Carus. Pascal Quignard. Galaxia Gutenberg, 2023 Traducción de Ignacio Vidal Folch |
«La asociación de unos individuos mediante la amistad, dijo, representaba, en su opinión, el modelo de un grupo cuya constitución descansase solamente en la libertad —pero también en una relativa fidelidad a lo largo del tiempo—, si fuera posible no apuntando a ningún beneficio colectivo, ni individual, ni línea del horizonte, ni objetivo común».
Carus (Carus, 1979, 2000, Prix des Critiques 1980) es, estrictamente hablando, la primera novela publicada por Pascal Quignard, escrita bajo la protección de Quintus Horatius Flacus y dedicada a un lector imposible, Titus Lucretius Carus, dos amigos in absentia, que debe su existencia a Louis-René des Forêts y a Emmanuel Hocquart, dos amigos in praesentia que creyeron en ella cuando no era más que un manuscrito. El mismo autor califica Carus como un libro dedicado a la amistad, «el único sentimiento generoso, y el único verificable [...]; el único sentimiento humano cuyo cuerpo es la lengua pura»; sí, parecido a la lectura en cuanto se basa, como único contacto, en el lenguaje compartido.
«Luego Thomas quiso que difiniésemos la naturaleza de la amistad. Yo empecé diciendo que me guardaríoa mucho de buscar los motivos que la provocan o sus objetivos, y solo prestaría atención a sus efectos. Que de todo corazón me dejaba encadenar a esa especie de vínculo que establecía durante el tiempo que durase. Pero que tenía escrúpulos de no echarle una mirada demasiado penetrante, cuando menos inoportuna».
El punto de partida —o el pretexto— es la dolencia psíquica de cariz depresivo de A., las visitas que le rinden un grupo de amigos, algunos bastante pintorescos, entre los que se encuentra el narrador, unas entrevistas en las que se habla mucho, y las relaciones cruzadas entre todos ellos.
«A. se volvió hacia mí: "Por desgracia —dijo—, Élisabeth se engaña. No se da cuenta de que ya no valgo para nada. Que por desgracia no tengo nada de lo que dependa tan poderosamente. No: ya no soy nada. Y ellos ya no me pueden ayudar. No soy nada más que un poco de ser que ha perdido el gusto que se suele atribuir a ese seudo privilegio. Sin vinculación alguna con el mismo hecho de que ellos sean o yo sea"».
La visión que ofrece el narrador sobre la dolencia de su amigo —el propio Quignard se ha visto afectado, a lo largo de su vida, por algunos episodios de naturaleza psicopatológica— es la de un abismo del cual es dificultoso volver, una defragmentación de ardua recomposición; incluso como una autoaniquilación voluntaria que persigue una fingida estasis mediante la pasividad absoluta, o como anulación de alguna o de la mayoría de las relaciones que se establecen entre el sujeto, el deseo y el objeto.
«Como el único carácter que tenemos todos son los rasgos que nos diferencian de los otros caracteres, nunca somos alguien, ni algo, sino solo el otro de los demás».
La tesis, aunque tal vez cabría hablar mejor de percutor, es que la amistad se nutre del lenguaje, y que es el lenguaje, principalmente el lenguaje, el que podrá poner remedio a la afección de A. En relación a esta especie de terapia, cabe destacar a uno de los amigos, Ieurre, un fanático de la gramática, cuyas continuas correcciones a quien habla expresan un cinismo cercano a la misantropía, aunque atesoran también cierto sentido del humor; suya es la teoría de que la curación de A. tiene que pasar forzosamente por la gramática, y de que el éxito de su curación depende de la corrección de todo aquello que se le comunica, como dependería, en el caso de los medicamentos, de las dosis adecuadas. Junto con la conversación, interviene también otra manifestación artística, que podría considerarse parte o accidente del lenguaje, la música, con diversos encuentros en los que los amigos ejecutan, en diferentes formaciones, las piezas musicales que les apetece, con la intención de que contribuya, también, a la curación de A. La forma del texto es el diario, cronológico, con las anotaciones fechadas mediante las cuales el narrador da la voz a los diversos amigos, con preferencia al mismo enfermo, e interviene decisivamente en las conversaciones al tiempo que registra otros hechos cotidianos con diversa profundidad y reserva.
