30 de julio de 2018

Decir vivo a quién

decir [yo] vivo a quién. Danielle Collobert. Kriller 71 Ediciones, 2017
Traducción y nota preliminar de Antonio F. Rodríguez Esteban
La poesía es el único género literario capaz de activar todos mis prejuicios; muy raramente leo poesía, como no sea la de algunos grandes clásicos universales, principalmente anteriores al siglo XIX, porque el engolamiento, la transcendencia y el sentimentalismo no son platos de mi gusto. Realmente, y como todo prejuicio proviene de una limitación, ni tan solo me veo capacitado para valorar ninguna obra de ese tipo; digamos que mi sensibilidad, mucha, poca o ninguna, jamás se ha visto afectada por un poema. Más raro es, todavía, que aparezca aunque sea una triste y lacónica Fe de Lectura de un libro de poesía en este blog.

Hoy voy a hacer una excepción. La razón es que uno de los libros que he leído recientemente, y que me dejó una huella que todavía persiste, me pareció no tanto una obra maestra excepcional como una de las novelas -¿novela?- más viscerales con las que me he enfrentado jamás, y mira que a lo largo de mi vida lectora he leído libros de todas clases. La autora de ese libro era una tal -para mí, completamente desconocida- Danielle Collobert, y el texto se llamaba Asesinato; redacté unas Notas de Lectura, a las que remito para más detalle, pero que no fueron capaces ni de acercarse a la estupefacción que me provocó su lectura. La posterior búsqueda de más obra traducida de esta autora me llevó a esta antología de Kriller 71, que contiene fragmentos de Asesinato; de Dire I y II, dos obras de género híbrido entre la narración, el diario y la poesía; y de las obras de completan su legado literario principal, Il donc y Survie, estas sí -¿sí?-, poesía.

Constreñida -aunque relativamente; la libertad que reivindicaba admitía limitaciones, pero las concernientes a la forma no se hallaban incluidas- por el modo narrativo, Collobert se libera de la estructura cerrada a la que se sometía en Asesinato para abrirla en los dos volúmenes de Dire, y acabar  subvertiendo toda clasificación en las dos obras restantes.

Quitamos la red de las convenciones y, sin distinguir las fuentes, nos dejamos caer al abismo. Allá vamos.
"je parole s'ouvrir bouche ouverte dire je vis à qui"
Ante la extrañeza por unas ciudades y un mundo que nose  reconoce como propios, y ante la inutilidad manifiesta de todo intento de resistencia -y no digamos ya de rebelión-, sólo cabe rendirse y, si acaso, intentar imponer una condición: hacerlo en los propios términos.
"Dejarse ir. Al fin. Fin de toda resistencia. Estar bien. Estar en el fondo. Los ruidos se hinchan en la oreja, se extienden hasta los pliegues profundos de la locura, del aislamiento."
Que el último esfuerzo sea para alcanzar ese punto elevado que se atisba a lo lejos, arrogante y solitario, para dejarse caer, inerte, por la pendiente que se adivina al otro lado. Soltar todo el lastre antes de lanzarse, ignorar la pérdida, saldar el balance, romper amarras, acallar los gritos, enmudecer las justificaciones, dejar audible solo el último jadeo; y después, solo silencio.
"simple articulación, fin de las palabras, del esfuerzo, un sonido grávido de su propio eco - la resonancia de una ola sobre otra - la ondulación hasta el infinito."
El lenguaje es el gran traidor, el código que exige sometimiento para que nada se llame por su nombre; la frase, la manipulación del tiempo, la imposibilidad del presente, la unidad de lo in-decible, el espejismo, la mentira, el engaño de la estructura; las palabras, el instrumento de represión, polivalentes y rigurosas; la voz, el último hálito, grito o susurro, el intento de imponer la confusión y el desorden, el desajuste por la amenaza del silencio, que es la muerte.
"ese momento - nunca apresado - intentar por ahí - para ver - todas esas palabras escritas hasta ahora - repetir de una palabra a otra - para ver cómo - lo negro de ese lado - dónde ir - por ahí - negro ya disuelto - negro disuelto - escrito por dolor-calambre - dolor zarcillo - en la cabeza - o diferente - apenas escrito - el dolor desaparecido - una especie de esfuerzo para resistir - un asidero - un lugar de palabras - trazar una línea - recta si es posible - seguramente eso tan solo bastaría - una línea recta - si es posible"
El cuerpo es el contenedor del dolor; nada distingue un cuerpo de otro más que la tolerancia al dolor. La amputación no es la negación del cuerpo sino la manifestación del dolor, más allá del cual todo es metáfora o anécdota. El dolor -que no se repite, persiste; que no se pierde, cesa; que no nombra, define; que no se anuncia, hiere; que no desea, toma- son las palabras mediante las cuales el cuerpo comunica y hace saber de su existencia, palabras puras, verdaderas, la única expresión que respeta al silencio, que es incomunicable, que se experimenta en soledad. Y que detiene el tiempo.
"cuerpo golpeando - mutilando sus miembros por el dolor punzante - qué cuerpo de repente vaciado - qué violencia contra - más o menos vacío - dolor fijado al fin - queriendo alcanzarlo para fijarlo de una vez por todas - conservarlo ahí inmóvil - o colocarlo ante sí - él mismo - hacerlo surgir bien a la vista - en sus imágenes múltiples infinitamente - sin cesar"
No se puede explorar el abismo sin sumergirse en él. Muerte debería ser una palabra prohibida a los vivos. El silencio no es la ausencia de ruido sino de palabras. La hoja en blanco no debería ser el punto de partida sino el final; fundido a blanco en lugar de fundido a negro. La muerte no es un renacer, es el verdadero nacimiento.
"entrar nacido en escombros apenas reconocido el terreno / emergido del cieno hinchado el feto surgido de la alcantarilla / plexo solar corroído angustia exhalando pulmones aliento jadeante"
Calificación: ****/***** 

23 de julio de 2018

Huida en la noche

Huida en la noche. Emmanuel Bove. Editorial Pasos Perdidos, 2017
Traducción de Mercedes Noriega Bosch
Las situaciones complejas, aquellas en las que incluso la propia vida puede hallarse  comprometida, suelen provocar relaciones de complicidad que raramente se darían en la cotidianidad; la comunidad de sufrimiento es un aliciente para facilitarlas, pero también, quizá en mayor medida, la búsqueda de copartícipes que hagan posible la evitación de esa excepcionalidad. 

Pero ese compañerismo destinado a alcanzar un determinado objetivo suele ser demasiado finalista, intencional, y su fragilidad se pone de manifiesto en cuanto existe alguna disparidad, por leve que sea, relativa al proceso. El común acuerdo que había suscitado la búsqueda del objetivo final se hace trizas en cuanto surge la primera diferencia, convirtiendo a los antiguos cómplices en enemigos declarados.

