27 de enero de 2023

Claude Simon VI


Bon dieu!

Pierre BERGOUNIOUX

Desde hace cinco siglos, la literatura adoptó, en Francia, el carácter aventura colectiva. Algunas comnsideraciones que, a primera vista, le son ajenas facilitaron su despertar. De las luchas internas en el seno de las órdenes de caballería surgió el ejercicio profundo, asiduo, del pensamiento. Al principio, como simple extensión de la dinastía victoriosa, primero la de los Valois, después la de los Borbones, el Estado centralizado se reservó el uso legítimo de la coacción física. La nobleza guerrera, convertida en cortesana, se vio impedida de utilizar la espada para obtener la satisfacción de sus ambiciones. Cuando ya no puede actuar, se piensa. Un principio de termodinámica interna sustituye con la reflexión y la contención de la palabra a la imposibilidad de actuación. Un puñado de privilegiados, un terrateniente perigordino [Michel de Montaigne], un caballero de Touraine [René Descartes], un burgués de Clermont-Ferrand [Blaise Pascal], emprendieron la toma en consideración de todo aquello que podía tratar su mente, inaugurando la brillante tradición meditativa con la que, generación tras generación, no hemos dejado de comprometernos. El ensayista alemán Curtius observó que «las ideas maestras de la civilización inglesa no se encuentran ni en Shakespeare ni en Keats», que «la Reforma luterana favoreció en Alemania el desarrollo de la investigación histórica y filosófica, mientras que en Francia la literatura asumió las funciones que en otros lugares correspondían a la ciencia y a la poesía, a la música y a la filosofía». Es el único país, concluye, donde existe una «religión de las letras».

Puesto que la literatura es el ámbito en el que el país toma conciencia de sí mismo, tenemos derecho a suponer que existe una obra literaria que ha dejado constancia del trágico episodio que comenzó el 3 de agosto de 1914 y cuyas secuelas han envuelto el siglo que acabamos de dejar. Esta obra existe. Es la de Claude Simon.

Como cualquier religión, la de las letras se basa en una hierocracia, la de los escritores, que, a posteriori, tenían el propósito de ser los intérpretes de su tiempo porque tenían la experiencia, en términos de tipo ideal weberiano, del mismo. La literatura no nace de sí misma. Toma prestada su sustancia del mundo. Sus invenciones formales, si no responden a las nuevas exigencias de la vida, de la realidad, equivalen a discusiones bizantinas. Era necesario pertenecer a la nobleza de toga, y provinciana, del siglo XVIII para someter los distintos regímenes políticos a un examen desapasionado. Fue el flemático barón de Montesquieu quien lo hizo. Pero su censura no alcanzó a la monarquía absolutista. Fue un inquieto e irreverente burgués de París, Voltaire, quien tomó el relevo. Una vez despejado el terreno, la cuestión que se planteó fue qué nuevo hogar se debía construir, el día de mañana, sobre los escombros del feudalismo. La burguesía, que tuvo un papel destacado en la demolición, no tenía ningún plan propiamente dicho. Fue  porque pudo aspirar a cierto beneficio marginal por lo que la nobleza estuvo dispuesta a conceder a Voltaire los títulos de historiógrafo del rey, chambelán, el sillón en la Academia, los honores y los miles de libras de renta, además de los azotes y el calabozo en la Bastilla, con los que también fue gratificado. Entonces, un plebeyo atormentado, muy sensible, de origen ginebrino [Jean-Jacques Rousseau], empezó a hablar de virtud e igualdad en publicaciones a las que la generación siguiente daría fuerza de ley, valor de realidad.

Quizá no haya siglo más terrible en toda nuestra historia que el siglo XX. Hubo otros atroces, el XV, por ejemplo, que trajo a este país la peste, el hambre y la Guerra de los Cien Años. La Beauce volvió a convertirse en bosque. Los lobos entraban en París por el Sena helado. La mitad de la población pereció. Pero el mismo cielo religioso siguió cubriendo la tierra desolada. Algunos médicos hacían comentarios sobre Aristóteles, como si nada. A la inmadurez de los medios de producción —y de destrucción— la acompañaba la sostenida debilidad del pensamiento. Le impidió ocuparse de sí mismo, preguntarse, tembloroso, asustado, si podía mantenerse a la altura de su objeto, si existía una respuesta a la pregunta que acababa de formularse.

