Los comienzos. Juegos de la Eternidad I. Antonio Moresco. Impedimenta, 2023 Traducción de Miguel Ros González |
«Estaba apretando una piedra con tanta fuerza, durante tanto tiempo, que la sentía palpitar claramente en mi puño».
Juegos de la Eternidad (Giochi dell'eternità) es un proyecto literario de largo aliento, que el autor declara haberle ocupado durante treinta y cinco años, publicado en tres volúmenes: Los comienzos (Gli esordi, 1998), Cantos del caos (Canti del caos, 2001, 2003 y 2009) y Los increados (Gli increati, 2015).
El primero de estos volúmenes, que publica la madrileña Editorial Impedimenta, se divide, por su parte, en tres libros: «Escena del silencio», contado y protagonizado por un seminarista en franca crisis de fe; «Escena de la historia», en la que el narrador se ha convertido en un agitador revolucionario; y, finalmente, «Escena de la fiesta», protagonizado y narrado por un escritor furtivo que, por lo que parece, y según refiere él mismo en el prólogo, posee rasgos comunes con el autor, aunque, en ese mismo preámbulo, Moresco anuncia, para el tercer volumende la serie, una «vertiginosa anagnórisis de la naturaleza íntima y secreta de toda la obra» que, seguramente, echará luz —otra luz— sobre la lectura, excitante y sobrecogedora, excesiva y prodigiosa —los cuatro calificativos resumen a la perfección al primero de los volúmenes—, de la obra del italiano.
La «Escena del silencio» se ubica en un seminario católico, en una época imprecisa de la segunda mitad del siglo XX, en el que está formándose el narrador, junto con dos personajes, el Gato y el Simple —a veces llamado el Loco— que estarán presentes, en sucesivas encarnaciones, a lo largo de todo el volumen. La narración no parece estrictamente cronológica, aunque sí que sigue una sucesión lógica de hechos —me resisto a llamarlos sucesos— que permite una visión progresiva tanto de los personajes como del ámbito, colegial y personal, en que se desarrolla.
[Palabra de Dios:] «Me daba la sensación de que, en el cielo, el fragor de las estrellas aumentaba sin mesura: planos completos del espacio iban a la deriva, su corrimiento trituraba firmamentos, mientras Dios era presa de la angustia ante lo ilimitado. "En otros tiempos —me parecía oírlo vociferar en silencio en el espacio—, Yo era una libérrima y magmática papilla que hacía estragos en lo increado, hasta entonces intacto. ¿Qué le ha ocurrido a mi mente? Una idea jamás concebida y que, sin embargo, estalló. El límite se rebasó por primera vez, se desbordó, cuando envié a mi hijo a la Tierra. Así que esta vez me encarnaré en un bacilo. Y podré darme por satisfecho si, al cabo de un determinado número de años, tras una serie de reacciones en cadena que alguien podría calcular como incalculables, cuando ya estemos tan cerca del final de una era que alguien podría incluso interpretarlo como un sello cíclico —aunque en realidad no tenga ninguna finalidad, ni ánimo alguno de redención—, por fin logro provocar un rugido intestinal perfectamente audible en un cuerpo humano que esté en ilusorio movimiento por el espacio, en una noche cualquiera y sin embargo irrepetible, en el mismo momento en que dicho cuerpo se cruce con otro por la acera... ¡En verdad podré decir entonces que mi obra está concluida!"»
En este ambiente rutinario y previsible, poco proclive a las sorpresas, el narrador registra, casi con desgana antropológica, el desfile de días idénticos, lentos, insistentes, invariables, y se detiene en las insulsas anécdotas que constituyen las únicas novedades que ni siquiera afectan a la superficie de esa rutina.
Aunque sí que se produce, también a nivel narrativo, una rotura de esa inercia: la salida temporal del seminario para instalarse en una villa campestre; en realidad, es cambiar una reclusión por otra, pero de signo completamente contrario: en el campo hay bullicio, ruido, música, entradas y salidas constantes... Aunque al lector, que ya ha tenido algún indicio de que aquello que se le cuenta tal vez no sea exactamente una narración que deba interpretarse en modo estrictamente realista, se debate entre una lectura literal y otra con aspectos simbólicos —y que, a este lector, más dado a las relaciones extemporáneas entre textos de lo que sería aconsejable, le ha traído a la memoria algunos pasajes del Sueño de Polífilo —: bajo ese cambio de circunstancias del protagonista, ¿es de la disipación de lo que habla con respecto a su estancia en la villa? ¿Por qué los indicios de irrealidad, presuntamente ausentes en el seminario, se multiplican a medida que progresa la narración? ¿Tiene la circuncisión del narrador el significado que se le otorgaría de buenas a primeras, la imposibilidad del sexo, una amputación, impotencia? ¿Qué sucede con esas ceremonias de cariz iniciático y cercanas a las fantasías sexuales? Esa montaña de basura, que se completa al mismo tiempo que avanza un embarazo, y que se quema inmediatamente antes del alumbramiento, ¿qué significado encubre?
