30 de enero de 2023

Claude Simon VII


Los Laberintos

Marie-Hélène Lafon

1985, esto empieza, leo La Ruta de Flandes; me esfuerzo, lo intento, persevero, persevero más de lo que leo, me hundo, me pierdo, me aburro, me obstino, lo termino como una penitencia; y ya está. No ha pasado nada o casi nada.

Casi nada si no fuera porque Claude Simon está vivo, es la primera persona viva notable que he leído; con notable quiero decir santificado, consagrado por la Universidad, por el Premio Nobel que le fue concedido precisamente en 1985. No sé nada del mundo editorial, pero creo también entender que Éditions de Minuit debe ser un verdadero hogar para una obra en curso. Claude Simon fue el primer gran escritor vivo que leí; a principios de los años 80, los estudios clásicos en la Sorbona sólo se concebían con autores muy muertos, y en la lista de textos presentados al examen oral de francés de bachillerato en Saint Flour en 1979, sólo Albert Camus habría podido seguir vivo.

Ahora bien, leer a un escritor vivo me habría dado la oportunidad, o hecho correr el riesgo, de permitirme pensar, adivinar, suponer que en una habitación, o en un despacho, o bajo un tilo, o en un café, mientras yo estaba ocupada estudiando, y, desde 1984, enseñando, un hombre, más que una mujer —no leí ni a Duras ni a Sarraute en aquellos años ochenta—, un hombre, pues, piel huesos carne, deseos y dolores incrustados por igual en él, un hombre estaba escribiendo, había escrito, había elaborado, había exudado lo que estaba leyendo, allá, yo; yo estaba al otro lado del libro y, sin embargo, en el mismo mundo que el que escribía; el que escribe es contingente, tiene un cuerpo, existe, puedo haberme cruzado con él en el metro, podemos haber tomado el mismo tren; es contingente; escribir es un acto contingente, plausible; escribir es contingente.

En 1985 yo tenía veintitrés años, quise escribir desde que aprendí los fundamentos en la escuela primaria, pero no lo hice y no escribiría nada hasta octubre de 1996; me aplicaría todavía durante once años más en leer y estudiar textos escritos por otros. Seguiría caminos sinuosos algo austeros, la prueba de capacitación en gramática, una tesis doctoral, y fue la lectura, entre octubre de 1995 y octubre de 1996, de tres escritores vivos, tres hombres, la que me llevó al banco de trabajo, un banco que no he abandonado desde entonces. Estos tres escritores fueron Pierre Michon, Pierre Bergounioux y Richard Millet. En estos últimos años me he preguntado por qué la lectura de Claude Simon, en 1985, no precipitó la escritura, no le dio impulso; en otras palabras, ¿por qué, con La Ruta de Flandes, me perdí la lectura de Claude Simon, pero también, y sobre todo, la escritura, como quien pierde un tren que no volverá a pasar hasta once años después?

Ciertamente, yo no estaba preparada para dar el paso a los veintitrés años, como sí lo estaría a los treinta y cuatro, y no hay en ello nada tan banal ni tan íntimo que me impida exponerlo, aquí aún menos que en otras partes. Me pareció, sin embargo, que había otras razones, menos intestinas y menos insignificantes, y, bajo esa doble condición, quizá digna de ser exhumada, que habían regido lo que no era una elección. No pude leer a Claude Simon, en el sentido en que leer significaría reconocerse en una escritura, antes de 1997 y de La hierba, en primer lugar, porque no tenía con él el mismo parentesco sociológico y geográfico, ni siquiera geológico, que tenía con los tres candidatos antes mencionados, Michon Bergounioux Millet, más o menos salidos, como se dice para indicar los orígenes, como yo, salidos, pues, del Macizo Central, y los tres ocupados, no más que yo, en escribir sobre mundos que nunca acaban en silencio desde principios de los sesenta. También creo que el encuentro no se produjo porque yo no podía aceptar leer mientras perdía el aliento y el sentido y el hilo, mientras me dejaba revolcar en harina textual, y finalmente porque el texto de Claude Simon estaba demasiado saturado sexualmente para ser soportable para mí en aquel momento.

