14 de agosto de 2023

Le fer: Pierre Bergounioux, escultor

 


EL HIERRO


        El hierro es el rey de los metales. Está presente en todas partes, bajo nuestros pies, sobre nuestras cabezas, también. Equipa los cielos, los espacios que seguimos llamando siderales —de sideros, en griego. Circula por nuestras venas porque nada supera su avidez de oxígeno. Una avidez que estalla en las chispas que produce cuando se une a él, cuando arde.

Esto es lo que ha postergado su uso durante mucho tiempo. Además de su tendencia a oxidarse, sólo está disponible en estado puro excepcionalmente. Son los meteoritos de los que los esquimales desprenden, con gran dificultad, fragmentos para armar sus arpones. El mineral contiene casi siempre impurezas, azufre, fósforo y arsénico, que lo hacen inutilizable, quebradizo y «agrio», como dicen los metalúrgicos. Pero puede, en cambio, combinarse con manganeso, que lo endurece, y con cromo, que le confiere mayor resistencia. El níquel lo convierte en inoxidable. Da su color negro a la tinta que utilizo, aquí, para evocarlo.

La Edad de Hierro comenzó hace más de dos milenios y medio, pero no hace ni dos siglos que proporcionó sus cimientos, su poder, a nuestra civilización. Además de las deficiencias mencionadas, plantea una última dificultad, que es la elevada temperatura de su punto de fusión. Tuvieron que combinarse dos factores, uno de naturaleza económica y política, el otro científica y técnica, para que se produjera la revolución industrial. El primero fue el desarrollo del capitalismo en los Estados-nación establecidos en Europa Occidental, la acumulación de los recursos necesarios para la financiación de las grandes empresas. El segundo fue la investigación científica iniciada en el Renacimiento y el triunfo de las ciencias naturales.

El etnógrafo André Varagnac, mediante una conexión brillante, relacionó las tres edades de la aventura humana con los tres reinos. Durante un millón de años, tal vez, las hordas errantes de la prehistoria vivieron del mundo animal. Les proporcionaba sustento y vestido, parte de su equipo y adorno, los temas de su pintura y escultura y, por supuesto, las historias que daban forma y sentido a su existencia y que se perdieron por no haber sido escritas. El Neolítico coincide con la actividad agropecuaria que recientemente ha llegado a su fin, ante nuestros ojos, con la desaparición del campesinado. Se vuelca hacia el reino vegetal, el arroz, en los humedales del Extremo Oriente, el trigo, la cebada en el Creciente Fértil. Engendró el mayor invento de nuestra historia, que es la escritura. Es hija de la esclavitud. Sirvió, en primer lugar, para inventariar la inmensa riqueza generada por el trabajo forzado, para fijar el número y el nombre de los miles de hombres y mujeres que producían, a fuerza de látigo, su contribución a las reservas que se amontonaban en los almacenes de los templos y palacios. Más tarde, salvará del olvido, de la nada, la sucesión de los días, la sustancia volátil, preciosa, irreparable,  del tiempo. La Historia nace, en los dos sentidos de la palabra, de la lucha por la apropiación del producto del trabajo y de la crónica de este conflicto, que es su fuerza motriz. ¿Y la «conquista mineral», por utilizar la fórmula del geólogo Louis de Launay? No ha hecho más que empezar, en la larga perspectiva en la que la hemos situado. El oro, que se encuentra en estado puro, carece de aplicación práctica, demasiado blando, demasiado denso. Su inalterabilidad, su rareza, su brillo, lo predestinaron a servir de soporte de valor, de expresión de la riqueza, en suma, de moneda, cuando se generalizó el intercambio.