Al siglo XX le tocó romper los límites, trangredir todas las prohibiciones —el «siglo de los extremos», como dice Eric Hobsbawm—. Se anunció bajo auspicios radiantes, atractivos, engañosos, que agudizaron  el horror en que se acabaría convirtiendo. Todo parecía sonreír a sus mayores, a los niños que nacieron al final de la Belle Époque, como se la denomina. Claude Simon nació en 1913. Francia estaba aún en la cima de su poder. Como poco, creía estar desempeñando el papel protagonista en la escena mundial que venía desempeñando desde el Renacimiento. Con su Estado centralizado y su peso demográfico, competía con sus poderosos vecinos por la preeminencia europea —y mundial—. La legitimidad de la República estaba consolidada, la Iglesia separada del Estado, la sección francesa de la Internacional Obrera,   dominada por pequeñoburgueses, reacia —como lo demostraría la Union sacrée— a explotar todas las consecuencias políticas y revolucionarias de las contradicciones que se operaban en el capitalismo. Era un asunto que concernía a un puñado de intelectuales apátridas, rusos, que parecían soñar en voz alta, en Suiza, donde estaban exiliados.

Nunca, sin duda, había mostrado el país un rostro más armonioso que entonces. Era el apogeo de la «edad de la tierra», la dulzura madura de una nación esencialmente campesina, todavía masivamente católica y, por tanto, refractaria a los axiomas luteranos de los negocios, al «cálculo racional de las posibilidades pacíficas de ganancia pecuniaria». Se mantuvo un cierto gusto, contemporáneo de la sociedad cortesana, por la producción a pequeña escala de objetos lujosos, especialmente obras de arte, que irradiaban cada vez más esplendor. Pintores, escultores, artistas venidos de toda Europa inventaron el fauvismo y el cubismo y, bajo la influencia del arte negro, es decir, del colonialismo, liberaron la investigación plástica de los cánones académicos. Mientras el país se asemejaba a una inmensa provincia campesina, apenas alterada en algunos lugares por los castilletes de las minas y el humo de las fábricas, París, blanca, aireada, pavimentada, deliciosamente habitable, brillaba con renombre universal.

Los libros escritos antes de la tormenta dan testimonio de estos veranos como ya no los hubo jamás. Son las páginas de la joven Madame Willy —Colette—; la maravillosa fuga del gran Meaulnes, que parte,  una tarde de invierno, hacia la estación del pueblo, a la que nunca llegará. Se pierde en el camino, pero su rumbo errante le conduce al misterioso ámbito en el que el pasado parece estar establecido permanentemente. Los signos se multiplican. Un camino de arena ha sido barrido en círculos regulares, como para la festividad de la Asunción. Niños disfrazados pasan junto al héroe, escondido entre los abetos, pronunciando enigmáticas palabras. Una luz verde, que ya ha visto en sueños, le guía. Y cuando, en la mañana del solsticio, despierta del sueño, amanece un día primaveral a su alrededor. Este es, más o menos, el mundo que descubrieron los inocentes de hace cien años. «No quedaba más que esperar la felicidad», escribió Alain Fournier.

La inquietud que acechaba, constantemente, en el entorno, se condensaba en los detalles. Fueron esos  emigrados rusos los que contemplaban, desde sus guaridas llenas de humo, tomar al asalto el Palacio de Invierno de San Petersburgo. Fue, después de la crisis de Tánger en 1905, durante los sucesos de Agadir, el gesto extravagante —uno más— de Guillermo II, que envió una cañonera a Marruecos. A Francia no le importó y puso al país del Magreg bajo su protectorado. Fue, también —pero ¿quién podía medir las posibles consecuencias?—, la tupida red de alianzas diplomáticas en la que estaban implicadas las grandes potencias costeras y las pequeñas e inquietas naciones de Europa Central, incluida Serbia. Fueron, por fin  —pero ¿quién lo sabe?— las profundas grietas que resquebrajaron los cimientos intelectuales, de veinticinco siglos, que habían sostenido el ascenso prometeico del último medio milenio. Un chiflado recluido en un puesto subalterno en la Oficina de Patentes de Berna [Albert Einstein] reexaminó el experimento de Michelson-Morley, datado veinte años antes. Su objetivo era medir las diferencias en la velocidad de propagación de la luz y no encontró ninguna. Dado que el experimento era técnicamente impecable y su resultado claramente negativo, se demostró que la velocidad de la luz debía tomarse como constante, y el tiempo y el espacio absolutos de Aristóteles como relativos. Pero eso no fue todo. Elevada al cuadrado, fijaba la relación entre una cantidad dada de materia, fisionable, preferentemente, si se quiere comprobar experimentalmente, y la energía en que puede convertirse.

