30 de septiembre de 2024

De te fabula narratur

 

Tablilla cuneiforme datada en torno al año 3000 a.e.c. descubierta en las ruinas de la ciudad mesopotámica de Uruk, que revela que se pagaba a los obreros de la construcción de esta antigua ciudad con raciones de cerveza. 
Fuente: Anciens Origins

Leer: De te fabula narratur


Pierre Bergounioux


La lectura es el correlato de la escritura. Esta surgió de la necesidad, prosaica, de llevar un registro de lo que las ciudades mesopotámicas tomaban del campo circundante. Los escribas, nos recuerda el antropólogo Jack Goody, fueron en un principio «intelectuales subalternos al servicio del templo y del palacio». Les hicieron falta dos milenios y medio para emanciparse. Y fue la filosofía, charlatana truculenta salida de la ciudad hoplita, la primera en atreverse a censurar el libre uso de la mente. Sócrates, «el que no escribe», según Nietzsche, pretendía proscribir al poeta porque «imita el chirrido de los ejes, el grito de los animales, los desórdenes del amor, de la locura, y no tiene a la moralidad por regla general».


Goody insiste a continuación en los efectos discriminatorios de la escritura y la lectura en todos los grupos que las han adoptado. Desde el momento en que se añadió un código gráfico a la comunicación oral, la sociedad se dividió entre analfabetos y alfabetizados. Los que tienen acceso a los textos, jurídicos y religiosos, económicos o literarios, administrativos, técnicos y científicos, acaparan las oportunidades de beneficio en los campos correspondientes, los bienes de la salvación, las ventajas materiales y, sobre todo, quizá, lo que ya Sócrates consideraba la meta suprema: el autoconocimiento. Porque, entonces, la conciencia puede abarcar la existencia, y la necesidad, bien entendida, es el otro nombre de la libertad.


Las dos sustancias, la extensa y la pensante, del racionalismo cartesiano, las dos facultades del kantianismo —el entendimiento y la sensibilidad— pueden quizá reducirse, en parte, a la división social y a la explotación del trabajo. Desde el momento, a finales del Neolítico, en que la actividad agropecuaria generó un excedente, éste proveyó a las necesidades de una sociedad enteramente dedicada a las operaciones intelectuales, en primer lugar al registro y la contabilidad, pero también a la literatura, la religión, la astronomía, etcétera.


La magia de la escritura reside en el simple hecho de intentar salvar algo del olvido, del tiempo. Los textos más antiguos que tenemos, en escritura cuneiforme, son escrituras de compraventa, contratos de préstamo, de alquiler, censos y listas de impuestos. Pero sus tristes contenidos brillan con un fulgor distinto, más que humano, el de su fijeza en la oscuridad del pasado, a través del polvo de las épocas que han atravesado.


Las grandes etapas de la aventura en la que nos encontramos son el resultado de inventos relacionados con el soporte material de la comunicación: la escritura en Mesopotamia, el alfabeto en Grecia, la imprenta en Europa Occidental.


El que escribe puede explorar aquella tierra misteriosa, la del pensamiento, que linda con el río impetuoso, incontenible, de la vida, es decir, de la acción, de la urgencia, de la preocupación, de la amnesia. Puede hacer regresar un momento pasado del que la prisa, el cansancio, la aprensión, le habían negado la conciencia; inferir, a partir del recuerdo aproximado, imperfecto, que conserva, la realidad de lo que debió suceder; trabajar para obtener, a posteriori, la concordancia entre lo sucedido y lo que pensamos de ello, la verdad.


En virtud de la mirada retrospectiva que presupone y favorece, de la inmovilidad física sin la cual no puede haber aplicación intelectual, y de la reversibilidad que autoriza, la escritura abre al espíritu una carrera inédita, de la que las religiones monoteístas, la ciencia y la filosofía, la gran narrativa, el derecho racional, previsible, dan testimonio decisivo.


Desde hace cinco milenios, desde que la profesión de «archiveros de clavos», por utilizar la bella frase de Georges Dumézil, apareció en las ciudades de Sumeria y Arcadia, o desde hace quinientos años, desde que se inauguró la de impresor en Europa Occidental, existen dos mundos: el mundo palpable, constrictivo, opaco, ineluctable, al que estamos sometidos por el cuerpo, y su doble de papel, su imagen explícita, pensada, su versión escrita.

Se puede vivir sin libros. Hace apenas poco más de cien años que el conjunto de la población francesa se alfabetizó. Pero, como demuestran las encuestas realizadas por los organismos oficiales, la lectura regular de obras impresas sigue siendo un hábito minoritario. Una mayoría de nuestros compatriotas no ve la necesidad, no siente el deseo de buscar en los libros una ampliación de su experiencia o una explicación de su existencia. Por un extraño giro del destino, su precio los ha mantenido durante mucho tiempo fuera del alcance de la mayoría de la población, cuando eran la única fuente de información general. Hacia 1890, una novela de Anatole France se vendía a cuatro francos, pero un campesino del Macizo Central, cuyo jornal era de cincuenta céntimos, tenía que sudar durante ocho días para hacerse con ella. La difusión de libros baratos coincidió más o menos con la llegada de la televisión, y el totalitarismo de las comunidades orales primitivas sobre cada uno de sus miembros renació a través de los medios de comunicación, su intrusión masiva en la conciencia individual y en la esfera privada.


Al poder ofensivo de la escritura corresponde el evasivo de la lectura. La figura del lector que puebla el espacio cotidiano, el vagón de ferrocarril, la sala de espera del dentista, la habitación del hospital, las playas de verano, la habitación familiar, el jardín público, la pausa para comer, las horas vespertinas, los días festivos, esta figura es contemporánea del final de la Edad Media.


Su primera encarnación fue, junto a un puñado de humanistas, los seguidores de la religión reformada, liberados, por la Biblia de cuarenta y dos líneas de Gutenberg, de la intercesión unilateral, dogmática, del clero.


Somos duales, cuerpo y alma, tal y como lo experimentamos continuamente, tal y como la filosofía estableció apodícticamente antes de basar el argumento de la razón en esta evidencia. Pero esta dualidad es asimétrica.


Nuestro cuerpo es prisionero del calabozo espacio-temporal, cautivo del ahora, del aquí, entre cuyos barrotes se desliza su compañero inmaterial cuando le place para alcanzar el más allá, lo imposible, el antes, el después. Se puede vivir casi sin pensar, sufrir, dormir, olvidar, pero no se puede pensar sin cuerpo. Y basta la más mínima distracción, un latido, un ruido, una preocupación un tanto intensa, para impedirnos leer. ¿Cuántas veces nos encontramos dejando que nuestros ojos recorran la página mientras nuestra mente está ocupada, sin darnos cuenta, con algo que la roza y la aparta de los signos contenidos entre las tapas? Pero si nada inoportuno afecta a nuestra sensibilidad, si nada atrae de nuevo nuestra mente hacia el cuerpo al que está indisolublemente unida, entonces los pensamientos que nos eran ajenos y que, sin embargo, nos conciernen en grado sumo, se nos harán accesibles a través del favor de los caracteres impresos en el papel. La lectura justificaría, en dosis homeopáticas, al menos, un cierto idealismo, es decir, una determinación por el concepto, un cierto ascendiente, sobre la vida, del pensamiento.


