16 de junio de 2025

En la corriente de 'Los dos Beune': El Gran Esturión



El Gran Esturión


Pierre Michon


A comienzos del siglo pasado vivía en el Périgord, en Les Eyzies-de-Tayac o en Rouffignac-Saint-Cernin, un tal Jean Marsan, al que llamaban Jean el Pescador, seguramente porque era un experto sacando del agua a los salmones y a las truchas, a los sábalos. Aquel tipo conocido como Jean el Pescador, campesino pobre o jornalero, como me lo imagino, había encontrado en sus proezas de pesca y en los relatos que hacía de ellas una nobleza y una riqueza simbólicas que su nacimiento le había negado, y era el candidato perfecto para sentirse atraído por esa otra riqueza puramente simbólica, que siempre había existido pero que solo entonces empezaba a llamar la atención y que agitaba a toda la región: los tesoros prehistóricos ocultos en las grutas. Estaba perfectamente capacitado para que lo contrataran en una de aquellas anárquicas excavaciones que empezaban a proliferar por aquel entonces. Fue contratado. Y un buen día de 1912 descubrió, junto al abrigo Lartet en la Gorge d’Enfer, al levantar la vista hacia el techo de una gruta aún sin nombre, un bajorrelieve de un metro de largo. Un salmón. En definitiva, su presa preferida. Gracias a esa presa, esa modesta gruta aparece en los libros eruditos y en las guías con el nombre de Abrigo del Pez; y las guías no dejan de añadir que fue descubierta por Jean el Pescador, «cuyo nombre estaba predestinado a ello». Y lo era, sin duda. Y es gracias a ese mismo Jean Marsan, a ese pescador superlativo, en el agua como sobre la roca, que usted me pide, querido Romain Bondonneau, unas líneas para este número de Sédiments dedicado a los animales.

Me explico. En los años noventa tenía en mente un relato, L'Origine du monde, cuyos verdaderos protagonistas, los que regían toda la organización ficticia, debían ser lo que Lévi-Strauss llamaba animales «buenos para pensar»: un zorro, unas carpas, una grulla, un caballo tártaro. Yo dudaba sobre el lugar donde hacerlos desplegarse y apañárselas entre ellos, aparearse o devorarse. ¿Dónde ponerlos?

El azar quiso que me regalaran por entonces el voluminoso Álbum de las grutas decoradas francesas del Paleolítico. Lo hojeé. Se abrió, como por sí solo, en la página 154. Leí: Abrigo del Pez. Vi reproducido a toda página el salmón de piedra que remonta incesantemente el curso del tiempo, la cabeza algo erguida, la línea dorsal recta, la ventral convexa, una flecha, el nadador prodigioso. Leí: «Al retomar la excavación en 1912, Jean Marsan, llamado Jean el Pescador (con un nombre predestinado…) descubrió…».

Comprendí que había dado con la ubicación. El lugar exacto. El polo magnético de la animalidad: el departamento de Dordoña. Solo tenía que tomar prestado el nombre maravillosamente emblemático de Jean el Pescador, convertirlo en un personaje contemporáneo, no ya descubridor de grutas, sino pescador superlativo, pescador arcaico, un cazador-recolector anacrónico, como dicen los etnólogos. Aquel hacia el que acudían truchas y carpas porque, como escribí en ese texto, «había visto en sueños al Gran Esturión». Hacia él saltaron sin hacerse rogar mis animales fantásticos: el zorro y la grulla y los pequeños caballos tártaros. Y, para redondearlo, llamé a ese relato La Grande Beune, el nombre del riachuelo del lugar, al que di las proporciones de un río antiquísimo, la corriente mitológica, el Vézère.

La Dordoña no es un lugar. Es más que un lugar.

Lo que existe allí, bajo tierra, tiene algo de enigmático.

En un búnker a media ladera, a doscientos metros del Vézère, cerrado a cal y canto como lo están las reservas de oro estadounidense de Fort Knox —patrón oro, el United States Bullion Depositary, encerrado tras cuatro compuertas—, yace el patrón animal universal. El patrón oro. El patrón piel y hocico y cuerno. Aquel cuya ausencia haría quizá que todos los animales de la Tierra —las vacas con sus terneros, las ciervas con sus cervatillos, los perros que nos tranquilizan y las serpientes que nos espantan, los pequeños lirones y los grandes caballos, incluso las humildes arañas— perdieran todo sentido y valor, se disolvieran en un sueño o en un simulacro, del mismo modo en que quizá perdió todo sentido y valor la fortaleza de Fort Knox desde que, hacia 1970, algunos doctos economistas decretaran la fluctuación generalizada de las monedas y el oro dejó de respaldarlas.

Fort Knox sigue ahí, sin embargo. Aunque el oro ya no exista, es bueno conservar el símbolo. E incluso doblar la guardia. Con tanques, tropas armadas hasta los dientes, compuertas.

Tras las cuatro compuertas de Lascaux, pues, reina en la oscuridad el patrón animal universal. A quienes cruzan las compuertas y encienden la luz se les revelan como verdad las tres ideas que quizá sean esencias, quizá valores, quizá solo creencias, habladurías: la animalidad, el arte, el origen.

Estas tres grandes palabras están íntimamente ligadas.

Estos tres imponderables están allí reunidos y enredados como un ovillo.

No podemos desdevanarlo. ¿De qué hilo tirar? ¿De la animalidad, la bestia que somos y no somos? ¿Del arte, es decir, la belleza y la justeza que circulan milagrosamente desde nuestros sentidos y nuestro cerebro a nuestra mano? ¿El origen? ¿El origen de qué?

Todas esas preguntas en las que se agota en vano desde hace tres mil años el galimatías filosófico y desde hace algo menos el acercamiento científico, no son sino la espuma burbujeante en los flancos de las grandes bestias, una concreción accidental comparable a los mohos que aparecieron sobre las pinturas y que hicieron objetivamente necesaria la instalación de las compuertas, la reclusión incomunicada, que quizá devuelve esas figuras a su destino primero: no ser vistas.

Me gusta pensar en el instante en que, tras marcharse los paleontólogos y los geólogos, apagadas las linternas, las grandes figuras animales dejan de ser visibles. Están en la noche, en su noche, que es su lugar. No hay más preguntas.

En la oscuridad, para nadie. Sin destinatario. Aisladas en sí mismas. Fueron invisibles, claro está, para el hombre moderno, antes de su descubrimiento. Pero también puede pensarse que fueron hechas con el propósito de no ser vistas, o para serlo muy esporádicamente, no en todo momento, no por cualquiera. Para entrar en el búnker hacía falta una llave maestra. El viejo chamán probablemente arrojó esa llave al Vézère.

En la oscuridad, para nadie: como esos animales primitivos que desarrollan un aparato morfológico deslumbrante que ni ellos ni sus congéneres pueden ver por falta de ojos, ya que carecen de ellos. La mayoría de los moluscos marinos no ven sus resplandecientes conchas. Los etólogos llaman a esas brillantes construcciones apariencias sin destinatario. Sin embargo, los moluscos ciegos las fabrican, para nada, quizá por la belleza del gesto, una pura pérdida para su especie, una pura ganancia para la diversidad ilegible del mundo. A diferencia de la escritura, la caverna pintada es como esas conchas: sirve para almacenar forma, no para hacerla circular. Para bloquear el sentido y el valor, no para compartirlos. Es oro, no papel moneda.

Las grandes vacas saltan suspendidas: no se las ve. El Gran Esturión duerme. Solo se lo ve en sueños. Él es el patrón. No está ahí para nadie. Sobre esa ausencia, las especies y los relatos crecen y se multiplican. Él lo permite. Todo en orden.

