Mi Fausto. Diálogo del árbol. Paul Valéry. La Balsa de la Medusa, 2003 Traducción de José Luis Arántegui |
«Todos esos tomos en penitencia, definitivamente vuelta la espalda a la vida... tienen aire de tener vergüenza, de arrepentirse de haber sido escritos... ¡Lo que hay ahí de esperanzas, pretensiones, paciencia de insecto y furores de locos!... La de ilusiones, deseos, trabajos, latrocinios y azares que hicieron falta para acumular este siniestro tesoro de certidumbres arruinadas, descubrimientos caducos, bellezas muertas y delirios enfriados... ¡Y cuántos de esos libracos fueron concebidos con pasión, con la loca ambición de hacer olvidar a todos los demás!... Así, de siglo en siglo, se va alzando el edificio monumental de lo ILEGIBLE...»
Mi Fausto
Mi Fausto (Mon Faust, 1946), dedicado "al lector de buena fe y mala voluntad", recoge la leyenda de Fausto muchos años después de que sucedieran los hechos del relato de Goethe. La importancia cultural e intelectual de Fausto y de su antagonista rescatados de la leyenda por Goethe debería impedir cualquier otra apropiación, pero esa relevancia no imposibilita que sus protagonistas hayan adquirido vida propia, desligados de la obra, que se rebelen contra su autor y que se conviertan en instrumentos del espíritu universal. Es en este sentido que Valéry se propone trasladarlos a su tiempo y especular acerca de su conducta.
Valéry explota al personaje, un individuo con un pasado múltiple debido a todas las obras literarias y musicales en las que ha aparecido, e intenta reformular, actualizándolo ―al personaje, no tanto a su entorno: los días en que transcurren los episodios del relato recogido por Goethe hace tiempo que han pasado―, enfrentándolo a retos actuales, especulando con un proceso que parte del Fausto romántico, de sus diversas versiones a lo largo del tiempo, y que lo lleva hasta el de mediado en siglo XX, convirtiéndolo prácticamente en una némesis de sí mismo, de acuerdo con una hipotética evolución personal que le ha permitido, a medida que adquiría más conocimiento y más aptitud intelectual, escapar de la influencia de su pasado, e integrar y prestar la misma importancia, eso sí, una vez distinguidas y delimitadas, a su propia vida y a todas las que le han atribuido, en una especie de reacción química en la que, una vez separados los elementos de una sustancia, estos desaparecen sin que la naturaleza de esa sustancia se vea alterada.
«El pasado no es más que una creencia. Una creencia es una abstención de las potencias de nuestro intelecto, al que repugna formarse todas las hipótesis concebibles sobre cosas ausentes y darles a todas igual fuerza de verdad».
El sesgo autobiográfico del propio Valéry es indudable, aunque con toda probabilidad esté más cerca del Valéry ideal, planeado e imaginado por él mismo, que del real. Sin embargo, fue este Valéru real el que sostuvo, insistentemente, que la vida intelectual no consiste en ser esclavo de las ideas, sino en todo lo contrario, en esclavizarlas. Es imprescindible huir de lo que no se entiende; no existe peor opción, más dañina para el pensamiento, que intentar entender lo que no se entiende.
En cuanto a Mefistófeles, bueno, Mefistófeles ha abandonado definitivamente, en relación con Fausto, su carácter tentador, para convertirse en un seductor, aunque contaminado aún por las ideas preconcebidas debido a su sapiencia total; una circunstancia, por cierto, que le impide esperar ningún provecho del proceso de pensamiento. De ahí su inclinación por el ser humano y particularmente por Fausto ―a quien trata ya como a un igual debido a su pasada derrota―, prototipo del hombre que duda, que tiene tendencia a no dar nada por sentado y que fía su existencia a su capacidad para razonar. Fausto le convoca, pero no le envidia su omnisapiencia, sino su omnipotencia; lo llama no para que resuelva sus dudas intelectuales, sino para pedirle que le consiga aquello que ni él ―ni nadie―, con su inteligencia, podrá lograr, pues requiete "talentos sobrenaturales" que nunca se podrán alcanzar mediante la actividad intelectual. Pero Fausto no pretende que Mefistófeles le ayude desinteresadamente, sino que le ofrece un trato que redundará en el beneficio mutuo:
«Tú estás en la eternidad, mi querido diablo, y no eres más que un espíritu. De modo que no tienes ni sombra de pensamiento. No sabes dudar ni buscar. En el fondo eres infinitamente simple. Simple como un tigre, que es pura omnipotencia a la hora de hacer presa, y que se reduce a un instinto de ladrón. Todo se lo debe a carneros y cabras: sus músculos y sus colmillos, sus astucias y su formidable paciencia. ¡Nada más hay en ti, devorador de almas que no sabes saborear! No dudes siquiera de que hay en el mundo otra cosa bien distinta del bien y el mal. No te lo voy a explicar. Serías incapaz de entenderme. Solo te digo que puedes tener necesidad de alguien que piense y reflexione por ti. El puro espíritu, aun el impuro, es absolutamente incapaz».
Fausto ayudará a Mefistófeles a sobrevivir a los nuevos tiempos, a la pérdida de influencia en la vida de los humanos; a renovar sus anticuados métodos que ya no seducen a nadie; en definitiva, a recuperar su majestad y su autoría sobre el mal en tiempos en que el ser humano no necesita ya al diablo para ejercerlo de forma total. A cambio, le pide que le ayude a escribir un libro; pero no un libro normal, sino una gran obra, el Libro definitivo, el Libro Único que es, a la vez, todos los libros, el que quien lo haya leído no podrá ya leer otro.