Después de algún intento fallido de evasión provocado por las actitudes insolidarias de algunos presos, las primeras brechas en el edificio de la determinación debidas a diferencias personales sin relación alguna con el objetivo final, un grupo de prisioneros franceses consigue escapar de un campo de concentración alemán con la idea de volver, por sus propios medios, a su país.
"Ahora, en el momento de actual, saltaba a la vista que lo que contaba, lo que tenía un valor real, no era lo que estaba al alcance de todos, sino la determinación más firme y la inquebrantable voluntad de arriesgar la vida antes que fracasar. Al cabo de unos minutos comprendimos que nos faltaba esa voluntad."
Pero una vez alcanzado el primero de los objetivos, en el comienzo de su huida hacia Francia, una situación en la que la solidaridad debería ser la conducta más eficiente por encontrarse todos con una meta común, es cuando surgen las primeras diferencias, las incipientes pugnas por el poder y las rencillas personales, algunas derivadas de sucesos ocurridos durante su reclusión, otras provocadas por la tensión por hallarse en terreno enemigo y los peligros derivados de ese hecho. Y al mismo tiempo que se rompe la unanimidad, afloran la desconfianza y los recelos, los intentos de abandono y las tentaciones de traición, sumando a la dificultad de la tarea la vigilancia de cada uno de los huidos, el intento de no caer bajo el pesimismo de los pusilánimes ni el ansia de los descerebrados evitando, al mismo tiempo, la cobardía de los traidores.
"Pensé que subirnos a un árbol para vigilar los alrededores sería una buena medida de seguridad, pero mis camaradas no acogieron demasiado bien la idea por considerarla exagerada. Respondí que nada era exagerado cuando se trataba de defender nuestra vida y nuestra libertad. Se encogieron de hombros. Es verdad. Incluso cuando nuestra vida está en juego, no somos demasiado exigentes. Me acordaba de aquel soldado gravemente herido en una calle de Amiens. Si se hubiesen dado prisa quizá habrían podido salvarlo. Pero no pudieron darse prisa. La gente corría de un lado a otro y siempre surgía algún pequeño incidente, algún contratiempo que les entretenía más de la cuenta. Aquí, en este descampado, pasaba lo mismo. Todos queríamos tomar precauciones, aprovechar al máximo todas las oportunidades, pero siempre había algo que nos lo impedía."
La elección correcta a cada momento, por fuerza escogida entre la temeridad de los inconscientes y la paranoia de los eternamente indecisos, no implica garantía de éxito, y menos cuando la decisión debe ser consensuada por un grupo numeroso con elementos incapaces de sopesar las dificultades y las ventajas de las opciones que se plantean. Ante esa situación, lo más común es que aparezca la figura del líder, alguien que tome una decisión, y que los incapaces de arriesgarse la apoyen, no en función de su conveniencia sino por el simple hecho de rehusar la obligación de arriesgarse.
"Las privaciones y el cansancio empezaban a hacer mella en nosotros. Cada vez estábamos más divididos. Unos se arrepentían de haberse fugado. Los había que pretendían entrar en la primera granja que encontrásemos sin preocuparse de lo que pudiera pasar. Otros deseaban probar suerte en solitario. Otros se negaban porque preferían que no nos separásemos y que corriésemos la misma suerte. Durutte y Momot pensaban en algo mucho más drástico: parar un coche, echar al conductor y salir pitando sin mirar atrás. Roberjack nos suplicaba que tuviésemos paciencia. "Pronto llegaremos a Grigau, pronto llegaremos a Grigau", repetía sin cesar."
Pero tal vez, sin que ello suponga restar importancia a los peligros objetivos, y a pesar de que la meta sea común y no haya perdido ni un ápice de importancia, el mecanismo que puede afectar de una forma más efectiva a la complicidad colectiva, incluso hasta llegar a provocar su destrucción, es la sospecha por las motivaciones inconfesables de aquellos elementos en quienes recae -aunque esa atribución contara con la unanimidad inicial del grupo- el poder de decisión. Y más aún cuando cualquier opción alternativa levanta, a su vez, la misma desconfianza; y que aquellos que ven sospechosa cualquier decisión son incapaces de aportar ninguna alternativa.
"Reanudamos la marcha. Por supuesto, yo seguía decidido a darles esquinazo a la menor oportunidad. Me sentía como un  prisionero. Tenía la clara impresión de que todo el mundo sabía dónde estaba Durutte, que me habían tendido una trampa, que nos detendrían a todos al despuntar el día, pero que a mis compañeros les habían garantizado que no sufrirían ningún tipo de represalia. Me habían traicionado para salvarse. Ese era el motivo por el que no habían querido perder el tiempo en búsquedas innecesarias, precisamente ellos, que eran tan susceptibles cuando de solidaridad se trataba."
El otro peligro, inevitable cuando la situación excepcional se prolonga, es el de la deserción. Es cierto que el hecho de abandonar el grupo y, por lo tanto, reducir su número, favorecería la homogeneidad  de los que se quedan, pero provoca dos acontecimientos que pueden socavarla: la búsqueda de la oportunidad para desertar de cualquiera de esos y la sospecha por la conducta posterior de los desertores.
"Me di cuenta de que, en efecto, estaba llevando un poco lejos la prudencia. Por muy necesaria que esta sea, hay que saber asumir ciertos riesgos por razones tales como la camaradería, o la buena impresión que queremos dar de nosotros mismos, aunque en el fondo de nuestros corazones, dichas razones no tengan demasiado peso en comparación con nuestra propia vida. Me sentía un poco avergonzado. Estaba arrepentido de lo que había dicho, sobre todo porque el estupor de mis compañeros era absolutamente sincero. No entendían que se pudiese carecer hasta ese punto de espíritu de solidaridad. Si por cualquier razón Bisson no hubiese regresado, lejos de esconderse o de salir corriendo, ellos, por el contrario, habrían acudido en su auxilio, porque en ningún caso habrían imaginado una traición, sino un acto de violencia perpetrado contra uno de nosotros."
La única forma de huir con garantías de los peligros inherentes a la evasión en grupo, un conjunto heterogéneo de hombres a quienes solo une, si caso, un objetivo común, es abandonarlo y seguir solo. Pero esta opción tampoco está exenta de riesgo: el desánimo, que puede llegar a la desesperación; el silencio, compañero infatigable; y cierta sensación de culpa, a medida que se acerca el objetivo sin ningún contratiempo, por haber abandonado a los compañeros de fuga.

Emmanuel Bove, un autor redescubierto a finales del siglo pasado y visitante asiduo de este blog, es poseedor de una prosa transparente cuya simplicidad, esquematismo y falta de artificio parecen acercar a la verdad; en algunas de sus novelas, como es el caso de esta Huida en la noche (Départ dans la nuit, 1945), una de sus últimas producciones, la presencia de un narrador en primera persona realza y acentúa un realismo ejemplar.

Calificación: ****/*****
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Henri Duchemin y sus sombrasEmmanuel BoveHermida Editores, 2016
Bécon-les-Bruyères. Emmanuel Bove, Editorial Minúscula, 2011
ArmandEmmanuel BoveHermida Editores, 2017
La trampa. Emmanuel Bove, Pasos Perdidos Barataria, 2011
Mis amigos. Emmanuel Bove. Editorial Pre-Textos, 2003
Un padre y su hija. Emmanuel Bove. Hermida Editores, 2018

16 de julio de 2018

Para que no te pierdas en el barrio

Para que no te pierdas en el barrio. Patrick Modiano. Editorial Anagrama, 2015
Traducción de Mara Teresa Gallego Urrutia
La memoria, París, la ocupación y, en menor medida pero con presencia constante, el azar: ese es el armazón sobre el que Patrick Modiano levanta la práctica totalidad de su producción narrativa, que a estas alturas alcanza la treintena de novelas. Obra que mereció la concesión del Premio Nobel de Literatura en 2014, adjudicación no exenta de cuestionamiento, al menos hasta que se anunció el ganador de la convocatoria de 2016.

Otra de las controversias, sobre todo después de ser laureado, es la recriminación de que Modiano escribe siempre la misma novela; es una cuestión más de ansia de protagonismo de la crítica y de poca preparación de gran parte de la comunidad lectora -o leedora-, porque la perspectiva correcta  muestra claramente lo erróneo de esa crítica: no es que el francés escriba distintas versiones de una misma novela sino que los textos de Modiano compondrían, si acaso, diferentes capítulos de una única novela. Además, a medida que va buceando en el pasado, sea el propio o el ajeno, esa cuestión es irrelevante, cada obra se convierte en una pieza de un rompecabezas que viene a rellenar los espacios vacíos que el mismo autor ha ido dejando a lo largo de su producción, unos espacios que se materializan precisamente al encontrar la pieza faltante.

