Querido Pascal
Intervención de Antoine Gallimard
En sus Cursos de Poética, impartidos en el Collège de France de 1937 a 1941, cuya versión taquigráfica fue encontrada y publicada recientemente, Paul Valéry se propuso describir las condiciones en las que se producen las obras del espíritu. Y ante todo identificar, en la psique de cada individuo, lo que podrá constituir su base, ya sean obras de arte, literatura, música o tratados de metafísica.
Las imprescindibles horas de aislamiento, de recogimiento, de requoy —término medieval para lugar secreto—, como lo escribió en El hombre de las tres letras, evocando las figuras contemporáneas de San Ambrosio y San Agustín, usted se las otorgó a sí mismo, haci casi treinta años, en una opción de vida radical. Era como si se retirara de la vida social, de la imagen que había creado de usted y en la que no se reconocía. Esta elección remitía, sin duda, a un profundo sentimiento de la existencia, a esa falta de soledad que tan a menudo evoca en sus libros. Y ya se trataba, en ese adiós a una vida profesional fascinante en muchos aspectos —y yo puedo dar fe personalmente de ello—, pero demasiado absorbente, de preservar ese sustrato de sensibilidad mediante el cual el acto de escribir encuentra su ímpetu, su facultad, de los de la «orgía verbal» que, a sus ojos, forma el registro de los hombres con prisas.
Desde ese «rincón del mundo» en el que se ha retirado, ha tejido la trama de su vida y de su obra, a semejanza de muchos de los personajes de sus novelas. Pero, al haberlas vivido una tras otra, ha conservado una fuerte conciencia de la brecha, del contraste que forman estas dos vidas sucesivas, sentimiento al que, me parece, está vinculada también la gran reflexividad de su escritura, es decir, la autorreflexividad que opera constantemente. Me refiero a los mil caminos que recorre, de un ensayo a otro, de una novela a otra, para acercarse al enigma del alma y de la mano que escriben, de los ojos que leen, del casi silencio de la literatura consumida en sus dos formas, la lectura y la escritura. Le devuelve al «mundo de los orígenes», el inviolable, el siempre enigmático, el del niño por nacer en el vientre de su madre. Esta imagen está omnipresente en su obra, tal vez sea el diapasón de la misma. Se aferra a ella, en el sentido literal de la expresión, como si se trata de aferrarse a un lugar tan amenazado como abandonado por la gesticulación social, la «cacofonía de la oralidad» y las obligaciones que la acompañan.
¿Qué es escribir? ¿Qué es amar? Dos preguntas que polarizan su obra, dos ejes a lo largo de los cuales todo se ordena cuando la leemos.
Así, con usted, la escritura parece ser a la vez lo que revela y manifiesta la centralidad se ese enigma para unas vidas ajenas a ese «primer reino» cuya imagen y memoria no nos son accesibles. De ahí que su obra sea una celebración de lo que, paradójicamente, no necesita frases para ser vivido: ese silencio de los amantes, esas solidaridades misteriosas que pueden unir a los vivos, esa vida secreta.
Ha dicho: «Elegí escribir porque es la única manera de hablar permaneciendo en silencio», y añadido que existen solo dos palabras cuyos orígenes no pueden rastrearse con certeza, cuya genealogía profunda se ha borrado: literatura y la palabra griega que designa el amor, eros. No hay mayor enigma para quien ha hecho de la investigación etimológica una especialidad, si no un arte o un método, que esa opacidad léxica. Pero esa misma noche ilumina una evidencia: la de su vínculo común a lo que hay de más inmemorial en cada una. Toda su obra resuena con esta esperanza y las mil formas diferentes que puede revestir. Tanto entre los eruditos del pasado como entre los amantes del presente, tanto en la contemplación de un río o del océano como en la meditación exegética sobre épocas remotas. Según nos dice, hay que perderse para sentir, no dudar en «sumergirse». Ahí es donde reside el reino.