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Texto aparecido en Sédiments 3, « Bestiaire périgourdin », Romain Bondonneau (dir.), 2015. Recogido en Cahiers Pierre Michon 2: Dans le courant des Deux Beune. VV. AA. Association des Amis de Pierre Michon-Presses Universitaires de Rennes, 2024

Forografía del encabezamiento: https://www.sites-les-eyzies.fr/decouvrir/abri-du-poisson


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9 de junio de 2025

Passeggiate. De viaje por Italia


Passeggiate. De viaje por Italia. Gregor von Rezzori. Temporal Casa Editora, 2025
Selecció, edición y traducción de José Aníbal Campos.
Epílogo de Jan Wilm y José Aníbal Campos

Antes de escribir estas Notas de Lectura, debo dejar constancia de algunas circunstancias —no excusas— que, estoy seguro, condicionan mi percepción de este texto y de otros muchos a los que me he asomado, a lo largo de los años, desde el desconocimiento del entorno —político, económico, pero también literario— y del desconocimiento de los actores principales de la literatura de esa parte, tan precisa y a la vez tan indeterminada, de Europa. 

La primera es el reconocimiento de mi ignorancia con respecto a la literatura de la Europa central; si exceptuamos a Peter Handke, Thomas Bernhard, Robert Musil, Franz Kafka y algún otro, no he leído sistemáticamente y, por tanto, no conozco en profundidad, a ningún escritor originario de esa región. En segundo lugar, debo confesar también que llegué a la literatura de Gregor von Rezzori inexplicablemente tarde: mi primera lectura fue, allá por 2011, Edipo en Stalingrado; después siguieron Sobre el acantilado y otros relatos y La muerte de mi hermano Abel, el responsable de mi adhesión al rezzorismo; solo posteriormente afronté la lectura de «La Gran Trilogía» y de la mayor parte de sus traducciones al castellano. Finalmente, esta circunstancia estrechamente asociada a la lectura de este Passeggiate, debo también confesar que mi experiencia lectora del austrohúngaro se ha visto afectada por un deslumbramiento cegador —más del entendimiento que de la vista— del que he sido consciente, por primera vez, al emprender la lectura de esta selección de textos circunstanciales —permítaseme el adjetivo; no implica juicio de valor ninguno—; el responsable de esa fascinación es el citado La muerte de mi hermano Abel, una de las mejores novelas europeas sobre Europa que he leído, y su influencia me ha condicionado, especialmente a la hora de tomar en consideración, nueve años después de mi última lectura de Rezzori, una obra menor, este conjunto de textos seleccionados por su traductor al castellano. ¿Las razones? En primer lugar, para un lector principalmente de novela, el formato de las narraciones, por más que exista una unidad temática que justifica la recopilación de textos; pero también ciertas particularidades con respecto a las cuales, como residente en una zona turística —aunque de ínfima calidad comparada con la Toscana o Roma—, me siento especialmente sensible. 

Pero dejémonos de introducciones vanas y centrémonos en el texto.

La situación administrativa de Rezzori —aunque descendiente de la aristocracia siciliana y residente en Italia durante más de treinta años— le inscribe en el impreciso grupo de los extranjeros en tierra ajena; esta circunstancia, neutra a todos los efectos ajenos a la literatura en lo que concierne a estas Notas de Lectura, puede ser favorable cuando permite alejarse del condicionamiento patrio y adquirir una perspectiva de la que carecen los aborígenes, pero cuenta con el inconveniente, más antropológico que literario —en este último caso, puede ser un punto a favor; apuesto a que lo es, en el caso de Rezzori—, de limitar la visión de las fuentes autóctonas y de adoptar, discriminadamente, el prisma del urbanita colonizador atraído por una imagen que él mismo, con su presencia, aniquilará. 

Bien, decía que soy especialmente sensible a ciertos aspectos del fenómeno de los que en nuestros días, haciendo uso y abuso de la estupidez semántica —y de la otra, universal y absoluta, mucho más grave—, se han dado en llamar expats. En todo caso, el de Rezzori me parece el caso de la visión, entre admirada y crítica, pero siempre complaciente, del observador que quiere mantener su extranjeridad justo lo suficiente para preservar su objetividad, pero que procura acelerar su integración para que su percepción se mantenga exenta de prejuicios; al mismo tiempo, es justo reconocer que el carácter pícaro, luminoso y cordial del autor se ajusta perfectamente al temperamento toscano —y, por extensión, italiano, al menos desde Roma hacia el sur—, probablemente como ningún otro descendiente del imperio austrohúngaro, encapotado y gélido, podría pretender. Estas circunstancias, que pueden comprometer el producto de esa interacción, constituyen, en el caso de Rezzori, la mayor muestra de la clarividencia de la que puede hacer gala un escritor en su contexto vital y literario: no importa cómo describe su visión, sino dónde se posa esta. Es un acierto del antólogo que el primer texto, casi, conceptualmente, una introducción al volumen, esté dedicado al estudio que el autor erigió en su casa italiana y que contiene una de las tesis principales bajo cuya formulación y desarrollo puede emprenderse la lectura de Passeggiate: la transformación de un espacio —que puede ser el estudio de Rezzori, pero también la Toscana o Italia entera— para dedicarlo a una actividad para la que no fue ni ideado ni construido, pero conservando la arquitectura soberana cuya destrucción provocaría un hueco en el tiempo que borraría la época en que fue erigido y el lapso en que se dedicó a la actividad para la que fue edificado.

«Nos preguntamos entonces qué hace que un fragmento de arquitectura antigua sea tan imponente a lo largo de los siglos. ¿Acaso lo mismo que confiere tanto poder al arte, es decir, su enorme presencia? ¿Es necesario que el arte de hoy arremeta contra toda la tradición? ¿Forma parte de sus tareas combatir el historicismo? ¿Se trata de una forma legítima de inmolación de la que, como el ave fénix, se alza siempre un presente renovado?».

Rezzori es consciente de que la existencia del turismo provoca el enfrentamiento —a veces tácito, otras explícito— de dos modalidades que personifican la divergencia en la relación con el espacio: el turista que se desplaza miles de kilómetros buscando, entre oleadas de sujetos semejantes, la réplica exacta de su medio habitual, y aquel desgraciado habitante de cualquier destino turístico cuya máxima aspiración es recuperar su propio espacio, recobrar la sobriedad, en todos los sentidos, una vez que las ansiosas hordas de turistas han regresado a la confortabilidadc de su patria, su lengua, sus costumbres y sus hábitos. Una dicotomía semejante a la que existe entre turista y aborigen se halla también en el caso de la actitud del extranjero ante el espacio foráneo; a pesar de citarlo en varias ocasiones en el texto «Aquel verano...», no puede haber dos visiones más encontradas de Venecia que la de Rezzori y la de Thomas Mann; una de las razones, que pueden deducirse del texto es que  Rezzori parte del punto de vista veneciano, mientras que para Mann, Venecia no es más que un decorado.

«Esos personajes podrían llevar la vestimenta de cualquier época escogida al azar —blusones y albarcas, jubones y tabardos, bombachos y cuellos de foque—, que seguirían siendo los mismos: toscanos de figura invariable a través de los siglos, enjutos y de huesos finos, tenaces como las raíces de un olivo, con perfiles como los pìntados por Giotto o, más tarde, por Paolo Ucello y Piero della Francesca. El tiempo parece haber perdido su poder ante ellos, expirar ante los viejos muros y no tener demasiada importancia».