El hecho de que las categorías a priori de la experiencia, y por tanto de la ciencia y, en consecuencia, de la conciencia, fueran despojadas de su antigua intangibilidad, no afectó inmediatamente ni a los teoremas de la mecánica clásica ni al contenido de la vida ordinaria. Sin embargo, conllevó una sombra de ansiedad que las aves nocturnas detectaron cuando desciendieron el silencio y la oscuridad. En París, fue Proust, que se comparaba a sí mismo con un búho; en Praga, Kafka, con su predestinado nombre de pájaro negro, grajo; en Dublín, Trieste y, por supuesto, París, James Joyce, que estaba casi ciego y escudriñaba las murmurantes tinieblas interiores. Enfermos, hipersensibles, perseguidos, los primeros por ser judíos en la Francia que generó el caso Dreyfus o en el Imperio austrohúngaro; el otro, por ser católico en un Reino Unido dominado por los protestantes ingleses; estos individuos constataron, como Einstein, pero en el orden del sentido, en su registro mayor, el de la gran narración, que lo que sucede escapa a la comprensión del pensamiento, o que el pensamiento —viene a ser lo mismo— descubre que le está vedado enfrentarse a lo que la evidencia muestra que sigue sucediendo y le concierne. Sabemos que uno convertirá en tema de su obra la infructuosa búsqueda del tema que no pudo encontrar, que el otro dejará inconclusas sus obras mayores —América, El castillo—, y que el tercero, incapaz de inventar una materia para una novela, reescribirá paródicamente la odisea —Ulises— del judío Bloom por las prosaicas calles de Dublín.

Sabemos lo que pasó después. El disparo de pistola de Gavrilo Princip dio la señal de inicio de la batalla campal. El padre de Claude Simon desapareció, junto con un millón y medio de jóvenes, en los campos de batalla de la Gran Guerra. La producción de riqueza, a la que el criterio de utilidad, predominante desde que el hombre empezó tomar en consideración la vida material, ya no se tiene en cuenta, enloquece. Por un lado, la gente pasa hambre; del otro, se quema café en las calderas de las locomotoras. Entretanto, los inquilinos de las guaridas de Zúrich han regresado a San Petersburgo antes de trasladarse a Moscú, al Kremlin. Pero las naciones imperiales rechazan sus propuestas de paz sin anexión. Matones y asesinos agitaron las frustraciones y resentimientos nacidos del Tratado de Versalles y comenzaron a quemar libros ante la gente, y así fue como los hijos de la Belle Époque, veinticinco años después que sus padres, se encaminaron a las fronteras para enfrentarse de nuevo al mismo enemigo. Sólo que la historia, cuando se repite —lo dijo Hegel, lo repitió Marx el 18 de brumario—, lo hace en forma de comedia. Se marchó a caballo, como en 1914, pero para enfrentarse a divisiones acorazadas apoyadas desde el cielo por enjambres de bombarderos. La orgullosa nación que celebró, el 11 de noviembre de 1918, su ruinosa y mortal victoria sobre el enemigo hereditario, fue barrida en seis semanas. Claude Simon fue capturado, como un millón de hombres. Escapó, como varios miles, y regresó a su Languedoc natal, donde se preguntó, como todo el mundo, qué le había ocurrido.

Si tenía alguna posibilidad de responder, fue porque procede de un entorno acomodado, como la mayoría de los escritores. Pero que, a diferencia de los grandes enfermizos que llevaron la narración clásica, homérica, a su brillante y destructiva conclusión en su alcoba, él es un ser diurno, preocupado por los terribles acontecimientos, todos externos, que han trastornado el mundo antiguo. Aunque procedía de la burguesía terrateniente del sur vinícola, se trasladó a España a luchar contra el fascismo junto a los campesinos pobres y los obreros republicanos. No padecía ni el asma proustiana ni la ceguera parcial joyceana, por lo que fue apto para el servicio armado. Fue a caballo, bajo las bombas, donde descubrió lo que el historiador Marc Bloch, poco antes de morir fusilado por los nazis, consideraba el rasgo inaudito y sobresaliente de la historia tal y como se hace: la intrusión de la velocidad. La antigua pareja, casi mitológica, que Claude Simon formaba con su caballo fue atacada por los tanques y los bombarderos y su escuadrón de caballería casi aniquilado.