Su meditación ininterrumpida sobre lo que une el nacimiento con la vida determina lo que nos dice sobre la literatura. Si estima que no se puede escribir sin haber leído, es, como lo ha escrito, porque «hay que experimentar algo extremadamente pasivo para poder nacer y actuar. Hay que pasar por la experiencia estremecedora de quien no sabe lo que va a descubrir en la lectura para desear a su vez tomar un lápiz e intentar voluntariamente consruir un libro». En la poderosa serie que hasta la fecha componen los doce volúmenes de su Último reino, aclamado desde el principio con el premio Goncourt, recrea incansablemente este acto de génesis, esta transferencia entre lo que le conmueve en el pasado de la humanidad, como filólogo, como erudito, y lo que se revela poéticamente en lo que tiene que decir sobre ello, como escritor del fragmento, de lo discontinuo, del enigma.
Se le opondrá que esta pasividad del lector compulsivo es mortífera, que es una de esas pasiones tristes que no dejan respirar «aire fresco», y que sus promesas pueden resultar ilusorias, puesto que los personajes y los lugares de la ficción pueden desvanecerse cuandoi el libro se cierra sobre su historia, tan irreal como esa Délie, anagrama de l’idée, la idea, que Maurice Scève, uno de esos maravillosos poetas barrocos cuya obra acometió y editó en sus comienzos, había elegido por musa. Desde luego, pero esa es la experiencia de la que debemos partir, y la convirtió en el tema de uno de sus primeros libros, El lector. Los miembros de nuestro comité de lectura que tuvieron que pronunciarse sobre su manuscrito eran muy conscientes de la triste situación; en palabras de Louis-René des Forêts, «todo lector que haya vivido o creído vivir durante la lectura desaparece nada más cerrarse el libro. La lectura abre un espacio neutro donde ninguna existencia puede arraigar, es, a la vez, posesión y desposesión, vana oratoria, alimento del espíritu y alimento mortal».
Sin embargo, por mi parte, no puedo dejar de ver en el desarrollo de su obra, de libro en libro, hasta el úñtimo publicado, Les heures heureuses, una búsqueda de pertenencia, fusión y comunión que equilibra los términos de sustraccción y despojo. Y eso es lo que, en última instancia, vincula su propio reino al del autor de El exilio y el reino, Albert Camus, esa convicción de que, más allá de nuestro sentimiento de exilio —no sabemos nada de nuestro nacimiento ni de nuestra muerte, y no entendemos mucho de nuestra existencia—, existen brechas en la existencia, como en los libros del pasado, que abren puertas a la luz. Es la emoción que emana del destino estremecedor de las heroínas de sus novelas más bellas, las inolvidables Claire Methuen —Las solidaridades misteriosas— y Ann Hidden —Villa Amalia—, ambas impulsadas, incluso en su desgracia, por esa llamada interior, como en el poema inglés de Katherine Philips (1631-1664) que tanto le gusta citar:
«Una voz solitaria se eleva sin respuesta en las profundidades del alma,
tan inmaterial como un rayo de sol,
éxtasis en la naturaleza,
Natividad del tiempo».
Celebra aquí las mismas nupcias que Albert Camus, que tanto amaba sumergirse en su amado Mediterráneo y que encontró su parcela de reino en la contemplación del monte Cinto, en la isla de Delos. A cada cual sus promontorios, salientes y cabos que se abren al horizonte; a cada cual sus íntimas grietas, escondrijos y refugios donde se revela secretamente cierta
emoción del mundo que el poeta sabe aprovechar y transmitir como una llama.