En su texto sobre Roma, tal vez el mejor y más literario del volumen, el autor especula sobre la decadencia de la capital del imperio; distintamente de la vigencia del esplendor de Venecia, Florencia o Siena, el declive tal vez sea debido a que su esplendor fue tan fugaz como la época de la dolce vita; no la de la sociedad romana de la década de 1950, sino la de la descripción, engañosa y falsamente optimista, de la películoia de Fellini. La capacidad analítica de Rezzori se pone de manifiesto en el relato de su visión de los romanos como almas en pena condenadas a tolerar la presencia ineluctable de sus antepasados históricos que, desde sus tumbas monumentales, convertidas en ruinas pero que conservan su grandeza, siguen rigiendo sus vidas.

«Uno evoca enseguida la imagen de Goethe, con sombrero de ala ancha y guardapolvo, instalado en medio de un paisaje pintoresco: el silencio de las ruinas de un pasado sublime, envuelto en aromas de tomillo, serrado por el canto de las cigarras, transportado dulce y melancólicamente por el sonido de una lejana flauta de pastor. Hoy lo sacaría de allí una ambulancia con ruido de sirenas y luces azuladas y lo trasladaría a la clínica psiquiátrica más próxima».

Esa es una Roma inaccesible al foráneo, que dedicará su atónita mirada a las ruinas del pasado esplendoroso y no sabrá percibir —lo tendrá enfrente, pero su mirada no está predispuesta para verlo— las ruinas del presente.

«Probablemente fue eso lo que dio a Roma su apelativo de Ciudad Eterna: esos restos esparcidos por doquiera, excavados, etiquetados y explicados con esmero, como para una clase práctica, nos hablan, ya sea en su disposición en capas o imbricados e incrustados unos con otros, de épocas de poder y explendor en número parejo al de las épocas de catástrofes y verdaderos cataclismos. En otras palabras: nos hablan de tantos apocalipsis como renacimientos universales. Y por muy distintos que fueran esos muros renacidos una y otra vez, y al margen de las formas divergentes con las que expresamos su singularidad, podemos ver en ellos  una clara continuidad que es específicamente romana. Es la autóctona dialéctica entre la vulgaridad y la imaginación».

Rezzori, un Rezzori distinto del de La muerte de mi hermano Abel, ejerce de analista social, no limitándose, por tanto, a la anécdota, sino captando el espíritu de una ciudad que no se puede abarcar enteramente ni resumir sin perder el carácter que la hace Eterna. La belleza no está en el objeto, donde la busca el turista ignorante aplastado por la grandeza de lo que le rodea desde su ilusoria posición de superioridad, sino en la capacidad que posee de evocar —y, a la vez, de rendir homenaje a— un pasado que el transcurso del tiempo y la insignificancia apisonadora del presente han convertido en legendario.

«Tal vez se la llame la Ciudad Eterna porque nunca ha estado del todo en el presente, porque ha vivido siempre entre el ayer y el hoy, en una tierra de nadie del tiempo, por así decir. La fantasía de esta ciudad, su clara locura meridiana, la hace aparecer a veces como un negativo: como en el cine expresionista se representaba el más allá. La culpa la tiene, naturalmente, el cielo sobre Roma. Su luz cegadora. Sus reflejos e ilusiones ópticas. Hay horas —temprano por la mañana y al atardecer— en cuyo azul turquesa todo pierde de repente su gravedad. Sobre el suelo de una plaza con dos fuentes de belleza soñadora flota el Palazzo Farnese, y en torno al edificio todo nada hacia lo incierto, como si la ciudad entera se pusiera en entredicho». 

La decadencia de Nápoles —recuérdese su florecimiento, en tiempos del virreinato español— es identificada como una versión meridional y avanzada en el tiempo del fin del imperio austrohúngaro, aunque el propio autor señala, explícita o tácitamente, algunas diferencias: en Austria sobrevivió, aunque expoliada de sus títulos y desterrada o huida, estacional o de forma permanente, a tierras de clima más suave, parte de la antigua nobleza; en Nápoles, solo sobrevivieron las piedras: los palacios se convirtieron en colmenas de viviendas humildes y los edificios sagrados en sanctasantórum de un chocante sincretismo religioso de base étnica; unos dioses que quizás compartieron morada en el pasado pero que la cruel intransigencia del cristianismo enemistó para después, caídos los imperios y reducida la Iglesia a un dispensador de intolerancia, volvieron a encontrarse, olvidaron sus diferencias y, como el antiguo príncipe, que tuvo que enajenar su palacio porque su grandeza permanecía pero su liquidez había fenecido, y el modesto taxista gritón que había ocupados algunas estancias del malogrado palacio por un alquiler irrisorio, retomaron su relación como si no hubiera sucedido nada.

«El taxista y el príncipe charlaban animados en el mismo dialecto, con la vivaz y campechana facundia de la bonhomía: eran como dos hermanos en distinta indumentaria. Entre tanto, nos habíamos adentrado en un laberinto de callejuelas cada vez más estrechas, sombrías e intrincadas, aprisionadas entre los imponentes y desmorodanizos muros de palacios, iglesias y conventos, ceñidas a cada lado por los recantones de unos enormes arcos de piedra, entre cuyas fauces colgaban los tendederos de ropa y las jaulas de pájaros, todo bajo la luz oblicua del sol, mientras a su sombra martilleaban los artesanos, alborotaban enjambres de niños o se ocultaban figuras de aspecto sospechoso».

Es en Nápoles donde, de nuevo, surge el urbanita-colono que piensa que porque él se halla en la mejor situación que podía soñar, todo el mundo a su alrededor debería sentirse agradecido por disfrutar de esa misma situación, olvidando que, para el campesino condenado a una vida de la que no puede evadirse, el urbanita trasladado al campo para llevar una vida auténtica, es la víctima perfecta de sus timos

El autor no puede sustraerse a la tentación de discriminar entre el sur y el norte. La gran diferencia entre el origen de Rezzori y el sur de Italia convierte su mirada en una reflexión antropológica sostenida desde la incuestionable superioridad del nórdico y no exenta de cierta condescendencia; nada que ver con su concepto de Milán, a la que casi despoja de su italianidad y no puede evitar mirar con el recelo del que sospecha que podría considerarse ya no en el mismo estado de desarrollo que cualquier ciudad mediana del finiquitado imperio de donde procede. En Milán, la condescendencia va dejando su lugar a una sana envidia.

«Sea como fuere, uno de los destinos de mi existencia es que se iniciara tan pronto como para dar a la vieja Austria la oportunidad de dejar en ella una huella traumática. Por eso la busco ahora en todas partes, es decir: intenbto reconstruirme. En ese sentido, Milán rentabiliza mi inversión. Muchas de las cosas que yo consideraba específicamente austríacas (y no me refiero solo a la milanesa, la famosa variación del filete empanado vienés, el Wiener Schnitzel), las reconozco ahora como productos importados en su momento desde aquí. Cosas que aquí existen todavía, que viven todavía aquí. En pocas palabras, muchos aspectos de esta ciudad se ofrecen como escenarios de fondo para todo lo que de mí  ha devenido fantasma».

Toda selección, al igual que los libros de relatos, tienen sus altibajos; me ha parecido un poco prescindible, a pesar de sus cualidades, el texto sobre Milán; es cierto que es muy personal, muy autobiográfico, y solo estas circunstancias ya lo hacen interesante, pero literariamente queda por debajo de la media. De igual modo, el texto titulado «Italia» contiene, para mi gusto, demasiados tópicos, no siempre bien explicitados y, además, expuestos formulariamente.