Aunque la calificación de "autor proustiano" es una atribución cuestionable -el papel de la memoria involuntaria, eje de la obra del parisino, es ínfimo en Modiano; y en el aspecto formal, su estilo es justo el opuesto-, es cierto que la fijación obsesiva por el pasado -sí podría hablarse, con propiedad, de una "búsqueda del tiempo perdido" en el sentido proustiano- le acerca a aquel de forma incuestionable, igual como lo hace ese inequívoco carácter francés de su literatura que hunde sus raíces en los grandes clásicos del siglo XIX.
"No había escrito ese libro sino con la esperanza de que ella diera señales de vida. Escribir un libro era también para él hacer luces o enviar señales de morse a algunas personas de quienes no sabía qué había sido. Bastaba con sembrar sus nombres al azar de las páginas y esperar a que diesen por fin noticias suyas [...]. No había entendido nunca eso de introducir en una novela a una persona que hubiese sido importante en la vida de uno. En cuanto se colaba de rondón en la novela igual que se pasa al otro lado de un espejo, se te iba de las manos para siempre. Nunca había existido en la vida real. La habías reducido a la nada... Había que hacer las cosas de forma más sutil."
Para que no te pierdas en el barrio (Pour que tu ne te perds pas dans le quartier, 2014), se estructura a través de tres escenarios temporales: la infancia del protagonista, una época cuyos recuerdos son confusos y con respecto a la mayoría de los cuales aquel duda si son realmente recuerdos, ficciones o simplemente sueños; 
"Debe de ser, se decía con frecuencia, que los niños nunca se hacen preguntas";
una etapa intermedia, unos quince años después, en plena juventud, cuya reminiscencia, imprecisa e inexplicable, es incapaz de fijar porque adolece de congruencia tanto con la de su infancia como la que correspondería a su edad adulta;
"Muchos años después, intentamos resolver enigmas que no lo eran en su momento y querríamos descifrar los caracteres medio borrados de una lengua demasiado antigua cuyo alfabeto ni siquiera conocemos";
y el tiempo actual, a las puertas de la vejez, cuando gracias a la casualidad y a la reaparición de algunos fantasmas del pasado, se está en disposición de reconstruirlo mediante el hallazgo de las respuestas a las preguntas que uno lleva formulándose toda la vida: la construcción de los recuerdos propios mediante los recuerdos de los demás.
"Dragane iba anotando sobre la marcha en la libreta las palabras del doctor. Era como si este fuera a revelarle el secreto de sus orígenes, todos esos años del comienzo de la vida que se nos han olvidado, con la excepción de un detalle que, a veces, sale a flote desde las profundidades, una calle que cubre una bóveda de hojas, un perfume, un nombre familiar, pero que ya no sabemos a quién pertenecía, un tobogán." 
¿En qué momento podemos considerar que la memoria trabaja con la fidelidad requerida? ¿Cuando nos facilita un recuerdo o cuando nos hace evidente una laguna? Una persona, un lugar, un hecho, disparan el recuerdo de una relación, un viaje o un suceso, brindando su grano de arena para la reconstrucción del pasado, pero su contribución es exigua en relación con los espacios vacíos, inmensurables, que esos recuerdos ponen en evidencia.
"A lo mejor se equivocaba al bucear en aquel pasado lejano. ¿Para qué? Llevaba muchos años sin acordarse de él, de forma tal que aquella temporada de su vida, al final, la veía como a través de un cristal esmerilado. Se filtraba por él una claridad imprecisa, pero no se distinguían las caras ni tampoco las siluetas. Un cristal liso, algo así como una pantalla protectora. Quizá había llegado, gracias a una amnesia involuntaria, a protegerse definitivamente de aquel pasado. O, si no, sería el tiempo el que había atenuado los colores y las asperezas excesivos."
Esos agujeros en la estructura son el punto de partida de Para que no te pierdas en el barrio: en una libreta de direcciones, destinada a recordar la ubicación y número de teléfono de personas con las que se ha mantenido algún tipo de relación -la entrada por orden alfabético revela su utilidad: recordamos el nombre pero no los datos asociados-, aparece un nombre que no reconocemos y del que, por tanto, poseer su dirección y teléfono es paradójicamente inútil.
"Se sentó en un banco y se sacó la libreta del bolsillo. Se disponía a romperla y desperdigar los pedacitos en la papelera de plástico verde, junto al banco. Pero titubeó. No, lo haría dentro de un rato, en su casa, con total tranquilidad. Hojeó distraídamente la libreta. Entre esos números de teléfono, ni uno que le apeteciera marcar. Y además en los dos o tres números que faltaban, en los que habían tenido importancia para él y aún se sabía de memoria, ya no contestaría nadie."
La metáfora viene servida en bandeja: la libreta de direcciones, con sus lagunas y su incompletitud, puede asociarse al mecanismo de la memoria, y su contenido, nombres, direcciones y teléfonos, a los recuerdos. Pero esa correspondencia, en manos de Modiano, no es tan sencilla porque la libreta no es un objeto estático sino en permanente actualización; al mismo tiempo, su contenido también puede estar en continua transformación. Son esas inestabilidades, sus opciones y desviaciones las que, esquematizadas en un caso concreto y literaturalizadas en forma de trama novelesca, la materia con que Modiano construye una de sus novelas más fascinantes.
"Una picadura de insecto, poca cosa al principio, y cada vez nos duele más y, pronto, una sensación de desgarro. El presente y el pasado se confunden y parece algo natural porque solo los separa un tabique de celofán. Bastaba con una picadura de insecto para agujerear el celofán."
Además de su volubilidad, la memoria es un proceso que avanza a su ritmo y al que no se puede pedir que trabaje por encargo; una vez desencadenado, progresa por un camino desconocido y puede acabar evocando recuerdos asociados al que se desea recuperar, dejando a este, sin embargo, en la oscuridad más absoluta. Jean Daragane, el protagonista de Para que no te pierdas en el barrio se ve imposibiliado de recordar quién ese Guy Torstel, el enigmático nombre que figura en su libreta de direcciones, pero cuando se entera de algunas de las situaciones del pasado que tuvieron que ver con ese desconocido, es perfectamente capaz, en una primera versión nebulosa e imprecisa, de recordarlos.
"[...] en los períodos de cataclismo o de desvalimiento espiritual, no queda más recurso que buscar un punto fijo para guardar el equilibrio y no caerse por la borda. Los ojos se detienen en una brizna de hierba, en un árbol, en los pétalos de una flor como si se aferrasen a un salvavidas. Ese carpe -o ese tiemblo- tras el cristal de la ventana lo tranquilizaba. Y, aunque eran casi las once de la noche, lo reconfortaba su presencia silenciosa."
Sin embargo, la lectura de unos documentos a los que accede por lo que parece fruto del azar, la libreta perdida, el hombre que la encuentra por casualidad y que, de forma desinteresada, lo busca para devolvérsela, le desvelan aquello que tal vez desearía no haber recordado jamás -como decía antes, la memoria no puede conducirse, toma su camino de forma discrecional y, una vez en marcha, es imposible de detener-: la relación de Torstel con su madre; relación proveniente de un pasado enterrado en el olvido pero hacia el que el hombre que le devolvió la libreta parece tener un inusitado interés.
"No podía apartar los ojos de esa foto y se preguntó por qué se le había quedado olvidada entre las hojas del "dossier". ¿Era algo que le resultaba molesto, una pieza de convicción, como se dice en lenguaje jurídico, y que él, Daragane, había querido apartar de la memoria? Notó algo así como un vértigo, un cosquilleo en la raíz del pelo. Aquel niño, que decenas de años colocaban a tanta distancia que lo convertían en un extraño, no le quedaba más remedio que reconocer que era él."
Algunas veces, años después del hecho, y por primera vez, puede presentarse de forma súbita un recuerdo que, con una frescura negada al pasado, puede parecer un recuerdo nuevo; algún mecanismo inconsciente lo ha mantenido oculto, a saber por qué razón, o simplemente no se han dado las condiciones adecuadas y necesarias para su evocación. El efecto más insólito de esa invasión suele ser la modificación que puede representar en el recuerdo conjunto de un episodio del pasado la forma en que puede cambiar una concepción establecida a lo largo de los años hasta convertirla en irreconocible o hasta tener que revisar la incuestionabilidad de nuestros propios recuerdos.
"¿Por qué hay personas cuya existencia no sospechábamos, con quienes nos cruzamos una vez y a quienes no volveremos a ver y que desempeñan en nuestra vida, entre bastidores, un papel importante?"
Hurgar en el pasado es un trabajo infructuosos si no es para buscarse a uno mismo, haciendo que ese conjunto de recuerdos sea como esa hoja, que le daba la misteriosa mujer a aquel niño que insistía en pasear por los alrededores, con las señas de su domicilio, cuyos cuatro pliegues recogían una copia de la llave, y cuya cara a la vista llevaba, en letras grandes, el aviso que decía "para que no te pierdas en el barrio."
"Acabamos por olvidarnos de los detalles de nuestra vida que nos resultan molestos o demasiado dolorosos. Basta con hacerse el muerto y quedarse flotando suavemente en la superficie de las aguas profundas, con los ojos cerrados. No, no siempre se trata de un olvido voluntario, le había explicado un médico con el que había trabado conversación en el café, en los bajos de los bloques de edificios de la glorieta de Le Graisivaudan. Por cierto que el hombre aquel le había regalado un librito que había publicado en Les Presses Universitaires, El olvido."
Calificación: *****/*****

