Tablilla cuneiforme datada en torno al año 3000 a.e.c. descubierta en las ruinas de la ciudad mesopotámica de Uruk, que revela que se pagaba a los obreros de la construcción de esta antigua ciudad con raciones de cerveza. Fuente: Anciens Origins |
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Pierre Bergounioux
La lectura es el correlato de la escritura. Esta surgió de la necesidad, prosaica, de llevar un registro de lo que las ciudades mesopotámicas tomaban del campo circundante. Los escribas, nos recuerda el antropólogo Jack Goody, fueron en un principio «intelectuales subalternos al servicio del templo y del palacio». Les hicieron falta dos milenios y medio para emanciparse. Y fue la filosofía, charlatana truculenta salida de la ciudad hoplita, la primera en atreverse a censurar el libre uso de la mente. Sócrates, «el que no escribe», según Nietzsche, pretendía proscribir al poeta porque «imita el chirrido de los ejes, el grito de los animales, los desórdenes del amor, de la locura, y no tiene a la moralidad por regla general».
Goody insiste a continuación en los efectos discriminatorios de la escritura y la lectura en todos los grupos que las han adoptado. Desde el momento en que se añadió un código gráfico a la comunicación oral, la sociedad se dividió entre analfabetos y alfabetizados. Los que tienen acceso a los textos, jurídicos y religiosos, económicos o literarios, administrativos, técnicos y científicos, acaparan las oportunidades de beneficio en los campos correspondientes, los bienes de la salvación, las ventajas materiales y, sobre todo, quizá, lo que ya Sócrates consideraba la meta suprema: el autoconocimiento. Porque, entonces, la conciencia puede abarcar la existencia, y la necesidad, bien entendida, es el otro nombre de la libertad.
Las dos sustancias, la extensa y la pensante, del racionalismo cartesiano, las dos facultades del kantianismo —el entendimiento y la sensibilidad— pueden quizá reducirse, en parte, a la división social y a la explotación del trabajo. Desde el momento, a finales del Neolítico, en que la actividad agropecuaria generó un excedente, éste proveyó a las necesidades de una sociedad enteramente dedicada a las operaciones intelectuales, en primer lugar al registro y la contabilidad, pero también a la literatura, la religión, la astronomía, etcétera.
La magia de la escritura reside en el simple hecho de intentar salvar algo del olvido, del tiempo. Los textos más antiguos que tenemos, en escritura cuneiforme, son escrituras de compraventa, contratos de préstamo, de alquiler, censos y listas de impuestos. Pero sus tristes contenidos brillan con un fulgor distinto, más que humano, el de su fijeza en la oscuridad del pasado, a través del polvo de las épocas que han atravesado.
Las grandes etapas de la aventura en la que nos encontramos son el resultado de inventos relacionados con el soporte material de la comunicación: la escritura en Mesopotamia, el alfabeto en Grecia, la imprenta en Europa Occidental.
El que escribe puede explorar aquella tierra misteriosa, la del pensamiento, que linda con el río impetuoso, incontenible, de la vida, es decir, de la acción, de la urgencia, de la preocupación, de la amnesia. Puede hacer regresar un momento pasado del que la prisa, el cansancio, la aprensión, le habían negado la conciencia; inferir, a partir del recuerdo aproximado, imperfecto, que conserva, la realidad de lo que debió suceder; trabajar para obtener, a posteriori, la concordancia entre lo sucedido y lo que pensamos de ello, la verdad.
En virtud de la mirada retrospectiva que presupone y favorece, de la inmovilidad física sin la cual no puede haber aplicación intelectual, y de la reversibilidad que autoriza, la escritura abre al espíritu una carrera inédita, de la que las religiones monoteístas, la ciencia y la filosofía, la gran narrativa, el derecho racional, previsible, dan testimonio decisivo.
Desde hace cinco milenios, desde que la profesión de «archiveros de clavos», por utilizar la bella frase de Georges Dumézil, apareció en las ciudades de Sumeria y Arcadia, o desde hace quinientos años, desde que se inauguró la de impresor en Europa Occidental, existen dos mundos: el mundo palpable, constrictivo, opaco, ineluctable, al que estamos sometidos por el cuerpo, y su doble de papel, su imagen explícita, pensada, su versión escrita.