Dos palabras, aunque él aún no lo supiera, encerrarán desde este momento la obra futura. Ya no sé en qué libro las escribirá con todas sus letras. Podrían aparecer en todas las páginas de todos los libros. Son : «¡Dios mío!». Desde 1940, y aún antes, cuando aún no era más que un pequeño huérfano, un adolescente inseguro de sí mismo, pensaba y no sabía qué pensar del mañana. Aquello de lo que fue víctima, que vio como testigo, que sufrió como protagonista, le afectó sin que pudiera decir otra cosa que: «¡Dios mío!». Se descubrió afectado por el acontecimiento, pero el acontecimiento, por su brutalidad irruptiva, por su novedad estupefaciente, aterradora, escapa al acto subjetivo por excelencia, al poder de nombrar que constituye el mundo como objeto, lo coloca a distancia, lo domina.

El estilo tan particular de Claude Simon es el resultado de la experiencia traumática de su generación. Lo que ha dicho al respecto, en numerosas entrevistas, arroja poca luz sobre lo que realmente hizo, pluma en mano, y no tiene ninguna importancia. Es un artista, y el arte, como repite Durkheim, es «una práctica pura, sin teoría». El artista, el escritor, no necesita saberlo. Para él es suficiente crear. El significado de su empeño tomará forma por sí solo, sin pasar a través de una conciencia evidente. De ahí la necesidad de una orientación crítica. El artista dictamina sobre el significado de una obra de la que no es consciente cuando está terminada y sólo puede producirla teniendo en cuenta esa ignorancia.

El estilo es una visión, inseparable de una posición social a la que la palabra remite espontáneamente — estilo burgués, refinado, llamativo... —. Es el rasgo distintivo de formas diferentes, opuestas, de actuar y pensar en las sociedades de clases. Puede permanecer unido a los gestos, a la vestimenta, a la forma de vivir, de hablar, sin reflejarse en el registro de la palabra escrita. Cuando es proyectado en este, lleva la marca de su origen y sus fundamentos —el estilo noble de la tragedia clásica, que sostiene un espejo complaciente ante el príncipe, ante su corte, el pulcro estilo burgués de las grandes novelas realistas que explican las ambiciones y los infortunios de provincianos temerarios, las costumbres de ricos comerciantes, de los usureros, de las antiguas duquesas y cortesanas, mucho más raramente de artesanos, peones agrícolas y sirvientes—.

Es razonable preguntarse si el estilo y la actitud de Claude Simon no se deben en última instancia a las carencias, siempre históricas, de su socialización. Uno se hace a sí mismo por mimetismo, por contacto directo, bajo la tutela ejemplar de aquellos a los que va a perpetuar. La conservación de la energía social exige que el hijo reproduzca al padre, que se convierta en alguien como este. Sin embargo, la imagen a la que el pequeño Claude Simon tendría que parecerse ya no existía cuando él la buscaba, con su mirada, a su alrededor, y la desaparición prematura de su madre, una desabrida burguesa cuya enfermedad y agonía describió en El tranvía, prolongó su relativa inmadurez. La indeterminación suprema de la que sus libros son producto y testigo se gestó en su infancia. Esta llevó el sello del primer cataclismo que golpeó Europa, y es con una actitud abierta y desafiante como Claude Simon, convertido en adulto, afrontará los desafíos que le esperan.

Ya sea en primera o en tercera persona, su obra equivale a una autobiografía cuyos episodios se suceden según dos secuencias cruzadas de violencia decreciente y de examen regresivo. Los escritores no saben lo que hacen. Es para saberlo que lo están haciendo. Ignoran adónde conduce su camino mientras lo abren, paso a paso, en su progresión obstinada, incierta, a través del caos de la experiencia. Están abiertos al espíritu de la época, a los debates, a las controversias que conmocionan su ámbito, a la representación de su obra en círculos cultos, cuya autoridad es, a veces, tan firme como para perturbarla, como para influir en ella. Claude Simon ya no existe. Su desaparición congeló la obra en la que trabajó durante sesenta años. Podemos ver, ahora, el proceso involutivo que condujo de sus primeras novelas —El tramposo,, La Consagración de la primavera— a la triste historia de la incipiente  infancia, que fue su último libro —El tranvía—.