[La quema de la montaña de basura:] «Ahora las llamas se habían unido en un único frente que ascendía en forma de cúspide. Parecían querer desgajarse de la base de la montaña de basura para arrancarla como una costra gigante. Se retorcían en el cielo, descoyuntadas, y el muro apenas lograba contenerlas. Brotaban desde muy abajo, formando pequeñas lenguas que se colaban por las grietas entre los ladrillos; roían zonas aún más profundas de la parte alta de la montaña, dejando al descubierto en su cumbre los esqueletos de objetos desconocidos, arrojándolos a muchos metros de distancia, carbonizados, un segundo antes de que alguien pudiera reconocerlos. Pasto del calor del fuego, las pieles de conejo se desgarraban y estallaban con un estruendo inesperado; podían distinguirse uno por uno los pelos incandescentes que se elevaban hacia el cielo».
En suma, la totalidad del episodio que transcurre en la villa campestre, ¿simboliza la última salida al mundo del seminarista antes de hacer efectiva su renuncia a él al tomar el hábito?
La vuelta al seminario es el regreso a las intrigas, a las envidias, a los favoritismos, a las vejaciones, un mundo a escala reducida cuyo aislamiento y condición no impiden que se reproduzcan los mismos escenarios que en el mundo real.
[El aislamiento:] «Caminaba a paso muy lento por el patio, después del desayuno y por las tardes, y volvía a darme la impresión de que los demás respondían a frases que yo no había pronunciado. "¿Hasta qué punto se puede perfeccionar la capacidad de guardar silencio?", me preguntaba. "No hablar y que tampoco nos hablen. Sencillamente, pasar la vida en otro sitio, pero en otro sitio que ni siquiera pueda definirse como tal, y dejar a nuestro paso una nada que a alguien podría recordarle a la cola de una lagartija huida..."»
Después de ese regreso, el narrador empìeza a despertar, en este lector —extremadamente susceptible en estas cuestiones—, sospechas en cuanto a su fiabilidad; tampoco parece que su actitud general en la institución esté muy acorde con alguien que va a ordenarse sacerdote —ni, en general, el resto de alumnos, el propio seminario o los mismos sacerdotes que están a cargo de los estudios; de ahí esa sospecha lectora.
[Las palabras:] «"Las palabras, en un primer momento, empiezan siempre así...", me decía de camino a la iglesia. "Cuando una sale de la boca, ya no hay quien la detenga. Emitimos el aire y le imprimimos una determinada cantidad de movimiento, y la palabra no puede sino seguir adelante, avanzando, incluso cuando su fuerza motriz ya no da más de sí. Dicha palabra ejerce su fuerza de atracción sobre otras palabras, sobre otros sonidos que no puede evitar cruzarse en su camino. Pero es que además empieza a provocar otros sonidos, que a su vez provocan otros, y luego otros... La palabra se expande cada vez más, levanta papeluchos, reúne ondas sonoras llegadas de todas partes, abarca pequeñas y grandes transferencias de energía, desplazándose de un punto a otro del espacio, y de ese modo empiezan a formarse frentes metereológicos vocales. Ya ni siquiera se sabe si arrastra o es arrastrada. Sus límites se extienden de manera irresistible, estableciendo en un instante las conexiones necesarias, mientras su fuerza centrífuga aumenta más y más, desbordándose sobre otros planos que a su vez se desbordan. Su superficie empieza a quemar, atrae vastísimas colonias sonoras, se repliega sobre sí misma como una avalancha que sigue avanzando, cada vez más irradiada e irradiante. Erradica, arranca todo lo que encuentra a su paso, y al final no puede sino adoptar, poco a poco, el inconfundible aspecto de una inmensa y destructora esfera de fuego..."»
Pero también esas primeras veces que tienen más de ritos de iniciación que de meros ensayos, esas equívocas relaciones intelectuales entre los aspirantes a sacerdote y de los profesores con estos y, finalmente, la absoluta omisión de los contenidos académicos o confesionales por parte del narrador.
