27 de abril de 2020

Prosas y mitos

Prosas y mitos. Pierre Michon.  Jus Ediciones, 2020
Traducción de Nicolás Valencia Campuzano
«Cuan mudables y próximas a lo incierto son todas las cosas».
Prosas y mitos agrupa la reedición en un solo volumen de cuatro prosas breves del escritor francés: Mitologías de invierno (Mythologies d'hiver, 1997), El emperador de Occidente (L'empereur d'Occident, 1989), El rey del bosque (Le roi du bois, 1996), y Abades (Abbés, 2002). Una excelente oportunidad para la relectura de uno de los escritores franceses más originales y con una de las obras más coherente y apasionante de las letras europeas actuales.

Mitologías de Invierno

El choque cultural entre las creencias en los viejos dioses de la tierra y de los bosques y el inabarcable ritual del nuevo dios cristiano, ascendente, poderoso, multitudinario, se resolvió  con la retirada discreta de aquellos y su destierro entre los accidentes de la naturaleza. Cuando las viejas divinidades se han retirado, las huestes de la nueva deidad arrasan contra cualquier vestigio de heterodoxia mediante la invencible alianza entre la espada y la cruz, pero esa rígida militancia también padece la deserción de elementos fieles a las veleidades de la jerarquía en tiempo de guerra pero sedientos de libertad en cuanto se alcanza la paz;  las enemistades, gastadas por la edad o relucientes de juventud, permanecen en el alma de los belicosos guerreros, que llevan en sus genes cientos de años de enfrentamientos a los que deben dar salida si no quieren perecer a manos del odio que ellos mismos incuban.
«Comulgan vestidas de blanco. Leary está allí, dubitativo. Se ha peinado la barba, se ha puesto la gran pelliza. Se arrodillan, Patricio es muy grande sobre ellas, reciben de su mano el cuerpo del Prometido. Ya están en Su presencia, aunque Él permanezca escondido. Han cerrado los ojos; Brigid, al abrirlos, solo ve el rostro impasible del rey. Eso es todo. Salen al sol de mayo y, bajo este sol, una tras otra se desploman: una, sobre los peldaños; la otra, sobre el sendero; Brigid, cerca del rosal. Una tiene la cabeza entre su brazo; la otra, en el polvo del camino; Brigid, hacia el cielo con los ojos completamente abiertos. Están impecablemente muertas. Contemplan la cara de Dios».
El invierno posee su propia mitología, igual que el verano, que son las estaciones enérgicas, las que ponen a prueba el valor del guerrero y el vigor de los dioses a diferencia de la primavera y el otoño, las dos estaciones con atributos femeninos, el nacimiento y la muerte—. El invierno es la etapa de las pruebas y de las tentaciones, aquella en que los combates —contra el enemigo, contra dios o contra el diablo— son más fieros y las heridas más ulcerosas, las victorias más nobles y las derrotas más honrosas, los milagros más asombrosos y los prodigios más portentosos. La estación que dibuja en el paisaje marcas indelebles, que agudiza los sentidos de los hombres, que escribe en lengua inteligible las historias que han de perdurar en el tiempo, mucho después de que sus protagonistas hayan sido inhumados bajo la cruel costra endurecida por el hielo; la de las lluvias más inclementes y las hambrunas más severas; la de la riqueza más acogedora y la miseria más ruda.
«En su tienda de guerra en Cul Dreimhne, Columbkill, tembloroso, desata el saco, toma el libro. Es macizo y dócil como una mujer. Es suyo como el ternero es de la vaca, como la mujer es del amante; del incípit al colofón, es suyo. Quiere disfrutarlo lentamente, abre, acaricia, transhoja, contempla... y, de repente, ya no tiembla, ya no ríe, está triste, tiene frío, busca en el texto algo que ha leído y ya no encuentra, en la imagen, algo que ha visto y ha desaparecido. Busca mucho tiempo en vano: estaba ahí, sin embargo, cuando no era suyo. Todo parece haberse estropeado, haber cambiado, tan solo quizás el colofón se parezca a sí mismo, el colofón en que el monje Faustus pide que oren por él. Columbkill levanta la cabeza, escucha el estertor de los heridos y la alegría de las cornejas. Sale de su tienda, ha dejado de llover: también allá arriba, grandes trozos de azul viajan por encima del establo de la muerte. El libro no está en el libro. El cielo es un antiguo lugar azul bajo el cual estamos desnudos, bajo el cual lo que poseemos hace falta. Arroja el libro, arroja su pelliza y su espada. Toma el sayal, toma el mar, busca y encuentra un desierto en el mar espantoso de Irlanda: en la isla pelada de Iona, se sienta libre y despojado bajo el cielo, que a veces es azul».
El emperador de Occidente

