Madame Bovary, fragmento no conservado
Pierre Michon
Mientras tanto, la epidemia prosperaba.
Lo mismo ocurría con Homais.
Estaba al acecho de las gacetas, esperaba que hablaran de él ya que sabía, él, cómo derrotar al mal.
Dado que sus efectos eran similares a los del arsénico, cefaleas, sabor a tinta bajo la lengua y muerte por torsión del plexo, las causas debían ser parecidas; era necesario, por tanto, inmunizar a la población administrando dosis controladas de arsénico, y Bovary lo practicaba ya con sus pacientes. Les recetaba el polvo diciendo que era borraja, para dormir bien en aquellos tiempos de ansiedad.
La idea era una obra maestra. «Simple sentido común», le dijo a Charles, que quedó asombrado. «El sentido común, ya ve, doctor, es la madre de todas las cosas, como postuló Heráclito, erróneamente llamado el Oscuro». Pero tuvo que dejar allí al viejo griego para amonestar a Athalie, su hija, que había utilizado bicarbonato medicinal para trazar en el suelo su rayuela.
Finalmente, el descubrimiento despertó las mentes médicas; se envió a Yonville una delegación de los mayores talentos consagrados al asunto.
Llegaron un día tórrido, después de la cosecha. La noche anterior habían dormido en Ruán, donde habían cenado; bastante mal, para su gusto, la marea había dejado de subir, el hostelero estaba sumido en la desesperación, menos a causa de la epidemia que del incumplimiento de sus obligaciones: ni siquiera sabía aprovechar estas ilustres presencias para obtener recetas profilácticas. Trajo una res en mal estado; lloró por ella; los médicos permanecieron impasibles. Invocó a Vatel.
Los especialistas, al día siguiente, entraron en Yonville. El cochero, temiendo el contagio, los había descargado descuidadamente al pie de la cuesta. Se abanicaban con sus sombreros; con la protección, era difícil ver sus rasgos; observaban la distancia prescrita; sufrían. El doctor Lacheny era de El Havre, pero la mayoría venían de lejos; incluso el profesor Raoult, que era sanguíneo, procedía de Marsella. Más que cualquier otro, se quejaba de la fatiga; tenía la complexión de un guerrero galo propenso a la apoplejía, el aspecto y la barba feroces; sobre todo, estaba irritado, porque había encontrado por sí mismo un medicamento, incuestionable, a base de quina. Aquel rival normando le exasperaba incluso antes de conocerle. Homais, que le había estado esperando a pie firme, dijo que estos provenzales eran graciosos, y citó el ejemplo del general Mario, a quien los teutones habían masacrado en su tierra de Aix. Mandó a Léon de vuelta a sus garabatos, quien objetó que había sido al revés, para los teutones y para Mario.
Emma acababa de dar las gracias a la criada que la había servido sin protección. Entristecida por esta pobre muchacha, soñadoramente, miraba pasar bajo sus ventanas la comitiva. La epidemia la había afectado poco, pero pensó en el arsénico, esa palabra deslumbrante que se parecía a Rodolphe en el amor, y en Plinio el Viejo que Homais citaba siempre como ejemplo para Napoleón, su hijo. Pensó en Plinio el Joven, que suplantó al Viejo en sus sueños, y, a través del malva de las glicinas, los dos Plinios bailaban en su imaginación con una matrona dispuesta que se le parecía.
Mientras volvía a adormecerse, las glicinias se imponían a Plinio; a través de sus ojos semicerrados, podía verlas marchitarse, indefinidamente.
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Este artículo es la traducción al castellano del escrito publicado por L'Obs nº 2895 del 30 de abril de 2020, incluido en Pierre Michon et el XIX siècle, Cahiers Pierre Michon, Presses Universitaires de Rennes, 2023
La imagen de la cabecera procede de: https://ethic.es/2022/03/tras-la-muerte-de-madame-bovary/
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