Pero tanto esa mirada por encima del hombro y la premura con que despacha esos textos que acabo de mencionar quedan compensadas sobradamente por la fluidez de quien domina el arte de la narrativa en todas sus variantes y sabe que, con independencia del gusto de sus lectores —y de este lector en particular—, el estilo de los textos debe adecuarse al objeto narrativo: ni Passeggiate es La muerte de mi hermano Abel ni «Italia» es «Sobre el acantilado». Tal vez a los rezzorianos imbatibles este Passeggiate les sepa a poco; harán mal en perdérselo, sería como no aprovechar, por su origen humilde, el pan sobre el cual extender esos incomparables crostini neri.

«Cuando el palio, premio y trofeo de la carrera, es portado delante de la muchedumbre, se produce un repentino silencio, todo queda inmóvil, es un instante de tensión, como las cuerdas de un laúd a la espera de la mano que lo hará sonar. El sol va en retirada, casi toca ya el borde del óvalo de este ruedo, hace que refuljan por última vez los cenicientos tejados de pizarra y los rojos ladrillos de los palacios. Parece detenerse allí, al borde del día, y dejar caer su luz para hacer diáfana la abstracción».

Otros artículos en este blog relativos a Gregor von Rezzori: https://jediscequejensens.blogspot.com/search?q=Gregor+von+Rezzori

4 de junio de 2025

El Nobel Claude Simon no tiene quien le edite

 


Les Éditions de Minuit acaba de publicar en un solo volumen las dos primeras novelas de Claude Simon, Le tricheur y La corde raide, publicadas originalmente por éditions du Sagittaire en 1945 y 1947.

Este acontecimiento literario de primer orden, la reedición de los dos primeros textos de un escritor fundamental de la corriente del Nouveau Roman, premio Nobel de literatura en 1985, me ha recordado un artículo de Elena Hevia en El Periódico de 2017. No quiero ni pensar lo que hubiese sucedido si esos manuscritos se hubieran mandado a diecinueve —o veintinueve, o treinta y nueve— editoriales españolas: actualmente, que yo sepa, no existe ningún título de Claude Simon disponible en castellano.

El Nobel Claude Simon no tiene quien le edite

Un admirador envió a diecinueve editoriales un manuscrito anónimo del prestigioso autor francés y fue rechazado en todos los casos.

Demostrar que hoy la literatura solamente presta atención al libro de consumo era la intención de una apuesta que cruzaron dos amigos franceses, Serge Volle y un escritor famoso cuyo nombre no ha trascendido. El primero es un devoto lector del escritor Claude Simon, gloria de las letras francesas, premio Nobel de Literatura en 1985 y también cultivador de una literatura compleja. Del segundo solo se sabe que es un escritor muy conocido. Ambos se carteaban desde hace años y entre ellos surgió la siguiente pregunta: ¿Sería hoy Simon publicado si nadie lo conociera y él enviara su manuscrito a una editorial?

Para ver qué ocurría, Volle envió las primeras cincuenta páginas del manuscrito de la novela Le Palace  a diecinueve editoriales grandes y pequeñas y seis meses más tarde han dado a conocer los resultados. La lamentable cosecha ha sido que siete editores no han dado la menor respuesta y doce han rechazado el texto directamente. Uno de los editores —los autores de la treta no han querido que su nombre trascienda— escribió en la carta de rechazo: «Las frases no están acabadas, lo que hace que el lector pierda el hilo completamente». También aluden a los personajes que «no están bien diseñados» y que la narración no permite la elaboración de una «verdadera intriga».

La novela en cuestión, Le Palace , publicada en 1962, se inscribe en el movimiento literario del Nouveau Roman, de carácter experimental, y describe la espera en Barcelona de un grupo de combatientes voluntarios republicanos, cuando la ciudad estaba agitada por los conflictos entre los anarquistas y los republicanos. Le Palace  alude al café y al cine situados en el Passeig de Gràcia y entre los personajes se encuentra un trasunto de George Orwell. En su momento el estilo del autor, que sigue la técnica del collage, fue vinculado al de Marcel Proust, por la sinuosidad de su escritura.  Su obra está presente en la Bibliothèque de la Pléiade.

Serge Volle se ha mostrado muy satisfecho con su trampa: «Era una forma de sondear la calidad de aquellos que presiden los comités de lectura en las pequeñas y grandes editoriales actuales. Hoy el concepto de libro de usar y tirar es lo que está en boga». Y recuerda la frase de Marcel Proust que aseguraba que «si quieres que te editen, primero procura ser famoso». Y de eso también sabía mucho Proust porque cuando el primer tomo de A la busca del tiempo perdido fue enviado a Gallimard, el escritor André Gide, uno de los mejores lectores del sello, devolvió el ejemplar con la anotación: «No puedo comprender que un hombre dedique treinta páginas para describir cómo da vueltas en su cama antes de conciliar el sueño». Por suerte para la literatura, con los años en la editorial corrigieron el tiro y lo incorporaron a su catálogo. 

https://www.elperiodico.com/es/ocio-y-cultura/20171213/nobel-claude-simon-edicion-trampa-6492870

2 de junio de 2025

En la corriente de 'Los dos Beune': «Por fin voy a escribir esa gran novela»

 


«Por fin voy a escribir esa gran novela»


Pierre Michon


La Grande Beune nació, implícitamente, de un encargo. Admiraba (y en eso no he cambiado) a Jacques Réda. Ya no recuerdo cómo había logrado acercarme a él, pero de vez en cuando nos veíamos. Me había regalado un pequeño oficial de espahí de plomo (compartimos ese fetichismo). A menudo me pedía, sin insistir, un texto para la Nouvelle Revue Française, que entonces dirigía.

«Voy a escribirla por fin, esa gran novela», me dije, «voy a lanzarme a ciegas sobre cualquier cosa, a trabajar desde el Inconsciente, y entregaré las primeras páginas a la revista de Réda». De hecho, encontré muy pronto un punto de partida: El origen del mundo (ese era el título que tenía previsto), con las dos acepciones que estos términos implican: el origen del hombre —Lascaux, las cuevas— y el origen del mundo tal como lo vio Courbet, el sexo de la mujer. Había que unir ambas cosas, en cierto modo. El origen del hombre, la obsesión por los comienzos (del lenguaje, sobre todo, del ser hablante) ha sido una de mis fijaciones desde la infancia, y quizá tenga que ver con que no tuve padre; o no. Uno de mis modelos paternales me ayudó en ello: el abad Bandy, el de Vies minuscules, Brandy en la realidad, estaba apasionado por esa rama del saber, como muchos curas en aquella época; me dio, cuando yo era niño, un número de Sciences et avenir dedicado al tema, que todavía conservo. Así pues: el ser parlante que comienza a hablar. Y no hace falta ser muy lacaniano para relacionar el origen del lenguaje con el sexo de la mujer: ¿qué es eso, ahí, que se abre en lugar de brotar, esa falta o ese exceso disfrazado de falta? Así fue como se hizo el alfabeto, diría Kipling.

