7 de julio de 2025

Claude Simon 2025

Claude Simon: Le tricheur et La corde raide. Premières œuvres 1945-1947

Présentation de Mireille Calle-Gruber. Minuit, 2025.


Claude Simon: Mon travail d’écrivain n’autorise à mes yeux aucune concession». Lettre à Federico Mayor.  Édition établie par Mireille Calle-Gruber. Les éditions du Chemin de fer, 2025


En mayo de este 2025 han coincidido en las librerías la reedición de las dos primeras novelas de Claude Simon —que el autor, en cierto modo, repudió, negándose a su reedición desde la primera, en 1957— y la publicación de la carta que dirigió a Federico Mayor Zaragoza, subdirector de la Unesco —en 1986; el año siguiente sería nombrado director general— con motivo de la declaración final del Foro de Issyk-Kul, que puede considerarse el colofón del discurso de aceptación del premio Nobel, en la que sigue reivindicando a la literatura como herramienta que, desde la más absoluta libertad, debe hacer frente a toda forma de poder.

Con motivo de esta doble publicación, Maurice Mourier publicó en la revista En attendant Nadeau (número 222, 27 de mayo de 2025) el texto Claude Simon. Éléments d’un puzzle, cuya traducción al castellano figura a continuación

Claude Simon. Elementos de un puzzle


Claude Simon renegó a menudo de sus dos primeras novelas, Le tricheur y La corde raide, publicadas por las antiguas ediciones de Le Sagittaire en 1945 y 1947. Veinte años después de la muerte del escritor, Premio Nobel de Literatura en 1985, la reunión de estos dos textos en un solo volumen permite ver con claridad todo lo que anuncian y ya formalizan de la obra que escribirá a partir de Le Vent, diez años más tarde.


En el principio está la muerte. La del padre, oficial del ejército, muerto durante la Gran Guerra, cuyo cuerpo no se llegó a encontrar. La de la madre, viuda inconsolable, entregada a un duelo mortal, presa de una enfermedad provocada por su negativa a rehacer su vida. Nacido en 1913, el niño podría haber olvidado a ese padre al que no conoció, en un contexto menos mortífero, pero la madre, incansable antes de que el deterioro físico la dejara postrada, arrastró a su hijo único de un campo de batalla a otro para tratar de encontrar los restos de su marido, errancia morbosa que marcará para siempre al pequeño niño solitario.


Ya adulto, se imagina un porvenir como pintor, y debe renunciar a él al tomar conciencia de su fracaso: un nuevo duelo. Lo supera intentando vivir plenamente su juventud, luego comprometiéndose con los republicanos españoles en Cataluña (primera experiencia directa del riesgo vital) y, finalmente, empezando a escribir en 1938, a los veinticinco años, un libro que en un principio se tituló Messe des morts, cuya publicación se retrasará hasta 1945 debido a las circunstancias. Mireille Calle-Gruber, en la breve y magistral presentación de la reedición de esta novela, que su autor, perfeccionista, no quiso reeditar en vida aunque tampoco prohibió hacerlo algún día, recuerda que el primer artículo crítico publicado sobre Le tricheur (título definitivo), en Combat el 6 de febrero de 1946, fue de Maurice Nadeau quien, sin sorpresa, consagró a Simon como «gran escritor», subrayando en particular la calidad pictórica de las cincuenta primeras páginas. Desde el punto de vista de la novedad literaria, son efectivamente estas páginas las que más impresionan al lector, ochenta años después.


Ni el tema, ni la historia, ni la anécdota son la base de la admiración de Nadeau ni de la nuestra. La fuga de dos enamorados —él ha arrastrado, si no secuestrado, a una menor—, las tretas utilizadas para eludir a los perseguidores, la incertidumbre sentimental que complica su deambular: todo esto podría encontrarse en una novela policíaca un tanto disparatada, o incluso en un estudio sociológico novelado sobre las derivas adolescentes, pan de cada día en las narrativas de moda actuales.


Pero he aquí que, tras un inicio mínimo dentro de lo reconocible, el texto se bifurca hacia una larga secuencia desprovista de diálogos y, a decir verdad, de conflicto narrativo identificable. La pareja se escabulle de escondite en escondite entre los repliegues de un paisaje francés aún muy rural; la chica, que se llama Isabelle y no sabemos más que su nombre, se duerme sobre la hierba como la niña que es, y Louis aprovecha ese sueño para localizar una pequeña estación desde donde tomarán el tren hacia otros destinos; recorre solo, absorto en sus pensamientos, ese paraje con múltiples perspectivas, y el lector lo sigue en su búsqueda, fascinado de inmediato por una sucesión de descripciones de objetos y siluetas entrevistos increíblemente precisas, minuciosas, incisivas, que sin embargo no dejan de ser modificadas, perturbadas, transformadas por la música interior de la reminiscencia, de las intenciones útiles, de la imaginación del porvenir. La impresión es a la vez la de un realismo poderoso y la de una invención estética (formas, colores) que convierte lo visto en cuadros. Es ya el gran Claude Simon, aquel cuyo maestro en pintura es Cézanne, a la vez exacto, escrupulosamente fiel a lo dado inmediato de la experiencia, y creador de una belleza alucinada, que florecerá, por ejemplo, en Leçon de choses (1975).


