Pierre BERGOUNIOUX
Desde hace cinco siglos, la literatura adoptó, en Francia, el carácter aventura colectiva. Algunas comnsideraciones que, a primera vista, le son ajenas facilitaron su despertar. De las luchas internas en el seno de las órdenes de caballería surgió el ejercicio profundo, asiduo, del pensamiento. Al principio, como simple extensión de la dinastía victoriosa, primero la de los Valois, después la de los Borbones, el Estado centralizado se reservó el uso legítimo de la coacción física. La nobleza guerrera, convertida en cortesana, se vio impedida de utilizar la espada para obtener la satisfacción de sus ambiciones. Cuando ya no puede actuar, se piensa. Un principio de termodinámica interna sustituye con la reflexión y la contención de la palabra a la imposibilidad de actuación. Un puñado de privilegiados, un terrateniente perigordino [Michel de Montaigne], un caballero de Touraine [René Descartes], un burgués de Clermont-Ferrand [Blaise Pascal], emprendieron la toma en consideración de todo aquello que podía tratar su mente, inaugurando la brillante tradición meditativa con la que, generación tras generación, no hemos dejado de comprometernos. El ensayista alemán Curtius observó que «las ideas maestras de la civilización inglesa no se encuentran ni en Shakespeare ni en Keats», que «la Reforma luterana favoreció en Alemania el desarrollo de la investigación histórica y filosófica, mientras que en Francia la literatura asumió las funciones que en otros lugares correspondían a la ciencia y a la poesía, a la música y a la filosofía». Es el único país, concluye, donde existe una «religión de las letras».
Puesto que la literatura es el ámbito en el que el país toma conciencia de sí mismo, tenemos derecho a suponer que existe una obra literaria que ha dejado constancia del trágico episodio que comenzó el 3 de agosto de 1914 y cuyas secuelas han envuelto el siglo que acabamos de dejar. Esta obra existe. Es la de Claude Simon.
Quizá no haya siglo más terrible en toda nuestra historia que el siglo XX. Hubo otros atroces, el XV, por ejemplo, que trajo a este país la peste, el hambre y la Guerra de los Cien Años. La Beauce volvió a convertirse en bosque. Los lobos entraban en París por el Sena helado. La mitad de la población pereció. Pero el mismo cielo religioso siguió cubriendo la tierra desolada. Algunos médicos hacían comentarios sobre Aristóteles, como si nada. A la inmadurez de los medios de producción —y de destrucción— la acompañaba la sostenida debilidad del pensamiento. Le impidió ocuparse de sí mismo, preguntarse, tembloroso, asustado, si podía mantenerse a la altura de su objeto, si existía una respuesta a la pregunta que acababa de formularse.
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Este artículo es la traducción al castellano de: Pierre Bergounioux, «Bon dieu!», Cahiers Claude Simon [En ligne], 2 | 2006. URL: http://journals.openedition.org/ccs/465. DOI: https://doi.org/10.4000/ccs.465
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