Cuando la guerra de treinta años que comenzó en Sarajevo, en 1914, terminó en las ruinas de Berlín, el 8 de mayo de 1945, los supervivientes, si eran ciudadanos de una nación culta, si eran herederos de una tradición ilustrada, no pudieron evitar preguntarse acerca de lo que ocurrió. Pero eso no fue todo. El hábito de plantearse preguntas, la postura espontáneamente reflexiva y disertativa de las fracciones privilegiadas, instruidas, de la población, quedaron como paralizadas, licuadas por los acontecimientos monstruosos, realmente inconcebibles que se sucedieron ininterrumpidamente. Para alguien que nació en vísperas de la Primera Guerra Mundial, como Simon, pero también como Henri Thomas o Samuel Beckett, es evidente que la narrativa clásica, con sus principios de identidad y de causalidad, de coherencia y de continuidad, murió con el mundo cuyos contornos había estado trazando durante más de cuatro siglos. Europa, cuna de la Ilustración y protagonista de la Historia, se vio presa de una locura asesina, suicida. Recién descubierto  el horror de los campos de exterminio, el apocalipsis nuclear se abatió sobre Japón.

Claude Simon rondaba la treintena. De los treinta años que había vivido, once fueron años de guerra que le afectaron personalmente; una, la Gran Guerra, a través de su padre; la segunda, directamente. Y, además, el interludio español. En cuanto a la paz precaria que separó ambos conflictos, era evidente, para cualquiera que intentara comprenderlo, presentirlo, que no era más que un respiro entre las dos oleadas de violencia bárbara, irracional, de las que Europa se había convertido en epicentro. No fueron sólo las grandes ciudades, las viejas capitales, las que ardieron en llamas —Rotterdam, Londres, San Petersburgo (Leningrado, provisionalmente), Tokio, Berlín—, sino también la carne humana que se hizo humo, que quedó reducida a cenizas, cuando no en jabón. El curso del mundo, que había vacilado en las horas doradas previas a la tormenta, se detuvo. Solo algunas almas muy sensibles, atadas a cuerpos enfermizos, pudieron detectar, en torno a 1913, el inexplicable divorcio del curso de las cosas y la formulación que, durante una eternidad, fue de su mano, escoltándolo, iluminándolo. Cuando, superviviente de la Blitzkrieg, fugado del campo de prisioneros, refugiado en Languedoc, Claude Simon sacude la cabeza, se hace preguntas, se puede suponer que las primeras palabras que acuden, las únicas, también, a propósito lo que ha vivido, sufrido, son algo así como «¡Dios mío!». Con los venerables muros al abrigo de los cuales se meditaba desde el Renacimiento, las catedrales y los palacios de mármol, las instalaciones portuarias desde las que se había partido a la conquista del mundo, las certezas, las modalidades de enunciado, las estructuras narrativas, debilitadas desde los principios del siglo, saltaron por los aires 

El tono de los primeros libros es ya el que dominará toda su obra posterior. Cuando el malogrado pintor de nombre Claude Simon cambió el pincel por la pluma, su experiencia trágica, traumática, dictó sus textos iniciales, y lo que dicen, bajo una apariencia más o menos novelesca, es que nada es menos seguro, de pronto, que aquello de lo que uno se atreve a hablar. La abominación de la desolación no sólo barrió el optimismo razonable, las grandes esperanzas del nuevo siglo. Alcanzó también el humilde suelo de la existencia, desposeyó a la vida misma de lo único que es permanente, la conciencia desnuda, prohibida, temblorosa de la nada. Fue la totalidad del mundo, de lo que quedaba de él, incluso en sus componentes más elementales, lo que un hombre de treinta años se vio en la necesidad de reivindicar cuando, hacia 1943, juzgó que la pintura, para la que estaba destinado, no respondía a su inquietud. Fue escribiendo como pudo volver a orientarse, a reconocer el rostro oscurecido, tal vez ausente, de su destino. Así brotó  la frase titubeante, sinuosa, perseverante, que es la propia voz de Claude Simon. Es el esfuerzo extenuante, extenuado, invencible, por reconectar todo aquello que la historia, en su locura, se ha llevado por delante, empezando por el que escribe, después de haberlo hecho rodar como una piedra en su curso irresistible, incomprensible.