Se puede vivir sin libros. Hace apenas poco más de cien años que el conjunto de la población francesa se alfabetizó. Pero, como demuestran las encuestas realizadas por los organismos oficiales, la lectura regular de obras impresas sigue siendo un hábito minoritario. Una mayoría de nuestros compatriotas no ve la necesidad, no siente el deseo de buscar en los libros una ampliación de su experiencia o una explicación de su existencia. Por un extraño giro del destino, su precio los ha mantenido durante mucho tiempo fuera del alcance de la mayoría de la población, cuando eran la única fuente de información general. Hacia 1890, una novela de Anatole France se vendía a cuatro francos, pero un campesino del Macizo Central, cuyo jornal era de cincuenta céntimos, tenía que sudar durante ocho días para hacerse con ella. La difusión de libros baratos coincidió más o menos con la llegada de la televisión, y el totalitarismo de las comunidades orales primitivas sobre cada uno de sus miembros renació a través de los medios de comunicación, su intrusión masiva en la conciencia individual y en la esfera privada.
Al poder ofensivo de la escritura corresponde el evasivo de la lectura. La figura del lector que puebla el espacio cotidiano, el vagón de ferrocarril, la sala de espera del dentista, la habitación del hospital, las playas de verano, la habitación familiar, el jardín público, la pausa para comer, las horas vespertinas, los días festivos, esta figura es contemporánea del final de la Edad Media.
Su primera encarnación fue, junto a un puñado de humanistas, los seguidores de la religión reformada, liberados, por la Biblia de cuarenta y dos líneas de Gutenberg, de la intercesión unilateral, dogmática, del clero.
Somos duales, cuerpo y alma, tal y como lo experimentamos continuamente, tal y como la filosofía estableció apodícticamente antes de basar el argumento de la razón en esta evidencia. Pero esta dualidad es asimétrica.
Nuestro cuerpo es prisionero del calabozo espacio-temporal, cautivo del ahora, del aquí, entre cuyos barrotes se desliza su compañero inmaterial cuando le place para alcanzar el más allá, lo imposible, el antes, el después. Se puede vivir casi sin pensar, sufrir, dormir, olvidar, pero no se puede pensar sin cuerpo. Y basta la más mínima distracción, un latido, un ruido, una preocupación un tanto intensa, para impedirnos leer. ¿Cuántas veces nos encontramos dejando que nuestros ojos recorran la página mientras nuestra mente está ocupada, sin darnos cuenta, con algo que la roza y la aparta de los signos contenidos entre las tapas? Pero si nada inoportuno afecta a nuestra sensibilidad, si nada atrae de nuevo nuestra mente hacia el cuerpo al que está indisolublemente unida, entonces los pensamientos que nos eran ajenos y que, sin embargo, nos conciernen en grado sumo, se nos harán accesibles a través del favor de los caracteres impresos en el papel. La lectura justificaría, en dosis homeopáticas, al menos, un cierto idealismo, es decir, una determinación por el concepto, un cierto ascendiente, sobre la vida, del pensamiento.
Son, por supuesto, en última instancia, las condiciones materiales las que priman, el anclaje social de nuestra existencia lo que determina nuestra conciencia. Pero esta está sujeta a cambios.
Nuestra conciencia puede no emerger en absoluto, y nosotros seguiremos siendo extraños al mundo que habitamos, al ser que somos. También puede alumbrar ese ser de nosotros mismos que nos han asignado un tiempo y un lugar, y entonces todo cambia. Sabiendo lo que somos, percibiéndonos con la distancia en que consiste la conciencia, es posible ser nosotros mismos doblemente, es decir, también, a sabiendas, o bien reformar esa figura nuestra que de pronto vemos y no aprobamos. Llevamos a cabo una operación de este tipo continuamente, por nuestra cuenta, en las circunstancias y encuentros de la vida cotidiana que nos obligan, en palabras de Pascal, «a volver sobre nosotros mismos». Pero la misma magia poderosa que tranfirió al registro segundo, distinto, de la palabra escrita, los hechos de la civilización mesopotámica, anima la lectura cuando esta abarca las grandes narraciones. Reflejan la vida, tanto sus vastos contornos como sus más pequeños detalles, la lentitud de su curso, los momentos precipitados, dramáticos, trágicos, en que toma su rumbo. Y es de nosotros de quien nos habla el libro.
Hay conocimientos para los que la escritura y, por tanto, la lectura, son la clave. Necesitamos matemáticos, químicos y sociólogos que nos digan exactamente cómo sus mentes se han apoyado en los registros escritos que jalonan su progreso.
Las principales aportaciones del álgebra, las leyes mudas que revelan los hechos sociales más aparentemente aleatorios, como el suicidio, los gustos alimentarios, las profesiones artísticas, nunca habrían salido a la luz sin la ayuda de la tinta y el papel. Y Eric A. Havelock, en su pequeño libro sobre los orígenes de la civilización occidental, llega a plantear la enorme hipótesis de que si China perdió la ventaja que inicialmente tenía sobre Europa, fue por la inconveniencia de su sistema gráfico. Desde que los griegos, en el siglo VII a.e.c., perfeccionaron la notación literal de los sonidos —y ya no de las cosas—, bastan unos meses para que un niño de seis años descifre todo lo que cae bajo su mirada o escriba lo que quiera. Se dice que hay ochenta mil ideogramas, y algunos mandarines se enorgullecían, a lo largo de la historia, de poseerlos todos. Aprendían tres cada día, hasta el punto de que a los setenta años los conocían todos. Pero no les serviría de nada este prodigioso conocimiento. Sus vidas habían terminado.