Tenía trabajo por delante con ese «cualquier cosa» que era justo lo contrario de cualquier cosa, pero avanzando desde el Inconsciente, sí. Puse la acción en un pueblo que conocía, Castelnau, en el Lot, que desplacé un poco hacia el sur, hacia los grandes yacimientos, las grutas, Lascaux; aunque ese pueblo recreado también debe mucho a Mourioux, donde mi madre daba clases. Encontré enseguida, en un mapa del sacrosanto Vézère paleolítico, el nombre milagroso del río —de los dos ríos, más bien—, la Grande y la Petite Beune: le di al Vézère el nombre de ese arroyo (costó bastante encontrarlo cuando fuimos a hacer fotos in situ para Libé), perfecto; tenía ese nombre el sonido algo bovino que le gustaba a Flaubert, bovino y femenino, Bovary, y me hacía pensar también en los dos célebres ríos de Dakota, el Little Big Horn y el Big Horn, en cuya confluencia Crazy Horse, el siux, le arrancó la cabellera al general Custer. Otra forma de arcaísmo, el indio americano, el otrora primitivo, que también está presente en este libro, viene de ahí. Había que situar allí al narrador y a sus héroes. Al narrador lo encontré de inmediato: el maestro aturdido que llega de noche, en autobús. Pero ¿qué iba a hacer con él? Por aquel entonces pensaba mucho en L'Apprenti sorcier, el hermoso librito perverso  de François Augiéras, con sus abades obsesos en el Périgord Negro; también pensaba en Boucher, la película de Chabrol, la historia de un asesino de niños y una maestra, que mezcla la brutalidad sexual con las cavernas pintadas, justo como intuía que iba a hacer yo. Pero necesitaba un obseso sexual simple, no un sádico asesino: solo un pequeño perverso sádico, como dicen los psicoanalistas. Terminé por desdoblarlo: por un lado, el maestro, el obseso reprimido; por otro, Jeanjean, el obseso sin freno, el pequeño perverso amante y amado, el amo y señor satisfecho, el falso nihilista que dice sí a todo en este mundo, porque está satisfecho. El amo y señor del lenguaje. El chamán fundador, el pintor de Lascaux. Y en medio, el blanco de todos los deseos, la razón de ser: la estanquera ataviada, maquillada, en lo alto de sus tacones, en un altar, con un nombre cuya inicial es un delta púbico, Y, la abertura de Courbet. Le debe mucho al físico de Ava Gardner; también tiene, aunque morena, muchos rasgos de la Milady marcada de Los tres mosqueteros, y no entiendo por qué algunos la ven gorda: gigante, sí, como un fantasma, pero gorda, no. Ella es La Grande Beune (Jean-Baptiste Harang escribió con acierto que «suena como la hembra de El gran Meaulnes»); el río, es su goce interminable. El mundo no es, a su alrededor, más que la erección que provoca.

Es un texto erotómano de cabo a rabo, lo he comentado mucho por todas partes, no hace falta insistir más. No es la «gran novela» prevista. Pienso a menudo en escribir su continuación.

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Publicado por primera vez en: «Pierre Michon par lui-même. La Panoplie littéraire». Décapage 51, automne hiver 2014. Recogido en Cahiers Pierre Michon 2: Dans le courant des Deux Beune. VV. AA. Association des Amis de Pierre Michon-Presses Universitaires de Rennes, 2024.

La fotografía del encabezamiento corresponde al espahí de plomo que regaló Jacques Réda al autor.


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26 de mayo de 2025

Lugares

 

Lugares. Georges Perec. Anagrama, 2025
Traducción de Pablo Martín Sánchez. Preámbulo de Sylvia Richardson
Prólogo de Claude Burgelin. Edición e Introducción de Jean-Luc Joly
Lieux. Seuil, 2022

Georges Perec, escritor juguetón donde los haya, dejó, a su muerte en 1982, numerosos proyectos inconclusos. Entre ellos, los materiales correspondientes a este Lugares.

La intención de Perec era operar un texto consistente en la descripción sobre el terreno y la descripción del recuerdo de doce lugares parisinos, y repetir el ejercicio a lo largo de doce años; el resultado serían 288 textos que recogerían el paso del tiempo tanto en los lugares físicos como en la memoria del escritor. 

«El tiempo recuperado se confunde así con el tiempo perdido: el tiempo se pega a este proyecto, constituye su estructura y su restricción; el libro no es la restitución de un tiempo pasado, sino una medida del tiempo que fluye; el tiempo de la escritura, que hasta ahora era tiempo para nada, tiempo muerto, que se fingía ignorar o que se restituía solo arbitrariamente —El empleo del tiempo, Michel Butor, 1956—, que siempre estaba al lado del libro, incluso en Proust, se convertirá aquí en el eje esencial».

El libro se inscribe, pues, a la vez, en dos de las líneas temáticas troncales de la literatura de Perec: el espacio físico —Especies de espacios, Tentativa de agotamiento de un lugar parisino— y la memoria —Me acuerdo, W o el recuerdo de la infancia—.

La idea era el intento de excluir la literatura de las descripciones reales, limitándolas a catálogos de aquello que existe y aquello que pasa. Por contra, el proyecto se topaba con la imposibilidad de excluir la literatura de las descripciones recordadas, ya que es imposible suprimir el yo del sujeto que recuerda: la descripción se convierte en un relato, y todo relato implica literatura.

«No quiero olvidar. Tal vez ese sea el eje central de ese libro: conservar intactos, repetir año tras año los mismos recuerdos, rememorar las mismas caras, los mismos acontecimientos minúsculos, reunir todo ello en una memoria suprema y demencial».

Siguiendo con la faceta lúdica del proyecto, Perec instituyó el orden de publicación de los 288 textos: ni cronológico ni espacial; con la intencióbn, tal vez, de añadir a Lugares un tercer nivel narrativo gracias al efecto de la no linealidad ni sucesión lógica —un «aleatorio determinado»—: un bicuadrado latino de orden 12 facilitado por el matemático Indra Chakravarti.

«No tengo una idea muy clara del resultado final, pero pienso que se verá en él el envejecimiento de los lugares, el envejecimiento de mi trabajo y el envejecimiento de mis recuerdos».

El resultado, a pesar de no recoger la totalidad del proyecto inicial, es un laberinto afectuoso, genial e irresoluble del que el lector no quisiera salir jamás.

19 de mayo de 2025

Un enclave de lo maravillosos o de lo salvaje: Les Cards

 

Les Cards, 2010. VermillonAnne Lise Broyer


«Un enclave de lo maravillosos o de lo salvaje». 

Retrato de la casa de Les Cards en la obra de Pierre Michon


Laurent Demanze


En Les Cards, mirando por la ventana, en junio, entre la niebla, a las siete de la mañana: los iroqueses están a este lado, los hurones a aquel; a veces se oye  silbar las flechas perdidas (y, por supuesto, los tambores de la guerra). A veces son, en lo profundo del bosque, las legiones aulladoras, en las Panonias. Abro las persianas ante eso.

Pierre Michon, Vermillon

 


La casa de Les Cards es el corazón palpitante de Vies minuscules. Aunque la casa de los abuelos maternos no es exactamente el tema central, surge desde la primera página del relato y magnetiza el trayecto del narrador: es a la vez el lugar original que hay que abandonar para convertirse en escritor, el espacio de ensueño que determina sus preferencias básicas y la casa que hay que encontrar al final del trayecto. Entre el alejamiento y el reencuentro, es un lugar ambivalente. Ata al narrador al campo aislado y lo aleja de los lugares centrales del campo literario: tiene que dejarla atrás para liberarse del estancamiento provinciano, para conquistar la libertad individual y, en cierto modo, para traicionar a su familia con este movimiento de alejamiento. Pero también es el espacio de retorno que acoge al narrador después de sus fracasos y encarna a los minúsculos que no había querido ver. Abandonada y recuperada, en ruinas pero celebrada por sus ruinas, es el emblema mismo de la poética inventada por el escritor en Vies minuscules y continuada en Vermillon. Habría que recorrer la obra de Pierre Michon, tomando al pie de la letra la sugerencia de Benoît Goetz en Théorie des maisons: detectar en el espesor de los libros y en los pliegues de los textos una arquitectura disimulada pero central, una casa a menudo imperceptible pero radiante y estructurante. Esa casa, muy probablemente, sería, en la obra de Pierre Michon, la casa de Les Cards.


