Herencia y filiación
Entrevista con Pierre Michon por Dominique Viart
Dominique Viart: Nuestra conversación estará dedicada esencialmente a las cuestiones de «filiación». Esta cuestión está presente en gran parte de su obra, aunque nunca en primer plano. Está ahí como con sordina: es un bajo continuo, por encima del cual se escribe el resto. A este respecto, he pensado incluso que se podrían considerar sus textos, junto con otros, muy diferentes, de Annie Ernaux o Claude Simon, entre los que forman la base de esta forma literaria actual que yo llamo narraciones de filiación. Su Rimbaud es un «hijo», las Vidas minúsculas aluden a ello, varios textos recientes evocan la figura materna… Tal vez podríamos empezar por esto: usted dedicó Vidas minúsculas a su madre, Andrée Gayaudon, ¿se trata simplemente del gesto de un escritor que agradece a su madre el hecho de existir en el momento de escribir o es un gesto más concreto?
Pierre Michon: Me parece más concreto porque es su apellido de soltera. Es a mi madre joven a quien se lo dedico. Pienso a menudo en mi madre, cuya vida estaba, como la de todos nosotros, completamente arruinada. Fue para devolverle a mi madre el tiempo de la esperanza y de la juventud y al mismo tiempo, evidentemente, el tiempo en el que habría podido, yo, seducirla si hubiera sido una jovencita.
D. V.: Al final de Rimbaud el hijo, está también esta referencia a la «madre que no me lee»…
P. M.: Sí. Es la parte negativa, en esa ocasión. Es todo lo contrario de la dedicatoria a la joven de Vidas minúsculas. Es incluso una calumnia a propósito de mi madre. Quise hacerme el listo, quise hacer como Rimbaud, decir que mi madre no me leía. Es falso. Me leía y me lo dijo después. No estaba contenta, no me lo dijo, pero sé que se lo escribió a una de sus amigas.
D.V.: ¿Es venganza hacia ella, es rabia? ¿Por qué esa mentira en el mensaje final?
P. M.: Para parecerme a Rimbaud. Para hacerlo más atractivo.
D. V.: ¿Para que se corresponda con el Vitalie Cuif descrito al principio del libro?
P. M.: Eso es. Como Vitalie Cuif, como todas las mujeres que envejecían solas en el campo en aquella época, ella tenía ciertamente un lado necrófilo, siempre en el cementerio... Estas dos alusiones a mi madre en la dedicatoria de Vidas minúsculas y al final del Rimbaud el hijo son completamente antitéticas —ya lo he dicho—, ya que una está dedicada a una joven y la otra es un gesto de repudio contra una anciana. La segunda es una acción malvada, ya que mi madre no era, como Vitalie Cuif, alguien que no leyera mis libros. Al contrario, los leía con atención. Aunque no entendiera mucho de pintores, por ejemplo, los leía.
Ella tenía, ciertamente, algunas cosas en común con Vitalie Cuif, pero no esa mezquindad. Esos puntos en común son simplemente los que compartían las mujeres del campo del siglo anterior hasta 1950 o 1960, cuando estaban solas. Ahora sólo les queda una especie de necrofilia, una manera de volverse ellas mismas hacia la muerte. Pero mi madre nunca cambiaría con sus propias manos, como hizo Vitalie Cuif, el ataúd de su hija, de su padre... Mi madre era básicamente buena y sociable. Era extremadamente sociable. Se vio obligada a vivir el final de su vida relegada, ya que finalmente la abandoné, yo también, como hizo mi padre. Como dijo una de mis amigas, pasó su vida en un pasillo. Tenía una especie de alojamiento encima del ayuntamiento de Mourioux, que era un pasillo con dos o tres habitaciones que daban a él.
D .V.: Usted evocó, además, ese momento en que ella se fue al hospital mostrándole las Vidas Minúsculas, y diciendo que se fue con este libro para liberarle.
P. M.: Exagero un poco en este texto: ella no me lo dijo, pero cuando vio que estaba al final del camino, que se iba al hospital, sus amigas me avisaron. Llegué al hospital, ella también acababa de llegar. En la camilla estaban las Vidas minúsculas, forradas de azul, como solían hacer los maestros en los viejos tiempos. Me conmovió mucho.
D. V.: La madre no está sola en este parentesco insistente. Está el padre, también. Pero el suyo está ausente. es el que no está en las Vidas Minúsculas. Aparece un poco en el mensaje de Rimbaud el hijo. Pero, sobre todo, está presente en otra parte, tangencialmente: El Emperador de Occidente termina con estas historias de padres e hijos. ¿Es una forma de transponer la gran cuestión del padre, que ya ronda su primer libro, a otro universo, para considerarla de otra manera?
