19 de febrero de 2024

Una cabeza cercenada

Una cabeza cercenada. Iris Murdoch. Editorial Impedimenta, 2023
Traducción de Enrique Maldonado Roldán
A Severed Head, 1961

Martin, el protagonista y narrador de Una cabeza cercenada,  propietario de una tienda de vinos, disfruta de una vida confortable: su empresa va viento en popa y, sentimentalmente, su existencia está colmada con su matrimonio con Antonia y su lío con Georgie, amante de largo recorrido y con quien le une un pacto bien establecido: se trata de una relación adúltera madura y lúcida entre dos personas inteligentes mantenida dentro de los límites de la razonabilidad y que parece satisfacer a ambos; pero este tipo de situaciones siempre poseen la capacidad de generar quejas y regañinas porque, por lo común, y este es el caso, ambos intervinientes ponen en juego aspectos privados de diversa naturaleza y diferente nivel de compromiso.

«Ese conciso "bien" era típico de ella, característico de una aspereza que, a mi parecer, tenía más que ver con la sinceridad que con la crueldad. Me gustaba esa forma adusta de aceptar nuestra relación. Solo con una persona tan sumamente sensata podría yo haber engañado a mi mujer».

Antonia, por su parte, está colgada de las sesiones psicoanalíticas de Palmer, hasta que un día le comunica a Martin que se quiere ir con su terapeuta y que quiere el divorcio. La entrevista entre Palmer y Martin para hablar de ello es un modelo de tergiversación y de manipulación llevada en todo momento con una educación aparente que esconde a la perfección los verdaderos sentimientos de ambos; a ello contribuye, como no podría ser de otro modo, la cháchara psicoanalítica puesta en boca de Palmer.

Esa extraña situación pone en contacto de nuevo a Martin con sus hermanos Rosemary y Aldexander, con quienes mantenía una relación fría y distante, que parece que van a encargarse de que pase aquel amargo —aunque no tanto para el propio Martin, si hacemos caso a sus declaraciones— trago en las mejores condiciones posibles; un propósito que, sorprendentemente, es asumido también por Antonia —no se sabe si siguiendo instrucciones de su psicoanalista o por propia iniciativa—.

«Yo seguía delante de la chimenea observando las llamas e intentando limpiar una vieja pipa que había encontrado (fumaba en pipa de vez en cuando). Oí a Antonia entrar de nuevo en el salón. Lo cruzó para plantarse delante de mí. Me quedé mirándola y ella me observó fijamente sin pestañear, desaparecida ya su sonrisa. Era la primera vez que estábamos solos desde que había regresado acompañada de Rosemary. La química secreta de la situación hacía que Antonia y yo fuéramos dos personas nuevas y diferentes. Nos observávamos el uno al otro con una consternación de fondo en la que, en mi caso, se escondía un pavor abyecto, listo para sondear qué había cambiado. Me sentí de pronto mareado por el dolor e incapaz de afrontar la escena que estaba a punto de tener lugar, fuera cual fuera. Volví a dedicarme a raspar la pipa».

La situación general que implica a todos los personajes va adquiriendo un carácter de comedia de enredo —muy británica, eso sí— cuyo hilo parece difícil de desentrañar; el narrador en primera persona refuerza la verosimilitud de la acción y, sobre todo, del propio protagonista que, de otro modo, podría pasar por excesivamente fantástico.

El proceso de desmantelamiento del matrimonio toma más tiempo del previsto e incluye a más personas de las directamente implicadas, de entre las cuales destaca, por el inesperado papel que adopta, Honor, la hermana alemana de Palmer. Sin embargo, y a pesar de ciertos momentos de decaimiento, Martin lleva el proceso estupendamente y con buen humor. La transición es complehja pero, extrañamente, todo el mundo se comporta con infinita corrección y hace gala de una chocante empatía para que todo sea fácil, rápido e indoloro. Todos menos Martin, cuya toletancia esconde —también y sobre todo al lector, erigiéndose en paradigma del narrador embustero—, a la perfección, eso sí, un severo remordimiento contra todo y contra todos de enormes dimensiones.

Ese proceso idílico de divorcio, las empatías cruzadas, la buena educación y las intenciones de amparar al supuestamente más débil se interrumpen, de manera bronca, cuando Antonia y Palmer se enteran del affaire entre Martin y Georgie. Pero esa nueva situación no provoca ni excesivos reproches ni escenas violentas, sino algo peor, la incontrovertible decisión de Antonia y Palmer —recuerden, psicoanalista— por comprender, ayudar y perdonar —un empacho de benevolencia— su carencia de resentimiento —ay, qué sería de los psicoanalistas si no existiera esa palabra— y la insistente e insoslayable intención de concederle su bendición.

