5 de diciembre de 2022

Les Trois Mousquetaires II



Pierre Bergounioux publicó el año 2001 en Les Flohic Éditeurs en pequeño volumen titulado B-17G, de cuya traducción al castellano, de manos de la tristemente malograda Ediciones Alfabia ―la editorial francesa también cerró en 2006― en  2011, ya se ha hablado en este blog. El texto, que no alcanza las 80 páginas en tipografía generosa, se acompañó de un posfacio de Pierre Michon, titulado Smith, nombre que Bergounioux presta al ametrallador de la aeronave americana ―conocida como Fortaleza Volante― ametrallada por el pequeño  Focke-Wulf alemán.

El texto de ese breve pero iluminador, extraordinario posfacio lo transcribo a continuación; la traducción es mía, así que reitero mi ruego de vuestra indulgencia en todo cuanto afecte al texto en castellano; como ya dije anteriormente, no soy traductor profesional y mi único mérito es un exiguo conocimiento de la lengua francesa.

SMITH

Un avión de caza y un bombardero ―que es la presa favorita del cazador. Un B-17G americano en la mira de un Focke-Wulf alemán. Un relato de caza pues, como Moby Dick y Hunter's Tracks. Pero el Focke-Wulf disfruta sobre su homólogo con arpón de la ventaja particular de que puede filmar el tiro al blanco a la vez que opera. Mata y representa a un mismo tiempo la muerte: sus metralletas están unidas a las cámaras, sus metralletas son cámaras, su armamento es algo parecido a un bolígrafo   que escribe muy rápido, en taquigrafía (una taquigrafía mecánica muy expeditiva, que en breve será  informática) lo que hace, o más bien deshace. El caza es a la vez una mano de asesino y una mano de  escritor. Su cometido es evidente.

El del otro, el bombardero, no lo es menos; va a suceder, sucede, ya ha sucedido. Es la víctima, la masa colosal que se desploma, la ballena jorobada o el elefante. Una vaca en un pasadizo. Si el caza es la mano, el bombardero es el cuerpo, ya que hace falta un cuerpo para que la bala, la pluma, el pensamiento, las semi-abstracciones ofensivas, tengan un propósito y un sentido absoluto. Puede que sea mucho cuerpo, todo lo que se considera cuerpo ante el deseo asesino de un hombre, un cazador, que escribe lo que desea y lo mata. Cuerpos, no existe más que eso finalmente: el cuerpo del adversario, el del rival, el del padre, el cuerpo del cordero todavía en pie (a eso se le llama la presa), el cuerpo de la mujer, el de la madre, las poderosas momias de los ancestros. La mano del que escribe, del escritor, tiene también su propio cuerpo, su masa inerte, su carcasa con sus ángulos muertos, el cuerpo del autor.

En el gran cuerpo de aluminio «de formas perfectas» que va a desplomarse, a explotar, puede que logre alcanzar el lugar brillante donde se hallan el alba y los rayos, se cobijan diez corpúsculos, los cuerpos de hombres muy jóvenes. Entre ellos, Pierre B. no se contuvo a la hora de representarlo como si fuera su propio cuerpo, el cuerpo que tenía a los dieciocho años, cuando estaba bien vivo, cuando muera: se llama Smith, nació en Dakota, se acabó lo que se daba.

El autor envía su cuerpo de dieciocho años a veinte mil pies por encima de Alemania, y lo mata.

Se llama Smith. Es un ametrallador de porta en este caso el de babor, el de la izquierda. Smith es el comodín de los patronímicos anglo-americanos, como Dupont el de los franceses, y podríamos dejarlo así. Pero, ya que es en una obra de Pierre B. donde aparece ese comodín, hay que pensar en el significado original, en el nombre común, the smith, que significa herrero. Es un oficio del que Pierre B. ha hablado mucho aquí y allá. Él ha conocido a los herreros y los ha puesto en sus libros. Seguramente los ha encontrado muchas veces también en sus lecturas eruditas de adolescente en la biblioteca de Brive, en los relatos de viejos antropólogos: estos le han enseñado (lo que adivinó o ya había verificado) que el herrero de las sociedades antiguas tiene un estatus particular, que se lo mantiene al margen como un zíngaro o fervientemente venerado como un chamán, que viene a ser  lo mismo. Y es bastante lógico: del fuego y de un caldero letal, hace salir por arte de magia grandes hojas que cortan. No es, como se pudiera creer, un oficio desaparecido en Europa: Pierre B. lo perpetúa transformándolo, tal y como hace con muchas otras cosas. Él esculpe los metales. Él martillea las hachas de cobre a la manera de los técnicos del Calcolítico. Él suelda al arco figuras afiladas y complejas, cuyos elementos son recuperados de viejas máquinas agrícolas, y que ya han pasado pues una primera vez por las manos del herrero, una primera vez convertidas en láminas por un primer herrero. Forja lo que ya ha forjado el herrero. Pierre B. es un smith, como el herrero de la porta de la izquierda.