En la secuencia trágica del relato, que elige, como ya se intuía desde el inicio, la pendiente de un cierto realismo poético del crimen al modo de las películas de Prévert y Carné, con Jean Gabin como héroe (aunque aquí la oscuridad es más siniestra, por no deberse únicamente al desorden social), reaparecen con frecuencia esas grandes extensiones de escritura carente de la intriga que, a medida que el tramposo, por desesperación nihilista, rechaza cualquier desenlace para su historia de amor que no sea la muerte, instituyen la búsqueda del esplendor formal como el fin supremo de la literatura. Páginas que son las más originales de un libro donde, además, quedan ya fijados algunos de los temas (en particular el rechazo de todo misticismo) que, más tarde,  se desplegarán plenamente.


El abismo de la muerte, inaceptable y esencial, separa este primer libro de La corde raide, mucho más breve, escrita entre 1938 y 1941 en alianza y complicidad con «Renée», a quien está dedicada. Renée se suicida el 7 de octubre de 1944. El año 1945, año de un duelo que Claude Simon nunca evocará, es el año en que se escribe La corde raide, especie de autobiografía eruptiva, violenta, escrita como reacción contra el horror absoluto de la pérdida. Esta obra-manifiesto, de lo más extraña, tiene una clara intención inmediata de terapia personal. Será seguida por un silencio de diez años, al término del cual aparece Le Vent, que el autor siempre consideró su verdadera entrada en la literatura.


Lo que conmueve en La corde raide, que comienza con una aventura amorosa sin futuro e incluye a la vez recuerdos familiares, un conjunto de reflexiones agridulces sobre la pintura y una profesión de fe anticlerical (sobre las mismas bases de apología de la libertad individual), es que se encuentran en ella prácticamente todos los temas que luego se desarrollarán en el cuerpo de la obra de Simon: el rechazo del catolicismo falsamente consolador y realmente alienante, el esbozo de una justificación y una crítica del compromiso barcelonés contra el fascismo, el testimonio de un loco por la pintura. Ahí están los elementos dispersos de un conjunto que se irá construyendo pieza a pieza.


Pero el recuerdo de la guerra reciente, cuya puesta en escena magistral será el único tema de La Route des Flandres, texto fundacional de 1960, ocupa más de la mitad del libro, ya se trate de la derrota de 1940 o del campo de prisioneros que le siguió hasta la evasión: es decir, de la experiencia múltiple de la muerte, que será, bajo distintos enfoques, el material central, perfectamente concreto e incluso realista —contrariamente a las interpretaciones de exegetas limitados como Jean Ricardou— de una empresa literaria audaz que se apoya en la autenticidad factual para llevar su evocación hasta la pura poesía.


La trampa es, por esencia, el mal que la probidad artesanal de Claude Simon aborrece. Se esfuerza ante todo en rechazarla para la salvación, no de su alma, en la que no cree, sino de su trabajo, que pretende ejercer sin ninguna forma de componenda. Lo atestigua suficientemente su horror por los adoctrinados, que no escasearon en el largo periodo de posguerra, sobre todo entre los escritores que vendieron su talento al camarada Stalin. Cortejado tras el Nobel de 1985, invitado a Moscú y luego a Frunze, en Kirguistán, en 1986, pudo constatar allí su propia oposición frontal a las «transigencias» que los herederos de Stalin proponían a los participantes en ese tipo de farsas internacionales. De ahí surgirá el formidable y vengativo relato de L’invitation (1988), libro de una exactitud clínica y una ironía fulminante.


Mireille Calle-Gruber nos permite completar ese delicioso panfleto al publicar y prologar la breve carta que Claude Simon envió el 27 de noviembre de 1986 al español Federico Mayor, futuro director general de la Unesco, quien le había hecho llegar para su firma la declaración final colectiva de clausura del foro (enmendada, pues Simon había rehusado firmar la primera versión, edulcorada). Carta o, más bien, profesión de fe celebrando la autonomía incondicional del escritor, que dice un no firme y definitivo a cualquier concesión diplomática que limite su «libertad de expresión y de acción frente a cualquier tipo de poder».


¡Mierda al poder, a todos los poderes (social, político, ideológico, religioso)! Jamás, desde 1945, esta proclama dirigida a todos los reyezuelos del planeta había estado más vigente.

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Procedencia del texto: En attendant Nadeau, número 222, 27 de mayo de 2025

https://www.en-attendant-nadeau.fr/2025/05/27/elements-dun-puzzle-claude-simon/

Fotografía del encabezamiento: https://www.leseditionsdeminuit.fr/auteur-Simon_Claude-1454-1-1-0-1.html.


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