Otros recursos relativos a Patrick Modiano en este blog:

Notas de Lectura de Un circo pasa

Notas de Lectura de La hierba de las noches
Notas de Lectura de El horizonte
Notas de Lectura de Dora Bruder
Notas de Lectura de Calle de las Tiendas Oscuras
Notas de Lectura de Barrio perdido
Notas de Lectura de Trilogía de la Ocupación
Notas de Lectura de Flores de ruina. Perro de primavera
Notas de Lectura de En el café de la juventud perdida
Notas de Lectura de Villa Triste
Notas de Lectura de Un circo pasa en Lecturas de Abril
Notas de Lectura de La hierba de las noches en Lecturas de agosto

13 de julio de 2018

La obra. Los Rougon.Macquard XIV

La obra. Émile Zola. PRH, 2015
Introducción de Ignacio Echevarría. Traducción de José Ramón Monreal 
La obra (L'oeuvre, 1886) es la decimocuarta, por orden cronológico, novela del ciclo de Los Rougon-Macquart, la serie de veinte novelas que Zola escribió, como reedición y actualización de La Comedia Humana de su admirado Balzac; un título que puede referirse al cuadro de gran formato que Lantier presenta a la exposición, pero también, de modo genérico, a la producción artística, con independencia de la forma, o a esa obra que romperá todas las convenciones y quedará para la posteridad como una cima de su género; el nexo de unión con la saga familiar es tangencial -el protagonista, Claude Lantier, aparece ya como pintor en busca de su magna obra en El vientre de París-, pero queda encuadrada en la época que intentó radiografiar con su serie.
"¡Ah! Una vida, una segunda vida, ¿quién me la dará?, para que el trabajo me la robe y para que yo muera de nuevo por él."
Es irrazonablemente arriesgado reducir el contenido de la novela a un solo tema; sin embargo, la presencia de sus protagonistas puede revelar una tesis principal: el compromiso del artista con su propio talento y con los requerimientos de la época; en este caso, además, la trama que la sostiene es inseparable de la biografía del escritor y de su amistad con Paul Cézanne; pero, cronológicamente, también lo es de la vida artística en el París de ese período histórico, enmedio de la plena explosión de la revolución en el mundo de la pintura que representó el impresionismo, y teniendo en cuenta que esa corriente, en sus inicios, fue considerada como la vertiente pictórica del naturalismo, la escuela literaria de la que el propio Zola ha sido considerado como máximo exponente. De hecho, el programa vital de Sandoz, su amigo literato, podría considerarse equivalente, en cuanto al concepto, al de Lantier, pero en el campo de la literatura (y que no diferiría mucho del del propio Zola; el fragmento parece la presentación de la serie de Los Rougon-Macquart):
"-De modo que he encontrado lo que necesitaba. ¡Oh!, no es gran cosa, sólo un pequeño rincón, pero suficiente para una vida humana, incluso cuando se tienen ambiciones demasiado grandes... Tomaré a una familia y estudiaré a sus miembros, uno por uno, de dónde vienen, a dónde van, como reaccionan unos respecto a los otros; en fin, una Humanidad en miniatura, la manera cómo se desarrolla y comporta la Humanidad... Por otra parte, situaré a mis personajes en un período histórico determinado, lo que me proporcionará el ambiente y las circunstancias, un fragmento de historia... ¿Eh? ¿Comprendes?, una serie de libros, quince, veinte libritos, episodios que estarán ligados entre sí pese a ser individualmente autónomos, una serie de novelas para hacerme una casa para la vejez, ¡siempre y cuando no acabe antes conmigo!"
La obra no es una novela en clave, por más que sus principales protagonistas puedan ser identificados, en mayor o menor medida con personajes reales; pero sí que contiene una buena muestra de los personajes implicados en el mundo del arte; sin afán de exhaustividad, en ella encontramos a Claude Lantier, el pintor tan innovador como incomprendido, trasunto de Paul Cézanne; Pierre Sandoz, el escritor y crítico de arte ocasional, en quien no cuesta reconocer al propio Zola; Jory, el crítico chanchullero e interesado; Naudet, el marchante especulador, y Malgras, el intermediario entendido, honesto y mecenas; Bongrand, el artista reconocido, con algunos trazos de Flaubert trasladados a la pintura; Mahudeau, el escultor; Fagerolles, el artista ávido de reconocimiento; y Dubuche, el arquitecto sin pizca de talento.

Novela poliédrica y multiforme, La obra parece estructurarse alrededor de un punto de estrés principal: la Academia está influenciada siempre por los presupuestos de la generación anterior; el público, que delega su criterio en la Academia, favorece el anacronismo; el artista innovador carece, pues, del favor de ambos y o fracasa o queda en manos de marchantes sin escrúpulos que solo buscan especular con los genios emergentes.