Son, por supuesto, en última instancia, las condiciones materiales las que priman, el anclaje social de nuestra existencia lo que determina nuestra conciencia. Pero esta está sujeta a cambios.


Nuestra conciencia puede no emerger en absoluto, y nosotros seguiremos siendo extraños al mundo que habitamos, al ser que somos. También puede alumbrar ese ser de nosotros mismos que nos han asignado un tiempo y un lugar, y entonces todo cambia. Sabiendo lo que somos, percibiéndonos con la distancia en que consiste la conciencia, es posible ser nosotros mismos doblemente, es decir, también, a sabiendas, o bien reformar esa figura nuestra que de pronto vemos y no aprobamos. Llevamos a cabo una operación de este tipo continuamente, por nuestra cuenta, en las circunstancias y encuentros de la vida cotidiana que nos obligan, en palabras de Pascal, «a volver sobre nosotros mismos». Pero la misma magia poderosa que tranfirió al registro segundo, distinto, de la palabra escrita, los hechos de la civilización mesopotámica, anima la lectura cuando esta abarca las grandes narraciones. Reflejan la vida, tanto sus vastos contornos como sus más pequeños detalles, la lentitud de su curso, los momentos precipitados, dramáticos,  trágicos, en que toma su rumbo. Y es de nosotros de quien nos habla el libro.


Hay conocimientos para los que la escritura y, por tanto, la lectura, son la clave. Necesitamos matemáticos, químicos y sociólogos que nos digan exactamente cómo sus mentes se han apoyado en los registros escritos que jalonan su progreso.


Las principales aportaciones del álgebra, las leyes mudas que revelan los hechos sociales más aparentemente aleatorios, como el suicidio, los gustos alimentarios, las profesiones artísticas, nunca habrían salido a la luz sin la ayuda de la tinta y el papel. Y Eric A. Havelock, en su pequeño libro sobre los orígenes de la civilización occidental, llega a plantear la enorme hipótesis de que si China perdió la ventaja que inicialmente tenía sobre Europa, fue por la inconveniencia de su sistema gráfico. Desde que los griegos, en el siglo VII a.e.c., perfeccionaron la notación literal de los sonidos —y ya no de las cosas—, bastan unos meses para que un niño de seis años descifre todo lo que cae bajo su mirada o escriba lo que quiera. Se dice que hay ochenta mil ideogramas, y algunos mandarines se enorgullecían, a lo largo de la historia, de poseerlos todos. Aprendían tres cada día, hasta el punto de que a los setenta años los conocían todos. Pero no les serviría de nada este prodigioso conocimiento. Sus vidas habían terminado.


En las sociedades sin escritura, la memoria personal, encarnada, viva, alcanza una extensión, un grado de fidelidad, que nosotros hemos perdido. Los aedos, los rapsodas que compusieron la Ilíada y la Odisea bajo el nombre genérico de Homero eran capaces, parece ser, de memorizar los miles de versos que recitaban, por las tardes, ante las reuniones de artesanos, de pescadores, de pequeños propietarios de tierras del Peloponeso y de las Cícladas. Pero en aquella época, la gran literatura se limitaba al mundo griego, y los poemas homéricos eran su pilar fundamental.


Mucho antes de que se hiciera realidad, antes de trastocar nuestras costumbres y nuestros intercambios, nuestros cálculos, nuestras expectativas y nuestros temores, nuestras esperanzas, llegó la globalización, nos sorprendió, nos cambió a través del papel impreso. Una arbitrariedad cultural que nos pertenece, una peculiaridad intelectual que se remonta al Renacimiento, nos lleva, en Francia, a rechazar esta misma arbitrariedad, a negar esta particularidad en nombre de un cierto universalismo abstracto. No pasó mucho tiempo antes de que un terrateniente perigordino admitiera que los primeros caníbales que habíamos visto tenían un coraje que igualaba al de los antiguos romanos, una preocupación por la igualdad que hacía odiosas, por contraste, las disparidades de la fortuna, la proximidad de la mayor opulencia a la peor miseria que el reino podía ofrecer. Otro barón de Aquitania, Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu, se toca con un turbante para echar a sus compatriotas la «mirada distante» (Lévi-Strauss) de un persa. Un burgués de París adoptará, por su parte, la mirada mordaz, feroz, de un Hurón.


Otros escritores, en el siglo siguiente, se exiliarán veinte años de un país sometido a la dictadura imperial o se enfrentarán, en nombre de la Justicia, de la Verdad, de esas abstracciones, al Estado Mayor y a la razón de Estado, al antisemitismo virulento, a los sectores más reaccionarios, más chovinistas, de la población.


Una última cosa. Al final de Fahrenheit 451, Ray Bradbury imagina que, bajo el régimen atroz de los quemadores de libros, la transmisión de la cultura se lleva a cabo de boca en boca, en la clandestinidad. Truffaut lo convirtió en película. Es un pálido día de invierno, bajo un bosquecillo áspero, gris, desolado. Unos hombres ancianos, macilentos,  cansados, con los rasgos hundidos, la ropa hecha jirones, enseñan, frase tras frase, de memoria, los clásicos de la literatura universal a unos niños. Su nombre es el de la obra que se saben de memoria y que intentan transmitir bajo la lívida luz, al fondo del bosque. Ahí están Les Possédes, Le Procès, À la Recherche du temps perdu, y todos los demás, los textos menores, los autores modestos, «el más desconocido de todos los libros», como habría dicho Michel Foucault. ¡Qué consuelo no podemos sacar de este escenario invernal, del agotador trabajo de aprendizaje oral, palabra a palabra, los cientos de miles, los millones de páginas en las que se ha depositado la experiencia del pasado frente al que tenemos que decidirnos si queremos llevar, tan libremente como se nos permira, nuestra existencia, vivir el presente! Nos damos cuenta con emoción, con gratitud, como suele ocurrir cuando se lee, de que existen los libros.

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Este artículo es la traducción de «Lire: De te fabula narratur», de Pierre Bergounioux, publicado en el número 26 de la revista Modernités, publicado por Presses Univertitaires de Bordeaux bajo el título genérico de Le lecteur engagé y dirigido por Isabelle Poulin y Jérôme Roger.

EAN (publicación papel) : 978-2-86781-465-5 

EAN electrónico : 979-10-300-0417-5 

DOI : 10.4000/books.pub.2654


El título hace referencia a la frase «Quid rides? Mutato nomine de te fabula narratur», «¿De qué te ríes? Si cambias el nombre, la historia habla de ti», perteneciente a las Sátiras (I, 1, 69) de Horacio. La versión que escribe Pierre Bergounioux en este mismo artículo es: «Et c'est de nous que nous parle le livre», «Y es de nosotros de quien nos habla el libro».