Ausencia de parentesco, vértigo del sentido, carga sexual y también otros motivos, enlazados entre sí y que yo no acabé de desentrañar, me mantuvieron al margen de la obra hasta que leí La hierba, que me ofreció en 1997 un amigo que me conminó a leerla, con extrema urgencia, como lo hacen a veces, a riesgo de parecer impertinentes, los amigos más tenaces. De pronto, sucedió algo; era septiembre en el libro, pero a mí me pareció que era verano, me parece que siempre es verano en La hierba; la respiración dificultosa de una vieja muchacha agonizante silabea la lectura, amortiguada por las paredes de la casa, da al texto su tempo lacerante, cava en él un pozo de sombra vertiginosa, suave y helada, mientras que la luz «llueve»; perdura, no termina, algo se resiste, la moribunda es testaruda, a su alrededor continúan los demás, el hermano adorado, la cuñada, consumida en el «mantenimiento imposible» de cuerpos septuagenarios, ellos mismos ancianos impedidos por los achaques de la edad, Louise, la sobrina por matrimonio, una joven desgarrada por los deseos. Repentinamente, ya no intento comprenderlo todo, atar, reatar, desatar los hilos narrativos, saber quién dice qué quién piensa quién aguarda quién espera quién tiene miedo, me dejo llevar, me dejo llevar; nada impide la subida de la marea; se me lleva y me supera; es ante todo una experiencia orgánica, una cuestión de los sentidos, los cinco y otros que no tienen nombre; es un poco brutal, y bestial, y al mismo tiempo de una dulzura que conmueve; es una sorpresa, nunca lo hubiera creído de y con Claude Simon, no me lo esperaba, eso me enseñará a creer y a esperar en los escritores.

Le cojo el gusto, recupero el aliento como quien pide clemencia y vuelvo a empezar, reincido, rumiaré La hierba hasta La cabellera de Bérénice, que leo por primera vez en 1998; pierdo el aliento desde el segundo párrafo y el «tejido de sus medias»; después tropiezo con una coma, la de la página 22, «sin dejar de andar se volvió a colocar la peineta, negra en el crepúsculo», coma que me produce el mismo efecto que el «sin embargo» [«cependant»] inaugural de Gustave Flaubert en Un corazón simple, coma y adverbio azotando el cuerpo textual e imprimiendo a la frase su arqueo. La cabellera de Bérénice sería para mí la historia de la aparición de las mujeres, de su encarnación; además, más tarde sabría que el título de la edición de 1966, con los cuadros de Joan Miró en la sala Maeght, era Mujeres; pienso de nuevo en Gustave Flaubert y veo a Madame Arnoux en el puente de La-ville-de-Montereau, el «esplendor de su piel morena (...) esta finura de los dedos a través de los que pasaba la luz».

Con La cabellera de Bérénice y La hierba, se me abrió un camino a la obra de Claude Simon, se despejó una senda de acceso, la palabra se hizo carne; fue la llave manchada de sangre, de sudor o de semen, la llave de la cámara secreta donde jadean en las sombras los cuerpos resplandecientes. Una mujer se adelanta, aparece en el campo de visión. Una mujer es mirada. Es la vida misma, aparece una mujer y todo comienza. Mar, playa desierta, un pañuelo negro, un niño. Sus cuerpos, mano brazo busto pierna, sobre la arena, posados. La carne de la mujer estalla. Blanco contra el negro de las medias, las alpargatas, el faldón. Muslos lechosos. Cavidad imaginada. Es una orgía, te hundes, te hunden. El mar respira, se le oye. Los olores ascienden, ascenderán. La frase avanza como un barco, su proa hiende la página, drena a su paso el poderoso caudal. La frase no se detiene, se enrosca, se eleva, jadea, brama, gime, se tensa, se calma, se reanuda. Podría no terminar nunca, habría estado siempre ahí, desde todas las noches, y todos los crepúsculos, y todos los amaneceres, en todas las playas vacías donde las mujeres con muslos lechosos aparecen en el azul primigenio. Estamos atrapados. Estoy atrapada. El mundo emerge, se encarna, convocado, espeso, fluido, inmediato, suave e imperioso. El texto no se agota, el mundo tampoco, ambos chocan y se enredan, yo me contento con estar ahí, superada, agarrada. Es la melé capital, en el centro del campo, pelos piel hueso sangre sudor. Sería una crucifixión deliciosa, un descuartizamiento exquisito que no quisiera terminar.