¿La insolencia precede a la libertad, o esta es su irreemplazable antecedente? La edad atempera nuestra osadía pero, ¿templa también nuestro deseo de independencia? 

La religión establecida no admite la herejía; la razón, en cambio, es siempre herética. Acomodados en nuestra pretenciosa autarquía, despreciamos todo aquello de lo que carecemos y rechazamos lo que más deseamos; somos incapaces de cargar con nuestras limitaciones y jamás aceptaremos que la experiencia ajena pueda competir con nuestra indisimulable bisoñez; ni que las engorrosas pesadillas predispuestas a la interpretación de los viejos persistan en la conciencia ante los explosivos sueños, fulminantes y seductores, de los jóvenes; ni que las viejas verdades, oxidadas por falta de uso, puedan aducir vigencia contra las nuevas verdades fruto de la tiranía de la unanimidad; ni que la plácida y serena vejez pueda hallar su lugar ante la osadía y la frescura de la juventud; ni que los bárbaros y ridículos reyes de otras épocas sirvan de ejemplo para los reyes actuales, guarnecidos de magnanimidad y magnificencia; ni que los viejos dioses de antaño —cuyas imágenes yacen extraviadas y descompuestas por la lepra de la piedra, convertidas en anónima arena—, inmovilizados por la artrosis y olvidados por falta de creyentes, tengan alguna oportunidad contra los insolentes nuevos dioses, flamantes y omnipotentes. 
«Los habitantes de la isla decían que, a juzgar por ciertos signos, podía adivinarse que el Stromboli haría pronto una de sus erupciones calmas, las cuales, al parecer, hacen surgir por las noches un candelabro en alta mar; pero no, solo había una montaña muerta sobre el mar de asfalto. No podía dejar de pensar en esa tienda en la que, en otra noche, antes de que yo naciera, entre un hermoso sirio con una dalmática y un coloso con pelliza, mirándolo, sentado, algo había ocurrido; poco importaba que aquel juego hubiera tomado la forma de la música enfrentada al poder, dedicada al poder, más fuerte tal vez que aquello a lo que se enfrentaba y se dedicaba, o a la forma más brutal del puro poder frente a sí mismo; sabía bien que el juego, el desafío, la lucha mortal y desigual había ocurrido».
El rey del bosque

El deseo posee un lenguaje propio fácil de formular pero difícil de comprender, una lengua en la que sabemos plantear preguntas pero cuyas respuestas sobrepasan nuestra comprensión; el estruendo de sus requerimientos rara vez deja percibir la sutileza de la elección, la levedad de la ocasión, como tampoco la fuerza del anhelo y la premura de la perentoriedad. El tiempo se prolonga irrazonablemente mientras la urgencia se acelera con la inasumible rapidez de aquello que no se deja medir. Avanza amenazante como las grandes olas del mar en tempestad, con su pulso lento pero constante, irremediable y seguro —aunque imprevisible—, tenaz e indiferente, y se retira, veloz y decidido, como esa sombra imposible de alcanzar, como la infructuosa carrera en pos del horizonte, como un recuerdo antiguo, como un amor no consumado, como una afrenta olvidada, como si la acción intentara atrapar al pensamiento, como si la tierra rodara al revés, como si el hijo engendrara a su madre. Tan incomprensible que si se alcanza no se puede, no se sabe, no se consigue identificar.
«¿Acaso soltáis los halcones, mis polluelos? Bien hecho. Con ellos también se caza, en efecto, cuando ya no se ve nada. No es miel lo que plantan en los lomos de los conejos y las abubillas tampoco, ¡basta de cancioncillas! Son hermosas y enormes aves que cantan para copular y apestan, también ellas, las desdichadas. Tú sabes de abubillas, ¿verdad, Hakem? No se comen, tienes el pudor de no hablar de ellas. ¡Ánimo, polluelos! No veis nada, pero no hace falta ver para matar algo allí dentro: los halcones ven por nosotros, son nuestros ojos y nuestros picos, que por acto de magia se echan a volar con ellos de repente, cuando los descapirotamos. Vuelven llenos de sangre, con plumas apenas muertas. ¿Codornices? ¿Otra cosa? Venga, el Duque estará contento, esta noche tendrá grévoles en su mesa. Y yo tendré a su  mujer. Haré secar mis harapos, beberé el doble, iré tranquilamente a su dormitorio y me hundiré en ese bol de leche. Qué simple y negro es todo alrededor de esa leche».
Abades