A. muestra cierta autosatisfacción en su dolor, lo que le lleva a rechazar, algunas veces, las visitas y la ayuda de sus amigos; como si la incomprensión de sus próximos fuera imprescindible para soportar su dolencia; como si le causara más desazón pasar momentos en los que la enfermedad se retira por un tiempo breve —con la amenaza constante, eso sí, de su regreso— que sentirse constantemente abrumado por el peso de su dolencia. De hecho, la atención ininterrumpida que le dedica se convierte en un síntoma más.
«—Comparados con esos momentos en que al estar sumergido en la angustia tienes la impresión de que te estás ahogando, esos momentos pánicos e insensatos que suscitan tales crisis, con el violento y súbito deseo que uno tiene de morir cuanto antes, no me parece que en los instantes de alegría, y los días más felices, o las circunstancias más logradas de placer, el deseo de vivir alcance jamás tanta intensidad».
Se trata, como ya se ha dicho, de la primera novela del autor, pero en la que ya se adivina el camino múltiple que va a recorrer su obra a lo largo del tiempo: textos de ficción ligados a sus intereses intelectuales, la lengua, la escritura y la música (Las solidaridades misteriosas) ; ensayos de cariz más o menos académico, aunque con relevantes aportaciones personales (Las lágrimas); y, finalmente, intervenciones eminentemente intelectuales en las que el autor, un erudito de amplísimos conocimientos, ofrece su visión sobre los asuntos más variados (Sobre la idea de una comunidad de solitarios).
La tesis que sostiene que el lenguaje es el límite del pensamiento ha recorrido un largo camino a lo largo de la historia intelectual del ser humano: no se puede pensar más allá de lo que se puede expresar mediante el lenguaje, y tampoco se puede expresar más allá de nuestra capacidad para pensar. El lenguaje, sus atributos y sus límites, podría reivindicarse como el verdadero protagonista del libro.
«—El cielo está vacío, no tenemos un modelo, y carecemos de cualquier referencia. La naturaleza es un mito a la vez urbano y social que más o menos todas las culturas inventan, aunque según un patrón absolutamente diverso, y ellas mismas son de una diversidad intotalizable, y son quiméricas. También ellas son precarias. Y tanto más incomprensibles cuanto que son precarias.Ni siquiera las ciencias, que son caudalosas fuentes de poder, dan la medida de ninguna verdad».
A. está deprimido porque tiene miedo; es decir, porque no puede superar la sucesión de miedos que le afectan. El lenguaje, darles nombre, puede crear la ilusión de que es posible superarlos, pero la verdadera curación solo se conseguirá exponiéndolos y enfrentándolos —y no en el sentido psicoanalítico, por supuesto— para evitar que se escondan, para fatigarlos y que se retiren, para acabar con ellos por medio de su manifestación, allí donde la razón no es suficiente. En este sentido, es remarcable la reacción del grupo ante el suicidio de una amiga, que representa un golpe para todos ellos, pero quien parece más en peligro de imitación, A., es el que se mantiene sereno con más firmeza: es necesario apartar lejos de uno mismo la ausencia del suicidado y no pretender la tarea imposible de olvidarlo.
«—Tenemos que entrar en el proyecto de lo que nos obliga a la muerte, y colocarnos en la impotencia y en la inutilidad en que lo convierte todo. Es una deformidad que le es particular, y con la que riega infinitamente a aquellos que están sometidos a ella. Igual que la lluvia y la primavera hacen crecer en las ramas de los árboles las florecillas que los coronan. Así que tenemos que estar en la propensión a que todo esto muera. Incluso tenemos que ayudar en nosotros mismos a que esto se destruya».
