Los escritores contemporáneos lectores de Claude Simon: acerca de la memoria contemporánea de la novela.
Katerine Gosselin
Multitud de escritores consideran actualmente la obra de Claude Simon como una de las más importantes de la segunda mitad del siglo XX. Los numerosos homenajes tributados al autor en el momento de su fallecimiento, en 2005, permitieron evaluar la admiración que suscita hoy en día. Más allá de esta admiración, varios escritores, entre ellos Pierre Bergounioux, François Bon, Olivier Rolin, Richard Millet y Pascal Quignard, han dedicado breves ensayos a Simon, y lo citan con frecuencia en las entrevistas que conceden. Desde principios de la década de 2000, en torno a la figura y la obra de Simon ha cristalizado un discurso en el que se plantean varias cuestiones relativas a la literatura contemporánea y a la ubicación e importancia de la obra de Simon en la historia reciente de la novela.
Llama la atención la escasez de referencias al Nouveau Roman en el discurso de los que escriben actualmente sobre Simon; a pesar de que su obra incluye una veintena de novelas publicadas entre 1945 y 2001, los escritores contemporáneos se interesan sobre todo por el último periodo de la producción del autor, que va de Las Geórgicas (Les Géorgiques, 1981) a El tranvía (Le tramway, 2001). Novelas como La batalla de Farsalia (La Bataille de Pharsale, 1969) o Tríptico (Triptyque, 1973), por ejemplo, e incluso la muy estudiada La Ruta de Flandes (La Route des Flandres, 1960), están prácticamente ausentes del discurso de los escritores, a pesar de que atrajeron mucha atención de la crítica desde los años setenta hasta finales de los ochenta. Las novelas de Simon que actualmente parecen acaparar la atención de los escritores, aquellas que admiran y comentan detenidamente, pertenecen al llamado periodo "contemporáneo". En este sentido, los escritores hablan de la obra de Simon como de algo todavía próximo, pero también como de un punto de inflexión a partir del cual ubicar las obras posteriores de ese conjunto de autores.
Según Pierre Bergounioux, la obra de Simon marca un giro completo, una revolución, debido a la posición activa e implicada de su narrador. Bergounioux distingue a Simon de sus tres grandes predecesores, Proust, Joyce y Kafka, por su buena salud, que le permitió vivir directamente la guerra, la historia en ciernes:
«A diferencia de los escritores afectados por molestas enfermedades, que llevaban la narración clásica, homérica, a su conclusión […] en sus habitaciones, [Claude Simon] es un ser diurno, preocupado por los terribles acontecimientos, todos exteriores, que transtornaron al mundo antiguo. [...] No está sujeto al asma proustiana, ni a la ceguera parcial joyceana, y por lo tanto es apto para el servicio militar. Fue a caballo, bajo las bombas, donde descubrió lo que el historiador Marc Bloch, poco antes de morir fusilado por los nazis, consideraba inaudito, el hecho sobresaliente de la historia tal y como se estaba desarrollando: la intrusión de la velocidad».
Simon llevó a cabo una revolución faulkneriana en Francia:
«En 1929, Faulkner se dio cuenta de la relatividad de lo que se entiende como realidad, dependiendo de si se lo examina desde fuera, con toda serenidad, o si está implicado en ello. [….] Para quienes están ocupados por un interés vital en el presente, que es el único tiempo real, las cosas que describirá complacientemente un hombre sentado ante su mesa simplemente no existen, mientras que un detalle que […] descuidará —porque como no lo vive, no lo conoce— invadirá el campo de la conciencia. En esto consiste el avance faulkneriano. Un joven de un nuevo país reintroduce el movimiento de la vida en las estructuras de la narración».
Bergounioux muestra cómo Simon inscribe este «movimiento de la vida» en su obra confrontándolo con las estructuras narrativas existentes, que lo niegan, lo contradicen:
«Claude Simon [...] entra en la edad de oro en 1930, cuando se derrumbó el aparato conceptual de Europa Occidental. Se hace difícil relatar el cataclismo. La narración ya no está a la altura de su materia. Con extraordinaria inteligencia, confronta su experiencia con el aparato descompuesto de las categorías narrativas que ha heredado».