Vies minuscules dibuja, como sabemos, el recorrido circular de una odisea a la vez individual y geográfica: es el movimiento de un alejamiento para conquistar el reino de las letras lejos de La Creuse, antes de que el narrador regrese a estos lugares y los recupere para convertirlos en la base misma de su proyecto de escritura. Extrañamiento y reencuentro, traición y transfiguración, tal es el movimiento que da ritmo a esta colección de vidas. La casa de Les Cards es el marcador de este movimiento: es, en definitiva, el hito a partir del cual puede comprenderse la cercanía o el alejamiento del narrador con respecto a su paisaje original y a la memoria familiar. El relato se abre con el «gran castaño de Les Cards» (VM, 14) y su sombra repleta de palabrería genealógica, y se cierra con una nota elegíaca, cuando el narrador encuentra, en las últimas páginas del volumen, esa casa en ruinas debido a no haberse hecho cargo de esta herencia, en una atmósfera de apocalipsis:


«Muchas veces íbamos a Cards ese mismo día, a pie si hacía buen tiempo, por los castaños que el otoño eriza o las llamaradas de oro en verano, por senderos de pájaros. Llegábamos inopinadamente a tierras más santas, las tierras de Cards que algún día serían mías, me lo afirmaban con amor y algo como una compasión fugaz, y la emoción de Félix me confirmaba que esos campos eran de otra naturaleza en la que era más vivo el brillo de las retamas, más grande la impaciencia de las hierbas. Por fin bailaba en mí una música viva, mi sombra me embriagaba, aparecía la casa en su bosquecillo, sus lilas, su pasado relatado, la casa que ya se hundía lentamente bajo inútiles estaciones sin cosechas y ya no encerraba entre sus paredes vacías más que el tiempo que corroe; qué importaba. Sería grande y tendría dinero para restaurarla; podaría la glicina; en el jardincito donde Élise se lamentaba por las zarzas, me leían un porvenir de alhelíes y hortensias; aquí jugarían los niños y triunfaba el futuro: vendría de vacaciones y me congratularía de alegrar a los viejos muertos. Félix no mentía: está efectivamente en Chatelus; en el cruce de un camino que va hacia Séjoux, a la vista de una aldea adormilada, nadie señala ya la tierra de Gayaudon, donde la hierba es paciente: la propiedad fue vendida a precio vil para que prosiguiera mi existencia ínfima. Me queda la casa; mi amor por ella no ha disminuido. Una glicina muerta se desespera; la tempestad y mi incuria lo han arruinado todo; los árboles raros que Félix había plantado para mí se desploman uno por uno sobre los graneros, hay crujidos bruscos y erosiones lentas; los grandes vientos lanzan pizarras borrachas a los castaños, el agua muerta se amontona ahí donde dormían los vivos, unos retratos caen y en el fondo de los armarios otros sonríen en la oscuridad al olvido que los colma, unas ratas revientan y otras lle-gan, pacientemente todo se deshace. Vamos, todo está bien; los ángeles misericordiosos pasan en un vuelo de pizarra, se rompen y renacen en el aire azul; apartan la noche de las telarañas, cerca de las ventanas rotas miran luna tras luna fotos de antepasados cuyos nombres les son conocidos, susurran suavemente entre ellos y tal vez ríen, azules como la noche y profundos, pero cristalinos como una estrella; que distruten mi herencia inhabitable; el milagro está consumado». (VM, 235-236). 

Traducción de  Flora Botton-Burlà para Editorial Anagrama (2002)


Si cito en extenso este fragmento es porque pone de relieve un cambio en la experiencia de la casa: el narrador pasa de la sensación infantil de una casa como lugar de proyección, como espacio de existencia deseable, de vida soñada, a la experiencia presente asentada bajo el signo de la ruina. Este cambio es también una metamorfosis en la forma de percibir a los seres vivos: las plantas y las siluetas de los residentes bajo el signo de la intensidad, de la vida o del instante, son sustituidas por un mundo nocturno y mortificante. A pesar de este cambio, la casa se mantiene en una relación simbiótica con los seres vivos que la rodean: este movimiento entrópico toma bajo su propio puño funesto a las esencias y al edificio, a los extraños de las fotos y a las ratas, mediante una misma personificación de las plantas («una glicinia se desespera») y de los materiales («pizarras borrachas»). La casa está unida indivisiblemente con el mundo vivo que la rodea. Así pues, no es sólo un marcador social o geográfico; es un emblema de una relación con los seres vivos y compromete otras conexiones posibles con ellos: si este horizonte, que puede vincularse a una preocupación por la ecopoética, ya puede verse en la filigrana de Vies minuscules, se inscribe con más fuerza en Vermillon. Este pequeño libro, que reúne fotografías de Anne-Lise Broyer y su entrevista con el escritor, ofrece un doble retrato de la casa, a la vez fotográfico y literario, haciendo de ella un espacio secreto, pero también un dispositivo de redescubrimiento de un momento arcaico del mundo.


La casa secreta de un escritor


La casa de Les Cards, aunque no es propiamente el estudio del escritor, es el «núcleo invisible» (V, 51) de la obra: encarna, a los ojos de los lectores, un anclaje literario. No es ni el escenario ni el interior provinciano de Vies minuscules, sino algo así como su matriz y su movimiento dinámico. Está dotada de un aura, por la cualidad sensible que le confiere Vies minuscules, así como por su vinculación material al futuro del escritor y a su carrera literaria. La importancia de esta casa le confiere muy pronto el poder evocador de la casa de un escritor, generando una atracción magnética y visitas: la casa es un espacio para captar in situ una obra literaria. La casa de Les Cards ha tenido esta importancia desde muy pronto: en el programa literario Qu'est-ce qu'elle dit Zazie?, que presenta la mesa amistosa de los escritores y de los que no pueden participar, en el documental de Sylvie Blum, en un bonito testimonio de Jean Echenoz con motivo del Cahier de l'Herne dedicado a Pierre Michon. En otras palabras, el proyecto Vermillon está impulsado, por así decirlo, por el magnetismo de la casa, combinando el poder de atracción, la puesta en escena literaria y la ocultación concertada. Este pequeño libro combina la mirada de la fotógrafa Anne-Lise Broyer, que se desplaza al lugar, capta el genio del lugar gracias a las indicaciones y los libros de Pierre Michon, y confronta la mirada de la fotógrafa con la del escritor en una entrevista final. Se trata no sólo de una forma de confrontación de miradas y sensibilidades, de prácticas artísticas fotográficas y literarias, sino también entre el contenido secreto y la exposición que constituye el libro con sus fotografías:


«Esa casa es un poco secreta: no es que la esconda, pero vista de lejos, cuando no vivo en ella, que son nueve meses al año, me parece un secreto lejano, enterrado. La  llevo dentro de mí como un núcleo invisible, y pensar en ella me da, al mismo tiempo, la mayor fuerza y la mayor debilidad. En realidad, no quiero que los demás la vean cuando no estoy: es como si quisiera guardar celosamente un espejismo que apareciera solo para mí, cada verano». (V, 51)


¿Es esta casa, aislada, secreta y como en ruinas, hablando en propiedad, una casa de escritor? Daniel Fabre ha puesto de relieve el carácter dispar de lo que hoy llamamos casa del escritor, que oscila entre la cabaña de paja y el castillo, entre el lugar vivido y el horizonte deseado, el estudio habitual o el lugar de descanso temporal. No basta con decir que Pierre Michon no escribe realmente allí, ya que la casa del escritor no siempre es un lugar para escribir: atrae la imaginación, forma un paisaje mental y despierta un magnetismo literario. Sin embargo, no es visitada: escapa al anclaje territorial de la literatura analizado por Mathilde Labbé, en virtud de su condición de enclave imaginario. Aunque la casa de Les Cards vincula la literatura a una geografía e intensifica el contenido memorial de un paisaje, escapa en gran medida a cualquier dimensión patrimonial: por supuesto, algunos testimonios hacen del viaje a la casa de Les Cards el equivalente de la visita a un gran escritor, como nos ha recordado el proyecto Lieux de mémoire de Pierre Nora. Pero en lugar de que el gran público acuda a ver el patrimonio de un clásico y a saludar el prestigio del escritor en majestad, atraído por la frágil aura de la propia literatura, se trata más bien de la mesa de los pares en un espacio precario, en ruinas por así decirlo: la casa en el sentido de una sala común, apenas reformada.