Los primeros hornos de fundición de los que se han encontrado rastros eran pequeños cilindros de paredes de piedra revestidos de arcilla. El carbón vegetal y el mineral se vertían en la boca del horno, que se estrechaba en su parte inferior, donde se aglutinaba el metal. A continuación, el metal se extraía en forma de fragmentos pastosos que se golpeaban para eliminar la escoria. Así se seguía haciendo, en el siglo pasado, en la India, en África. El uso de fuelles permitió simplificar la operación. En lugar de construir una torreta, se excavaba un agujero —un horno bajo. Esto facilitaba la cocción. A mediados del siglo XIX, todavía, la lista oficial de altos hornos, en Francia, indicaba que 410 eran de leña, frente a menos de 30 de hulla. La forja  catalana, un invento italiano del siglo XVIII, era entonces la principal fuente de hierro producido en el país. Su rendimiento era bajo. Con 1200 kg de madera y 500 kg de mineral se obtienen menos de doscientos kg de hierro. A este ritmo, no quedaría ni un solo árbol en el país en veinte años.

El mérito de haber sustituido el carbón vegetal por la hulla es de los ingleses. Un tal Sturtevant tuvo la idea en 1611. Lord Dudley la aplicó a partir de 1620, pero el proceso, que rebajaba los precios, despertó la ira de los productores tradicionales. Su instalación fue saqueada. Cuando estaba lista para reanudar su producción, fue devastada por una inundación. En 1660, un cuáquero y un pastor construyeron el primer alto horno en Colebrookdale, en el lecho del estuario del Severn. El padre de la industria moderna se alza veinte metros sobre el suelo, contra la vertiente de un valle, para facilitar la carga. Está formado por dos conos enfrentados por sus bases, la cuba, en la parte superior, y el vientre o etalaje, en la inferior. Descansa sobre una masa cuadrangular, la obra, que sostiene al crisol. Unas toberas, perforadas en los laterales de la estructura, alimentan la combustión. Cuando el alto horno está «cargado», se lanza el «proceso». Devorará combustible y mineral sin descanso ni tregua, oscureciendo la luz del día con su humo, iluminando la noche con sus llamas, creando un paisaje verdaderamente infernal en la superficie de la tierra —infierno procede del latín inferiores. La temperatura, en el fondo de la obra, supera los 2000 grados. El metal fundido se acumula en el crisol. Se vierte en las canaletas y cavidades del suelo de la nave de fundición. En esta fase aún no es hierro, sino fundición, es decir, una aleación con exceso de carbono. El proceso de refinado lo elimina. Sólo queda extraer el metal. El metal se introduce en los rodillos de un laminador que lo transforma en chapas y en perfiles.

Desde el final de la Edad Media, cada siglo ha aportado su contribución al movimiento de la historia. El siglo XVI, con el Renacimiento, creyó volver a la Antigüedad. Inventó los Tiempos Modernos. El siglo XVII, «le grand siècle», asentó la creación de un nuevo tipo de entidad política, los Estados-nación, las «universelles aragnes», que se lanzaron a la conquista del mundo y difundieron por doquier las máximas y los procedimientos, las lenguas y la religión, los principios científicos y políticos de Occidente. La globalización no es más que la europeización del planeta. El siglo XVIII fue el siglo de la Ilustración, el siguiente, el de las Revoluciones. Todavía se duda en resumir, en una palabra, el XX —¿el de los extremos, el de los lobos, de la explotación, del hierro?

Sus prodigios, su horror profundo, se apoyan en la utilización masiva de este metal. Son los barcos de vapor que surcan los mares desafiando, desde entonces, a los vientos, la red tentacular de ferrocarriles, el alma de acero de los edificios que desafían a los cielos, la Torre Eiffel, los rascacielos, las estructuras tendidas sobre los cortes del paisaje. Pero también son los dos conflictos que incendiaron el mundo, las regiones devastadas, las ciudades borradas del mapa, las decenas de millones de víctimas civiles y militares, la irrupción de las divisiones blindadas, mecanizadas, en la disputa que enfrenta a la humanidad contra sí misma. Los historiadores, los poetas,  han percibido la mutación a medida que se producía. Marc Bloch constató, en la primavera de 1940, frente a los Panzer, bajo los Stukas, que «la velocidad ha entrado en la historia y lo ha hecho en una sola generación». André Breton observó la emergencia, por doquier, de lo que denominó «belleza objetiva», es decir, fenómenos que, aunque desprovistos de intención artística, son, sin embargo,  portadores de valores formales que corresponde a las almas sensibles reconocer y aplaudir.