Esa situación acaba provocando una disonancia en el artista -de clara inspiración romántica-, cuyos principios -o prejuicios- le obligan a sacrificarlo todo en beneficio del arte pero que, enfrentado a la vida, se da cuenta de que las demandas de la existencia le obligarán a modular esa autoexigencia. Enfrentado al Gran Dilema, el arte o la vida -mejor dicho, el Arte o la vida-, deberá desarrollar estrategias de supervivencia, por un lado, y de autojustificación, por el otro, para hacer compatibles esos requerimientos; de su elección dependerá ser un artista consecuente -otra vez, de nuevo, la visión romántica- o gozar de la aprobación ajena, pues ambas se consideran, en principio, antagónicas: ni el éxito ni el fracaso carecen de su dosis de renuncia, y con esa idea en la mente, anda en busca de La Obra Maestra Definitiva, la que mostrará al mundo su talento y le brindará el favor del público, de la crítica, y cumplirá con su propia autoexigencia.
"Llegaba a clamar contra el trabajo en el Louvre, se habría cortado la mano, decía, antes de volver a poner los ojos en aquellas copias que anublan para siempre la visión del mundo en el que se vive. ¿Existe, en arte, otra cosa que dar lo que se lleva dentro? ¿Acaso no se reducía todo a poner una mujer cualquiera delante de uno y plasmarla tal como uno la sentía? ¿Acaso una caja de zanahorias, sí, una caja de zanahorias, estudiada del natural, pintada con ingenuidad, con el toque personal con que uno la ve, no valía tanto como las eternas pinturas empalagosas de la Escuela, esa pintura de jugo de mascada, vergonzosamente preparada a partir de recetas? Día llegaría en que una sola zanahoria sería una gran revolución."
Con independencia de la trama sentimental, que más parece una excusa para mostrar el conflicto personal del protagonista en cuanto artista que un tema principal, el clímax de la novela se alcanza cuando Lantier consigue exponer su gran formato en el Salón de los Rechazados -cuya existencia era real-, una exposición alternativa, que las autoridades se vieron obligadas a organizar por petición popular, al Salon de la exposición propiamente dicho. Él mismo es testigo de la estúpida reverencia con que el público observa las obras expuestas en el Salon oficial y las risas de burla con que acoge a los alternativos, y lo padece en propia persona porque su cuadro es de los más escarnecidos.
"¿Para qué aquella vana agitación, si el viento, detrás del hombre que sigue adelante, barre y se lleva la huella de sus pasos? No se había equivocado al pensar que no debía volver, pues el pasado no era sino el cementerio de nuestras ilusiones, donde uno se destrozaba los pies contra las tumbas."
Sin embargo, la decepción inicial se convierte en rabia al interpretar las burlas como signo de la ignorancia del público, y aquella en franca determinación de seguir haciendo lo correcto a pesar del rechazo general; es más, ese repudio de la Academia le espolea a persistir en un estilo que, está convencido, acabará imponiéndose a la corriente dominante.    
"Anochecía, y Claude se animaba cada vez más en su arrebato pasional de una intensidad, de una elocuencia como sus amigos no le conocían. Todos se excitaban escuchándole y acababan animándose ruidosamente ante las palabras extraordinarias que lanzaba; y él mismo, volviendo de nuevo a su cuadro, hablaba de él con una enorme alegría, arremetiendo contra los burgueses que lo miraban, imitaba toda la variedad de sus risas idiotas."
El fracaso de Lantier se sustenta en su idea, revolucionaria por aquel entonces, de que la verosimilitud de una escena debe sacrificarse en aras de la composición, no importa si el cuadro contiene elementos incongruentes si la realización es correcta ya que no tiene por qué ser reproducida de forma realista. El natural puede servir de inspiración pero no puede secuestrar ni la idea del pintor ni limitar su creatividad. Pero ese aislamiento de la realidad, que incluye aspectos personales, provoca la desconexión de cualquier elemento -humano, material- que forma parte de la vida del artista para disolverse en la obra, que pasa de ser una recreación de la vida a ser esta en sí misma; las necesidades diarias se convierten en nimiedades frente a las dificultades que se interponen en la creación de la obra.
"Su existencia se volvió miserable. Nunca la duda de sí mismo le había acosado de tal modo. Desaparecía días enteros; incluso no fue a dormir a su casa una noche, regresando atontado al día siguiente, sin poder decir de dónde venía; pensaron que había estado recorriendo los arrabales, con tal de no encontrarse frente a su obra fallida. Era su único alivio, huir tan pronto como aquella obra le llenaba de vergüenza y de odio, no reaparecer hasta que se sentía con el valor en enfrentarse nuevamente a ella [...]. Luego, cuando volvía [a casa], con las piernas molidas, la cabeza vacía, lanzaba sobre su pintura la mirada desconsolada y temerosa que se dirige a una muerta en una cámara mortuoria; hasta que una nueva esperanza de resucitarla, de crearla viva de una vez por todas animó su rostro con refulgente llama."
La capacidad de Zola para crear, más que personajes, caracteres, queda en evidencia en cualquiera de sus obras; en este caso, además, al centrarse en el mundo artístico, sus protagonistas adquieren una consistencia de carne y hueso que va mucho más allá de los personajes arquetípicos, tan comunes en la literatura del siglo XIX. Pero es que, además, pocos autores pueden hacer gala de la precisión descriptiva, externa y moral, con que el francés sazona sus novelas; los lectores me disculparán la longitud de la cita, pero convendrán conmigo que hacer funcionar un párrafo con una descripción -los asistentes a la inauguración de una gran exposición colectiva, barómetro de la importancia de los pintores que exponen- como la que sigue está al alcance de muy pocos escritores; 
"Aquel día la raza de los pintores estaba como en su casa y hacía los honores de esta: sobre todo uno, un viejo amigo del estudio Boutin, joven, devorado por una gran necesidad de publicidad y que trabajaba para conseguir una medalla, que echaba el gancho a todos los visitantes de cierta influencia y se los llevaba a la fuerza para que vieran sus cuadros; luego el pintor célebre y rico que recibía delante de su obra, con una sonrisa de triunfo en los labios, de una galantería ostentosa con las señoras, de las que tenía una corte continuamente renovada; y luego los otros, los rivales que se detestan mientras se prodigan elogios a grandes voces, los feroces que espían detrás de una puerta los éxitos de los compañeros, los tímidos que no pasarían por sus salas ni por todo el oro del mundo, los guasones que disimulan tras una frase ingeniosa la herida sangrante de su derrota, los sinceros absortos, tratando de comprender, repartiendo ya las medallas; y también estaban las familias de los pintores, una joven, encantadora, acompañada de un niño coquetamente emperifollado, una burguesa arisca, flaca, flanqueada por dos adefesios vestidos de negro, una madre gorda, arrellanada en una banqueta en medio de toda una tribu de mocosos, una dama madura, todavía de buen ver, que miraba, con su hija alta, pasar a una cualquiera, la amante de su padre, al corriente las dos del hecho, muy tranquilas, intercambiando una sonrisa; y había asimismo las modelos, mujeres que se cogían del brazo, que se enseñaban los cuerpos las unas a las otras en las desnudeces de los cuadros, hablando en voz alta, vestidas sin gusto, despreciando sus magníficas carnes debajo de unos vestidos que las hacían parecer jorobadas al lado de las muñecas bien vestidas, las parisinas, de las que no quedaría nada tras el desafeite."
Calificación: Hors catégorie 

Otros recursos relativos al autor en este blog:
Plan del ciclo de Los Rougon-Macquart
Notas de Lectura de La fortuna de los Rougon
Notas de Lectura de La jauría
Notas de Lectura de El vientre de París

9 de julio de 2018

Alfabeto

Alfabeto. Paul Valéry. Editorial Pre-Textos, 2018
Edición bilingüe. Prólogo, traducción y notas de Javier Vela
Dando por descontada la importancia de la obra poética de Paul Valéry en el conjunto de su producción, valorada de forma unánime por la crítica, el autor francés se hizo acreedor del reconocimiento como uno de los escritores fundamentales del siglo XX por su obra más ambiciosa y perdurable en el tiempo, los extraordinarios Cuadernos, casi treinta mil páginas en su formato original, en cuya redacción empleó los últimos cincuenta años de su vida y que representan su legado a la posteridad tanto en el aspecto poético como en el ético y el intelectual.

