3 de abril de 2020

El ángel del olvido

El ángel del olvido. Maja Haderlap. Editorial Periférica, 2019
Traducción de José Aníbal Campos
Para la mirada inocente de un niño, una casa en el campo es lo más parecido a un mundo que puede concebir; porque abarca todo lo cognoscible pero también porque le provee de todo lo que necesita; porque contiene todos los peligros a que puede estar expuesto pero también le facilita la protección que puede mantenerlo a salvo. Incluso entre sus pocos habitantes puede reconocer esbozos de todos los caracteres, necesariamente esquematizados y transitorios, pero de los que puede aprender distintas formas de relacionarse con los demás. Un mundo o tal vez un esbozo del mundo, un destilado resultado de la extracción de los elementos accesorios, los más volátiles, los más prescindibles. 
«La abuela me confía que su madre le ha legado, como dote, una bendición para la casa, un techo de palabras que cubre su cabeza. Debe pronunciarla en tiempo de penurias o clavarla en la puerta de entrada para que esta permanezca protegida del granizo y del rayo, de cualquier desgracia. Guarda la bendición en un sobre que no puede abrir sin consultarle. La plegaria puede tocarse y leerse directamente del papel, pero es mejor aprendérsela de memoria, porque el efecto reside en lo expresado, no en lo escrito».
La visión de este mundo a lo largo de medio siglo, desde esa infancia inocente hasta la lúcida madurez, compone el relato de El ángel del olvido (Engel des Vergessens, 2011), la premiada novela de Haderlap.

En contraste con esa visión idealizada se sitúa la perspectiva de los adultos, sustancialmente diferente ya que para estos, aunque quisieran, ese pequeño mundo no es suficiente para albergar a todas las personas que conocieron, a todas las alegrías que experimentaron, a todas las heridas que les infligieron, a todas las cicatrices que han marcado innumerables surcos en su piel; sin capacidad para responder con la misma sencillez a unas preguntas cada vez más complejas, para impedir que otros innumerables mundos acaben corrompiendo su prístina pureza. No basta porque, a diferencia del niño, poseen un pasado del que no hay manera de huir compuesto por unos universos que hunden sus raíces en el pasado, que han emergido de mares desconocidos, que han sido convocados por conjuros arcaicos, territorios de derrota y de dolor, de traiciones y venganzas, de angustias y pesadillas.
«Empiezo a liberarme poco a poco de mi embotamiento, pensando que hay desgracias mucho peores que la mía. Debo apoyarme en la abuela, pienso, porque ella está familiarizada con la muerte, y una vez las has tenido delante de las narices sabes oler su proximidad, eres capaz de espantarla, de asustarla en cuanto la sientes llegar. Eso no me tranquiliza, solo me siento distraída, vacía como un vaso de agua derramado, un agua que ya no puede devolverse al cántaro, un agua que cambia y se evapora allí donde es vertida».
Nada duele más que el recuerdo. El horror lastima, pero su efecto lacerante se da una sola vez; por mucha que sea su intensidad, su propia existencia material implica, al proceder de un principio temporalmente ubicado, un final. El recuerdo, en cambio, es un proceso que no tiene fin sujeto a repeticiones incesantes cuya intensidad, antes que disminuir con el tiempo, puede aumentar a cada convocatoria.

La desubicación de quien no ha vivido el horror al visitar, en compañía de alguien que sí estuvo presente, los mismos espacios en que aquel tuvo lugar; cuando los testigos convocan al tiempo y sus comentarios pueden se pueden limitar a una mirada para hacerse inteligibles porque si hablan el recuerdo de la pesadilla se hace presente con más virulencia, es inevitable. Igual de ineludible que la estupefacción de la niña, bloqueada por unos acontecimientos cotidianos que le ocupan más atención de la que puede prestar, ante la fijación de los mayores por hechos que ocurrieron en un pasado tan remoto que es incapaz de concebir, y que la sensación de impotencia frente los desafíos que no puede superar     porque siguen anclados en un tiempo que no le pertenece y que parece que los mayores solo pueden solucionar convirtiendo en ruinas todos los nexos que los unen a él.
«Las barreras de protección que intento levantar entre mi persona y mi familia se vienen abajo de nuevo. Por un momento temo la irrupción impetuosa del pasado, que entra arrollándome del todo, temo desaparecer bajo su enorme peso. Decido entonces llevar a la escitura todos esos fragmentos, lo dinamitado, lo recordado. lo narrado, todo lo presente y lo ausente, hacer un nuevo boceto de mí misma a partir de la memoria, trazarme con la escritura un cuerpo hecho de aire y contemplación, de aromas y colores, de voces y ruidos, de cosas pasadas, soñadas, de rastros. Podría así recuperar lo irreversible, corroborar que ha regresado bajo un ropaje nuevo, transformándose y transformándome. Podría así ensamblar otra vez lo separado, lo barrido hacia un lado y que pueda entreverse lo que está debajo. Podría rodear lo que ha sido con un cuerpo invisible, un cuerpo que lo selle y someta».
A medida que el ser humano crece en estatura puede adquirir también, de forma progresiva, una perspectivas más amplia del presente para fijar la mirada más allá de su entorno inmediato; del pasado, mediante la acumulación de recuerdos, algunos suficientemente dolorosos, que pueden ayudar a comprender la fijación que muestran los mayores por los suyos; y del futuro, una incógnita que está empezando a concebir pero que todavía ignora  que jamás podrá despejar. Aunque mantenga la incredulidad acerca de la necesidad de  destruir para olvidar y de reconstruir para adquirir nuevos recuerdos sin contaminar. En definitiva, la constatación ya incuestionable de la existencia de otros mundos, algunos favorables y otros adversos, más allá de uno mismo, con los que es imprescindible establecer pactos de existencia mutua. Y la primera, elemental pero determinante, noción del paso del tiempo a través de uno mismo y, como consecuencia, la noción de la propia mortalidad.