Entre estas consecuciones involuntarias figuran en lugar destacado las derivadas o las realizaciones de la actividad industrial. Con su vespasiano y su rueda de bicicleta, Duchamp no hace sino ratificar la perfección práctica y estética de estos productos. El artista, que se enorgullecía de su destreza técnica, de sus habilidades artesanales, de repente las encuentra anticuadas, descalificadas por la producción en serie con fines lucrativos.

El arte lleva mucho tiempo copiando a la naturaleza. La naturaleza fue primero un desafío lanzado al ingenio humano. ¿Podemos extraer del mármol la forma del dios que tiene cautivo, podemos poner sobre el lienzo frutas tan parecidas que los pájaros se confundan e intenten picotearlas? Lévi-Strauss sitúa precisamente en el Renacimiento el momento en que la pintura occidental se volvió capaz de imitar toda la realidad. Se refiere a los retratos de Clouet, a la desconcertante perfección de la representación de las gorgueras de encaje con las que están vestidos los modelos. El inglés Turner fijará los juegos impalpables, conmovedores, del vapor y la bruma, los impresionistas franceses, los nabis y los fauvistas, el esplendor amurallado del terreno, un cierto arte de vivir, en la Belle Époque, en el jardín, en el salón, bajo la luz de las lámparas, antes de que el mundo entrara en estado de convulsión el 2 de agosto de 1914.

Podemos seguir, sin duda, buscando nuevas formas en la arcilla, la madera, la piedra, esforzarnos en  extraerlas. Podemos también pedir a la industria pesada, a su poder titánico, que materialice visiones confinadas, no hace tanto, en el orden de lo imaginario cuando no permanecían inconcebibles, insospechadas. Son las inmensas láminas curvas de Serra, los embalajes de Cristo, los órganos gigantes de Kapoor o incluso, por una reversión de segundo grado, la «belleza objetiva» de los desechos y los restos. Por una especie de truco de la razón plástica, los objetos concebidos, ejecutados con vistas a la utilidad más estricta, a la más imperiosa necesidad, conllevan efectos llenos de atractivo —la viruta en espiral que sale de la garlopa. Pueden transformarse, al término de su uso y desgaste, en obras de arte, compresiones de César, acumulaciones de Arman, arte povera...

Enfrentados a problemas técnicos precisos, preocupados por la eficacia, unos ingenieros, unos técnicos,  concibieron formas inimaginables. Formas que sólo podían nacer del proyecto racional de dominar la naturaleza, del proceso de producción que lo hace eficaz. Basta, para convencerse de ello, con hojear el catálogo de cualquier fabricante de herramientas, de metales para la construcción, de pernos y de clavos, de herrajes, de cojinetes, de engranajes, de equipos... Es la palabra de un naturalista ante la fauna de los abismos marinos, que viene a sus labios: «No hay, pues, nada que no exista», ninguna forma que no haya salido del taller, de la fábrica, de las fundiciones.

Una constante recorre las tres épocas de Varagnac: es la vigilancia formal, la mirada pura que hace veinte mil años, por la parte de Lascaux, lejanos predecesores ya tenían sobre su mundo lleno de bestias. Todavía la aplicamos al universo transfigurado por el trabajo, las máquinas, la omnipresencia del hierro. La mirada crea el objeto. Nuestra alegría permanece.

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Este artículo es la traducción al castellano del texto Le fer, que forma parte de la publicación de Vies metalliques: rencontres avec Pierre Bergounioux, el documental dirigido en 2014 por Henry Colomer dedicado a la faceta como escultor del autor francés. 


La imagen de la cabecera corresponde a un fotograma de la película citada, recogida de la página web de A perte de vue.

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