Como todo el contenido de este blog, este artículo está publicado bajo la licencia de Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España

18 de septiembre de 2024

Theodoros


Theodoros. Mircea Cartarescu. Editorial Impedimenta, 2024
Traducción de Marian Ochoa de Eribe

Desde la publicación en castellano del inabarcable, inclasificable Solenoide (2017), cada edición de un nuevo libro de Mircea Cartarescu, uno de los mejores escritores de ficción europeos de nuestros días, se ha convertido, para este lector, en un acontecimiento; una vez seducido por la prosa multiforme —un texto que se multiplica a medida que avanza y que se expande en su interior más de lo que podemos ver a simple vista— de Solenoide y por la ambición estilística de la trilogía Cegador —de anterior publicación originalmente a aquella, pero que en castellano leímos después—, y excluída de la ecuación la poesía y la narrativa breve, en la que no he conseguido entrar, lo que podía esperarse del rumano era una madurez escritora en la que el autor, cuya habilidad narrativa había quedado ampliamente demostrada, reincidiera en el espacio que había dejado entre Cegador y Solenoide depurando su método y abarcando ficciones creativas con este estilo visionario cuyo dominio había demostrado, y, tal vez, siguiera explorando ese territorio ignoto que situamos entre los sueños y la realidad observable. Pues no. Theodoros no tiene nada que ver con esto; de hecho, no tiene nada que ver, en opinión de este lector, con nada que haya escrito hasta la fecha; esta es, por supuesto, una apreciación personal, pero desafío a los lectores que, aparte de ciertas, aunque escasas,  similitudes estilísticas, busquen puntos de contacto evidentes entre esta y los títulos citados con anterioridad.

«En nuestros días, el contrabando de poesía (como se llama el traslado de poesía por barreras y fronteras, en barricas de arenques, en tacones de zapatos huecos, en maletas de doble fondo o engullida por gente a sueldo que la sacará luego por la parte de abajo) se ha extendido por todo el mundo, y los que se embriagan con su humo amargo son ahora multitud, están en palacios y cabañas con los ojos en blanco, recitando versos alados. Los poetas son raptados en todos los países e introducidos de veinte en veinte en un sótano para que canten sin parar, como los canarios con los ojos taladrados para que su canto sea más dulce, y los hombres de los bandidos copian en un papel lo que ellos recitan y lo venden a precio de guayabita y de pimienta de Jamaica. Ay del poeta que se haga famoso: es azotado día y noche para que su lamento sea más lastimero y el remedio de su alma sea más perfecto. Pocos de ellos pasan de la edad juvenil, pero es asombroso que nunca se quejen de sus suplicios, pues afirman que solo a través del tormento se riegan los lirios perfumados de la poesía. Así mueren felices después de que les hayan extirpado las huevas rebosantes de las elegías, las églogas, las sátiras, las fábulas y los ditirambos que les reportan una fama inmortal».

La primera sorpresa —no había leído nada acerca de Theodoros, ni siquiera el blurb del editor que acompañaba el envío—, seguida, lo reconozco, por un gesto, que llegó a ser explícito, de incredulidad, se resume en una pregunta: ¿cómo, una novela que empieza con la muerte del protagonista? 

«[...] ahora, el glorioso día de Pascua, en el Año del Señor de 1868, después de cumplir medio siglo en el que te has ocupado de una única cosa, conquistar el mundo a costa de perder el alma, te quedan tan solo la soberbia, el odio, la voluntad cruel de caminar sobre cadáveres, esta vez sobre tu propia carroña, todavía vivo pero muerto ya, muerto en tu mente y muerto para tus manos, que ahora tiemblan, mas no lo suficiente como para no realizar su cometido, y que buscan ya el frío del cañón, de la cresta y del gatillo como busca una boca un hilo de agua fresca».

Una muerte por propia mano —verídica— que lo convierte en leyenda, y hace que su historia pase a formar parte de «todas las historias que brillan como los hilos de oro en el eterno bastidor de los días y las noches». 

Pero esa primera pregunta no agotó la perplejidad, al fin y al cabo, hay excelentes novelas,ás clicas y contemporáneas, que empiezan in media res o con la muerte del protagonista; había otra duda: ¿Más de seiscientas páginas con un narrador omnisciente en segunda persona? Inmediatamente después, la pregunta inevitable: ¿quién es el narrador? 

[P. 69]: «[...] nosotros lo recordamos todo también por ti, Theodoros, cada instante de tu vida y de la del mundo, pues nosotros [...] podemos ver las historias incluso desde el momento en que todas formaban una sola, un hilo trenzado con todos los hilos, que brillaban con todos los brillos, estañados con todos los estaños, que tenían la suavidad del lino y la aspereza de la lana y el aroma del cáñamo y la transparencia del estambre y los colores del algodón teñido, antes de que se extendieran entre los hilos del telar, destrenzándose y trenzándose en la urdimbre de los días y las noches, de la leche y de la sangre, del sol y de la luna y de las estrellas, donde se entretejen las vidas de los reyes y de los monjes y de los campesinos, de los carpinteros y de los sombrereros y de las santas y de las putas y de los mendigos, de los que sufren en el infierno y de los que brillan como el sol en el Reino de los Cielos, formando un solo tapiz abigarrado y bendito, en el que tu vida no es sino un manuscrito entre miles de manuscritos, brillantes como piedras preciosas, de la Creación».

Un narrador acerca del que no quiero desvelar más información —en todo caso, muy poco confiable, a pesar de su condición—, pero que, en su nombre y en el de sus colegas, deja en evidencia su papel de deus ex machina que ha salvado en innumerables ocasiones a Theodoros para preservar su papel en la historia pero que, a veces, parece lamentarse como si la decisión de arrancarlo de los brazos de la muerte, que no fue suya sino, por lo que se intuye, de Estancias Superiores, no acaba de corresponder con la que Theodoros merecería, si su futuro hubiera estado en sus manos:

«¡Tienes motivos para darnos las gracias, Theodoros, pues estás en el meollo de este relato y no podías morir ahora, aunque merecerías no haber llegado siquiera a nacer, hombre de todas las victorias inútiles que guían hacia el fuego inextinguible de la Gehena! Vimos el miedo que apestaba como una mofeta en tu espíritu y tendimosnuestras manos blancas, con uñas de luz, hacia lo que estaba sucediendo abajo, en la gran esfera de aguas brillantes».

Estas y muchas más preguntas que van surgiendo en las primeras páginas del libro quedan respondidas a lo largo de su lectura. Otras, no; es cierto que puede tratarse de preguntas retóricas, pero este lector no ha podido evitarlas: ¿es, realmente, Cartarescu un escritor de la primera mitad del siglo XXI? Esa prosa alambicada, rica en adjetivos, exuberante en subordinaciones, ¿quién va a leerla, quién va a evaluarla en su justo mérito si, para los que dirigen los destinos de la literatura, es una prosa anacrónica, y para los que dictan el gusto, incomprensible? ¿A dónde va ese escritor procedente de lo que fueron los arrabales de la Europa soviética, con esa cantidad incalculable de presunción, si su incomprensible jerga, que no es ni el imperial inglés ni el maltratado español ni el pretencioso francés, no sirve más que para pedir el pan o para canciones de cuna o para que asusten los monstruos de los cuentos infantiles? ¿Quién se animará a sumarse a la fiesta lectora que es Theodoros? Hace años oí por ahí —no puedo recordar si el comentario era de un escritor, de un arquitecto o de un cocinero— que, dado que es imposible sustraerse de la influencia de la tradición —el denostado Harold Bloom escribió un libro sobre esto—, el creador contemporáneo puede tomar dos caminos a la hora de llevar a cabo su trabajo: uno, el fácil, es copiar y plagiar; el otro, el más difícil, pero el único que realmente desemboca en una obra artística, es imitar y emular; en este sentido, Cartarescu ha destilado de la ingente producción novelística del siglo XIX, el siglo de oro del género, las esencias que justifican esa calificación y, mediante el uso escrupuloso de algunas de las innovaciones formales generadas a partir de la segunda década del siglo posterior, ha escrito una novela destinada a pasar a la posteridad de un género que, con ese tipo de contribuciones y en contra de las recalcitrantes profecías de los arúspices de la pospos(etc.)modernidad, se resiste a dejar de existir.