Actuar, como hacían los personajes enérgicos y candorosos de la novela realista, ya no era la cuestión. Los axiomas en los que se basaba la voluntad práctica han declinado con todo lo demás. El padre murió prematuramente. Franco se lo llevó. La caballería francesa fue aplastada por los tanques, un ejército completo quedó estacionado tras las alambradas, una nación beligerante, orgullosa, fue ocupada, humillada. Entonces hubo que reconsiderar la realidad, aceptar que no era lo que se pensaba ya que, de lo contrario, lo que ocurrió no hubiese ocurrido. Habríamos obtenido los resultados esperados en lugar de lo contrario o, peor aún, lo impensable —«lo innombrable», según Beckett—, que es lo que acabó ocurriendo. Desde sus primeras novelas, Claude Simon empezó a registrar las cosas más simples, aquellas en las que no pensamos y sobre las que, poco antes, el filósofo alemán de origen judío Edmund Husserl, llamaba la atención, no fuera a ser que su razón desdeñada, menospreciada, se vengara de la soberbia razón ocupada en trascendencias lejanas, en el cielo de las ideas. De entrada, no hay nada en la obra de Claude Simon que sea sospechoso de ser otra cosa que lo que parece ser y, por tanto, no es necesario incidir en su naturaleza mediante una descripción fastidiosa, metódica, agotadora. Este es el precio que hay que pagar para que lo que llamamos realidad, esta construcción ubicada y fechada, histórica,  transitoria, puede renacer de la destrucción que la ha aniquilado. En este aspecto, que es el estilo mismo, Claude Simon no dudará. Lo que cambia es el tema, o más bien, como él habría dicho, el dominio gradual, la clarificación del mismo. Los primeros libros se sacrifican aún a una preocupación estética —la del círculo, la del anillo, en La consagración de la primavera—. Evocan a estudiantes, a notables de provincias, cuya acomodada existencia, más o menos estilizada, les predispone a convertirse en personajes de novela. 

Más tarde, Claude Simon se verá más o menos implicado en el movimiento del Nouveau Roman, que se confunde con un fenómeno editorial, el de Éditions de Minuit. Nacida en plena ocupación, esta editorial atrajo a los escritores más conscientes de la crisis sin precedentes que asolaba Europa y de su impacto en la propia forma de expresión. Se plantea explícitamente la cuestión de si la literatura sigue siendo capaz de nombrar el mundo, de sostener en el camino el espejo que Stendhal le tendía. Algunos de los nuevos novelistas responden negativamente y trabajan para construir universos simbólicos autónomos, libros que sólo se refieren a sí mismos. Esta decisión, aunque las circunstancias lo expliquen, equivale a una autodestrucción de la literatura. Abandona el mundo a su irreparable confusión y sólo ofrece al lector el deleite formal, estético, de una obra plástica, definida por sus relaciones internas, en lugar de la revelación, por la liberación que trajo consigo, en Francia y en otros lugares, desde el comienzo de la Edad Moderna. El viento  y La hierba evocan este momento, mostrando los procedimientos que los escritores de los años cincuenta utilizaban para la literatura que se estaba creando. Pero Simon, al igual que Beckett, no se rinde al espíritu de la época. Sigue con su lenta reevaluación y, por efecto de la retrospectiva, de la edad, de la creciente conciencia que es su contrapartida, se acerca a aquello que inspira sus libros, a la experiencia singular, generacional, que ha vivido. Es entonces cuando las figuras típicamente simonianas emigran de la realidad, de la vida en la que las ha encontrado, enfrentado, de la confusión estupefaciente, indescriptible, de la que han surgido —los jinetes, los dinamiteros, los burgueses, los obreros agrícolas, el padre, la madre, finalmente— en el segundo y docto orden de una narración consciente de su incertidumbre histórica, del asombro —«"¡Dios mío!»—  al que se ha impugnado, palabra por palabra, en su totalidad.

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Este artículo es la traducción al castellano de: Pierre Bergounioux«Bon dieu!»Cahiers Claude Simon [En ligne], 2 | 2006. URL: http://journals.openedition.org/ccs/465.                                     DOI: https://doi.org/10.4000/ccs.465

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