Michel Deguy escribió a mi padre Claude Gallimard, tras una lectura admirativa de uno de sus primeros ensayos literarios, que, por muy difícil que
fuera su lenguaje en aquella época para lectores inexpertos, era imprescindible «incluir al autor Pascal Quignard, maravillosamente inteligente, culto y penetrante, es decir, que promete ser un lector y un crítico notable». Le agradecemos este consejo, cuya pertinencia no tardó en hacerse patente. Pero este consejo también fue rápidamente superado por los acontecimientos, cuando nos dimos cuenta, al leer Las tablillas de boj de Apronenia Avitia, Las Escaleras de Chambord y Todas las mañanas del mundo, de que esta potencia crítica alimentaría una obra narrativa que bebía de las mismas fuentes de
sensibilidad, y cuya poética —como se la llamaba entonces— no se desmarcaba realmente del intento de definición de Marcel Arland: «¿La literatura? En el desorden, la armonía; en el tormento, la liberación; en la soledad, uno de los más elevados medios de comunicación». En una sola obra, y con el mismo fervor controlado, supo reunir la forma clara y depurada de la novela y la amplitud de una meditación «imprevisible y oceánica» sobre el lenguaje y la vida. Es una facultad poco común. De ella emana una misma emoción, la que embarga hasta Las lágrimas a ese maravilloso Frater Lucius, el erudito copista del monasterio carolingio de Saint-Riquier, ante su gato muerto transfigurado en mirlo cantor.
Más allá del pudor —«del que francamente ninguno de los dos carece» como me lo escribió en 1989 al entregarme el manuscrito de su primera verdadera novela—, quería decirle estas palabras, querido Pascal, en nombre de la «amistad casi feudal» que nos une desde hace tanto tiempo. Que este Premio Formentor sea para cada uno de nosotros la ocasión de recordar a todos aquellos queridos difuntos que tanto se habrían alegrado de verle recibirlo.
Se lo agradecemos de todo corazón a quienes tan acertadamente le han elegido para recibirlo.
Es increíble lo exigente que puede llegar a ser la obra. No pueden hacerse una idea de lo que te exige. Te despierta en plena noche. De pronto se te ocurre una idea. Una idea no es más que una frase, una entonación a la que acompaña otra. No hay noche en que no te despierten, una u otra, o la tercera. Como ráfagas. A las dos de la madrugada, a las cuatro de la madrugada. Si vuelves a acostarte, ella hace que te levantes. Oyes todos los pájaros. La obra acompana a los pájaros.
Desde hace más de cincuenta anos, te atormenta, te atenaza. Exigente, no se aparta de tu lado. Está al acecho, como una fiera. Como una fiera al acecho de cualquier cosa que pase.
Sin destinatario.
Como una leona que va a beber a un manantial de repente y que levanta la cabeza, al acecho.
Observa a su alrededor el vacío.
No responde a ningún requerimiento. A ningún encargo.
A ningún editor. Nada la recompensa. Ninguna tirada.
Ninguna crítica. Ninguna opinión. Ningún premio —excepción hecha del Premio Formentor—. Esa excepción es un breve mail de Basilio Baltasar.
Pero, aparte de todos esos honores, todos esos semblantes de repente, el arte no se dirige a nadie. Tan sin destinatario como las cornamentas enmarañadas y magníficas que lucen en sus cabezas los ciervos en el bosque.
Un trozo de tela roja cuelga de la mandíbula de un león a la orilla de un manantial.
Un rojo intenso. Un rojo carmesí.
Un rojo casi negro. Como la noche.
Los descendientes de Noé, después de abandonar el arca y ofrecer en holocausto a Dios los animales y los pájaros más hermosos, construyeron una torre para llegar hasta el cielo. Se cuenta en el onceavo libro del Génesis. Cocieron la tierra al fuego e hicieron ladrillos. Se sirvieron de ladrillos como si se tratara de piedras. Con el betún hicieron mortero y levantaron la torre que traspasaba las nubes.
Pero, antes de que Babel se derrumbase en la llanura de Senaar, las murallas se agrietaron.
Ovidio, en el libro cuarto de sus Metamorfosis, cuando evoca Babel, refiere que una delgada grieta se había abierto en la muralla. A través de esta grieta, una muchacha y un joven se dirigían palabras de amor. Píramo, el joven, amaba a Tisbe. Tisbe, la muchacha, amaba a Píramo.