«El Archipiélago brillaba en todo su esplendor aquella tarde infinita. [...] para los ojos de carne no hay paisaje más encantador que el del mar bañado en la luz. Cada cresta de ola de las miríadas que rodean los islotes, las rocas y los barcos con las velas hinchadas, menudos como insectos sobre la superficie infinita de las aguas, refleja la gloria celestial de miles de formas, en brillos juguetones y en brasas afiladas como agujas y en el vaivén de los destellos, de tal manera que la carne traslúcida de las olas, ultramarina y verde turquesa y cristalina como la esmeralda, en continuo temblor y agitación y pasión por el acoplamiento y el gemido de la agonía, las capas superpuestas de agua pesada y límpida como la piedra de los anillos, son el fantasma que todos los mortales portan tanto en el alma como en el cuerpo, pues la sangre es la reminiscencia del mar en los cuerpos. El mar es un único animal vivo, una medusa transparente cuyos brazos abrazan islas, promontorios y continentes, otorgándoles un brillo sin par».

Oscilando permanentemente entre realidad y ficción, el libro se divide en tres partes tituladas con los tres nombres del protagonista: Tudor, un chiquillo de origen valaco que intenta sobrevivir a base de pillerías; Theodoros, un joven forajido, salteador de caminos y pirata en las islas griegas; y, finalmente, Tewodoros, general y posterior emperador de Abisinia. Pero, ¿quién es en realidad ese personaje? ¿El hijo de una familia noble, respetada e influyente, descendiente del linaje del rey Salomón y la reina de Saba, cuyas circunstancias aparecen con profusión —incluyendo las referencias a las distintas ubicaciones del Arca de la Alianza, oculta, según la tradición etíope, en una iglesia de ese país —?:

«Te demoraste largo rato en la página del Libro del esplendor de los reyes en la que, con las palabras más entusiastas que habías oído jamás, estaba descrita el Arca, el objeto sagrado con el que habías soñado toda tu infancia, desde que adivinaste por primera vez  su pálida sombra de la sombra de una sombra en la iglesia de Ghergani, en forma de una pequeña iglesia de plata idéntica a la grande y en la que no se encontraban las tablas de la Ley, sino la mandíbula enmohecida de un mártir búlgaro o griego del que nadie había oído hablar. Habías soñado con el Arca a lo largo de los siete años de tu apogeo como pirata, cuando vagabas por las aguas de zafiro y esmeralda de las islas helenas, escribiendo cartas a tu madre, Sofiana, sobre las maravillas de aquellos lugares, sobre la flota cantora y sobre los habitantes de la bala dirigida a tu pecho en el golfo de Potamos, y sobre el-que-ha-escrito-todos-los-libros, y sobre las velas de los veleros maravillosamente pintadas por Sisoe, y sobre tu ascenso en los rangos nobles y militares, y muchas otras invenciones piadosas, mintiéndole para que se alegrara, pues no podías hablarle de tus asesinatos y tus pillajes de cada día».

¿O el chiquillo concebido en pecado por su madre, en la unión ilícita entre criados, doncella de Marita, una gran señora, y Gligorie, criado de su marido, Tachi Ghica, pero oficializado por el matrimonio de ambos, con el permiso de los señores, y bautizado como «regalo de Dios», Tudor en rumano, Theodoros en griego? Por cierto, las referencias al Antiguo Testamento —la religión oficial de Abisinia era una variante ortodoxa del cristianismo; de hecho, Theodoros es introducido en los secretos de la religión, principalmente en su vertiente punitiva, ya que los castigos terrenales no consiguen corregir su rebeldía, pero en la que encuentra aún más razones, en este caso, sancionadas por una autoridad incuestionable, para su indomabilidad— y a otros libros sagrados de la tradición local, reales o inventados, el Kebra Nagast o la Historia del rey Skinderu, ¿qué porcentaje de fiabilidad se les puede atribuir? ¿Qué se esconde tras la misión autoimpuesta de Theodoros consistente en buscar en las islas del Archipiélago las letras escondidas que forman la palabra SAVAOTH (Tzebaoth)? 

Lo de realidad y ficción tiene que ver con que a mitad del siglo XIX existió, realmente, un emperador abisinio con ese nombre, pero cuyo pasado, incluidos sus ascendientes, ascenso al poder y contribución a la unificación y pacificación de la actual Etiopía poco tienen que ver con el personaje protagonista, ya que, en realidad, Theodoros, un impostor, fue un chiquillo harapiento procedente de la «brumosa Valaquia», tan alejado de la descendencia del rey Salomón como de la legendaria reina de Saba; de hecho, entre las intrigas, numerosas y de diversa explicitud, que Cartarescu va dejando a lo largo de la novela —la mención a «el divino Odiseo del bardo de Éire»; o el párrafo repetido literalmente al comienzo de la novela, en boca del narrador, y como mensaje recibido del interior del Arca de la Alianza más de seiscientas páginas después; el relato de la batalla de Debre Tabor, un enfrentamiento real, en 1842, entre Dejazmach Wube Haile Maryam y Ras Ali II, el regente del emperador, que Cartarescu da por no librada porque los ejércitos enemigos se asustaron, tres veces, al verse frente a frente; o la premonición del futuro y de la grandeza que esperan a Theodoros en Etiopía gracias a una visión, un nombre y la ayuda de un viejísimo anticuario armenio y de un indescifrable mapa: su destino—, existe una que pone en evidencia esa impostura: cuando Theodoros  está leyendo el Kebra Nagast, conoce a un tal Kassa Haile Giorgis de Dembia, con quien, nos informa el narrador, congenia inmediatamente; en realidad, es el nombre de nacimiento del Theodoros real, procedente de la provincia de Dembia, el que llegará a ser emperador de Abisinia bajo el nombre de Tewodoros II; pero este no nos interesa, el Theodoros que reclama nuestra atención es el farsante, el que disfruta de una coronación bonapartiana, en cuyo relato nuestro ínclito narrador nos hace un conciso resumen de su pasado:

«La iglesia de la Virgen María estaba ahora sobre las nubes, y al fondo de ella el arzobispo de la Iglesia tewahedo, enredándose con los largos faldones de sus vestiduras de color azafrán, sobre las cuales la casulla bordada con perlas amarillentas parecía una alfombra antigua, te entregaba a ti, al hijo de Gligorie el Bonetero del desconocido país de Valaquia, a ti, un salteador de los bosques de la banda de Jianu, a ti, pirata durante siete años en el Archipiélago heleno, a ti, el embustero hijo de la vendedora de kosso de la región de Qwara, a ti, shifta, bandolero y asesino en la cristiana tierra de Etiopía, a ti, un don nadie y un nada de nacimiento, pero elegido por el destino para convertirte en rey en este mundo vil y engañoso, a ti te entregaba ahora el arzobispo la bendición de los hombres y de los ángeles [...]».