Uno muere cuando ha muerto su lenguaje, esa es la verdadera extinción, y no cuando cesa su vida.
El dolor es peor que la muerte porque, en principio, es evitable, se puede escapar de él, una posibilidad que habilita la esperanza pero también la decepción cuando no se alcanza; la muerte, en cambio, es inapelable, es su inevitabilidad la que le confiere su inocencia.
La vida del narrador, que significa un verdadero contrapunto de las detalladas conversaciones de las que da cuenta, se cuenta solo de sorma tangencial y con suma reserva, con dos excepciones: Véronique, por lo que parece, acompañante habitual, y El espectro de C., un amor del pasado, que sobrevuela los días y las noches del narrador, a quien le afea su conducta y le contabiliza sus cargos, en un imposible diálogo que no llega a sustituir el que no hubo en el pasado, como si los reproches se hubieran quedado allí, congelados, a la espera de que alguien los reviviera, y hubieran renacido en forma de remordimiento.
«"Roma —prosiguió— distinguía cuidadosamente a los que queman a los muertos de los que guardan la urna. El urniger era un niño pequeño. Porque sus manos no tan rugosas, poco rudas, y el calor de la sangre propio de su edad —y porque aún no se han ensangrentado con la sangre de otro— parece que caliente las cenizas frías que sostienen. Seguro que de ahí procede el sentido de la 'tumba del corazón' que menciona Tácito, del corazón de los supervivientes, del corazón del lector. No del deseo de que todo lo que vivieron no se pierda enteramente una vez hayan muerto. Sino que los que viven no se apeguen en vano a la vida. Que no fueran a imaginarse que vivían exactamente como pececillos en un agua demasiado poco profunda, demasiado expuesta al sol, demasiado cerca de la orilla y de los campos que se extienden a lo largo de los ríos"».
«—De vez en cuando hay que generar odio, y proporcionarle algo que lo alimente. El odio aguza el pensamiento y dilata los pulmones. También hay que preservar el orgullo y el desprecio, el uno para compensar la humildad, el otro para renovar el sacrificio. También la maldad proporciona satisfacciones y anima la conversación, cuando esta languidece, y divierte a los amigos al tiempo que refuerza la solidaridad general. La bondad es perversa, ensucia el alma con valores, la alimenta el deseo de conquista y está llena de cautela y de engaño, porque está llena de motivos y de deseos. El amor es ebrio, ingenuo, descortes, y cruel —etcétera.»
«—Si Dios es una criatura de lenguaje, como lo somos nosotrops —dijo con mucha franqueza—, él es tanto como nosotros somos. Su vida viene de nuestra muerte y si nuestros muertos se suceden, por la lengua que constituye su principal figura, y por la memoria que la lengua proporciona a los nombres de los hombres —y que así proporciona a su nombre— se alimenta de nuestras invocaciones, se deleita con nuestras sucesiones, se inmortaliza con nuestras muertes, y con los nombres de nuestros muertos. De manera que la lengua es aquello por lo que Dios nos vincula a Él, y vive de nosotros, mientras seamos. Porque mientras hablemos, y por consiguiente muramos, él será. ¡Existencia que descansa en la voz de la plegaria y en la invocación de su nombre cuando nos oprime la idea de la muerte!»
«—El hombre —sentenció a su vez Recroît— es un animal ávido, provisto de una doble voz admirable que se emplea en transformar la parte de exceso de aliento que devuelve el aire, bastante cobarde para rehusar dar curso a su odio sacrificando, obsceno y obseso de sus carnes y sangre que ama hasta la efusión, asustado de la muerte, que corre para imitar lo que no posee y cuya inútil propiedad le pesa y le llena de angustia, usando una agresividad naturalmente excesiva inventando diversos artificios cuya profusión —que no tiene dimensión, y es el motor de la muerte— toma la forma de la orgía del vacío, donde él flota en un increíble vértigo».
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