[La Gracia:] «La luz seguía cambiando y en su interior deambulaban ahora pequeños enjambres increíblemente aromáticos, aunque no salían de los setos. A veces pasaban rozándome la cara mientras corría por el patio con los ojos entrecerrados. Subían desde el pequeño terraplén, se desplegaban en forma de abanico y al cabo de unos segundos, tal como habían llegado, volvían a desaparecer. Se colaban en la iglesia por las ventanas abiertas de par en par, durante la meditación, entraban en los dormitorios durante la siesta de primera hora de la tarde, en esos días sin contornos de principios de verano. Pasaban a través de las rendijas de las persianas, se esparcían por el dormitorio con el mero movimiento de una sábana recién lavada y aún crujiente. Notaba que la mente se me nublaba un poco, que me vencía el sueño. Pero a veces podía abrir los ojos sin por ello despertarme del todo. El dormitorio entero se veía a la perfección bajo aquel resplandor pálido, como de horno; las sábanas parecían fluorescentes. El seminarista sordomudo giraba por última vez la cabeza en su almohada. Creía ver en la costra blanda de su pelo un sinfín de celdillas hexagonales perfectas, cada cual con su gota de miel recién destilada, y a las abejas posándose tranquilamente encima del panal. "¿Será esto la Gracia?", me preguntaba».
La «Escena de la historia» cambia de escenario. El narrador —todos los indicios parecen indicar esa continuidad— ha dejado el seminario y se dedica a recorrer, en coche, pero también en otros medios de locomoción, la frontera montañosa del país colgando carteles y pronunciando mítines en plazas desiertas de pueblos deshabitados, como integrante de un movimiento, clandestino e ignorado, revolucionario, contra el Estado —las referencias al PCI parecen evidentes; si esto es cierto, la acción si ubicaría en los primeros años de la década de 1980— acompañado, las más de las veces, de otros personajes excéntricos parecidamente estrafalarios, el ciego, Somnolencia, el obrero de la cara blanca, que le siguen en su disparatado viaje de incierto destino.
[El mítin:] «Organizábamos pequeñas fiestas en recintos aislados en los márgenes de las avenidas. Tendíamos redes de cables, y de sus puntos de encuentro colgaban como gotas las bombillas. Alguien cavaba en el centro de la explanada un profundo agujero y clavaba el poste de la cucaña, como sopando en una enorme yema de huevo fosilizada. La madera gemía un poco cuando la girábamos para hundirla aún más en el suelo. Al anochecer, las bombillas se encendían de golpe, todas a la vez, y ya ni siquiera se veían la red de cables de la que colgaban. Del pueblo de al lado llegaban pequeños grupos, ligeramente desfigurados por las luces. En el centro de la explanada se encendía de pronto una gran hoguera. Algunos se acurrucaban en el suelo para contemplarla. La cucaña resplandecía un poco por la grasa, en mitad de la noche. Volvíamos al cabo de unos días, pasábamos por delante de aquellas luces cuando ya no creíamos recordarlas, pues estábamos en una fase distinta. La cucaña había perdido casi toda la grasa, la habían afianzado mejor al suelo con una especie de yeso que cantaba cada vez que alguien se encaramaba a lo más alto y el palo empezaba a oscilar de repente. La explanada menguaba, la luz lo anulaba todo por un instante y solo se distinguía, desde arriba, la curvatura de la Tierra, que seguía girando furiosamente como si nada».
La peregrinación por los márgenes y el éxito de sus convocatorias promocionan al narrador a un cargo más importante. Pero su traslado a la sede central le revela un edificio abandonado, en el que hace años que no se lleva a cabo ningún trabajo ni nadie ha residido; una sede que, curiosamente, se ubica en la misma población que el seminario.
El narrador parece haber viajado a un incierto futuro en el que todos los referentes han devenido obsoletos: la misma sede del partido, pero también la documentación encontrada en ella, incluso la motocicleta descuidada en un rincón oculto y, posteriormente, el mismo coche que había usado para sus mítines; pero también los propios afiliados, desaparecidos quién sabe cuándo, y las direcciones desfasadas, ilocalizables incluso en una ciudad anclada en el pasado.
[Las referencias desaparecidas:] «La lista de nombres aleteaba y silbaba por la velocidad. La llevaba en la misma mano con la que agarraba el acelerador, para poder mirarla en marcha cuando pasaba por delante de una serie de travesías y tenía que consultarla rápidamente, cotejando las direcciones con los nombres escritos allá arriba, en las placas. Bajaba de la moto, buscaba una por una las calles. Pero muchos de sus nombres ya se habían cambiado, no había forma de encontrar a nadie que se acordase del anterior. Entretanto, en ese tramo de calle o en ese patio en cuestión se formaba un corrillo en un abrir y cerrar de ojos; algunos niños interrumpían sus juegos para mirarme. Me alejaba a paso lento y volvía a la moto, aparcada a poca distancia delante de una fachada. Empezaba a pisar el pedal de arranque y tenía que agarrarme con las dos manos al manillar para que el retroceso no me lanzara demasiado alto. La hosquilla chirriaba, oía el chasquido de la marcha al engranar, arrancaba».