Esta confrontación con el patrimonio literario, que no es ni un simple rechazo ni una negación, pone en marcha una cierta memoria de la literatura, cuya profundidad subraya por su parte François Bon:
«Ellos [Claude Simon y sus contemporáneos] inventaron las formas sobre la marcha, en distintas direcciones. No es un camino sencillo. Uno puede derrumbarse en él: véase Robbe-Grillet en la Académie. Puedes someterte a él hasta el borde mismo del enigma, como en Beckett. Puedes volver a conectar con los orígenes antiquísimos de la literatura, desde Gilgamesh o la Biblia o Sófocles, en la épica, la opacidad y la furia de la aventura humana. Y es un honor para Claude Simon haberlo recorrido y atenerse a él, sin aclaraciones, pero invocando a Tolstoi o a Balzac, aceptando los efectos del zoom y del encuadre y la cinemática del cine, o la inclinación de la mirada y del tiempo que nace de la fotografía».
Olivier Rolin se pregunta, de forma parecida, cómo la gran modernidad formal de la obra de Simon consigue hacer resonar un fondo literario muy antiguo, originario: "La obra de Claude Simon [...], este gran poema moderno en el que resuenan los ecos de la literatura antigua (porque hay pocas obras en las que la antigüedad de la literatura se manifieste con tanta altura).
Para definir esta memoria de la literatura a la que se refieren los escritores contemporáneos de Simon, debemos intentar comprender cómo las novelas de este consiguen mantener presente una herencia con la que no puede hacer nada, porque se ha vuelto inapropiada. De hecho, Simon es también, para un escritor como Pascal Quignard, «el rechazo del vínculo»: «lo moderno como ausencia de conexión. Como rechazo a la conexión. Como rechazo del vínculo, incluso el social. Este tema es muy poderoso en Claude Simon. Es quizá lo que recordaré como más impactante. Lo más fundamental. La negativa a rellenar. El rechazo de la unidad. El rechazo de la exhaustividad. La anti-costura».
¿Cómo una obra que, por un lado, es decididamente «moderna» (el adjetivo utilizado por Rolin y Quignard), que rehúye la vinculación, que es la «anti-costura», puede, por otro, «reconectarse con el origen antiquísimo de la literatura», por utilizar los términos de Bon? ¿Cómo puede una obra que se niega a todo vínculo permitir que «se manifieste» —y en un grado pocas veces igualado—, en términos de Rolin esta vez, «la antigüedad de la literatura»? ¿En qué consiste esta «automanifestación», esta autopresentación de obras heredadas del pasado que permite la obra de Simon? En otras palabras, de Bergounioux esta vez, ¿cómo se enfrenta al patrimonio literario sin relegarlo al olvido?
Para aportar algunas respuestas a estas preguntas, me gustaría referirme a las declaraciones de Simon en una entrevista con Bernard Pivot , cuando participó como invitado en el programa Apostrophes, junto con el compositor Pierre Boulez. Esta entrevista tuvo lugar justo después de la publicación de Las Geórgicas en otoño de 1981. La fecha es significativa: es el comienzo mismo del periodo que más tarde se llamaría «contemporáneo», cuando acababa de ponerse en circulación la novela de Simon que parece haber sido la más importante para la generación de escritores nacidos después de la guerra, que empezaban entonces a publicar.
Al final de la entrevista con Simon y Boulez, Bernard Pivot propone abordar, a modo de conclusión, la cuestión del «progreso en la creación»; cita las palabras de Boulez en Points de repère para lanzar el debate:
B. Pivot: Pierre Boulez, usted dice que, a partir de cierto momento, «nadie se habría atrevido a ir en contra de esta idea de que la música se enriquece constantemente, de que hay un progreso indefinido hacia una especie de El Dorado futuro. Hoy en día sería difícil adoptar un punto de vista tan exclusivo». Bueno, usted no lo está abandonando del todo. Quiero decir, ¿podemos asegurar, efectivamente, que Berlioz significa un progreso en relación con Mozart, y que Boulez significa un progreso en relación con Berlioz?
