y errático, me obliga a una lectura activa que se materializa en el intento de rellenar los espacios en blanco que me parece detectar en sus obras o, incluso, a desarrollar in extenso todo aquello que me sugieren sus textos.
La lección de música (La Leçon de musique, 1987) añade a lo ya expuesto la cuestión musical. Quignard es un experto musicólogo, y comparto con él la fascinación por la música barroca; además, reparte el protagonismo entre Jean-Baptiste Lully, que figura en un segundo plano, y Monsieur (Jean) de Sainte-Colombe y Marin Marais ―que fue alumno de ambos y que compuso, como homenaje, dos monumentales Tombeau: Tombeau pour Monsieur de Lully y Tombeau pour Monsieur de Sainte-Colombe―, ambos violistas de gamba como el propio Quignard y compositores ―sobre todo el primero, por lo que tiene de precursor: se estima que fue él quien añadió la séptima cuerda a la viola― de dos maravillosas colecciones de piezas para este instrumento. Pero es que, además, se dio la circunstancia de que en la época en que leí el libro por primera vez, a finales de los años 80, andaba trasteando ―debería decir "aprendiendo", pero eso sería un exceso de ambición por mi parte― con un traverso modelo Heinrich Grenser, una flauta genial para tocar música del período clásico ―Mozart, por ejemplo, sonaba fabuloso―, pero con una afinación demasiado aguda para la música barroca ―sobre todo para la francesa―. Ya que, debido a mi dedicación puramente amateur, mi aprendizaje avanzaba por objetivos y, además, buscaba ese sonido más grave, más solemne, me hice con una flauta modelo Hotteterre ―es la que figura en la fotografía de la cabecera―, casi un siglo anterior a la Grenser y con afinación más grave, y me puse como meta una obra que reunía un maravilloso catálogo de piezas que, a diferencia de la mayoría de la música de la época, pensaba que estaban a mi alcance: las Pièces en trio pour les flûtes, violons et dessus de viole avec la basse continue (1692), de Marin Marais. Como es fácil de comprender, casi sin darme cuenta, acababa de cerrar el círculo.
La lección de música está compuesta por tres relatos: Un episodio extraído de la vida de Marin Marais, una parte del cual inspiró el guión, realizado por el propio Quignard, para esa magnífica película que es Todas las mañanas del mundo (Alain Corneau, 1991), filme que sirvió para que se conociera a Jordi Savall fuera de Francia ―particularmente en Cataluña, su lugar de origen―, para poner al alcance del público no formado la música barroca y para avivar la polémica acerca de la interpretación bajo criterios históricos; completan el volumen Un joven macedonio desembarca en el puerto del Pireo; y La última lección de música de Chang Lien.
Un episodio extraído de la vida de Marin Marais
El tiempo cronológico que abarca, solo en parte, el relato de Quignard es, tal vez, el período más fructífero de la historia de la música barroca, en el que coincidieron tres de los compositores más prodigiosos del siglo XVII, citados con anterioridad, y que mantuvieron una relación profesional cuyo epicentro generador fue el palacio de Versalles, que enlazó su producción más allá de la coincidencia temporal, aunque se puede especular con el hecho de que cada uno aportó diferentes contribuciones a la grandeza musical de ese siglo: Sainte-Colombe representaría la inspiración, la independencia, la infancia; Marais el virtuosismo, el funcionariado, la madurez; y Lully la habilidad, la política, la senectud.
La viola de gamba nace con la pretensión de reproducir ―Sainte-Colombe, para quien la voz humana es el instrumento más perfecto que ha existido jamás―, no de imitar ―eso es cosa de los monos y de las personas sin inspiración―, la voz humana en su madurez ―Marin Marais solo busca recuperar aquello que perdió: su voz infantil antes de la muda―.
Aprendiendo de Sainte-Colombe, Marais perfecciona su estilo y su ejecución hasta el punto que aquel le despide porque dice que ya no puede enseñarle más. Marais roza la perfección: toca más rápido, más fuerte, más afinado, pero sabe que le falta algo para superar a su maestro; eso que le falta, su maestro no puede enseñárselo. Se ha convertido en un virtuoso, pero carece de virtud; puede imprimir a su ejecución una velocidad infinita, pero no puede insuflarle verdad.
El oído precedió a la voz, la voz al lenguaje; el hombre primitivo oyó los sonidos de la natuiraleza y los gritos de sus semejantes antes de oír la voz humana. La capacidad de oír música es anterior a la de oír un lenguaje articulado; por eso se dice que la música mueve al espíritu de manera más sutil, pero también más firme y profunda, que las palabras.
En el embrión humano sucede algo parecido; apenas formado, o aún antes, el sentido del oído ―que, en ese principio, no necesita pabellón, acaso ni siquiera órgano―, oye primero el chapoteo amniótico y los ruidos que transforma la piel de su madre ―que es el instrumento: Quignard considera la viola de gamba como un vientre materno de madera: «tocar la viola es estrechar el resonador más antiguo. Extraer el sonido de un gran vientre, una gran bolsa de piel convertida en caja de madera»―; solo mucho tiempo después, contado a su escala, es receptivo a la voz de su madre. Solo después aprende a hablar, por imitación o por el terror que le provoca el silencio.