El tranvía es el único libro de Claude Simon que leí cuando salió, en 2001. El hilo narrativo está menos enterrado que en los anteriores, y también pude sentir por primera vez, sentir en el sentido de oler, olfatear, lo que hay de tierra en los textos de Claude Simon, tierra del sur, tierra de la viña y del olivar,  tierra, sin embargo, que se posee, que se hereda y de la que se vive aunque uno mismo no la haya trabajado con sus manos, con su espalda, con su cuerpo; esta vinculación no está en la historia de Claude Simon, está en la de Eugenia y Marie, las hermanas vestales, entregadas al culto del hermano como se cultiva un campo. Con el impulso que me dio El tranvía, leí y releí La acacia, que es también, no sólo, sino también, una saga campesina áspera y carnosa. Desenredo la novela familiar, la parte paterna, la  materna, las propiedades, las casas, la infancia, las guerras que siempre se vuelven a librar, todo genera sustrato y sólo entonces puedo retomar el hilo de la obra, leer El viento, Tríptico, Archipiélago, Norte, y retomar La Ruta de Flandes. Todavía no he leído ninguna biografía, en realidad no quiero saber nada más que lo que aparece en las novelas como como una filigrana persistente. También rumío voluptuosamente unas cuantas imágenes, un puñado, una foto de Réa, terciopelo redondeado con los hombros anchos ojos manos anudadas, la foto de la portada de la edición de bolsillo de Las Geórgicas, cabeza de monje jersey suave, triple capa en el cuerpo, sobre la mesa, sobre la hoja de papel blanco la mano de un colegial razonablemente colocada, y, en la mirada, en el pliegue de la boca, algo pícaro y travieso a la vez. Vi en el Beaubourg la película de una entrevista con Marianne Alphant, oí la voz, vi cómo se mueve el cuerpo, lo que tiene de tierra y de viento a la vez esta elegancia felina; vi esta película como una danza y me gustó estar así al borde de la pista de baile, al borde de la grieta, al otro lado de la empalizada.

He llegado a este punto. No he leído todo Claude Simon, pero he intentado leer cada texto en su totalidad; por leer en su totalidad entendería tanto leer como uno se ahoga, aceptando ahogarse hasta perder el sentido, como dejarse trabajar en el cuerpo textual por otro cuerpo textual. Entendería por dejarse trabajar el dejarse hacer silenciosamente un trabajo de la lengua por la lengua; esto ocurre en primer lugar en términos de fraseo y, por tanto, de puntuación. Antes de Claude Simon había, principalmente, el punto y coma de Gustave Flaubert, que uso, incluso abuso, con voluptuosidad; los puntos suspensivos de Louis Ferdinand Céline, que me prohíben todo uso de este orificio anal del texto; y esa manera poderosa,  imperiosa, que tiene Richard Millet de hacer sobrepasar los límites de la frase en La Gloire des Pythre y L'Amour des trois sœurs Piale. Con la lectura de Claude Simon, la frase, la mía, la que quisiera escribir, tiende a convertirse en un flujo textual; atención, no se trata de reblandecerla ad libitum, es justo lo contrario; hace falta que se sostenga por sí misma, entre las mayúsculas, que sigo utilizando por el impulso vertical que dan a la página, en el sentido tipográfico del término, siendo la mayúscula en la página impresa lo que sería el ciprés en ciertos paisajes y el poste de madera en la alambrada; entre la mayúscula y el punto, pues, la frase debe permanecer erguida y flexible, empapada de vida como un árbol, empapada de vida como un cuerpo suave y cálido que caminara durante mucho tiempo por un sendero cercado por el viento. Es una cuestión de organización, una cuestión de tensión interna, entre violencia y suavidad, entre contención y explosión. La ausencia de coma se convierte en un signo de puntuación, marca un hueco, revela una carencia; nos asfixiamos en silencio y se busca el aliento al borde de un vértigo jubiloso, o de un júbilo vertiginoso.