P. Boulez: Eso es lo que solía pensarse antes. [...] Durante un cierto tiempo, la música que sonaba era la música del día. Cuando Beethoven redescubrió a Haendel, cuando Mendelssohn redescubrió a Bach, fue algo realmente excepcional y ésta es probablemente la primera señal de esta conciencia de la historia en la música. Antes, por ejemplo, en la época de Mozart, no existía ninguna clase de conciencia histórica [...]. A Mozart no le interesaba en absoluto la música de sus predecesores, y así fue durante mucho tiempo. En el siglo XIX se instauró una especie de «equilibrio», es decir, que un determinado periodo de la historia (que se remontaba a Bach y no más allá [...]) se ponía en paralelo con los compositores de la época. Y luego, a medida que nos fuimos dirigiendo hacia una cultura de mayores dimensiones... digamos desde el punto de vista de la «masa», la historia abrumó, cada vez más, con un peso muy determinante, hasta el punto en que, realmente... Si hay algo en la Revolución que, a veces, me complace, es que supieron demoler las estatuas.
B. Pivot: No sólo hay que ponerle bigotes a la Mona Lisa, sino que también hace falta quemar... romper el cuadro.
P. Boulez: A veces es necesario, ciertamente, desmantelar los museos. Personalmente, me parece que cuando las civilizaciones se arropan tanto con toda su vestimenta de abrigo, sudan tanto, se vuelven tan débiles, que quedan a merced de la menor corriente de aire.
Bernard Pivot aprovechó esta declaración de Boulez para reanimar a Simon, que había permanecido en un segundo plano; se dirigió al novelista, entusiasmado ante la idea de un acuerdo entre sus dos invitados:
B. Pivot (a C. Simon): ¿Comparte usted esta misma opinión?
C. Simon: No, no del todo…
La respuesta de Simon sorprende al entrevistador, pero Simon vuelve a decirlo claramente:
B. Pivot: ¿Ah, no? ¿No del todo
C. Simon: No, no estoy a favor de demoler los museos.
Bernard Pivot trató de aclarar la postura de Boulez, que tomó el relevo:
C. Simon: No, no estoy a favor de demoler los museos.
B. Pivot: No, pero... ¡era una metáfora!
C. Simon: Pero sigue correspondiendo a…
P. Boulez: Demolerlos en sí mismos.
C. Simon: ¿En sí mismos? Bueno, no... no, creo que somos herederos de todo eso.
P. Boulez: Yo prefiero ignorarlo, dejarlo ahí en un rincón, simplemente.
C. Simon: ¿Cómo puede ignorarse? Yo no puedo ignorar a Proust, lo que Proust escribió...
B. Pivot: Pero, entonces, ¿se puede ignorar a la Mona Lisa?
C. Simon: Qué va, no. Algo en lo que discreparía con Pierre Boulez es que a mí me parece que el arte es algo atemporal. No hay nada mejor. Una cabeza pintada por Cimabue o por Picasso no es mejor por ser Picasso que por ser Cimabue: es diferente.
B. Pivot: Entonces usted diría que no hay progreso en Balzac con respecto a Madame de La Fayette, no hay progreso en Proust con respecto a con Balzac...
C. Simon: No, no, hay ninguna variación.
«No estoy a favor de demoler los museos», ni en sentido literal ni figurado, afirma Simon, que parece calificar de farsa tal empeño. No tiene sentido demoler los museos, porque «somos herederos de todo [eso]» que contienen. Boulez reivindica el derecho del artista a «ignorar» este patrimonio, a dar la espalda a su presencia invasora, que percibe como una amenaza. Es en este punto donde Simon se desmarca del compositor. Esta ignorancia voluntaria le parece imposible porque está condenada al fracaso; por muy invasiva que sea la herencia, no se puede repudiar. De nada sirve destruir museos o, más moderadamente, fingir ignorancia de su contenido: hagamos lo que hagamos, deseemos lo que deseemos, las obras del pasado siguen presentes en nosotros, y esta prevalencia anula cualquier intento de aniquilación.
El ejemplo de A la busca del tiempo perdido de Proust es el que se impone en primer lugar a Simon y refuerza su oposición a Boulez; pero la Recherche es el ejemplo emblemático de todas las producciones culturales del pasado, en su infinita diversidad, como Bernard Pivot da a Simon la oportunidad de precisar. La Recherche, la Mona Lisa, una cabeza pintada por Cimabue, otra pintada por Picasso, una novela de Madame de La Fayette, La Comedia humana, etc., son obras, y no podemos pretender ignorar ninguna de ellas. Porque «somos herederos de todo eso». La imposibilidad de ignorar este patrimonio, unida a la imposibilidad propiamente moderna de renovarlo y apropiárselo, podría ser el sino de una memoria propiamente contemporánea de la literatura.