Marin Marais, expulsado del coro con el cambio de voz, intentará recuperar su efecto, no su tono, mediante la música, componiendo piezas para bajo de viola con un virtuosismo tan concluyente que compensará la pérdida que conllevó la llegada de la pubertad; con ello, su voz alcanzará registros que no están disponibles para nadie más.
Tal vez fue esa permanente búsqueda lo que provoicó su dimisión ―por haber alcanzado lo que buscaba o por rendirse ante la imposibilidad de conseguirlo, nunca lo sabremos―, ya mayor. Es la época en que Francia se ve inundada por la música italiana. Marais ha sido vencido en su Querelle particular; o tal vez no: ha abandonado el campo de batalla, y ninguno de sus soldados ha sabido empuñar las armas que les ha legado.
«Durante los años 1726, 1727 y 1728, prácticamente había dejado de hablar. Como los viejos que, para justificar la muerte o para soportar la proximidad cada vez más acuciante y temible de su fin, levantan a manos llenas mil motivos de odio al mundo, que dejan en contra de su voluntad, pretendía haber susurrado un canto a unos oídos que ya no se inscribían en faz alguna; que, sin que supiera cómo, era cual poeta que escribiera versos en una lengua de un pueblo que hubiese sido diezmado en una noche; que el arte de la viola había conocido su más elevado estadio cuando el público cesó de prestarle atención; que había escrito sobre el agua, a contracorriente, en el movimiento imposible que va incesantemente de nuevo hacia la fuente».
El lenguaje es la peor de las facultades de que dispone el ser humano porque es incapaz de traducir ―por tanto, de comunicar― no más de una ínfima parte de aquello que se quiere comunicar; la razón es el alto grado de codificación que requiere. La música, en cambio, es mucho más efectiva y eficiente, comparada con la lengua; carece de codificación, lo que redunda en su universalidad y en la eliminación del tiempo que transcurre entre el desvelo de la necesidad y el alivio de su satisfacción.
La palabra corre detrás del tiempo, anhelante. El tiempo es el dominio de la música.
Un joven macedonio desembarca en el puerto del Pireo
Cuando Arostóteles, en el año 336 a.e.c., cumplidos los dieciocho, acude a la Academia de Atenas, el maestro, Platón, no está; no será hasta un año después que le será presentado.
La palabra tragedia, literalmente canto del macho cabrío, comparte raíz con la palabra que designa la muda de la voz. Ambos conceptos se hallan relacionados con lo que, posteriormente, llamaremos teatro, que es, en parte, una derivación de las orgías ―ritos, misterios; canción, danza y teatro en una sola manifestación― del sacrificio. El sentido de cambio, muda, se asimila a lo que sucede en la naturaleza ―el cambio de piel de la serpiente, la caída de las hojas de los árboles, pero también la escamación que sufre la piel del ser humano a lo largo de su vida―, en el propio espectáculo teatral ―los cambios de vestuario, las modificaciones en las voces de los actores debido a la máscara―, y todo ello se identifica con el canto del macho cabrío que ilustra la muda de la voz en los muchachos adolescentes.
«La primera muda es el nacimiento. Aquel que nace se libera, como puede, de un despojo que sobrevive. La voz de los hombres conoce dos caídas. Su infancia, como el spolium, el madero caído, la piel, el vellón, la vestimenta, el botín perdidos. Es el no lenguaje de la infancia. Luego viene el canto. La voz. El libro. La sonata. La estatua. Las voces de los hombres son sacrificadas dos veces, una en la muda y otra en la muerte. La última no tiene experiencia. Su espacio ya no es el cuerpo, sino una sepultura. La otra muda, al final de la infancia, es el grito del propio sacrificio. Los hombres de la antigua Atenas eran visitados por un canto de macho cabrío, por la tragedia en su voz. Eran visitados al final del invierno de su infancia por cierto farfulleo, temblor persistente que raspa y escarpa sus voces».
La última lección de música de Chang Lien
Quignard se aparta de dos Edades de Oro de Occidente ―el siglo XVII francés y el IV a.e.c. griego―, se transporta a Oriente y retrocede unos siglos para buscar a Chang Lien, el maestro de Pu Ya, a quien se otorgó el título honorífico de "Músico Más Grande Del Mundo", para seguir buceando en la misma discriminación que ha atravesado los siglos y las fronteras y ha sido adoptada por los buenos maestros ―pero que no ha implicado, en parecida medida, a la literatura―.
Más radical que Sainte-Colombe con Marais, pero con el mismo propósito y la misma lección, Chang Len destroza los instrumentos, valiosísimos, de su alumno porque, a pesar de una ejecución perfecta, la música que interpreta Pu Ya carece de sentimiento. Un fracaso semejante cosecha este cuando, siguiendo las directrices de su maestro, compra instrumentos deteriorados y toca con ellos; el maestro también rechaza su interpretación y, como Sainte-Colombe, admite que no puede enseñarle más. Pero, como en el caso de Marais, escondido bajo la cabaña de su maestro escuchando atentamente a este en plena libertad, le impartirá una última lección que Pu Ya no olvidará jamás.
«Pu Ya miraba a su alrededor, con hambre, con soledad, con miedo. No había nadie. Solo oía el rumor del agua en la arena y el trino triste de los pájaros. En sese momento se sintió mucho más débil y lanzó un suspiro, y dijo: "¡Esta es la lección del maestro de mi maestro!"»
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