Aunque tanta imaginación, desbordante, no excluye la realidad de la existencia de dos mundos contemporáneos enfrentados a través del progreso técnico de occidente en contraposición al atraso temporal del reino de Theodoros, ubicado todavía en la época oral, de los mitos y las leyendas,  contra la imaginación en tono heroico, casi fantástico, en el que la verosimiltud se sacrifica a la coherencia interna del relato; una mezcla perfecta que combina los cuatro mundos en los que se mueve, con parecida habilidad, el protagonista: el de los cuentos que le contaba su madre, el de los iconos pintados en la pequeña iglesia del pueblo, el mundo terrenal y el mundo de sus sueños. 

De hecho, el fundamento de las novelas es la falsedad, de tal modo que cualquier elemento falso introducido en una historia real contribuye a la magnitud de la obra. Hay otros fragmentos que muestran la riqueza del producto final, en el que, como es de general conocimiento, poco importa la veracidad y sí, fundamentalmente, la verosimilitud —un desafío mayúsculo, del que sale victorioso el autor, teniendo en cuenta los elementos que pone en juego—; por citar solo algunos: la historia real de Joshua Abraham Norton —la imagen especular de Theodoros en el centro del sistema, nacido el mismo día que él; su aparición, en la época de pirateo de Theodoros, representa la occidentalización y globalización del relato—, autoproclamado emperador de los EE. UU. de América el 17-9-1859 y reconocido por Tewodoros II; dueño también de un pasado mítico, del que se encargaron de dar cuenta algunos periódicos de San Francisco, que, en realidad, no tiene nada de heroico; pero el contacto con Thedoros sí que es cierto, tuvo lugar en el Archipiélago, y salvó su vida debido al olor a especias que exhalaba su cuerpo. O el relato más completo, de la pluma del propio Theodoros, el más coherente, el que hace a su madre, mediante cartas, contándole sus aventuras desde su partida hasta su reinado, unas cartas a las que su madre responde con hojas en blanco porque no sabe qué palabras emplear para contarle cómo se siente, pero para que sepa que está viva y que lo ama; también es el más falso: «Y ahora es jueves y me apresuto a continuar con la historia que te estoy contando, verdadera y maravillosa, pues, ¿cómo iba a mentirte yo, querida madre?»; aunque están también las cartas que no escribe, entre las cuales destaca aquella que redacta el propio narrador en la que resume su reinado:

«[...] no le habrías escrito, pues ¿qué podías escribirle? ¿"Madre querida como la luz de mis ojos, debes saber que tu hijo se ha vuelto un infame y ha vendido su alma por unas monedas como hizo en otra época Judas Iscariote, que ha manchado de sangre el icono de la Santísima Virgen con el niño en el regazo, que ha quemado iglesias con sus santos y todo, que les ha cercenado las manos y los pies a unos cristianos todavía vivos, que los ha ahorcado y les ha arrancado los testículos solo por unos supuestos, unas imaginaciones y unos sueños, que ha deshonrado a princesas y reinas, que ha colocado bajo un yugo insoportable a su pueblo y lo ha azotado con látigos y escorpiones, que no se ha atrevido desde hace años a arrodillarse delante de su lecho con su reina altiva, pero llena de celo religioso, para rezar el padrenuestro con ella, que no ha habido mentira ni traición ni perjurio ni trampa tendida a sus semejantes que no haya cometido en el nombre y el desprecio de la ortodoxia, sobre la que tanto me hablaste en otro tiempo, cuando estaba pegado a tu cuerpo, más amado que la vida, cuando creía que sería un hombre bueno porque tú eras buena y mi padre era bueno"?». 

El final, tal como merece la novela, no solo es brillante en la forma, sino también apoteósico en el contenido —y que conste que no  ha de ser fácil hallar una conclusión conveniente que esté a la altura del libro—, cerrando de forma maravillosa una experiencia lectora sublime.

«Hemos escrito todo en el libro de tu vida y de tu mundo, tal y como hemos escrito también los libros de todos los que conforman la muchedumbre infinita delante de Jerusalén, pues ha llegado el momento de hacer una confesión: no hay un único Juicio, sino miríadas de Juicios, uno para cada mortal. Hay miríadas de libros de la vida, uno para cada pensamiento nacido de un cráneo humano, ya que cada pensamiento está envuelto, como el gusano de seda, en su mundo, vivido y soñado por él, y nosotros escribimos todos los libros a la vez para presentárselos, con veneración, al Gran Lector que es el Todopoderoso». 

He calificado la experiencia lectora como sublime porque, con independencia de la trama, Theodoros es un relato de relatos, una novela de novelas, que combina, con evidente maestría, los cuentos orientales, la tradición europea de las grandes novelas clásicas por episodios —otra vez el siglo XIX—, las fábulas y relatos árabes tradicionales, los autores occidentales, desde los que han fraguado nuestra identidad mediante los relatos hasta los escritores más recientes que han puesto la imaginación al servicio de las historias que cuentan por delante de cualquier otra consideración literaria; por citar solo algunos, por orden cronológico: Homero, Las Mil y Una Noches, el Decamerón y los Cuentos de Canterbury, y las incursiones en la narrativa histórica de Umberco Eco, Gabriel Garcia Márquez, Marguerite Yourcenar o los más recientes Wu Ming y Olga Tokarczuk. Mediante del recurso a una narración marco desarrollada a través de la técnica del relato dentro del relato, Cartarescu consigue contar una historia mediante el encadernamiento de otras historias —las cartas a la madre, la historia de Salomón y la reina de Saba, la peregrinación por las islas griegas en busca de las letras...—, que sirven de eslabones para un grandioso producto final.

16 de septiembre de 2024

Preferencias

Preferencias. Julien Gracq. Shangrila Textos Aparte, 2024
Traducción de Manuel Arranz. Prólogo de Alberto Ruiz de Samaniego
Préférences. Éditions Corti, 1961

Hace aproximadamente cuatro años, la Asociación Shangrila Textos Aparte publicó su primer Gracq, La forma de una ciudad; después vinieron Un bello tenebroso La orilla de las Sirtes; el fondo relativo al autor se completa con un libro de Entrevistas, una biografía de Jean-Louis Leutrat y, recientemente, este Preferencias, compuesto por catorce ensayos sobre literatura, una selección de los publicados entre 1947 y 1960 —la ubicación temporal de la primera publicación es relevante—, en los que queda de manifiesto tanto su erudición como el radicalismo desde el que expresa sus opiniones; y ambos son igualmente sugestivos. Los artículos incluidos pueden agruparse en dos categorías: los relacionados con la literatura en general —con especial mención al más extenso, «La literatura en el estómago»— y los dedicados, con cierto detalle, a un solo escritor.

La primera impresión general sobre los textos de Preferencias es que, en cuestiones literarias, Gracq se encuentra condicionado por la interpretación nietzscheriana de la dicotomía entre Apolo y Dionisos, entre la claridad, la luz de los escritores franceses del período clásico y  el éxtasis y la emotividad del Romanticismo alemán; su elección, explícita, se decanta por este último, pero podría decirse que la influencia del primero es una corriente subterránea que recorre todo su trayecto crítico. Anacrónicamente romántico, Gracq cae en el error de la dualidad excluyente al situar, en el campo literario, a la imaginación por encima de la racionalidad, como si fueran disociables. Esta orientación teórica, sin embargo, queda puesta en cuestión ante su propia obra literaria, que si bien plantea temas que podrían inscribirse en una orientación ciertamente romántica, su tratamiento formal está más cerca del denostado nouveau roman que de los epígonos de un Romanticismo que, en sentido estricto, nunca ha sido francés.