Boulez señala que la «conciencia histórica» moderna, cuyas primeras manifestaciones observa en el siglo XVIII, implica un conocimiento del pasado desproporcionadamente creciente que escapa a todo control. Evoca, para subrayar a contrario el carácter debilitador de esta conciencia histórica, dos formas de libertad artística: en primer lugar, la de los clásicos; fue Mozart quien, afirma, «no se interesó en absoluto por la música de sus predecesores»; en segundo lugar, la de los revolucionarios, que derribaron estatuas y vaciaron museos. En La Mémoire des œuvres, Judith Schlanger intenta definir la libertad de los clásicos, tal como es evocada por Boulez:
«Es muy bueno, aseguraba Kant (como muchos otros), que los modelos del gusto sean monumentos escritos en lenguas muertas. Y esta situación puede haber parecido durante mucho tiempo, de hecho, una situación ideal. Al estar aislado del mundo de los modelos por una brecha radical en el lenguaje y la civilización —de modo que es claramente imposible añadir nada a estos monumentos–, uno es libre. El dispositivo garantiza a la vez una fuente fértil y una libertad cuyo principio nos cuesta comprender hoy».
En esta «figura ideal del clasicismo» descrita por J. Schlanger, los monumentos a la gloria del pasado pertenecen a una época lejana. El clásico no siente la necesidad de «derribar las estatuas» porque su peso no alcanza a todo su presente. La distancia temporal, sin embargo, permite una libertad que Boulez considera esencial para la creación. Esta libertad se pierde ante la creciente conciencia histórica, y lo que queda es el gesto revolucionario que derriba las estatuas y rompe categóricamente con el pasado.
Lo que la entrevista de Apostrophes parece revelar esencialmente es la posición no vanguardista de Simon, que la polémica en torno a la nueva novela pudo haber ocultado durante largo tiempo. En 1981, el periodo del Nouveau Roman había, por así decirlo, concluido; habían pasado diez años desde el coloquio de Cerisy de 1971, organizado por Jean Ricardou , y faltaba un año para que se celebrara el coloquio de Nueva York, en el que los escritores, esta vez sin Ricardou, harían balance de este «movimiento» en el que se habían visto envueltos más o menos a su pesar. Lo que apareció, entonces, fue la posibilidad de formular una crítica de la vanguardia que no fuera de carácter reactivo. Frente a la oposición entre la «tradición» y la «novedad», entre la continuidad y la ruptura, que había sido la fórmula crítica aplicada al Nouveau roman desde finales de los años cincuenta, frente a esa oposición, que se había convertido en obsoleta, Simon expone, como reacción a las observaciones de Boulez, otra concepción de la historia del arte y de la literatura.
La revolución romántica, al romper categóricamente con la tradición, mantuvo paradójicamente a la literatura moderna en su «sistema», en el sentido de que derrocar la tradición presupone estar siempre determinado por ella, debido a su posición diametralmente opuesta. En otras palabras, la tradición o su derrocamiento ocupan siempre el mismo espacio, por plenitud o por vacío, por reconducción o por vaciamiento. Lo que Simon pretende construir, y que expresa de manera ejemplat su desacuerdo con Boulez, es precisamente otro espacio que reconfigure el espacio tradicional sin vaciarlo; un espacio que no establezca una continuidad con las obras del pasado, pero que «no ignore» su presencia —o más exactamente, que haga imposible ignorar esta presencia. A diferencia de Boulez, que reivindica el derecho a demoler estatuas, Simon legitima una cierta memoria de las estatuas que no sea ni asfixiante ni puramente restrictiva.
En Les Grandes Disparitions, Isabelle Daunais postula que la innovación de la novela está «del lado de lo que ve desaparecer» , del de los mundos que ya no existen, cuya memoria conserva y desde los que observa el presente. Si hay una desaparición que la novela simoniana registra, bien podría ser la de las vanguardias, en su dimensión programática; desaparición, más exactamente, de su pretensión de hacer tabla rasa del pasado. Lo que tiende a desaparecer, pues, no es el gesto revolucionario que derriba las estatuas, sino la convicción de que la demolición de las estatuas permitirá olvidarlas, eliminarlas de la memoria. La trayectoria de la obra de Simon, desde El tramposo (Le Tricheur, 1945) hasta El travía (Le Tramway, 2001), muestra precisamente lo contrario, una presencia irremediable y constantemente renovada del pasado en la memoria.