Alfabeto (Alphabet, comenzado en 1924), un texto circunstancial dentro del conjunto de su obra, proviene del encargo del editor René Hilsum, que había adquirido veinticuatro grabados del tipógrafo Louis Jou de las letras del abecedario, para escribir otros tantos textos cuyas letras capitulares fueran aquellas; Valéry, además de aceptar el reto, repartió los textos en la duración de una jornada, construyendo un mosaico temporal no únicamente formal sino también anímico. De todo ello resulta, pues, un conjunto de cuadros relacionados con las actividades horarias, las diversas disposiciones personales en función del momento del día, que dan la medida del talento inmenso del escritor francés.

Calificación: Hors catégorie

6 de julio de 2018

Todos estos mundos son vuestros

Todos esos mundos son vuestros. La búsqueda científica de vida extraterrestre. Jon Willis. Alpha Decay, 2017. Traducción de Albert Fuentes
Recopilación de los intentos realizados, sobre todo en los últimos decenios, de búsqueda y comunicación con la vida extraterrestre. Interesante, pero demasiado general, con introducciones excesivas y que, tal vez, peca de exceso de didactismo.

4 de julio de 2018

La vida en tiempo de paz

La vida en Tiempo de Paz. Francesco Pecoraro. Editorial Periférica, 2018
Traducción de Paula Caballero Sánchez y Carmen Torres García
"Nada ha sido nunca siempre."
Ivo Brandani es un ingeniero, fracasado en el campo profesional y no menos desafortunado en el plano personal, que trabaja en la recreación artificial del fondo marino de Sharm El Sheik, y que se encuentra bloqueado en el aeropuerto de El Cairo debido a un retraso en los vuelos; en ese el tiempo muerto en el no-lugar que es todo aeródromo, Ivo, rozando la setentena y con una salud precaria, rememora algunos episodios de su turbulenta -o no tanto; tal vez tan confusa como la de todos- vida, desde una remota infancia ciudadana y vacacional en la postguerra europea hasta el definitivo fracaso de su carrera profesional. La crónica de su existencia, pero también la historia personal de esa última mitad del siglo, es el contenido de La vida en Tiempo de Paz (La vita in Tempo di Pace, 2013), la primera novela del arquitecto y urbanista italiano Francesco Pecoraro.
"Una cosa es recrear lo falso en la ficción aclamada y compartida y otra reconstruir lo auténtico con lo falso, pero como si fuese auténtico, en un contexto real."
Pero, a pesar de ese planteamiento, La vida en Tiempo de Paz no es tanto el lamento de despedida a un mundo en vías de extinción como el grito de apercibimiento acerca de una destrucción que es ya imparable, que no tiene remedio; sobre la constatación de que degradación material y moral de los últimos cinco siglos ha sido superada en el tiempo de una sola generación que, a pesar de que parece haber superado la tentación de entablar una gran guerra de resultado incierto y consecuencias fatales, no por ello ha dejado de abrazar causas indignas.
"Llega un momento en el que hay que abandonar el pasado, sobre todo si entra en conflicto con el presente, sus ventajas de tornan inútiles."
La regeneración de la civilización occidental tiene su equivalencia en los recuerdos de la entrada del protagonista, tan descreído como cínico, en la cincuentena, la primera década que señala la decadencia personal, la edad en la que se es consciente, por primera vez, de que los años que quedan por vivir son menos que los ya vividos, y en la que la nostalgia por lo perdido toma de forma definitiva en lugar de la esperanza en el futuro; un futuro, por cierto, que ni siquiera es lo que era:
"El Futuro de la ciencia ficción con el que Ivo soñaba de pequeño nunca llegó. Lo que sí llegó no era imaginable siquiera para los ilustradores profesionales de Urania, que cometerían el mismo error al no prever cuánto Pasado arrastraría consigo el Futuro."
Brandani no tanto un anti-héroe como un héroe premoderno, reflexivo a la vez que  impulsivo, crítico pero también burlón, que se ve incapaz de discriminar si es el mundo, moviéndose a una inalcanzable velocidad de escape, el que lo ha abandonado en la soledad de una cuneta y al que no hay esperanza de que alcance jamás, o si ha sido él mismo, con una actitud heroica, el que se ha apeado del vehículo, imparable en su marcha hacia el desastre; hacia un mundo que convertirá en benévolas utopías las distopías más desesperanzadas, pesimistas e infaustas; hacia un futuro fijo y concreto, perfectamente previsible pero deteriorado sin remedio.
"Ha tardado décadas en entender que vivir una vida según el principio del orgullo es insensato, que el orgullo es una forma devastadora de estupidez, capaz de llevarte a la ruina... Te induce a comportamientos basados en la nobleza y el honor, es decir, en principios abstractos, desusados, inalcanzables, relativos y fascistas, completamente imbéciles, ajenos al mundo en que has vivido y en el que sigues viviendo. Lo que cuenta no es el estilo, es lo que has hecho materialmente y el modo en que lo has hecho, o sea, bien o mal... Sólo cuentas los resultados, Brandani, sólo eso: ¿dónde están?"
A pesar de todo, el ingeniero Brandani ha intentado ser un hombre de su tiempo; pero, ¿en qué consiste esa expresión? Acostumbraba a ser un halago, una lisonja con que se reconocía el valor moral de alguien capaz de inscribirse en su contemporaneidad sin ninguna incoherencia notable; pero la posmodernidad, con su "liquidez", tiende a impedir el establecimiento de condiciones fijas y no deja marco al que ajustarse, como consecuencia de lo cual, tener un tiempo adscrito parece un anacronismo. Brandani es, por supuesto, y en contra de la apariente incongruencia, un hombre de su tiempo, es decir, modelado por la era que ha vivido -y por los acontecimientos, por supuesto-, condicionado por sus circunstancias: siempre la pareció que su tiempo le llevaba unos metros de ventaja, que lo podría alcanzar solo alargando la zancada; sin embargo, se le resistía, a pesar de tenerlo siempre a la vista. Pero se le escapó definitivamente en un instante, que no puede recordar en concreto, en que debió despistarse, y ya nunca tuvo la esperanza de recuperarlo.
"Ivo mide obsesivamente la consumición de su vida, la irreversibilidad de cada día que pasa, su no reproductibilidad, a través del desgaste de decenas de objetos materiales [...]".
Al final, la antigua cuestión del sentido de la vida se ha convertido en La Pregunta Fundamental: "¿Qué pruebas puedo aportar para dar testimonio de haber vivido?". Brandani especula a lo largo de setecientas páginas y con la extendida perspectiva de setenta años acerca de ese argumento, y no sabe darle una respuesta plausible; tal vez nosotros, más o menos inteligentes que el ingeniero, tampoco seamos capaces de encontrarla, más allá de alguna enumeración ingeniosa o algún incomprensible balbuceo. 
"Parloteaban los filósofos, los psicoanalistas, los religiosos sobre las profundidades insondables del alma humana... La verdad es que somos simples, bidimensionales y gregarios... Nos basta con crecer en una cultura determinada para no poder quitárnosla de encima. Es más, nos convertimos en sus defensores de por vida, convencidos de que, por el mero hecho de haber nacido dentro, ese caldo de cultivo es el mejor... La idea de identidad se ha construido sobre ese sentido natural e idiota de pertenencia, por tanto nuestra identidad se refleja en el caos que se ve aquí abajo, donde las cosas son complicadas, pero no realmente complejas..."
Después de la excelente sorpresa en 2017 que representó Solenoide, y sin entrar en comparaciones infructuosas, parece que algo se mueve también en la novela europea continental. La vida en Tiempo de Paz es una excelente novela contemporánea en todos los sentidos -y sin ningún otro adjetivo-, disfrazada de novela clásica, que pone en evidencia la excepcionalidad de la segunda mitad del siglo XX, el Tiempo de Paz.
"¿Qué ha significado vivir setenta años en Tiempo de Paz? ¿En qué fuimos diferentes de nuestros padres y de los padres de nuestros padres? Padres, abuelos, bisabuelos y más atrás aún, si nos remontamos en el tiempo, vivieron en su propio mundo, y eran mundos no comparables con el mundo en que vivimos ahora: nunca ha habido una paz tan duradera, nunca ha habido una aceleración tan fuerte de las cosas, los objetos nunca se han transformado tan rápido en otros objetos, nunca ha habido una inestabilidad tan acentuada..."
Calificación: *****/*****