La disonancia, pues, que muestran sus ensayos en relación con su propia obra no tiene ningún cariz peyorativo: uno puede reconocer las aportaciones de los precursores, incluso admirarlos, pero ello no le obliga a intentar emularlos, ni siquiera a seguir los caminos que abrieron; el mejor homenaje, el reconocimiento deseable, no es hacer lo mismo que hicieron ellos, sino hacerlo con la misma perfección.

Por cierto, puede sorprender al lector español la acritud con que Gracq trata al sistema literario francés, a los autores y a los lectores, al compararlo con el que se ha desarrollado a este lado de los Pirineos —y especular en cómo lo habría tratado el autor francés—. Gracq de queja de que en Francia no se lee, aunque, en realidad, de lo que se queja es del estado de la edición en francés —el artículo se publicó por primera vez en 1949—, y del poco caso que se hace a los nuevos escritores —aunque, unas líneas después, arremeta contra la proliferación de autores inéditos—, frente a la práctica idolatría hacia los que han alcanzado el estatuto de clásicos —aunque nadie los lea pero sigan manteniendo su categoría de ineludibles—; una de las razones de esta realidad es, para Gracq, evidente: la crisis de la crítica literaria.

«La acuciante demanda de grandes escritores hace que prácticamente cualquier recién llegado parezca salir de un invernadero: se dopa, trabaja, se fustiga: quiere estar a la altura de lo que espera de él, a la altura de su época. El crítico, por su parte, no quiere quedarse atrás: cueste lo que cueste, descubrirá, pues esa es su misión —esta no es una época como las demás—, cada semana necesita algo que arrojar a la arena a toque de corneta: un filósofo tahitiano, un grafiti de presidiario, Rimbaud redivivo; se diría a veces, en la juerga ritual y multicolor en que se ha convertido nuestra "vida literaria", que es como una trompeta enloquecida que produjera todos los sonidos por miedo a dejarse alguno: la salida del toro de lidia y la del caballo del picador. De esta manera es como solemos ver la "salida" de un escritor nuevo dándonos el penoso espectáculo de un jamelgo tratando de levantar lúgubremente su grupa en medio de un petardeo teatral de látigos de circo —no hay nada que hacer—; es suficiente con una vuelta a la pista, huele a cuadra como nunca, y ahora corre buscando su pesebre; ya no sirve más que para repetirse, o de relleno en un jurado literario donde a su vez incubará el año próximo algún otro "potro" con las patas flojas y los dientes largos».

La misma crisis se cierne sobre los otros elementos del entorno literario: el lector para quien lo verdaderamente importante no es leer, sino hablar de literatura; el escritor, incapaz de dejar de escribir después de su primer libro publicado, aunque no tenga nada más que decir.

«Como el Sena, en París, la obra de un escritor [francés] también transcurre entre libros: los libros que han escrito sobre él».

Es más perjudicial para la literatura el público que lee que el que no lee; y, sobre todo, para la reputación de un escritor, un componente que debe representar un personaje, incluso antes de tener talento, y aunque no llegue a tenerlo nunca.

Gracq lamenta la imposibilidad de reconocer, a partir de 1840, a un gran escritor, y apunta a varias razones, a cuál más inspirada: la absurda profusión de gente que escribe; la decreciente importancia que se le reconoce a la tradición, literaria y no, sea para seguirla o para transgredirla; que la crítica, pendiente más de la forma de su discurso que de su contenido, ya no sepa discriminar entre alta y baja literatura, la «literatura de creadores» de la «literatura de intermediarios»; el progresivo deterioro, cuando no indisimulado menosprecio, del sustrato cultural acumulado; y la progresiva relevancia de la técnica en detrimento de otros factores cuando menos igual de importantes en la obra literaria y también, en general, artística.

«Tenemos mucho que perdonar a los escritores, porque no saben siempre lo que hacen, y mucho también a los críticos, porque no saben explicar claramentelo qué  hacían los escritores de la antevíspera. De esta manera se producen más de una vez, tanto en la historia como en la literatura, esos momentos de profundo malentendido, en que las cornetas siguen tocando paso de carga cuando las tropas están ya apagando fuegos».

En cuanto a las novelas de su época, Gracq se lamenta de que las tres influencias más determinantes tengan en común una cierta desestimación de la relevancia de la condición humana; tanto en las novelas de Malraux como en las de Sartre, pero también en el nouveau roman, se presenta una secesión del hombre de la naturaleza humana —una vinculación que sí se daba en sus precursores— que conduce a una irrelevante artificiosidad, y les augura poco futuro porque la fuerza intensa con la que han irrumpido no podrá mantenerse durante mucho tiempo: demasiadas cosas excluidas —Gracq dice «echadas por la borda»— para lo que quede tenga entidad suficiente como para perdurar.

Lautréamont —el autor de Los cantos de Maldoror— es denominado por Gracq «el gran descarrilador de la literatura moderna». En su artículo sobre el escritor, Gracq lamenta el abandono de los estudios literarios sobre la Edad Media en beneficio del período de las Luces.

«Contra esa camisa de fuerza que las costumbres burguesas imaginan en el poeta con el nombre ambiguo (nombre que se sacraliza, pero sobre todo que aisla) de "genio", se alzará un día la reivindicación inflexible de Lautréamont: "La poesía debe ser hecha por todos. No por uno", reivindicación que revela en él el sentido agudo de la necesidad de una conquista de lo irracional, despojado de sus tabús y oropeles sagrados; conquista hecha en común y paralela a la liberación social colectiva».

Lautréamont es inscrito por Gracq en la liga de los rebeldes precoces, como Rimbaud y Jarry, una rebeldía que tomó el lugar de la inane «cuando sea mayor», cuando de esa indomabilidad ya solo queda el recuerdo y el sentimiento de haber malogrado los beneficios que solo entonces pudo reportar: todo lo que no sea precipitación —el seno de la pureza aún incorrompida e incorruptible— es fingimiento, afectación y, por tanto, inútil. 

En el artículo dedicado a André Breton, Gracq relata los efectos de la relectura, veinticinco años después de su publicación y primera lectura, de Pez soluble: ha disminuido la impresiónde sorpresa y el conjunto de lo publicado con posterioridad y, supuestamente, bajo su advocación, no le ha hecho ningún bien.

«En nuestra época la poesía se ha convertido en una curiosa poesía insular, una Polinesia emplumada —la lectura de esta poesía se asemeja a un turismo privilegiado y dispendioso que requiere guías— donde, para desembarcar felizmente en cada isla, conviene antes informarse, al menos someramente, de las costumbres, de la religión, de los tabús, de los tótems, de la Weltanschauung, de los aborígenes».

Para Gracq, la razón de este aparente estancamiento del surrealismo es que la poesía surrealista no es creación, sino revelación.