La dificultad reside en que esta presencia irremediable del pasado no ayuda a la comprensión ni a la dirección el presente. Al desvincularse de la vanguardia, Simon no aboga por una restauración. Sigue siendo resueltamente moderno: la historia del pasado no es, como escribe Jean-François Hamel en su prólogo a la obra colectiva titulada Le Temps contemporain, «el depósito de una sabiduría que proporciona reglas para vivir»; el tiempo ya no es, como lo era bajo el Antiguo Régimen, un «gran maestro», según la fórmula de Corneille en Sertorius (Sertorius, 1662). Jean-François Hamel recuerda esta fórmula y su transposición paródica por Balzac en Las ilusiones perdisas: «”El tiempo es un gran pellejo. ¡Vaya! Para nosotros también, el azar es un gran pellejo, hay que ponerlo a prueba”». J.-F. Hamel comenta que "debemos alimentar [el tiempo de la modernidad] con nuestra propia persona", porque ha perdido toda la autoridad por sí mismo: «[…] sus lecciones son inaudibles, su memoria se ha reducido como la piel de zapa [...]. El gran sueño del progreso no será para la modernidad más que la máscara de una desorientación temporal». A la mirada retrospectiva de los clasicistas, que buscan orientación en el pasado, y a la mirada prospectiva de los modernos, que tratan de orientar el futuro, que se ha vuelto imprevisible, Simon opone una mirada sobre el presente. Cuestiona continuamente el pasado, pero desde un «aquí y ahora», un punto temporal preciso que es y sigue siendo rigurosamente el presente de la escritura, y fuera del cual no pretende obtener ningún alcance efectivo. Quizá en ello radique su «contemporaneidad».
Para Simon, se trata de expresar esta presencia pura y simple del pasado, con independencia de todo vínculo lógico —cronológico—, de modo que no se pueda extraer ninguna lección, ningún sentido definitivo. El pasado no es insignificante en la obra de Simon; pero el significado que adopta es relativo al presente en el que aparece. La escritura impide, de este modo, cualquier intento de racionalización, de organización, de orden. El pasado aparece en Simon como una suma móvil de fragmentos, interpelados por el presente, susceptibles de ser combinados y recombinados sin cesar. El recorrido de la obra de Simón es el de estas recombinaciones, nunca completadas; aunque opere desde la rotura del curso del tiempo, establece una continuidad en el trabajo escritural de la rememoración. El tiempo simoniano es el presente de la escritura en la medida en que representa y reconfigura continuamente el pasado.
Esta escritura del pasado en el presente cortocircuita cualquier intento historiográfico, incluso en el campo del arte. «El arte es algo intemporal», responde Simon a Boulez; "[...] no hay nada mejor. Una cabeza pintada por Cimabue o por Picasso no es mejor por ser Picasso que por ser Cimabue: es diferente». De una modificación a la siguiente, en la sucesión de diferencias, no surge ninguna línea de evolución, ningún significado. En el arte, siempre estamos inmersos en lo diferente, es decir, en un presente puro, fragmentado, inasimilable: ninguna obra de arte puede ser asimilada por una corriente y ver a su realidad material subsumida en una historia del arte. Sólo hay algo así como un «movimiento» de las obras, que va de diferencia en diferencia.
Esta historia del arte, o mejor dicho, este «movimiento» de las obras como una sucesión de diferencias, coincide en el caso de Simon con un permanente retorno de los mismos temas. Bernard Pivot induce a Simon a explicar esta paradoja, cuando se sorprende ante él de que Las Geórgicas no sea muy diferente, en contenido, a «otras novelas»:
B. Pivot: Al final, este libro es muy novelesco, porque, después de todo, usted habla de lo que siempre encontramos en las novelas, es decir, la guerra, la muerte, el amor a la vida, por supuesto, el amor también, pero también el amor a la tierra [...]. Por último... se dice [que] usted forma parte del Nouveau Roman, pero cuando le leemos... la estructura de la novela es completamente diferente, pero encontramos en su novela todo lo que encontramos en las otras novelas.