En las sociedades sin escritura, la memoria personal, encarnada, viva, alcanza una extensión, un grado de fidelidad, que nosotros hemos perdido. Los aedos, los rapsodas que compusieron la Ilíada y la Odisea bajo el nombre genérico de Homero eran capaces, parece ser, de memorizar los miles de versos que recitaban, por las tardes, ante las reuniones de artesanos, de pescadores, de pequeños propietarios de tierras del Peloponeso y de las Cícladas. Pero en aquella época, la gran literatura se limitaba al mundo griego, y los poemas homéricos eran su pilar fundamental.
Mucho antes de que se hiciera realidad, antes de trastocar nuestras costumbres y nuestros intercambios, nuestros cálculos, nuestras expectativas y nuestros temores, nuestras esperanzas, llegó la globalización, nos sorprendió, nos cambió a través del papel impreso. Una arbitrariedad cultural que nos pertenece, una peculiaridad intelectual que se remonta al Renacimiento, nos lleva, en Francia, a rechazar esta misma arbitrariedad, a negar esta particularidad en nombre de un cierto universalismo abstracto. No pasó mucho tiempo antes de que un terrateniente perigordino admitiera que los primeros caníbales que habíamos visto tenían un coraje que igualaba al de los antiguos romanos, una preocupación por la igualdad que hacía odiosas, por contraste, las disparidades de la fortuna, la proximidad de la mayor opulencia a la peor miseria que el reino podía ofrecer. Otro barón de Aquitania, Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu, se toca con un turbante para echar a sus compatriotas la «mirada distante» (Lévi-Strauss) de un persa. Un burgués de París adoptará, por su parte, la mirada mordaz, feroz, de un Hurón.
Otros escritores, en el siglo siguiente, se exiliarán veinte años de un país sometido a la dictadura imperial o se enfrentarán, en nombre de la Justicia, de la Verdad, de esas abstracciones, al Estado Mayor y a la razón de Estado, al antisemitismo virulento, a los sectores más reaccionarios, más chovinistas, de la población.
Una última cosa. Al final de Fahrenheit 451, Ray Bradbury imagina que, bajo el régimen atroz de los quemadores de libros, la transmisión de la cultura se lleva a cabo de boca en boca, en la clandestinidad. Truffaut lo convirtió en película. Es un pálido día de invierno, bajo un bosquecillo áspero, gris, desolado. Unos hombres ancianos, macilentos, cansados, con los rasgos hundidos, la ropa hecha jirones, enseñan, frase tras frase, de memoria, los clásicos de la literatura universal a unos niños. Su nombre es el de la obra que se saben de memoria y que intentan transmitir bajo la lívida luz, al fondo del bosque. Ahí están Les Possédes, Le Procès, À la Recherche du temps perdu, y todos los demás, los textos menores, los autores modestos, «el más desconocido de todos los libros», como habría dicho Michel Foucault. ¡Qué consuelo no podemos sacar de este escenario invernal, del agotador trabajo de aprendizaje oral, palabra a palabra, los cientos de miles, los millones de páginas en las que se ha depositado la experiencia del pasado frente al que tenemos que decidirnos si queremos llevar, tan libremente como se nos permira, nuestra existencia, vivir el presente! Nos damos cuenta con emoción, con gratitud, como suele ocurrir cuando se lee, de que existen los libros.
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Este artículo es la traducción de «Lire: De te fabula narratur», de Pierre Bergounioux, publicado en el número 26 de la revista Modernités, publicado por Presses Univertitaires de Bordeaux bajo el título genérico de Le lecteur engagé y dirigido por Isabelle Poulin y Jérôme Roger.
EAN (publicación papel) : 978-2-86781-465-5
EAN electrónico : 979-10-300-0417-5
DOI : 10.4000/books.pub.2654
El título hace referencia a la frase «Quid rides? Mutato nomine de te fabula narratur», «¿De qué te ríes? Si cambias el nombre, la historia habla de ti», perteneciente a las Sátiras (I, 1, 69) de Horacio. La versión que escribe Pierre Bergounioux en este mismo artículo es: «Et c'est de nous que nous parle le livre», «Y es de nosotros de quien nos habla el libro».
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