«Llevé a Georgie a casa en coche. Fuimos callados, exhaustos en realidad. Una vez allí, me ofreció quedarme a cenar y comimos pan con queso. Georgie no sabía cocinar y yo no tenía ánimo para preparar nada. Devoramos el pan y el queso voraces y con miradas hoscas, los acompañamos con whisky con agua. Me veía incapaz de soportar cualquier despliegue de emociones de Georgie en  ese preciso momento; quería huir de allí. Me puso a prueba cuando estábamos terminando la cena, precisamente con una demostración de sus emociones, y no logré encontrar palabras que la consolaran. Se ahorró las lágrimas. Pero en nuestros cerebros vivía el recuerdo de su declaración: había asegurado que era improbable que me casara con ella. Para Georgie, pensaba yo, aquellas palabras eran una barrera entre los dos que ella esperaba a que yo retirara con amor y furia. En mi caso constituían más bien un tipo de moratoria, una zona neutral momentánea en la que podía —y cuánto lo necesitaba, fatigado como estaba— descansar de verdad. No tenía fuerzas para pronunciar los discursos apasionados y tranquilizadores que Georgie esperaba. Sus palabras pretendían ser una provocación. Yo las acepté agradecido y en silencio como un lugar en el que reposar».

A partir de ese momento, y después del encuentro entre Antonia y Georgie, los acontecimientos adquieten una velocidad de crucero mayor de lo que Martin puede asimilar, y la intromisión en el asunto de la hermana de Palmer, cuyo papel es cada vez más relevante en el manejo de la disputa y en la mente del propio Martin, y de los dos hermanos de este provoca que la gestión del conflicto se le escape totalmente de las manos

«El amor extremo, una vez reconocido, presenta el sello de lo indubitable. Entendí con toda certeza mi situación y lo que debía hacer de inmediato. Existían, no obstante, como empecé a reconocer en cuanto me vi cómodamente sentado en un tren en la estación de Liverpool Street, numerosos motivos para el nerviosismo, o más bien para el terror, y también para la perplejidad, o más bien para el puro desconcierto. Que no me correspondía, con dos mujeres en mis manos ya, ir a enamorarme de una tercera me inquietaba poco en comparación. La fuerza que me empujaba hacia [x; no quiero revelar de quién se trata] se imponía con la autoridad de un cataclismo, y del mismo modo que no cabía la posibilidad de la indecisión, no me inquietaba mi deslealtad, aunque fuera consciente de ella. Había sido elegido, y de forma inexorable; no era yo quien elegía. Esta misma imagen, no obstante, me hizo ver lo descabellado de mi posición. Había sido elegido, pero ¿por quién o qué? Desde luego, no por [x]; las últimas palabras que me había dirigido —todavía resonaban como un golpe en la oreja— habían sido de todo menos halagadoras. Nunca me había sentido tan seguro de un camino, pero era uno que probablemente condujera tan solo a la humillación y al fracaso».

Sin embargo, la propiedad más indeseable de las cosas que funcionan mal es que siempre pueden funcionar peor. Peor o mejor, claro, dependel del propietario del punto de vista.

Ah, y por cierto, una tautología que conviene tener en cuenta: el psicoanálisis no es más que una cháchara intrascendente, inocua y desternillante dirigida a mentes pusilánimes; lo verdaderamente peligroso son los psicoanalistas.

«—Tu amor por mí no habita el mundo real. Sí, es amor, no lo niego. Pero no todos los amores tienen un camino que recorrer, suave o no, y ante este no se abre ningún camino. Debido a lo que soy y debido a lo que tú viste, me he convertido en un objeto de fascinación terrible para ti. Soy una cabeza cercenada como las que utilizaban las tribus primitivas y los viejos alquimistas, que las ungían de aceite y les ponían un pedazo de oro sobre la lengua para que formularan profecías. Y quién sabe si esa larga relación con una cabeza cercenada no puede conducir a un conocimiento peculiar... Por un conocimiento como este cualquiera habría pagado su precio. Pero esto está lejos del amor y de la vida ordinaria».

Otros recursos relativos a la autora en este blog:
http://jediscequejensens.blogspot.com/search?q=Iris+Murdoch

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