C. Simon: Sí, ¿por qué no? ¿Por qué no?
B. Pivot: No, pero ¿eso le sorprende o no?
C. Simon: No, no me sorprende en absoluto, pienso que...
B. Pivot: Si le sorprende, dígalo... Abrónqueme, si se escandaliza...
C. Simon: No, no le abronco... no voy a abroncarle… No me sorprende enabsoluto. [...] Sí, siempre es el amor, la muerte, los celos, etc., lo que cuenta es la forma de decirlo, [eso es] lo que cambia. Por ejemplo, si coge usted un cuadro, la crucifixión de Grünewald o una crucifixión de Tintoretto, no tienen absolutamente nada que ver, y sin embargo es una crucifixión, siempre.
Simon sitúa en la base de la actividad artística una repetición temática que no excluye en absoluto la diferencia, garantizada por un trabajo formal cuyo resultado es siempre particular. En resumen, el arte es siempre lo mismo, básicamente, pero en virtud del trabajo formal siempre se convierte en otra cosa, en algo diferente.
Las palabras de Simon ponen patas arriba la idea de tradición y progreso en el arte. En el arte no hay ni tradición ni progreso: las cosas evolucionan pero siempre son diferentes. No hay ni continuidad ni ruptura completas; ninguno de los términos de estas oposiciones binarias funciona plenamente en la obra de Simon; no hay, siempre, desde el principio, más que algo diferente. Las obras se suman unas a otras en nuestra memoria sin entrar en competición, irreductibles a cualquier forma de clasificación. La concepción simoniana de la diferencia determina una memoria no jerárquica de las obras, que adopta la forma de una presentación fragmentada y discontinua de sus particularidades bajo el impulso del presente. En esta presencia de las obras en la memoria, algunas destacan, otras permanecen en la sombra, pero esta configuración sigue siendo siempre relativa al presente de la escritura en el cual y a través del cual se produce.
Para Simon, lo cierto es que las obras de arte nos afectan y, por tanto, pasan a formar parte de nuestra realidad. En una conferencia titulada «Literatura y memoria», pronunciada en 1993 en la Universidad de Queens, Simon abordó este entrelazamiento:
«La naturaleza imita al arte», como se sabe que dijo Oscar Wilde, en una formulación con mucho mayor alcance que la simple ocurrencia. [...] «El hombre (y tomo prestada esta fórmula de Faulkner) es el único animal que sólo conoce el mundo a través de los libros» (o, podría haber añadido, a través de los museos y las fórmulas algebraicas)... de modo que, como bien observa Jean Dubuffet, [...] nuestra mente sólo recibe del mundo una traducción codificada [...].
»Y por poco que intente vislumbrar en mi interior, puedo comprobar hasta qué punto mi percepción (y, en consecuencia, mi memoria) está atestada de una multitud de esas «traducciones» que, desde mi infancia, han venido a habitarme: ¿es necesario enumerar desordenadamente los recuerdos de las Sagradas Escrituras, de los cuadros que representan sus episodios, de los textos [...] que me hicieron aprender de memoria en la escuela, de la mitología antigua, de las figuras o razonamientos matemáticos, de las imágenes cinematográficas, etc.?»
De este modo, «algo “ya dicho” o “ya pintado” se interpone entre las cosas y nosotros». Lo que la novela simoniana parece representar para algunos escritores contemporáneos es un espacio en el que las obras del pasado están completamente presentes; en el que se interponen con toda su fuerza en la conciencia, pero donde esta fuerza está contenida en el presente en el seno del cual se manifiesta, fuera de toda cronología, de todo juicio de valor. Lo que perdura, en este tiempo presente siempre cambiante, ya no son las obras en sí mismas, sino la fuerza con la que se nos imponen y reconfiguran constantemente nuestro presente. Este presente, que no confiere ningún significado al pasado y que tampoco abre ningún futuro determinado, se presenta como plenamente contemporáneo; si permite una continuidad, es en la actividad memorial que lo impulsa y que protege, en ausencia de libertad, su movilidad.
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Este artículo es la traducción al castellano de "Les écrivains contemporains lecteurs de Claude Simon: sur la mémoire contemporaine du roman", de Katerine Gosselin, que forma parte del libro La mémoire du roman, un volumen colectivo dirigido por Isabelle Daunais, publicado en 2013 por Presses de l’Université de Montréal y puesto bajo dominio público el 23 de enero de 2018 en https://books.openedition.org/pum/4596
Como todo el contenido de este blog, este artículo está publicado bajo la licencia de Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España
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