Dejarse trabajar sería también dejarse afectar por lo que la lectura de Claude Simon afecta al tiempo de la narración y, en consecuencia, al tiempo mismo, al tiempo del que lee, al tiempo del que escribe, al tiempo de la vida y de la muerte. Sería como si el tiempo no tuviera fondo, como si todo hubiera empezado ya y también como si todo hubiera terminado antes del acto de lenguaje que lleva el nombre de narración y que inaugura un orden temporal específico para el libro. Poco importa si se pueden o no establecer puntos de referencia, ajustarse a tal o cual fecha, computar la duración de una agonía, de una retirada a caballo o de la matanza de un conejo; no se trata de eso; el que lee debe consentir en verse envuelto en una materia opaca, estratificada y compacta a la vez, densa, movediza como la arena, una materia viva que sería la mucosa misma del tiempo. El tiempo de la narración transcurre y no transcurre, se enrolla sobre sí mismo, se coagula, se espesa, se despliega en redes ínfimas, laberínticas, entrelazadas unas con otras, más o menos materializadas en la página por paréntesis, guiones, comas o puntos. Mi conciencia de lectora avanza en ráfagas terebrantes y, al hacerlo, me veo a la vez traspasada y desbordada por ondas temporales a la vez simultáneas y sucesivas. Voy al texto y él viene a mí, lo incorporo y me engulle, me hundo y se hunde.

Volviendo al banco de trabajo, recuperando el taller de escritura, una vez puesto a prueba, amoldado al cuerpo, por una parte me sorprendo atreviéndome aún más a ciertos desprendimientos narrativos que dislocan la cronología, la vuelcan, la sacuden, la desdoblan, alterando el ritmo de la narración, me parece, dinamizado, a la vez saciado y enriquecido con una sobredosis de tensión; por otra parte, y este es otro efecto tangible provocado por la lectura de Claude Simon y de las reflexiones calladas que la siguen, comprendo mejor, experimento plenamente, como si tocara madera, hasta qué punto la escritura, como la pintura, la fotografía y el cine, sería en el fondo una cuestión de representación y de mirada, la representación presupone la mirada. El lector sería, a la vez, un espectador deslumbrado en La cabellera de Bérénice y un mirón escondido en la posición del voyeur, su ojo pegado a la «rendija (...) ampliada a propósito» de la empalizada de Tríptico, observando al que monta el espectáculo al otro lado de la empalizada, al que ofrece la representación al voyeur, obviamente, el que escribe. Habría pues, cuando funciona, en la escritura y en la lectura, doble placer a ambos lados de la página empalizada palimpsesto, a lo Tríptico, el placer del voyeur y el placer del gerente del establecimiento que se lo ofrece al voyeur a cambio de su dinero, que se lo pone en el punto de mira, para que pueda cazarlo más o menos furtivamente en la fecunda espesura de lo real. Nunca me canso de esta Tentativa de restitución de un retablo barroco, que es el otro título, el subtítulo, de El vientoTentativa de restitución es todo a la vez, tensión y juego, carencia y saciedad, distancia y cuerpo a cuerpo, y, en este punto, me digo que Claude Simon, al final, es muy bailable.

Recursos relativos a Marie-Hélène Lafon en este blog:

Notas de Lectura de Historia del hijo

Notas de Lectura de Flaubert for ever

Notas de Lectura de Nuestra vidas

Notas de Lectura de Los países

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Este artículo es la traducción al castellano de: Marie-Hélène Lafon, «Les Labyrinthes», Cahiers Claude Simon [En ligne], 8 | 2013. URL : http://journals.openedition.org/ccs/871

La imagen de la cabecera corresponde a la fotografía de la portada de la edición de bolsillo, citada en el texto y publicada por Éditions de Minuit, de Las Geórgicashttp://www.leseditionsdeminuit.fr/livre-Les_G%C3%A9orgiques%C2%A0-2324-1-1-0-1.html

Como todo el contenido de este blog, este artículo está publicado bajo la licencia de Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España

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