P. M.: Sí, es una sofisticación de la cuestión del padre. Esta cuestión del padre es muy práctica para mí porque, de hecho, me las apañé para no tener padre, para rechazar cualquier paternidad. Al fin y al cabo, mi madre nunca me prohibió —aunque guardaba silencio absoluto al respecto cuando yo era niño, airada— que buscara a mi padre. Fui a ver a mis abuelos, como cuento en Vidas minúsculas. Escribí a mi padre en la época de Vidas minúsculas. Me dio una respuesta muy precisa. Primero me dijo: «En nuestro entorno no se dice “usted” a tu padre». Y terminó diciendo: «Me alegro de que me hayas reemplazado por tu madre», lo que no deja de ser extraño. Pero sigo con esta historia de la herencia. Tengo un hermanastro por parte de mi padre al que no conozco y hay una herencia de mi padre que está bloqueada desde 1990 porque la rechazo. Pero para rechazarla de verdad, habría que ir al ayuntamiento, hacer los trámites y demás. Yo no la quería, pero hace poco me envió un correo electrónico y le dije: «Escucha, mi querido hermano, finalmente, acepto». Pero no conozco a este chico.
D. V.: ¿Por qué la acepta ahora y antes la rechazaba?
P. M.: Porque ahora ya no soy tan dramático, me parece. Intento ver las cosas de forma más sencilla. Por ejemplo, si pienso en los grandes escritores vivos, nunca, con los que son mayores que yo, he intentado reunirme con ellos, escribirles, salvo con Louis-René des Forêts porque debía pasar por la editorial Gallimard, por Jean-Benoît Puech. Pero tras la publicación de Vidas minúsculas, nunca volví a escribir a des Forêts.
D. V.: ¿Entonces las dos dedicatorias a Puech y des Forêts en Vidas minúsculass son simplemente agradecimientos por las relaciones que mantuvieron para la publicación del libro?
P. M.: Sí, por su apoyo vital, porque, en aquella época, estaba realmente muy aislado. Puech lo leyó primero, le gustó mucho, se lo hizo leer a des Forêts, a quien también le gustó.
D. V.: En El Emperador de Occidente, usted dice «el padre apartado crea un hijo visible». En este teatro interior, ¿la retirada del padre le permite ocupar su lugar?
P. M.: Todo el escenario del cristianismo me sirve para eso. Con el padre ausente, Jesús... ¡ese soy yo!
D .V.: En este teatro interior, usted proyecta una situación personal sobre la historia del cristianismo.
P. M.: Sí, mi madre es perfecta; todas las demás mujeres son María Magdalena... Esta cuestión de la herencia no tiene sentido para mí.
D .V.: ¿No siente que ha recibido cosas?
P. M.: De mi madre, como dije al principio, recibí mucho. De mis lecturas, después, recibí mucho, pero sólo de los muertos. En cualquier caso, esté vivo o no un escritor, se lee a un muerto. Probablemente de forma patológica, sólo he aceptado consejos de los muertos o de los libros. Por ejemplo, si intentas hacerme entender cómo funciona un ordenador, como ya intentaron hacer hace 10 o 5 años, nunca lo conseguirás. Si cojo un libro y miro cómo funciona, lo entenderé enseguida. No soporto que alguien me enseñe algo. Es patológico.
D .V.: Entre los escritores que menciona, hay uno que parece estar ausente y que sin embargo, cuando le leo usted, me parece que ha marcado profundamente su escritura: Georges Bataille.
P. M.: Por supuesto.
D. V.: ¿Puede decirnos algo sobre esta lectura de Bataille, sobre lo que saca de ella?
P. M.: Artaud también fue muy importante. Bataille es alguien a quien conocía de memoria, a quien amaba apasionadamente. Bataille es una fuerza. Para la gente que no tiene una gran fuerza de carácter como yo, imitar a Georges Bataille es un suicidio, en el sentido de La imitación de Jesucristo, es un suicidio total. Yo no tenía las condiciones necesarias para ser Bataille, ni las condiciones culturales, ni mundanas, ni sociales. Era un tipo de la Chartes (La École Nationale des Chartes), que sabía cosas, que era un bibliotecario de alto nivel. Me faltaba algo. No tenía ninguna base para ser un heredero de Bataille.