«¿Dejarle entrar? Es un cuchitril, ya lo sabe. La gran habitación singulat de la planta baja, la casa, como llamábamos a esa estancia, que servía de sala común y cocina, donde vivía la gente, se ha quedado como estaba; y no me atrevo a tocarla, solo he hecho instalar un fregadero: el suelo es de losas de piedra mal unidas, la gran mesa es del tiempo de Matusalén, las paredes conservan el viejo encalado parduzco, la luz del día entra por una estrecha ventana». (V, 52)


Con cierta picardía, la entrevista repite los montajes museísticos que estructuran la visita al Louvre en Les Onze por un narrador un tanto zalamero y la visita final a la cueva en La Grande Beune, como para frustrar la curiosidad por el patrimonio o el deseo fetichista de tocar el lugar mismo de la literatura, a la manera de las peregrinaciones literarias actuales. En cierto modo, Pierre Michon imita el papel de guía de su propia casa, llevando al fotógrafo a pasear por su memoria íntima, como se haría en un museo. Menos un espacio sagrado que una sala común, menos el lugar privilegiado del escritor en majestad que el lugar donde vive la gente.


Un enclave arcaico


Agnès Castiglione ha mostrado claramente la huella sensible e imaginaria del bosque en la obra de Pierre Michon: es una presencia del pasado, cuando no arcaica, que señala tanto la memoria familiar a través de la silueta del gran castaño en Les Cards que abre Vies minuscules como la inmemorial, la de los ritos antiguos o las presencias salvajes. Como nos recuerda, en palabras de Gaston Bachelard, se trata de una imagen de tiempos antiguos, ya que «en el reino de la imaginación, no hay bosques jóvenes». El bosque inaugura el «reino del antecedente». La casa de Les Cards se funde y se confunde con el espacio forestal: no debe pensarse tanto como el signo de una mano humana, que viene a circunscribir un espacio domesticado, sino como un observatorio privilegiado de la experiencia forestal. «En las fotografías del álbum Vermillon —señala—, la casa de Les Cards, lugar de nacimiento de Pierre Michon, apenas se distingue de los bosques que la rodean». La casa, pues, no debe pensarse como una división entre cultura y naturaleza, sino más bien como una difuminación de los reinos o una indistinción de los vivos, confundiendo en la misma atmósfera espectral los fantasmas de los antepasados y los árboles envueltos en bruma.


La casa de Les Cards lucha por encajar en los mapas y geografías humanas: por supuesto, constituye una especie de enclave a distancia de las sociabilidades, un espacio de soledad y de salvajismo, si tomamos la palabra en su propia etimología. El territorio humano se concibe a partir del camino, que abre paso, se apropia del espacio: no solo está construida en los márgenes del camino, sino que, además, Pierre Michon en cierto modo confunde los mapas para impedir el acceso, proporcionando a la fotógrafa indicaciones burlonas, falsamente eruditas, con nombres de lugares ficticios y topónimos inventados por el escritor, dentro de una toponimia fabulosa. Acercarse a la casa no es aventurarse en el bosque, sino acceder a una cualidad intensificada del espacio. Agnès Castiglione evoca este contenido sensible de la casa rodeada por el bosque refiriéndose a los «alvéolos temporales»: un alvéolo, o, en palabras de Pierre Michon, un enclave, no muy distinto de las reflexiones de Michel Foucault sobre la heterotopía, en la forma en que estos lugares reúnen o concentran temporalidades, desde las más arcaicas a las más primitivas, entre el desgaste de un mundo a punto de desaparecer y el resurgir de la frescura del mundo.


«Está lejos de todo, y en el bosque: un enclave maravilloso o salvaje, como Broceliande o Brigadoon, ese poblado imaginario anclado en el pasado en la hermosa película de Minnelli. De hecho, ya no hay carretera: se detiene en el caserío de abajo, y se transforma como por un efecto de una varita mágica en un viejo sendero. Se entra de repente en la gran vejez del mundo, que es también su mayor juventud». (V, 62)


La experiencia de la casa se debate entre el asombro y la conciencia del desastre. Por un lado, es la maravilla de la infancia la que transfigura el espacio con los colores de un cuento de hadas, adornándolo con el glamour del futuro y dándole las dimensiones de un espacio privilegiado para encuentros furtivos con animales. La relación con la casa está marcada por el sello del verano, por experiencias tempranas en las que el viaje a la casa adquiere el aire de un rito de iniciación, llevado a buen puerto con unas cuantas contraseñas y unas cuantas líneas románticas de Lamartine o Hugo. La casa constituye  una tierra prometida, que concentra en sí la promesa de una vida futura y un poder de asombro: una aventura existencial, en suma.



«Y yo lo vivía como una experiencia maravillosa, cuando volvíamos durante unas semanas en los meses de verano, mi abuela, mi madre y yo». V, 53)


«Los días que pasaba allí eran una fuente constante de asombro: me repetía los nombres de los lugares (no podía creerlo: ¿así que estaba allí de veras?), perseguía apasionadamente las hermosas mariposas sobre las viejas piedras, mi cuerpo y mi espíritu bailaban de alegría. Yo le devolvía la vida y toda su razón de ser, a la casa que había sido abandonada por mi culpa. Pagué mi deuda con alegría». (V, 54)


Más que la nueva vida que promete la llegada al hogar, más que la intensidad de la infancia que agudiza las sensaciones, es sin duda la proximidad animal la que exacerba esta capacidad de asombro: encuentros furtivos, vecinos discretos, las proximidades de un gato y de una llamada.


«Ya sabe: estás ahí, quiero y maravillado en la mañana de primavera, y de repente la llamada del cuco pone fin a tu alegría, y sin embargo te hace estremecer». (V, 57)


«Más tarde, mi desconcierto fue total al ver tal cantidad de macaones en los campos de tréboles, en los tréboles a los que son tan aficionados». (V, 59)


Esta experiencia del asombro se manifiesta más ampliamente en la fuerza cardinal del estupor y de la perplejidad del escritor: estar asombrado o pasmado, según Pierre Michon, es una de las condiciones primordiales para empezar a escribir.


Por otra parte, la experiencia de la casa agudiza la dolorosa conciencia de un espacio en tiempo prestado, amenazado por la ruina y el tiempo devastador, que arrasa el edificio y los bosques circundantes en el mismo movimiento durante las grandes tormentas.