Un muro separa al hombre de la mujer.
«De la grieta en la pared de ladrillos que os separaba, hicisteis —escribe maravillosamente Ovidio— un camino de voz».
Vocis iter fecistis.
La ciudad de Babilonia era muy antigua. La torre era muy alta. El cemento entre los ladrillos cocidos poco a poco volvía a ser arena.
En la pared que separaba a Tisbe de Píramo se había abierto, con el paso del tiempo, una especie de grieta. A través de la grieta de barro cocido que poco a poco había ido resquebrajándose pasaban sus susurros de amor.
La cita nocturna estaba convenida: sería a la sombra de la morera blanca, fuera de las murallas de Babilonia, en la llanura de Senaar.
«Amor mío, antes hay que abandonar Babel. Hay que abandonar el discurso. Hay que conquistar el silencio. Nos reuniremos allí donde se levanta la tumba de Nino. Citémonos junto a la zarza de moras. Donde está la zarza de moras hay un manantial. Encontrémonos bajo esa sombra. Nos besaremos oyendo el canto de ese manantial».
Tisbe, en medio de las tinieblas y procurando hacer el menor ruido posible, hace girar la puerta en su quicio. Se desliza bajo la bóveda de ladrillos. Se aleja de las murallas de Babel. Llega la primera a la fuente, ve la morera encima de la tumba, ve los frutos completamente blancos a la pálida luz de la luna: se reflejan en el agua oscura del manantial.
Tisbe escucha unos pasos en la sombra. Entonces ve a la leona que se acerca sigilosamente al agua para beber.
Tisbe no puede refrenar un sobresalto. Hace ademán de huir. La zarpa de la leona alcanza su espalda. En su prisa por huir deja caer su velo. Su carne está herida. Huye a todo correr.
Píramo llega unos instantes después.
Nadie.
A sus pies ve el velo abandonado en la arena. Se agacha de pronto. Estudia las huellas que ha dejado allí la leona.
Descubre las manchas de sangre que lo salpican. Sus mejillas se vuelven todavía más pálidas que los cuernos de la luna en el cielo. Besa la tela que las zarpas han desgarrado, saca su espada, se inclina sobre su punta, deja caer su peso sobre la hoja, se la clava hasta la guarnición, muere.
«Eran pequeñas sacudidas —sigue escribiendo Ovidio— como el sonido de un tubo de plomo que revienta».
Scinditur et tenui stridente foramine longas, ejaculatur aquas.
Por un estrecho agujero, con un ruido estridente, el agua rasga el aire.
Tisbe, prudentemente, en las tinieblas, vuelve sobre sus pasos, descubre a su amado con la espada en el vientre. Ve la arena en torno a él que bebe la sangre que la herida proyecta todavía gota a gota con un ruido apenas silbante. Qué pálido está, está pálido como la luna que lo ilumina, ella se inclina, él está casi frío, empieza a estar frío, ella llora.
«Píramo, respóndeme. ¡Es tu Tisbe quien te llama!».
Silencio.
Suelta los dedos de su amado, coge en su mano la guarnición de su espada y la saca, la clava en la arena, se tumba sobre el hierro, deja caer su peso sobre la hoja, la atraviesa, muere.
Mezcla su sangre con su sangre.
Hace un tiempo las moras eran blancas en su mata silvestre. A partir de aquel día, en la llanura de Babel, se vuelven rojas en las sangres que se mezclan a sus pies.
Luego negras como la noche en que las almas se confunden.
Siempre hay un felino merodeando cerca de nuestro manantial, que acompana a nuestra especie, que habita en nuestras moradas.
Siempre hay un gato junto a la ventana. Un león junto a la fuente.
Siempre un velo desgarrado. Siempre una obra rueda por la arena.
Siempre unas manchas de sangre inexplicables en el polvo del camino.
El arte es la grieta en lo simbólico.
La literatura es ese camino de voz en la muralla de Babel.
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