Viejos fantasmas del pasado que han sido liberados, pero que no encuentran su lugar en un tiempo que no es el suyo; pero también un residente vivo, un alto dirigente de la organización, que mantuvo el puesto, el cargo y la sede hasta mucho después de que todo sucumbiera y que parece ser el único testigo que puede dar fe de lo sucedido, aunque carece de respuestas para todas las cuestiones que no hacen referencia a la propia sede.
En todo caso, las señales muestran una decadencia explícita, tanto del edificio, reflejo de la del partido y de todo lo que este llegó a significar, como de los pocos antiguos militantes que quedan con vida y que solo pueden mostrar orgullo por un pasado que tal vez inventan cuando creen recordar.
[La desintegración:] «—A mí también me cuesta entenderlo, en esta diáspora de grupos que se deshacen y acto seguido se recomponen con otro nombre y con propósitos que ya ni siquiera son los mismos: se disputan las siglas, el poco dinero que queda, las armas —empezó a decir, poniéndose pálido de repente—. Y ni siquiera sé si quienes me encargaron que volviese a poner en circulación a los que encontrase, si quienes me entregaron incluso fondos para lograrlo, llegados quién sabe cómo de quién sabe dónde, siguen por algún sitio... No sé si desde entonces también se han disuelto, si se han convertido en otra cosa. Ya ni siquiera sé de quién soy emisario, quién me manda...»
El sentimiento de desubicación del narrador se acentúa con el tiempo, el cronológico y el personal, a medida que nuevas experiencias levantan el recuerdo de otras, idénticas o parecidas, que ponen en cuestión sus esperanzas o sus expectativas y le generan una especie de dejà vu cuya conclusión puede anticiparse con relativa seguridad. O bien se trata, sencillamente, de una real y verdadera repetición encajada en un insoslayable eterno retorno que cercena de raíz cualquier posibilidad de rectificación o, incluso, de redención, en la que los mismos personajes aparecen una y otra vez, bajo distintas caracterizaciones —a semejanza, por cierto, del propio narrador—, pero siempre con un papel similar, como si hubiera escasez de personajes y aquellos tuvieran que representar, como en las obras de teatro de bajo presupuesto, distintos roles.
«Sigo aquí, sigo volando, tal fue la fuerza de la mano que me lanzó desde el desván de aquel seminario, y de las corrientes de aire y de espacio que se cruzaron en mi camino. Las carreteras se encienden todas a la vez, de golpe. Mientras paso rozando una cima de cristal, atisbo por un instante la silueta de mi pequeña cabeza de ratón, los ojillos abiertos que brillan reflejados en una de estas grandes cristaleras que hay aquí arriba, como escaparates suspendidos, desfigurados. También me da tiempo a distinguir el contorno de mis pequeñas orejas peludas, transparentes, e intuyo por el destello de mis dientecitos puntiagudos que mi minúscula boca ya está abierta de par en par, que ya estoy cantando. Empieza a anochecer y ya se encienden esas balizas de señalización que hay en lo alto de las torres y los rascacielos aislados, para los aviones. Y supongo que, por lo tanto, también para mí...»
«Una gran ciudad del hemisferio boreal», Milán —que parece habitada, aparte de los personajes implicados en la acción, únicamente por modelos—, es el escenario en el que se desarrolla la «Escena de la fiesta»; en un salto mortal hipertextual —que Moresco detalla en el prólogo—, relata la relación del autor de un manuscrito con los diversos empleados —los diversos obstáculos, para ser fieles a la historia— de una editorial y hasta llegar al propio editor.
[Los editores:] «—¿Y si la misión del editor, hoy en día, fuera precisamente la de no publicar una cosa así si tuviera la extraordinaria fortuna de cruzársela en su camino? ¿Y si todo su trabajo acabara justificado por ese único gesto de exclusión para con algo que, por más que se intente, no se puede ni siquiera concebir o imaginar remotamente? [...] ¿Y si a estas alturas, en estos tiempos que corren, fuera precisamente esa la función del editor, cómo definirlo... total, del editor extremo? Impedir la aparición de algo tan excesivo, que no puede sino devastarlo todo y luego superarlo sin mirar a nadie a la cara, sin que se hayan creado nuevas coyunturas, sin que tampoco quede tiempo para crearlas... "Pero ¿este de dónde sale? ¿Quién se ha creído que es? ¿Cómo se atreve a entrar de esta manera?". Yo, llegados a este punto, podría decir: "¡Tengo un proyecto y un destino! Me toca impedir que esto salga a la luz para que permanezca en la luz: me toca pensar y salvar, dejarlo en este reino potente, incongruente...».