Completan el volumen un artículo dedicado a Chateaubriand, de quien se reconoce deudor en términos literarios, aunque no en la vertiente personal: 

«Las Memorias [de ultratumba] nunca han sido más jóvenes: conjunción prodigiosa y solitaria de una gran época, de un gran estilo y de un gran formato —la lengua de la Vida de Rancé hunde en el futuro una punta más misteriosa: sus mensajes en morse, bruscos, desorientados, que interrumpen la narración de repente, como si fueran captados desde otro planeta, preludian ya la aparición de Rimbaud. Al final de todas las avenidas del parque romántico, junto al espejo del agua, está ese hermoso pájaro que despliega sus plumas: "El graznido de un pavo real no aumenta más la soledad del jardín abandonado" (Claudel). Le debemos casi todo»;

a Arthur Rimbaud, acerca de quien expone los inconvenientes de la celebración de un centenario cuando el homenajeado goza de mejor salud que los celebrantes; a E. A. Poe, el hombre que se ausentó demasiado de su vida en América, pero que regresó con la grandeza de la leyenda en Europa; a Jean Racine, por su tragedia Bayaceto; a Honoré de Balzac, por su novela Beatriz; a Jules Barbey d'Aurevilly, por su conjunto de relatos Las Diabólicas; a Heinrich von Kleist por su tragedia Pentesilea; a Ernst Jünger, por su libro Sobre los acantilados de mármol; y a Novalis, por su novela Heinrich von Ofterdingen.

13 de septiembre de 2024

432 aniversario de la muerte de Michel de Montaigne

 

Facsímil de la página 151 del ejemplar de Burdeos de los Ensayos. La parte tipográfica corresponde a la edición de 1588; la manuscrita, a la propia mano de Montaigne. Fuente: 

Transcripción de las inscripciones manuscritas.

Primera referencia en el margen derecho alineada con la palabra asseurance: Maior animus et natura erat ac maiori fortunæ assuetus quam vt reus esse sciret et summittere se in humilitatem causam dicentium; cita de Tito Livio escrita y luego tachada por el autor, no se ha reproducido en ninguna edición; su traducción al francés, en cambio, sí que aparece en la edición de 1595: su corazón era demasiado grande por naturaleza y estaba acostumbrado a una fortuna demasiado elevada, dice Tito Livio, para que supiera ser un criminal y se sometiera a la bajeza de defender su causa  inocencia.  

Referencia en el margen izquierdo alineada con la palabra veritéY el que puede soportarlos oculta la verdad, y el que no puede soportarlos. Esta adición fue introducida en la edición de 1595. 

Primera tachadura en el texto: se apoya en, que sustituye a procedente de. Variante no contemplada en la edición de 1595.

Segunda referencia en el margen derecho contigua a la palabra douleursEtiam innocenter cogit mentiri dolor, de ahí que a aquel a quien el juez ha encarcelado para que no muera inocente, lo haga morir a la vez inocente y encarceladoEsta adición fue introducida en la edición de 1595.

Segunda tachadura en el texto: confesiones, que sustituye a acusaciones. Variante que figura en la edición de 1595.

Tercera tachadura en el texto: coloco, que sustituye a cuento. Variante que figura en la edición de 1595.

Intercaladura en el texto, después de es, dicho. Adición contemplada en la edición de 1595.

Adición manuscrita en el margen inferior, a continuación de la palabra inuenterBastante inhumanamente, sin embargo, y bastante inútilmente, en mi opinión. Varias naciones, menos bárbaras a este respecto que los griegos y los romanos, que así las llaman, estiman horrible y cruel atormentar y trastornar un hombre de cuya culpa aún se duda. Y que para no matarle sin razón se le trata peor que matarle. Investigación más dolorosa que la tortura. ¿Qué otra cosa puede ser sino vuestra ignorancia para tratarle así¿No sois acaso justos injustos, vosotros que no matarlo sin razón ocasión le hacéis algo peor que matarlo? Que así sea; ved cuántas veces él prefiere morir sin razón que pasar por esta investigación más penosa que el suplicio: y que a menudo por su rigor anticipa el suplicio y la condena lo ejecuta. No sé de dónde me viene este relato, pero refleja exactamente la conciencia de nuestra justicia. Una mujer de aldea acusaba ante un general de ejército, gran justiciero, a un soldado por haberle arrebatado a sus pequeños hijos el poco de papilla que le quedaba para alimentarlos, ya que el ejército había saqueado todos los pueblos de los alrededores. No había pruebas, el juez general, después de haber pedido a la mujer que considerara bien lo que decía, ya que sería culpable de la acusación si mentía, y ella persistiendo, hizo abrir el vientre del soldado para esclarecer la verdad del hecho. Y la mujer resultó tener razón. Condena instructiva. Añadido contemplado en la edición de 1595.

Obsérvese la mutilación causada por el encuadernador a la mayoría de las palabras al final de las líneas manuscritas del margen derecho.

Fuente: The Project Gutenberg eBook of Essais de Montaigne

9 de septiembre de 2024

El odio a la música

 

La haine de la musique. Petits traités. Pascal Quignard. Calmann-Lévy, 1996

La palabra música proviene del griego μουσική, mousikḗ, propio o relativo a las musas.

El origen divino de la música, pero ligado a la muerte y al sacrificio, al ritual, para expresar aquello que no puede verbalizarse; su origen es la reproducción de fenómenos sonoros repetitivos, es decir, de ruidos, que tienen lugar en la naturaleza. El oído es el primer sentido que se activa y se ha considerado el más propenso a las pasiones, pero esas primeras pasiones no podían comunicarse más que con aquellos que poseían la habilidad de hacer música; para suplir esa carencia, se inventó el lenguaje semántico, al alcance de mucha más gente, pero mediante el cual solo se puede comunicar el fantasma de una pasión, el sustituto, su doble, expresado mediante la metáfora: la metáfora es lo contrario de la música. Hemos ganado el sentido pero hemos perdido el mundo.

«Las palabras forman una cadena en el aliento. Las imágenes forman un sueño en la noche. Los sonidos también forman una cadena a lo largo de los días. También estamos sujetos a una "narración sonora" que no ha recibido en nuestra lengua una denominación semejante a "el sueño". Voy a llamarlos aquí zumbidos emergentes. Los zumbidos emergentes,  inesperadamente, al caminar, emergiendo de repente, según el ritmo de la marcha».

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El sonido es el único fenómeno sensible —incluyendo su componente vibratorio— que no puede ser anulado, es la más pasiva de las percepciones; tanto que podemos experimentarla cuando aún no existimos, que existe aunque no lo experimentemos, el fenómeno sensible con más poder terrorífico, el que puede proyectarse más lejos en el espacio, no hay pausa en la recepción del sonido: es el último sentido que permanece activado al dormirse y el primero que se activa al despertar.

«Pero las pabellones de los oídos no se repliegan sobre sí mismos para interrumpir la audición del mismo modo que los párpados, que se bajan para suspender la vista pero pueden volver a levantarse para restablecerla. 
Plutarco escribe: "Se dice que la physis, al dotarnos de dos orejas y una lengua, quiso obligarnos a hablar menos y oír mejor".
La physis "oía" el silencio antes de hacer, de las bestias, algunos hombres.
Tenemos un oído más que lenguas tiene nuestra boca.
Plutarco escribió, por último, misteriosamente que las orejas son comparables a jarrones desconchados».