«La casa empezó a caerse a pedazos, los tejados se hundían y el agua corroía; la hiedra, los viejos tiempos, los árboles caían sobre los graneros, mis abuelos murieron, no volvimos. Estaba abandonada de veras. Los lugares que habían iluminado mi infancia se estaban convirtiendo en una especie de santuario a los difuntos, una cripta sagrada pero inhabitable». (V, 54)


Esta ruina no carece de rasgos apocalípticos o de apariencia de fin del mundo, acentuados por la gran tormenta que devastó el bosque a principios del siglo XXI: la ruina de la casa, la devastación del paisaje, resuenan con la muerte de los abuelos, dando un color espectral a la experiencia del lugar. Hay aquí, sin duda, una escenografía de ruinas, para desplegar el sentimiento patético del lugar abandonado, pero que, por lo conmovedor de este abandono, lo convierte en literario, como señala lúcidamente el escritor: «Entonces encontré una salida, quizás una finta: escribí Vies minuscules donde escenifico su ruina, y es quizás en torno a esta ruina que todo el libro está escrito en trompe-l'œil. Aparece en la primera página y vuelve aquí y allá, no en el centro, pero siempre acechando en un rincón de la conciencia. Deploro su decadencia y, al hacerlo, le pongo remedio». (V, 55). Maravilla o catástrofe, fuerza primigenia de los comienzos o melancolía de los últimos días, la casa de Les Cards forma parte plenamente de un ecosistema más amplio, en modo de simbiosis.


Aunque el motivo del salvajismo evoca reliquias literarias del cuento de hadas o moviliza imaginaciones antropológicas, también es un proceso histórico marcado por importantes cambios en las formas de hacer de los campesinos. Como han puesto de manifiesto Sylviane Coyault y Jean-Yves Laurichesse, la literatura contemporánea ha registrado un cambio radical en la civilización rural: este cambio radical no sólo ha transformado las prácticas rurales, sino que también ha metamorfoseado los paisajes y los territorios. Estas transformaciones, que la obra de Jean-Loup Trassard explora en particular, no son todas el resultado de un paisaje homogeneizado, sino también de un territorio expoliado, abandonado o desamparado por la mano del hombre. De este modo, la casa de Les Cards se convierte en un observatorio del rostro cambiante del campesinado, una especie de balcón en el bosque, tomando prestado un título de Julien Gracq, que nos permite convertirnos en el sismógrafo de un paisaje. Lo que pone de relieve la perspectiva de Pierre Michon es hasta qué punto un paisaje está sometido a una dinámica de esclavización, de retroceso hacia lo arcaico, en cuanto dejamos de ocuparnos de él:


«No era así cuando yo era niño, la casa estaba mucho más despejada y, de hecho, formaba parte del caserío: es el semiabandono de la zona y mi falta de gusto por la poda lo que ha dado rienda suelta a este crecimiento exuberante. Pero no se trata sólo de esta casa, es toda la campiña que ha cambiado, desde que durante los años sesenta los agricultores locales pasaron de la agricultura mixta a la cría extensiva de rebaños de vacas rubias en libertad. Como resultado, donde antes había campos, el bosque se ha extendido libremente. La transformación agrícola ha asalvajado el país: es una gigantesca pradera de pasto encajados entre bosques, sin otros cultivos; y cuánto más bella es la naturaleza, más profundamente verde, más... arcaica. Está rodeada de bosques, y el bosque está pegado a la puerta. Me resisto siempre a echar mano sobre esa lujuria que la asedia, los helechos que crecen sin control, las dedaleras y el verbasco, las orquídeas. Corto lo mínimo. En este umbral apenas segado donde me siento, cuánto más segura es la piedra, cuánto más fuertes los licores vespertinos, cuánto más ardientes las miradas. Casi se oye el aliento de los ciervos que pastan a un tiro de piedra, el ardor que expulsa a los jabalíes de sus guaridas, cuando llega la noche. Estamos mucho más serenos, en esta pausa en medio violencia de los bosques: en el claro, el refugio seguro entre dos batallas». (V, 63-64)


El análisis del escritor revela la ambivalencia de esta transformación: aunque parece lamentar el desarrollo de la ganadería extensiva, señala no obstante que este abandono o negligencia ha dado rienda suelta a una «exuberancia de crecimiento» y a un «lujo» vegetal que intensifican nuestra relación con el mundo y agudizan nuestras percepciones, en esta remontada río arriba arcaica cultura. Esta deriva salvaje del lugar conduce a dos desplazamientos esenciales: un ajuste ético por parte del escritor, que renuncia al control del lugar y a la separación de los espacios, para percibir la proximidad animal; y un desplazamiento de la representación de los seres vivos, captados en su violencia y su fuerza guerrera, convirtiendo el bosque en una gigantomaquia vegetal a cámara lenta.


Oblicuamente a esta remanencia de una fuerza arcaica de lo vivo, Pierre Michon constituye una escenografía del escritor: desarrolla a lo largo de Vermillon una postura en el sentido de Jérôme Meizoz, pero una postura arcaica, que concilia una atención a objetos obsoletos, una solicitud de un vocabulario anticuado, un posicionamiento descentrado en el campo y una autoimagen arcaica:


«Todo está en su sitio: estoy oculto bajo el follaje, veo la casa de los ancestros enfilada por los helechos, y al otro lado, entre las hortensias, el arado brabant desmoronándose entre su óxido y sus zarzas, esa vieja herramienta ahora incomprensible que bien podría ser un ídolo pagano. Está muy cerca también del lugar donde hago quemas de rastrojos y de hierba cortada, los trafougeaux como dice el dialecto local, el fuego del sacrificio. El rito está en marcha. Me agacho, fumo, espero. Un verdadero chamán. Al menos así es como me pongo en acción». (V, 60)


Tal postura recorre toda su obra, dando a sus textos un color salvaje o prehistórico, en desacuerdo con la actualidad: Pierre Michon utiliza la prehistoria como brújula en una obra que atraviesa los siglos para viajar hacia atrás en el tiempo. Esta tensión y esta tentación de lo arcaico hacen época y recogen un tropismo contemporáneo bien establecido, de Dominique Vaugeois a Giorgio Agamben: los relatos breves de Pierre Michon, perseguidos por el motivo de la caza, por rituales sangrientos, por epifanías prehistóricas o por encuentros furtivos con animales, forman parte de esta contemporaneidad paradójica que roza lo salvaje y lo arcaico. Las salpicaduras de rojo de las fotografías de Anne-Lise Broyer recuerdan la ritualidad sangrienta que impregna la obra de Pierre Michon. Pero lo sorprendente aquí es que la casa de Les Cards funciona como un dispositivo para encarnar o experimentar esto tan arcaico, al removilizar internamente modos de pensamiento o maneras de hacer las cosas. Así que no son sólo el lenguaje anticuado o los giros arcaicos de la frase lo que rompe el bello lenguaje y violenta la gran retórica, sino fundamentalmente una forma salvaje de habitar el mundo que la casa hace posible.


Laurent Demanze es profesor universitario de literaturas contemporáneas en la Université Grenoble Alpes (Francia), responsable del equipo E.C.RI.RE y director de la colección «Écritures contemporaines» de éditions Garnier. 


En este mismo blog pueden encontrarse referencias a los dos títulos que se citan principalmente en el texto: Vidas minúsculashttp://jediscequejensens.blogspot.com/2022/03/vidas-minusculas.html y Vermilionhttp://jediscequejensens.blogspot.com/2024/07/vermillon.html


Procedencia del artículo: Laurent Demanze, ««Une enclave de merveilleux ou de sauvagerie». Portrait de la maison des Cards dans l’œuvre de Pierre Michon», Revue des sciences humaines [En ligne]: URL :http://journals.openedition.org/rsh/1389


Como todo el contenido de este blog, este artículo está publicado bajo la licencia de Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España