2 de julio de 2018

La bufanda roja

La bufanda roja. Yves Bonnefoy. Sexto Piso Editorial, 2018
Traducción de Ernesto Kavi
"Las palabras son por naturaleza designativas, pueden traer a la mente un recuerdo de la cosa en su inmediatez y, por ello mismo, también en su unicidad, su presencia plena, sin descomponer. Pero para la reflexión y la acción es necesario percibir, en esta presencia primera, aspectos que servirán de apoyo para compararlos con otros aspectos en otras cosas, y le sustituirán montañas de esos aspectos, representaciones abstractas, parciales, que harán perder el contacto con aquello que se juega en el nivel en el que la cosa todavía es una: una existencia, en su lugar, en su instante, en su infinito, en su finitud. Nosotros mismos continuaremos existiendo, en el tiempo que va hacia la muerte. Pero por doquier, a nuestro alrededor, sólo habrá materia, objetos que querremos poseer, el tener y ya no el ser. Ya no estaremos en el mundo, como Rimbaud lo gritó. La palabra, que expresa la plenitud de la vida, se ha subordinado al concepto, que solo engendra figuras."
La bufanda roja (L'Écharpe rouge, 2016) es, hasta la fecha, la última obra publicada por el poeta y ensayista francés; llamativamente, no se trata ni de un libro de poesía ni de un texto de crítica de arte sino de una autobiografía moral confeccionada mediante la interpretación y re-redacción de un viejo poema.
"Cuán grande es el deseo de olvidar, y sin embargo sabemos que solo hay realidad humana en y a través de la memoria, siempre y cuando esa se separe de los fantasmas que la deforman."
Tal vez pensar que nuestra vida es un fenómeno único e irrepetible sea una más de las presunciones a que nos abocan los indicios de la hipotética superioridad intelectual que nos distingue del resto de los seres vivos. Sin embargo, si obviamos  ese carácter fenomenológico y consideramos la vida como un simple acontecimiento, esa unicidad pierde argumentos y los signos distintivos que individualizan nuestra existencia comienzan a evaporarse. Pero cuando pierde totalmente su carácter determinado es cuando bajamos un peldaño más en la escalera de la especificidad y consideramos nuestra vida como un simple relato, en cuyo caso, tanto el fenómeno como el acontecimiento se convierten en un palimpsesto, un texto que desarrollamos sobre la escritura de todos los que nos han precedido. Incluso la corrección, la ampliación o la simple revisión de ese relato se convierten en sobrescritura de la primera versión, unas nuevas formulaciones que, cuantitativamente, profundizan en lo anterior pero que, de forma específica, también constituyen un palimpsesto, igual que lo son las nuevas experiencias vitales con respecto a las antiguas, a las que se imponen por una cuestión cronológica pero cuyo rastro siempre permanece presente. Una autobiografía no puede eludir ese argumento, y esa perspectiva, provocada por la relectura de un escrito de cincuenta años atrás descubierto por casualidad en una antigua carpeta olvidada en un mueble que construyó su abuelo, es la que adopta Bonnefoy en La bufanda roja.
"Son innumerables las situaciones de la vida que un niño, todavía en los umbrales del pensamiento, no puede descifrar, y ahoya ya no hay mitos para dotarlo de explicaciones tranquilizadoras; y la palabra para la nada, la que se ocupará del existir cotidiano, sin un deseo de intelección verdadero ni de intercambio, se propaga en la sociedad, causando, entre otros peligros, la hipertrofia del pensamiento conceptual. Porque lo que ha provocado el desaliento es creer que las palabras no tienen un anclaje creíble en lo desconocido de los seres próximos, que no tienen fuerza para iluminar las necesidades o para ayudar a compartir los deseos: en esa carencia de la intelección de la vida, el concepto, poco proclive a lo que no es mesurable, puede explorar libremente la simple exterioridad del mundo. Incita a las ciencias que hablan de la miseria, pero jamás del tiempo vivido, de sus momentos de desdicha o de inquietud, o de alegría. Es una caracterización de la mirada que nos impide comprender los sueños y sus símbolos." 
Esa sobrescritura implica siempre un diálogo. Al igual que el amanuense que borraba con su  pumita las trazas del pergamino no podía mostrarse indiferente a lo escrito y, más que un monólogo, establecía un fecundo diálogo con el autor de ese texto condenado a desaparecer, el escritor, al redactar los episodios de su autobiografía, no lleva a cabo un relato aséptico de su pasado sino que se ve obligado a dialogar con el personaje protagonista del acontecimiento en cuestión, ya que la redacción definitiva, descartada la objetividad en ambos, debe ser fruto del diálogo y de la negociación entre el individuo que escribe y aquel que o bien vivió o bien dejó por escrito su experiencia. A menudo es únicamente en esa sobrescritura donde se descubren las razones o las motivaciones reales de las decisiones tomadas por aquel personaje que fuimos. El tiempo transcurrido entre ambos momentos puede incrementar el saber, enriquecer la experiencia o ampliar la perspectiva, y cualquiera de esas circunstancias, deseablemente las tres, contribuye a que la autobiografía resulte ser moralmente válida.

Los inexplicables silencios del padre, manifestación de unas relaciones paterno-filiales disruptivas y conflictivas, llevan a Bonnefoy a rastrear en las vidas y las circunstancias de sus antepasados en busca de las razones que pudieran justificar la conducta paterna convencido de que solo desde la perspectiva de los años vividos se puede sobrescribir el texto original, el redactado en la niñez, con visos de verdad.
"Su destino, un sobre que permaneció vacío. Esta vida, una página en blanco. Y con gran razón, puesto que Élie [el padre] no había leído casi ningún libro [...]. Para él [la no-lectura] fue un lamento, seguramente, un deseo intimidado, oculto. El domingo, cuando vestía su traje completo, cuidaba que el periódico de la mañana saliese un poco de uno de sus bolsillos. Y del taller de locomotoras me traía grandes cuadernos más largos que altos de papel amarillo, registros inutilizables donde el envés de las hojas podía servir para escribir o dibujar, algo que él veía que a mí me gustaba hacer. Era como si con esos objetos que venían del lugar donde la vida lo había confinado me hiciese una señal: me invitaba a transformar su naturaleza gracias a las palabras que yo escribiría ahí, indicándome que el taller de locomotoras no era su único horizonte. Sin embargo, debido a sus rúbricas y a sus columnas, yo no utilizaba esos cuadernos. No sin sentirme más o menos culpable, y me doy cuenta que es por ellos, muy probablemente, que conservé a lo largo de la vida la costumbre de escribir en el envés de las páginas ya impresas o utilizadas."
De ese modo, lo que fue registrado como compasión ante la enfermedad y la muerte del padre era realmente un sentimiento menos elevado: la inquietud al comprender el sufrimiento de quien no posee las palabras que le permitirían relacionarse con el mundo.
"Por un lado, el oscuro sentimiento de que la realidad es más que las palabras; por el otro, cierta comodidad de vivir entre ellas, el interés por las cosas que nacen de su empleo."
Es posible que el recuerdo imponga sus propios límites. De la misma forma que la mente elimina el recuerdo -o tal vez ni siquiera llegue a registrarlo- de un episodio especialmente traumático, quizás el apunte, en cuanto contenido, también restrinja su amplitud -con respecto a cuya limitación solo podemos especular- e imposibilite, moralmente, su recreación y no así su reproducción. La sobrescritura puede concretar, desarrollar o interpretar, pero no puede inventar, ni siquiera aunque esa invención sea congruente con el conjunto de recuerdos, porque significaría la modificación de estos y, por tanto, la transformación de un pasado inamovible: en el texto está la especulación, pero la prueba solo pueden encontrarse en el hecho, y este es inapelable. 