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Muchas representaciones prehistóricas parecen implicar entornos sonoros: las persecuciones de animales, la algarabía de los cazadores; los ciervos, la brama; incluso las escenas en las que la flecha ha dado en el blanco, o va camino del mismo, presuponen el sonido de la vibración de la cuerda del arco; o el silbar de la lanza, camino de la presa. Todas esas representaciones, además, están ubicadas en el fondo de las cuevas, donde la vista, sin las antorchas utilizadas durante su ejecución, está inhabilitada. Parece como si el único vestigio sensible de las representaciones fuera la huella sonora reproducida, en lo profundo de la cueva, por el eco.

«Los primeros humanos pintaron sus visiones nocturnae dejándose guiar por las propiedades acústicas de ciertas paredes. En las cuevas del departamento del Ariège, los pintores-hechiceros  paleolíticos representan los rugidos, justo delante de la cara o del hocico de las fieras, en forma de trazos agrupados. Este tipo de trazos, o incluso de incisiones, son su rugido. También pintaban hechiceros enmascarados sosteniendo sus señuelos o sus arcos. La resonancia, en el gran santuario resonador, estaba vinculada con la aparición tras las cortinas de las estalagmitas.
Al resplandor de la lámpara de grasa, que revelaba una a una las epifanías bestiales envueltas en sombras, respondía la música de los litófonos de calcita".

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El embrujo del canto de las sirenas en la Odisea no proviene de su naturaleza ni de su contenido, sino del hecho de provocar una insaciable sed de escuchar, su canto «llena el corazón del deseo de escuchar», dice Ulises. Es la venganza de las sirenas por el uso de los señuelos como dispositivo de caza, que podrían haber sido el primer instrumento musical de la historia del hombre. Los hechiceros son capaces de reproducir los sonidos animales reales porque son poseídos por sus espíritus, no necesitan instrumentos reproductores, es la misma voz del animal lo que emiten.

«La música no es un canto específico de la especie Homo. El canto específico de las sociedades humanas es su lengua. La música es una imitación de los lenguajes enseñados por las presas tras la reproducción del canto de las presas en el momento de su reproducción».

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La música puede convertirse en abominable si su presencia es ininterrumpida, injustificada o asociada a fenómenos o a sucesos ajenos a ella. Su omnipresencia en los campos de exterminio es un síntoma de esa abominación, la música como componente de un ritual. Sin embargo, no existe una relación física entre la música y los estados del alma, su efecto funciona por asociación; igual que el ritmo percibido en una sucesión de sonidos idénticos separados por intervalos idénticos. Puede que esa asociación sea el recuerdo del latido de la madre que se oye sin escuchar en el interior del útero.

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Toda música es hija de su época y capaz de engendrar la más delicada belleza o la más atroz ferocidad. La sociedad crea su música y esta le devuelve suproducto. El Romanticismo, con su exaltación de la sensibilidad, creó una música, creó una música esencialmente belicosa; fue la música que sonaba en los campos de exterminio, que estimulaba a los guardianes y aniquilaba a los presos.

«Decir es perder.
Él [Eochaid] deseó conservar a sus hijos en su corazón.
Cueva nocturna, hocico animal, boca humana son lo mismo.
Sala de las pinturas, sala-máscara, sala de iniciación, sala caníbal, sala prohibida, sala secreta son lo mismo».

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La omnipresencia de la música la ha despojado de los efectos beneficiosos que pudiera poseer al ser indistinguible del ruido en el que ha acabado transformándose. Ello ha provocado que el silencio sea angustioso —como la soledad moderna— e imposible la reflexión. La reproducción electrónica abole la variabilidad del concierto en vivo, y la perfección de todas las escuchas idénticas provoca una saturación que impide la realización del acto artístico: la pérdida de la singularidad comporta la pérdida de la excepcionalidad.

"La música multiplicada hasta el infinito, como los cuadros reproducidos en los libros, las revistas, las postales, las películas, los CD-ROM, han sido arrancados de su unicidad. Al haber sido arrancados de su unicidad, han sido arrancados de su realidad. En el proceso, han sido despojados de su verdad. Su multiplicación les ha desligado de su apariencia. Al ser desligados de su apariencia, han sido desligados de su fascinación original, de su belleza.
Estas artes antiguas se han convertido en deslumbrantes centelleos de espejos, en un susurro de ecos sin fuente.
Copias —y no instrumentos mágicos, fetiches, templos, cuevas, islas". 

N.B.:  La Editorial Andrés Bello publicó, en 1998, una traducción al castellano de esa obra que, afortunadamente —menos para aquellos que la adquirieron—, está descatalogada. No la busquen en librerías de segunda mano: si no pueden leer en francés, esperen que alguna editorial seria la traduzca y la publique de nuevo.

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Textos originales

«Les mots forment chaîne dans le souffle. Les images forment rêve dans la nuit. Les sons aussi forment chaîne le long des jours. Nous faisons aussi l'objet d'une "narration sonore" qui n'a pas reçu dans notre langue une dénomination telle que "le rêve". Je les nommerai ici les fredons surgissants. Les fredons surgissants inopinément quand on marche, surgissant tout à coup, selon le rythme de la marche».

«Mais les pavillons des oreilles ne se retournent pas sur eux-mêmes pour interrompre l'audition à l'instar des paupières qui se baissent pour suspendre la vue et qu'il est possible de relever pour la rétablir.
Plutarque écrit: "On dit que la physis, nous dotant de deux oreilles et d'une langue, conçut de nous obliger à moins parler et à mieux entendre".
La physis "entendit" le silence avant de faire, de bêtes, quelques hommes.
Nous avons une oreille de plus que la bouche n'a de langue.
Plutarque a écrit enfin, de façon mystérieuse, que les oreilles sont comparables à des vases ébréchés".

«Les premiers hommes peignirent leurs visiones nocturnae en se laissant guider par les proprietés acoustiques de certaines parois. Dans les grottes ariégeoises, les peintres-chamans paléolithiques représentent les rugissements, juste au-devant de la gueule ou du mufle des fauves, sous forme de traits groupés. Ces espèces de traits ou même d'incisions sont leur rugissement. Ils peignirent aussi les chamans masqués tenant leurs appeaux ou leus arcs. La résonance, dans le grand sanctuaire résonateur, était liée à l'apparition, derrière les draperies des stalagmites.
À la lueur de la lampe à graisse, qui découvrait une à une les épiphanies bestiales entourées d'ombre, répondaient les musiques des lithophones de calcite».

«La musique n'est pas un chant spécifique de l'espèce Homo. Le chant spécifique des sociétés humaines est leur langue. La musique est une imitation des langages enseignés par les proies lors de la reproduction du chant des proies à l'heure de leur reproduction».

«Dire, c'est perdre.
Il désira garder ses enfants dans son coeur.
Grotte nocturne, gueule animale, bouche humaine sont le même.
Chambre aux peintures, chambre-masque, chambre d'initiation, chambre cannibale, chambre interdite, chambre secrète son le même».

«La musique multipliée à l'infini comme la peinture reproduite dans les livres, les magazines, les cartes postales, les films, les CD-ROM, se sont arrachées à leur unicité. Ayant été arrachées à leur unicité, elles ont été arrachées à leur réalité. Ce faisant, elles se sont dépouillées de leur vérité. Leur multiplication les a ôtées à leur apparition. Les ôtant à leur apparition, elle les a ôtées à la fascination originaire, à la beauté.
Ces anciens arts sont devenus des scintillations éblouissantes de miroirs, un chuchotement d'échos sans source.
Des copies —et non des instruments magiques, des fétiches, des temples, des grottes, des îles».