«Todo el sistema del que tú eras una de las piezas esenciales no es ya más que ruina y disolución. Debes confesarte que te sientes perdido, casi incompetente, entre todas esas gentes nuevas que pecan sin saberlo y sin darle importancia, que no tienen ninguna idea de eternidad, que arriesgan sus vidas diez veces al día por disfrutar de sus nuevas máquinas y hacen mil trucos de prestidigitación que tu magia ni soñó nunca y que ahora están al alcance de niños y de idiotas...»
Al haber desconsiderado, infravalorado, menospreciado, banalizado el mal, la belleza ha desaparecido, y Fausto, un esteta, no está dispuesto a eternizar esa ausencia. Sin embargo, no tarda en darse cuenta de que, en el fondo, él también está desplazado en el tiempo, hijo de un tiempo y fruto de un cúmulo de circunstancias ajenas al presente. La vida que ha vivido, los libros que ha escrito, no son sino signos de su anacronismo, mitos que le avergüenzan y que, no obstante, han adquirido más importancia que él mismo; productos a los que renunciaría gustosamente a cambio de la inocencia que poseía cuando los escribía, una inocencia irrecuperable, una vida que no puede vivir de nuevo.
Esa vida, improductiva por sí misma, ha sido el camino utilizado para llegar a lo que ahora es y, desde este momento, ha dejado de tener importancia: la eterna e insoslayable interdependencia entre vivir y ser. Quien vive, solo respira; quien es, duda. Duda de sí mismo, de a quién se refiere cuando dice yo; una duda que se convierte en la duda primordial, tan anhelante como improductiva, pero con poder suficiente para anular al propio individuo que la plantea. Es entonces cuando la supervivencia depende de la mentira.
En todo caso, el contrato que Mefistófeles y Fausto firmaron en el pasado parece que, al mismo tiempo que ha dejado marcada huella en ambos, también ha provocado una cierta dependencia, aunque ahora quien parece más receloso de los atributos de su antiguo antagonista es el diablo, que envidia de Fausto lo único que no puede poseer: su humanidad. Tal vez Fausto no sea tan inteligente, pero sí es más lúcido; pero aunque ha podido disfrutar de algo parecido a la omnipotencia ―que se cumplan todos sus deseos es el grado máximo de omnipotencia a que puede aspirar el ser humano―, no encuentra en ella ninguna ventaja.
El atisbo de humanidad adquirida por Mefistófeles es la razón por la que ha dejado de odiar a los seres humanos, que le despiertan un ambivalente sentimiento mezcla de compasión y simpatía; incluso parece haber abandonado su fijación por apoderarse de sus almas para llevarlos a la condenación eterna. Fausto, que acabó ganandole la apuesta, antes que rencor, le fascina; y el ser humano, tan firme en su fragilidad, le provoca una rendida admiración.
Ni rastro de esa humanidad exhibe, en cambio, el Solitario habitante de las regiones más altas del cielo, más allá de todo lo existente, el único ―¿Único?― habitante de esa inmensa, inconmensurable Nada que es el Todo; un ser arisco, egoísta y soberbio hasta la demencia que no concibe nada más allá del Absoluto que representa, que no desea compañía que interrumpa y contamine su existencia perfecta, la insuperable armonía de su realidad. Un ser que reniega de la inteligencia por ser el origen de todos los males, fuente de todos los espejismos, principio de todas las mentiras, cradora de sombras.
Expulsado de las alturas por el Loco Solitareio, a quien, a diferencia de Mefistófeles, le repugna la humanidad de Fausto, este es recogido por unas hadas, en cuya especie de bosque primigenio, en el que reinan la luz y la naturaleza salvaje, se confiesan dispuestas a atender a sus deseos sin menospreciarle ni exigirle nada a cambio; al final, Fausto, el mismo que venció al ángel y engañó al demonio, solo encontrará compasión entre la belleza y su propia desaparición.
El diálogo del árbol
El diálogo del árbol (Dialogue de l'arbre, 1946), recoge también un episodio de la historia de la literatura, que es reformulado con un cambio de personajes, una especulación que da lugar a un evento de naturaleza desafiantemente alternativa a la original.
En este caso, la fuente es la primera de las Bucólicas de Virgilio; comparte con esta a uno de los intervinientes en el diálogo, Títiro, el pastor que, en aquella, sostiene una conversación con un colega, Melibeo. Valéry sustituye a este por Lucrecio, el autor de De rerum natura, y los ubica a ambos en el mismo lugar en que los ubicó Virgilio: en plena campiña, bajo la generosa sombra de un haya. La naturaleza de la conversación reside en la oposición de ambas concepciones sobre la naturaleza y sobre el ser humano.
Títiro sostiene una visión poética del mundo, bucólica, ligada a una concepción de la naturaleza considerada como un ser vivo y sintiente ―una concepción muy próxima al animismo―, con quien es posible comunicarse más allá de la lengua, una comunicación de orden espiritual de doible sentido. El haya bajo cuya sombra está descansando no es un árbol, sino el Árbol.
No es posible encontrar una concepción de la naturaleza más divergente que la de su interlocutor, Lucrecio el atomista, el epicúreo, para quien el árbol solo puede ser materia de conocimiento, tan profundo como compleja sea la materia que lo compone, pero limitado a esta. Frente al Árbol transcendente de Títiro, Lucrecio apuesta el árbol somático, un conjunto finito de células que se agotan en sí mismas y en su relación mutua y con las que las rodean.
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de Valéry. Tratar de vivir
Notas de Lectura de Proust y otros estudios literarios
Notes de Lectura de Tal Qual
Notas de Lectura de Alfabeto
Notas de Lectura de Monsieur Teste
Notas de Lectura de Malos pensamientos y otros
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