Lo nombra en la página 66, entre guiones: «Smith, supongamos». Estamos en un relato de cacería, ya lo he dicho, del que Moby Dick es el paradigma occidental. Tal vez se recuerde que el incisivo íncipit de ese libro, en la traducción de Giono, es decir, en la que seguramente Pierre B. lo leyó por primera vez, es: «Me llamo Ismael, supongamos». Ismael es el narrador, pero es también el mismo Melville, el joven Melville, en la época en la que servía, viviendo en el límite, en los barcos balleneros, antes de hacer chirriar su pluma por los siglos de los siglos en la capitanía del puerto de Nueva York, en el servicio de aduanas.

Ismael es el autor, el superviviente que narra. Es el cazador, el cazador de ballenas, el que sostiene el arpón. Es también la presa, uno de los corpúsculos juveniles que pueblan el Pequod cuando la ballena asesina lo ha enviado al fondo con toda su tripulación y el único que ha podido  milagrosamente abrir su paracaídas, aferrarse a una tabla de salvación que era un ataúd. Y no  importa Ismael.

Lo que pienso, es que el «Smith, supongamos» está escrito con y por encima del «Ismael, supongamos». Está extraído de Melville. O presumiblemente es la vieja voz del fantasma de Melville la que resuena aquí, ya fuera Pierre B. claramente consciente o no ―nadie puede tener conciencia al mismo tiempo de todos los innumerables fantasmas que hablan con su voz. Pierre B. no tiene por qué saber qué fantasma en concreto sujeta en ese momento su pluma, como tampoco de conocer por su nombre al herrero que desmantela y recombina la vieja herramienta la cuchilla afilada de una segadora mecánica, supongamos. En el desguace o en la biblioteca, uno recupera los trozos de la cuchilla segadora que coloca de otro modo. Pierre B. escribe lo que otros escritores escribieron antes que él con precisión, escrito de otra manera, actividad que se practica desde hace tres o cuatro mil años con el nombre de literatura. Brinda una nueva precisión, reafila la cuchilla segadora. Cambia el ángulo de corte.

En La persecución y el arte de escribir, el libro en el que Leo Strauss ofrece algunas herramientas útiles para mantener el aspecto biempensante cuando se piensa en ciertos horrores, este autor observa, y haríamos bien en creerlo: «Un hombre aprende a escribir bien leyendo buenos libros, leyendo con un cuidado extremo los libros que se han escrito con un cuidado extremo». Pierre B. ha leído Moby Dick con un cuidado extremo. Todo aquel que lo ha leído de igual modo puede aventurar que hoy, tras la aparición en 1941 de la novela de Melville traducida por Giono, todo patronímico aventurado, aventurero, seguido y como reforzado de ese aventurero «supongamos», es un cartucho que contiene el nombre del autor, su pseudónimo, una señal de la aparición del autor en su obra. «Fulano, supongamos», quiere decir: soy yo. Soy yo cuando era joven. Era yo.

Smith proviene de las calles apacibles, inocentes, de Saint Paul, en Dakota. Está en pleno Middle West, en el Lemosín pues, de Brive, pensamos inmediatamente y no nos equivocamos. Pero algo nos choca: Pierre B. no precisa si es la Dakota del Norte o la del Sur, y me parece que hay dos estados con este nombre, dos Dakotas, como hay dos Virginias. Me extraña que haya dejado en la indeterminación un punto geográfico, no forma parte de sus costumbres. Voy pues a verificarlo. Abro un atlas por la página de América. Saint Paul no es la capital de una de las dos Dakotas, sino la del estado oriental vecino: Minnesota. La de Dakota septentrional es Bismarck. La mirada desciende  un poco en busca de la capital de Dakota meridional, allí está, despunta ante mis ojos: se llama Pierre.

Pierre B. abre sus mapas y sus atlas. Busca una ciudad del Middle West para sacar a su Smith, alojar a su Smith, grabar este nombre en un monumento a los caídos bajo la bandera estrellada, lamentar no poder enterrarlo, ya que su cuerpo está disperso por el éter. Por un instante piensa complacientamente en algo que se parezca a Brive, igual que hicimos nosotros, cándidos lectores. Busca una ciudad mediana provista de escuelas secundarias. Su mirada se desliza sobre el Middle West, la bocana entre las Rocosas y los lagos. Wichita, Bismarck, Topeca, nada terrible. Jefferson, incongruente, faulkneriano. Saint Louis, demasiado blues. Des Moines, los monjes, demasiado efecto a bajo coste. Pierre, piedra, despunta ante sus ojos. Ríe. Puede ver claramente, en el cementerio de Pierre bajo la bandera estrellada, el nombre de Smith grabado sobre una tumba vacía. Escribe inmediatamente: «las calles inocentes, apacibles, de Pierre (Dakota del Sur)». Ya está bien por hoy. Se levanta, va a pescar truchas.