El aislamiento soportado en el seminario y en los sucesivos refugios, a menudo clandestinos, se convierte en una permanente exposición de y para la muchedumbre hacinada en esa «gran ciudad del hemisferio boreal», en la que la soledad se muestra asentada en las conciencias y en las conductas personales, par inter pares.
La «Escena de la fiesta» —mediados de la década de 1980, especialmente 1986— consiste, principalmente, en una cómica persecución, telefónica primero, personalmente con los diversos «filtros» después, del editor, con quien no hay manera de culminar un encuentro presencial; la desubicación, no solo espacial, del narrador es evidente, y consciente y consentida. Es indudable que se apercibe de lo que sucede a su alrededor, a esa muchedumbre intercambiable —aunque ellos quizá no se den cuenta—, es la vida; pero también es incuestionable que él no puede integrarse en ella, que debe contentarse con examinarla, desde afuera y desde lejos, porque no pertenece a ese mundo ni ese mundo tiene nada que ver con él.
Pero cuando, finalmente, consigue entrevistarse con el editor en persona, resulta que se trata de un viejo cómplice cuyo camino vital ha sido tan poco predecible como el propio, pero que tomó una dirección sensiblemente divergente. El manuscrito pasa a desempeñar el papel protagonista, y no solo por motivos literarios.
«—¿Puede uno lanzarse tan a lo loco? —continuó, al cabo de unos segundos—. "¡No habíamos quedado en esto!", empezará a gritar todo el mundo. Poner esto de pronto encima de la mesa, cuando todo el mundo estaba ya a punto de volver a casa y sujetaba las cartas con desidia, con la vista nublada... Ya ni siquiera hay coyunturas históricas. Y luego, esa es otra, ¿cómo dar marcha atrás? "Pero, bueno, ¿se puede saber qué es esto?", se pondrán a vociferar. "Teníamos algo bastante claro, o eso creíamos: ¡las palabras tienen que quedarse dentro de sus límites, cada una en su sitio!"»
Parece, por un instante, que la figura geométrica esbozada en el seminario, en el pasado remoto y perfilada en el partido se completa y lo hace en forma de círculo.
Manual del editor, o cómo tratar a un escritor novel sin que se dé cuenta de que no publicarás jamás su maldita novela (y, encima, se convenza de que le haces un favor) —este podría ser un título aproximado del calvario del narrador—; por ejemplo, darle largas debido a la complejidad de la obra; publicar, antes que la primera novela, una biografía de encargo; todo ello apoyado en esos razonamientos al alcance de los grandes editores.
«—¡Mejor el fuego, pues! Que todo sea pasto de las llamas, en tu estudio. Podrías apilar los folios en el centro de la habitación o en el fregadero. Podrías buscar con mimo la mejor esquina del papel, con la cabeza de la cerilla ya encendida. "¡Para mí, también la grandeza era solo un pretexto!", podrías pensar, dejándote llevar, paseando por la habitación a la luz de esa hoguera. Podrías respirar un aire distinto, primigenio...»
No poseo ni el conocimiento ni pretendo reivindicar la intención para calificar críticamente ningún libro; mucho menos una obra que, sospecho, sobrepasa mi capacidad lectora. De hecho, uno de los índices —particular, intransferible, pero comunicable— a mi disposición para adjetivar una lectura es, más que una conclusión, una sensación que, a lo largo de los miles de lecturas que amontono, se ha manifestado en muy contadas ocasiones; es una sensación como de vacío que va acompañada, siempre, de una pregunta, «¿qué es esto que acabo de leer?», y del consiguiente estupor derivado del presentimiento de que no he alcanzado a comprender ni una ínfima parte de lo que el autor intentaba comunicarme. Y esta constatación, lejos de provocar un rechazo por impotencia, me lleva al convencimiento de que me acabo de enfrentar —enfrentar en todas sus acepciones— a una obra inmensa que mi insuficiente capacidad de comprensión no ha conseguido descifrar. Las buenas lecturas siempre deben contener una parte de reto; mejor todavía, una parte de reto inasumible para el lector, para este lector, limitado en su capacidad, escaso en herramientas, endeble en formación. Los comienzos es una lectura de esa especie, provocadora e imponente, desmesurada y portentosa, un reto del que no se sale indemne pero del que no es aconsejable huir.
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