Las tablillas de boj de Apronenia Avitia. Pascal Quignard. Espasa Calpe, 2003 Traducción de Encarna Castejón |
«Yo busco lo imprevisible».
En 1984 Pascal Quignard cuenta 36 años y faltan todavía diez para que renuncie a todas sus responsabilidades en la editorial Gallimard y a su carrera musical para dedicarse únicamente a la escritura. Desde su primera publicación, El ser del balbuceo. Ensayo sobre Sacher-Masoch, en 1969, ha dado a la edición más de una decena de textos, pero una sola novela, Carus, en 1979; la década siguiente publicará tres novelas más: El salón de Wurtenberg (1986) y Las escaleras de Chambord (1989), precedidas por este Las tablillas de boj de Apronenia Avitia (Les tablettes de buis d'Apronenia Avitia). Con posterioridad a esa década, el autor racionará muy cuidadosamente sus incursiones en el género novelesco, al menos en su vertiente más canónica. Aunque hablar de canon en el caso de Pascal Quignard es bastante temerario; Las tablillas de boj de Apronenia Avitia es un ejemplo de esa dificultad de concreción; forzosamente, con la intención de dar cuenta de esa confusión, estas Notas de Lectura abordarán el texto desde dos perspectivas divergentes; el modo en que Quignard las hace converger es el objeto sobre el que este lector ha puesto su atención.
«Para las tradiciones clásicas en todas las civilizaciones de lenguas muertas, la invención no reside en el tema o en la forma, sino en puesta en práctica lingüística. Ser original es estar cerca del origen. Significa elegir a un anciano al que todos los demás contemporáneos han dejado sin posteridad a la que imitar. En China, un mandarín; en Roma, un patrón; en Sicilia, un padrino». Sur le jadis, (2002)
Siglo IV. Imperio romano, bicéfalo y a punto de entrar en su decadencia definitiva. En su contecto histórico, se trata de una de las épocas más convulsas del Imperio, una época en la que se está decidiendo el futuro de la civilización, en peligro por las amenazas externas, en unas fronteras cuya extensión ha convertido en indefendibles, e internas, con conflictos sucesorios, guerras civiles y el surgimiento y adopción del cristianismo como religión oficial.
Aproenia Avitia, una mujer, romana, patricia, que vive voluntariamente autoexcluida de su contexto, ubicada fuera de los grandes movimientos históricos, deja una serie de testimonios escritos sobre hechos, pensamientos y anécdotas referentes a su cotidianidad —quién sabe si podría tratarse de una de las precursoras de aquella comunidad de solitarios por la que clama, dieciséis siglos después, el propio Quignard.
Estos testimonios se materializan, pasados los siglos, en los dos tipos que han sobrevivido: las cartas —epistolae—, dedicadas a comunicaciones con un interlocutor, para gestionar asuntos domésticos, utilitarios o de negocios, y en las que ignoran los hechos históricos; y las tablillas —buxi—, empleadas para asuntos con pretensión de pervivencia, más diario que agenda —aunque también—, y que abarcan el período entre los años 395 y 414.
«De repente, les pareció que llevar el registro de las enfermedades era un medio para contenerlas, ya que no había modo de vencerlas. Todos creían que, poniéndolas por escrito, controlarían un cuerpo devorado por la nada y que así se procurarían una especie de andamio, de aislamiento y de cimientos. Intentaron retener esa agua que se escapa entre los dedos por mucho que apretemos el puño. Soñaban. Es obvio que Apronenia Avitia, al contrario que Vivia Perpetua en el siglo anterior, nunca tuvo intención de hacer público lo que había escrito de manera apresurada. No obstante, Paulino de Pella, en 459, a la edad de ochenta y tres años, publicó sus efemérides. El texto latino de los Buxi figura en los folios 484 a 524 del compendio de Fr. Juret en 1604. A mí, el texto de los Buxi me pareció curioso. Y pensé que si el lector consentía en prestarle la tibieza de su aliento, esos olores y esos ensueños, esas ropas y esas formas recuperarían una especie de resplandor y de movimiento, y que tal vez esta antiquísima sombra femenina erigiese a su lado, en el aire, el recuerdo de un cuerpo vivo».
Estimulado por ese deseo y haciendo uso de su recia formación clásica, Quignard, después de la introducción que he intentado glosar en las líneas que preceden, traduce y transcribe literalmente el contenido de esos Buxi.
Pero lo cierto —y aquí empezaría ese desdoblamiento de la Nota de Lectura que citaba anteriormente— es que Apronenia Avitia no existió jamás. El apartado Vida de Aponenia Avitia es un acercamiento biográfico absolutamente ficticio de una mujer imaginaria, y los sucesivos capítulos, que glosan los folios «de la reedición parisina del compendio de Fr. Juret, Orrian, 1604», son un mimotexto, una invención del autor.
Una primera particularidad, que aparece nada más emprender la lectura de la segunda parte, tiene que ver con la situación del texto entre tres ejes: el de fidelidad-infidelidad, el de realidad-ficción y, finalmente, el de originalidad-imitación. El primero, evidente ante cualquier tipo lectura, se refiere a la honestidad de Apronenia Avitia a la hora de escribir sus apuntes —no deja de sorprender su indiferencia a los hechos contemporáneos—; y, por otra parte, a la supuesta fidelidad de ese Quinti Aurelii Symmachi, el compendio de François Juret que reproduce los textos originales, un libro que, por cierto, sí que existe, aunque con otro contenido que el que pretende Quignard, así como algunas de las anotaciones de las tabletas, que hacen referencia a ese texto real; el segundo, siguiendo el desafío que propone el autor, tendría que ver con el modo en que este trata un texto inventado con las herramientas, lingüísticas, formales, incluso eruditas, con las que trataría un texto histórico, pero trambién al hecho de la conversión de Pascal Quignard, autor y traductor, en un simple narrador; el tercero, que tiene que ver con la intertextualidad, debería tener en cuenta la referencia a ese texto real y al modo con que Quignard recrea un texto falso que imita otro, el original, inexistente.
Otra de las particularidades del texto —y, en general, de la apuesta estilística de Quignard— es el espacio en blanco. Las aportaciones de Apronenia, reproducidas literalmente, adolecen de una fragmentariedad exasperante: ninguno de los hechos que se relatan, de los pensamientos que se reproducen, de los deseos y demás sentimientos, ni tienen continuación, más allá del fragmento en el que se citan, ni conclusión; con los pocos datos que se nos facilita, es imposible hilvanar, no ya un relato, mucho menos una vida. A menos que el autor, ahora sí Pascal Quignard, pretenda que esos fragmentos se limiten a formar una especie de boceto conceptual a partir del cual, a partir del silencio que representa aquello que no se dice, de la discontinuidad, sea el lector el que reproduzca la biografía real de Apronenia, teniendo en cuenta tanto lo que dice como lo que —supone— que calla.
«Para mí, el arte es algo serio. Es mi vida. O uno retoma la experiencia en su origen, como el sueño de la víspera, sin preocuparse del post o del pre, y uno es constantemente emergente, constantemente un Renaciente. O uno es puro resentimiento o reacción, o caricatura. La destrucción es profundamente académica. La historia de la literatura no me interesa en abasoluto».
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