Enfrente del silencio pesaroso de su padre, Bonnefoy evoca el silencio selectivo de su madre, una mujer vigorosa y amable pero cuya discreción con respecto a ciertos temas parecía revelar un distanciamiento ineluctable, así era percibido por su hijo en la infancia, que parecía la muestra de un incomprensible desinterés.
"¿Era irreflexión, incluso frivolidad, esa inclinación a hablar de todo y de nada fuera de casa y, por el contrario, entre los suyos, ese hábito de callar todo aquello que tuviera que ver con un compromiso serio con la existencia? No desde mi punto de vista, y por eso puedo hablar de un silencio. Muy pronto percibí que esa mujer evasiva se retenía en una profundidad mayor que la palabra ordinaria, en pensamiento y experiencias que no podía compartir, palabras que no quería comprometer, esperanzas de las que no se atrevía a hablar ni siquiera a ella misma. Un lugar cerrado en la mente, del que las palabras dichas en casa o afuera solo eran el mecanismo de defensa. La prueba de la existencia de ese lugar, y de su cuidado por mantenerlo cerrado, es la forma tan tajante que tenía de cortar abruptamente la conversación cuando sus hijos iban a abordar ciertas cuestiones."
Ese silencio, constatado pero inexplicable en la infancia, es analizado ahora en busca de la aclaración, más que de la justificación, que permita reformular la percepción que tuvo lugar en su día, encontrando una exculpación en la soledad provocada por la prematura muerte de sus padres y el aislamiento resultante del carácter de su marido. En todo caso, Bonnefoy relaciona su vínculo con la madre, a pesar de los silencios de esta, con las palabras: es ella quien le enseña a leer; quien convierte, pues, una imagen rudimentaria de una casa en una serie de signos ahora descifrables que significan lo mismo que aquella cambiando la visibilidad del objeto, que desaparece, por el esquematismo de un código que ha aprendido a descifrar; y eso significa una apertura imparable al mundo a la vez que una situación de superioridad con respecto del padre.
"Acabo de resumir de manera abstracta, acaso abstrusa, lo que viví sin evidentemente comprenderlo de un modo explícito en ese tiempo del abecedario. Pero fue para reconocer mejor lo que ocurría en la mujer aún esperanzada por aquel entonces que se iniciaba en ese verbo, que reunía un mundo en vías de desmembrarse, Isis del pequeño hogar al borde de las vías de tren. Al mostrarme los grandes poderes de algunas sencillas palabras, mi madre me incitaba a no renunciar, en mi existencia por venir, a esa mirada infantil que la había ayudado a volver a la suya. Me pedía recibir, de su parte, la bufanda roja que había debido regalar en un gran momento de su vida: esa tela en cuyos pliegues el mundo parecía todavía el ser, la unidad, todavía algo que daba sentido a la vida."
Aunque, efecto pernicioso, atisba en esa superioridad uno de los motivos de la soledad y aislamiento de aquel, excluido de un mundo que ignora por un hijo al que, como consecuencia de su educación y del tiempo que le tocó vivir, empieza a no reconocer. Bonnefoy siente, ahora, que el traspaso del poder de las palabras se hizo desde su madre -el poder de desdoblar la realidad en dos niveles, el más bajo, el de su mera existencia, y el más alto, el de su expresión, de ahí su superioridad, mediante un código- a él de forma directa, sin intervención del padre, y se siente responsable de su uso y de su custodia.
"¿Qué hice, en los años que siguieron a su muerte temprana? Por supuesto, primero embriagarme de palabras, caminar con dificultad en sus sombras y sus luces entrelazadas, hacerlas mi sueño, creer presentir, gracias a ellas, esbozos de poemas, una realidad del ser mayor que la que experimentaba en este mundo. Y permanecí mucho tiempo -a veces lo estoy todavía- prisionero de ese engaño. Fue eso lo que me hizo creer, durante todo un momento, que una consciencia más avisada de ese absoluto había debido establecerse en algún momento del pasado terrestre en sociedades que, por ese hecho, permanecieron separadas del resto; y que en ese territorio interior, a veces quizá a dos pasos del lugar en donde estamos, hubo una actividad del espíritu más alta y satisfactoria que aquella de la que somos capaces en nuestro aquí."
Explorada la biografía familiar más cercana, Bonnefoy se aproxima a un mundo en el que las palabras dejan de ser un absoluto para convertirse solo en una herramienta; incluso pueden perder su relación directa con la realidad para transformarse en alternativas de denominación. El campo que abre esa nueva opción puede perder concreción pero, de forma indudable, gana infinitud: es el surrealismo.

Pero en esa investigación de su pasado, Bonnefoy se da cuenta de que los silencios de su padre y de su madre, con respecto de los cuales se descarga de cualquier responsabilidad, no completan el cuadro; el examen minucioso que plantea a su biografía desvela un tercer silencio del que no puede inhibirse: su propio silencio ante la ávida predisposición a la escucha de su madre.
"Hablar con aquella que había callado y así, una segunda o aun una primera vez, darla a luz. Pero yo era, lo veo bien, incapaz de esa acción decisiva; tal vez todo cuanto pueda hacer a día de hoy sea sólo reflexionar sobre ello. Constatando simplemente la ocasión perdida debido a ese tercer silencio. Un silencio que duró, que no cesó durante el tiempo que vivió Hélène [su madre]. Dejé hasta el final a mi madre en su propio mutismo, que hizo de su sueño una de las causas del mío, que duró mucho tiempo y que solo se disipó, si en verdad lo hizo, cuando era ya demasiado tarde para ella."
Completado, en forma de monólogo, ese cuadro que sirve a la vez de complemento e interpretación de las motivaciones -es decir, los significados- que le llevaron, cincuenta años atrás, a la redacción de aquel escrito, Bonnefoy abandona el soliloquio para ensayar las diversas posibilidades de diálogo entre La bufanda roja original y ciertas informaciones sobre los hechos y las asociaciones de ideas que lo generaron: la Dánae del cuadro de Rembrandt, el fragmento The Hyacinth Girl de T. S. Eliot, las novelas de Chrétien de Troyes, la obra de Pierre Jean Jouve, todo ello en combinación con la verdadera mesa de trabajo: el recuerdo.
"Esos recuerdos me vuelven, esos pensamientos. con una fuerza, con una vehemencia que no me hacen dudar de que ya estaban aquí, en secreto, cuando escribía ese relato sin tener, sin embargo, conciencia de ellos."
Calificación: *****/*****

Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de El territorio interior