La parábola de la rosa nacida en el estiércol: la belleza real —la de la flor es solo visual— es la posibilidad que le brinda la porquería, con su proceso de fermentación y podredumbre, a la generación de algo radicalmente distinto, contrario en concepto, a su propia degeneración; la vida desde el deshecho, lo útil desde el desperdicio, panteones excelsos edificados sobre miríadas de huesos blancos y porosos, de jirones de carne putrefacta, de sangre estancada, de restos confusos de ropajes majestuosos y joyas deslumbrantes; la palmera en el oasis, la nube sobre el desierto. La fama y el honor son el estiércol; la flor que crece sobre sus despojos es la gloria.
«Èble es después de todo hermano de Cabeza de Estopa, es hora de decirlo. También arde. Es verdad que su fuego no toma la forma de una masa reluciente al galope, cota de mallas, jubón y chatarra con una lanza en el extremo; su fuego es más sutil, menos ruidoso... Sus dos fuegos más bien. Puesto que sus dos pasiones, que vienen del fuego, que se incuban sin cesar bajo el capuchón negro en la cabaña de Saint-Michel como se incubaban bajo la mitra de oro en Saint-Martial de Limoges, entre las humaredas de incienso, sus dos ascuas, las ha guardado: la gloria y la carne. La gloria, que es el don de propagar el fuego en la memoria de los hombres, y la carne, que tiene el don de consumir a voluntad el cuerpo en una llama aguda, un rayo. Y esta gran mujer que está de pie frente a él, que ya se aleja sobre sus pies de mármol, es la vertical sin freno del relámpago».
La vida se asienta sobre la muerte con la misma fuerza que las sabinas se aferran a las grietas de las rocas donde no hay tierra en la que asentar las raíces; resiste las inclemencias del tiempo, los aguaceros repentinos, la caricia ígnea del sol, las punzadas agudas del hielo hasta que, en todo su esplendor, sucumbe a una ráfaga de leve brisa, al posado de un liviano pajarillo, al azar de la piedrecilla lanzada por un niño.
«Ha cruzado el bosque, ha dejado su caballo en el puerto. Ya son las cinco de la tarde en invierno, oye cantar los salmos del atardecer allá arriba. Antorchas corren por el bosque, la buscan. La luna es pequeña. Desata una barcaza y alcanza la corriente del río. Su exaltación no la ha abandonado, ríe, el alma sedienta de obediencia al siniestro destino. Se desviste, arroja al agua pellizas y terciopelos. El su cintura deja el signo, las dos manos de piel de jabalí ceñida. Era efectivamente un signo, pero lo ha leído mal. No era el jabalí de Dios. Era el jabalí que ha engendrado a Gaucelin, que ha engendrado el altar antiguo, que ha engendrado el priorato, que ha engendrado las cartas y a la vizcondesa de Thouars, que ha engendrado el crimen, que va a engendrar su muerte. Era el jabalí de Emma. La aguja del coro brilla bajo la luna, un monasterio no es una mujer, como tampoco un jabalí es un enviado de Dios. Sus errores también la exaltan, ve justo a estos lo verdadero, despojado de signos. Todas las cosas son mudables y próximas a lo incierto. Se tira al agua, se hunde hasta el fondo, luego se sumerge en la porquera de los cenagales, donde no la encontrarán».
Otros recursos en este blog relativos al autor:
Notas de Lectura de Llega el rey cuando quiere

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