Al día siguiente, antes de la aurora, se relee. Piensa en el saludable principio del disimulo. Lo reconsidera. Aplica el disimulo al arte de escribir. Coge de nuevo su atlas. Ve, no lejos de Pierre, el nombre de otro apóstol. Tacha, cambia su toponimia ingenua. Escribe en su lugar: «las calles inocentes, apacibles, de Saint Paul (Dakota)» sabiendo no hay ningún Saint Paul en Dakota, y que además no existe un Dakota a secas. Sonríe.

Podríamos detenernos un poco en Dakota del Sur, ya que Pierre B. no tuvo más que abrir su atlas para darse cuenta de que su historia de los bombarderos empezaba allí. Es un rectángulo. Del Sioux River al este hasta las Black Hills al oeste, montañas vitales a su juicio y por las cuales combatieron, el corazón de los antiguos territorios de caza de los Sioux Lakota, o Dakota, como se quiera. Pero los Sioux, a Smith no le importan, en su bombardero. Tiene miedo, tiene frío.

Querríamos hacer algo bueno por Smith. Darle un recuerdo épico, que pueda ayudarlo a pasar al otro lado, alguna cosa que provenga a la vez del niño que fue y de la gran historia heroica. Puede que una de las cosas que ve, en su pensamiento, justo antes de que el Focke-Wulf lo expida hacia la eternidad, sea el Monte Rushmore.

La idea del Monte Rushmore, de la cuádruple efigie monumental de los presidentes americanos esculpidos en la misma montaña, germinó tras la Gran Guerra en la mente de un emperillado local, Doane Robinson, miembro de la Sociedad histórica de Dakota del Sur. Su proyecto inicial, delirante, de colegial lemosín, pretendía incluir al general Custer, a Buffalo Bill, a los exploradores del Missouri Lewis y Clark, al jefe sioux Caballo Loco. Su propuesta hizo reír a las altas instancias a las que la sometió. Pero como era testarudo, lemosín, redujo su idea a los cuatro presidentes más importantes de los Estados Unidos y el proyecto fue aceptado. El lugar escogido estaba en las Black Hills, en Dakota del Sur. El monumento fue inaugurado en 1927 por el presidente en funciones Coolidge ―el 15 de junio de 1927: Coolidge tuvo el tiempo justo para saltar al tren, ya que el día anterior, en Washington, condecoró a Lindgergh por su primera travesía del Atlántico en avión.

Se podría pensar que aquel año y los siguientes, los indígenas afluyeron en familia al lugar, el domingo. Y que entre ellos se encontraba el pequeño Smith, pegado a la falda de su madre. Tiene siete años. Ve, allá arriba, la cuádruple representación irrefutable del poder político, los cuatro gigantes de granito, de izquierda a derecha Washington, Jefferson, el primer Roosevelt, Lincoln. No tiene todavía la edad de poder decirse que eso que ve no tiene equivalente en el mundo salvo, tal vez,  muy al este, el Ramsés de cuatro veces su tamaño sobre el acantilado de Abu Simbel. El pequeño Smith está seguramente un poco asustado, también desconcertado: su padre habla con una voz extraña de ese Lincoln, el que lleva una barba de cuáquero, que nació en una cabaña de troncos en un bosque de Kentucky, que se atrevió a ver en sueños La Casa Blanca, que gracias a los libros cumplió su sueño, y que murió por ello. Se agarra a la falda de su madre. Esos gigantes de ciento cincuenta pies lo aplastan. Ve su padre, que es tendero en Pierre, también aplastado, su renuncia y su pinta de payaso zurrado, sus órdenes verbales, su voz conmovida de hombre aplastado con aspecto de no estarlo. El padre habla valientemente de Lincoln.

Lo que el hijo ve, en ese sitio hecho a medida, lo que puede decirse, es que entre la aterradora, la  apasionante historia universal escrita en granito y su propia historia, es decir, la de sus padres, existe una gran desproporción. Y esa desproporción engendra una frustración. Pero quizá también escuche, en la voz de su padre aplastado: cualquier americano, dice el hombre aplastado, cualquier palurdo de Dakota puede, como ese Lincoln, convertirse en presidente de los Estados Unidos, si se instruye. Por qué no. A los diecisiete años, Smith entra en la Escuela de Minas, lo que le valdrá para ser destinado a la aviación en el momento oportuno. Piensa a veces en el Monte Rushmore, desde  cuyas alturas Lincoln llama.

A los diecinueve años, en la vertical del Rin, temblando de miedo y de frío en la porta de un bombardero, piensa de repente en ello. El caza alemán está ahí, invisible en el ángulo muerto del B-17, ajusta pausadamente su punto de mira. Smith es un cordero que hay que sacrificar, lo sabe. Se sume en el pasado. Está entre las faldas de su madre, la mirada dirigida hacia lo alto. Oye a su padre decir: Casa Blanca. Mira al padre Abraham Lincoln. Es de embriaguez que está temblando. Ríe. El cielo es blanco y azul. Grita: puede ser que me convierta en presidente, si salgo de esta. El Focke-Wulf activa sus metralletas. Lo real es un obús de pequeño calibre. Smith se disemina en lo azul, en la Casa Azul.

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