El miedo, en definitiva, de que uno de aquellos etéreos fantasmas del pasado atraviese la frontera del tiempo para cobrarse su presa; de que una de aquellas balas perdidas en el bosque que se cruzaban los partisanos y los invasores encuentre, a través de los años, el sustituto del cuerpo al que estaba destinada.
«La guerra es una pérfida cazadora de hombres. Ha lanzado su red para atrapar a los mayores y los mantiene cautivos con sus muertos y sus retazos de memoria. Un mínimo descuido, un breve instante en que se baja la guardia y la barca recoge sus redes, y mi padre se queda de pronto enganchado a un clavo de la memoria, se ve corriendo por su vida, intentando escapar al infinito poder de la Parca. La guerra aparece, sin avisar, en frases dichas al vuelo, ataca desde la oscuridad que la protege. Deja que los cautivos tiemblen entre sus redes, y disimula durante semanas mientras prepara su nuevo ataque, en cuanto se la olvida. Cuando se debilita, se le pide incluso que acuda a las casas, se burlan de su armadura, siempre con la fe de poder insuflarle un talante amable, se pone la mesa para ella, se le prepara la cama».
La verdadera conciencia de la muerte, sin embargo, se adquiere después de haber asistido, por primera vez de forma consciente, a su ceremonia, una vez que la edad haya despertado en el espíritu del superviviente el verdadero significado de la ausencia definitiva, cuando golpea a alguien tan próximo que con su partida se lleva un trozo de uno mismo y no solo arranca su vida de nuestro lado, sino que, también, posee la fuerza suficiente para llevarse aquella parte de nosotros mismos compuesta por las horas transcurridas en compañía y las complicidades tramadas en la vida compartida: el recuerdo del fallecido permanecerá vivo en nosotros —y así, viviremos con el espejismo de que sigue a nuestro lado—, pero una parte de nosotros partirá, para siempre, con él.
«Los viajes entre Viena y mi pueblo natal se convierten poco a poco en expediciones en el tiempo, viajes a través de diversas eras y versiones de la Historia que existen de forma paralela. Cuanto más me acerco a mi lugar de origen, tanto mayor es mi sensación de estar viajando al pasado, y cuanto más me alejo de él, tanto más rápido pasan las horas y los días. En ese ir y venir me veo como alguien que ha sido lanzado a través de las eras, que ha caído en el futuro o ha llegado con retraso».
Con la edad y la adquisición de la independencia personal, al alejamiento físico se le une el distanciamiento moral, de modo que todo aquello que se empleó para generar una identidad va perdiendo peso y sentido y, al contrario de lo que debería, la distancia entre el origen y el presente es cada vez mayor. Las paredes que cierran el valle, que es también la prisión de la infancia, no han podido detener el alma ávida de experiencias y de desafíos;
«Las colinas de mi región natal se han transformado en una trampa que cada verano me captura y encierra. Me siento cada vez menos capacitada para establecer un vínculo entre mi vida y mi lugar de nacimiento y me pregunto si acaso debo fabricarme una escalera de emergencia para poder sacar de esa garganta, de contrabando, todo mi optimismo. Sin embargo, todavía intento hallar consuelo en el paisaje, encontrar ahí el rastro de un lugar donde poder vivir que no se torne una amenaza contra mí. Espero poder deslizarme bajo su piel en el curso de muchos veranos, descubrir sus secretos, a fin de no marcharme con las manos vacías, solo con mi piel a cuestas»;
y, al mismo tiempo, han convertido el regreso en imposible, la escala temporal del valle sigue su propia cadencia y opone su pausada evolución a la rapidez del tiempo humano; es un desfase imposible de recuperar, igual que lo es la infancia, ese territorio que se transforma, con el devenir del tiempo, de recuerdo a sueño y de este a vacío. Ese lugar de la niñez que queremos transformado mantiene su naturaleza; somos nosotros quienes, sin apercibirnos o malintencionadamente, ya no somos los mismos.
«Por culpa de esa frontera, que a ojos de la mayoría en nuestra región solo puede ser una frontera nacional e idiomática, me veo obligada a explicarme y a identificarme. ¿Quién soy yo, a qué lugar pertenezco, por qué escribo en esloveno o hablo alemán? Esas declaraciones tienen un claustro de sombra por el que deambulan fantasmas con nombres como lealtad y traición, posesión  territorio, mío y tuyo. El cruce de la frontera no es aquí un proceso natural, es un acto político».
Pero todos esos cambios no actúan solamente sobre el paisaje y el recuerdo, imponen su mutabilidad también sobre otros parámetros más volátiles: sobre la lengua, sobre la pertenencia, sobre la identidad. Y mientras tanto, la pesadilla desterrada prematuramente, permanece agazapada, en paciente espera para regresar y cubrir el mundo con su manto de espesa tiniebla, para cerrar de nuevo el paréntesis del tiempo de paz.
«El ángel del olvido debe haber olvidado borrar las huellas del pasado en mi memoria. Me ha conducido a través de un mar en el que flotaban restos de un naufragio. Ha hecho que mis frases choquen con desechos y astillas que flotan a la deriva, y todo para que se hieran, pulan y afilen. Ha retirado de forma definitiva la imagen de los angelitos que colgaba sobre mi cama de niña. Ya nunca podré ver a ese ángel. Jamás volverá a tener forma. Desaparecerá en los libros. Será una historia».

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