D. V.: ¿Le resultaba inaccesible la «soberanía»?
P. M.: Eso es. Eso es exactamente: la soberanía batailliana me estaba vedada. Mi afectividad es demasiado cristiana o femenina para elevarse a esas alturas. ¿Llegó Bataille a ese nivel? En todo caso, sus textos sí.
D. V.: ¿Pero sigue siendo, sin embargo, como una especie de tentación, un punto de fuga en la relación que mantiene con la escritura?
P. M.: ¡Oh, sí!
D. V.: ¿Quizás también con la existencia? En esta apuesta por uno mismo, esta confrontación a la vez con el riesgo y con lo sagrado que hay en el riesgo.
P. M.: Sí, todo viene de Bataille. Pero Bataille forma parte de esta generación de tipo oracular: Bataille, Char... Estos tipos que, en cuanto hablan de Dioniso, se ponen los coturnos, y me parece que nuestra generación se burla de sí misma cuando se pone en el papel de Dioniso o de quien sea. Me parece que ya no nos atrevemos a asumir esta máscara de tragedia.
D. V.: En esta generación «salida de Egipto«, que usted evoca en un bello homenaje a Olivier Rolin, ¿sería usted menos shakespeariano y más histriónico?
P. M.: No, somos más shakesperianos porque lo shakesperiano es muy histriónico. Estamos más cerca de Shakespeare que de Esquilo. Ellos estaban más cerca de Sófocles. En mis libros hay muchas citas sin comillas y hay algo de Bataille.
D. V.: Sí, he detectado algunas y, además, usted también pone el pie en la puerta a su lector evocando al Gilles de Rais de Bataille en Vidas minúsculas.
P. M.: Sí, en efecto, tuve a este Gilles de Rais de Bataille aquel día del pugilato. Fue una especie de señal de los dioses.
D. V.: Pero, al mismo tiempo, usted no escribe acerca de Bataille ni sobre Bataille, mientras que lo hace sobre Faulkner, sobre Beckett, sobre Balzac, sobre Flaubert...
P. M.: Cuando escribo sobre Flaubert, Faulkner, Cingria, incluso Rimbaud, escribo sobre sus defectos. Encontrar los de Bataille es difícil. Aunque, sí, está su mundanidad, que podría criticarse. Por ejemplo, es un gran amigo de Leiris, a quien leo con mucha deferencia y mucha admiración. Leiris se emborrachó una vez en su vida, y esto es objeto de muchos remordimientos en La regla del juego. No creo que Bataille hiciera salir a un cura español de su confesionario y le sacara los ojos, o más bien que le pusiera el ojo yo qué sé dónde. También podría tomar los defectos de Bataille, pero todo el edificio se derrumbaría. A Bataille hay que venerarlo como a... Satanás. En cierto modo, Bataille es un Nietzsche exitoso, un Nietzsche que no se ha vuelto loco. Sigue siendo grandote. No podría haber sido un cualquiera, Bataille.
D. V.: En su retrato filmado por Sylvie Blum, usted dice al principio que escribir le salvó de la tentación, del impulso de ser un asesino. En Bataille, también existe esta reflexión sobre el asesinato, pero en él se convierte en una especie de sacrificio, un acto fundador...
P. M.: Bataille, siendo un gran erudito, fue inmediatamente consciente de que se trataba de un sacrificio fundador, pero si yo tenía miedo del asesinato, era también porque temía el sacrificio que habría fundado, tal vez en el horror, mi vida.
D. V.: El asesinato puede ser al mismo tiempo un gesto sacrificial, fundador, como lo plantea Bataille en sus textos, pero también puede ser una especie de impulso que pone fuera de sí, un acto de locura que no funda sino que destruye.
P. M.: Sí, en ese sentido, en efecto, es un asesinato más Dostoievskiano que Batailliano lo que temía. Sí.
D. V.: En este diálogo con Bataille y Dostoievski, la cuestión de lo sagrado y la de la gracia son también muy activas. Lo sagrado de Bataille es lo sagrado negro y lo sagrado de Dostoievski es una especie de sagrado culpable.
P. M.: Sí, tiene razón, en Dostoievski no es un sagrado negro, porque está Cristo: Dostoievski conserva la presencia de Cristo, que es un misterio.
D. V.: ¿Cómo siente lo sagrado, lo piensa siempre en relación con estas dos figuras, Bataille y Dostoievski? Con Dostoïevski, estamos más bien del lado de la redención, de la búsqueda del perdón, del sentimiento de culpa mientras que con Bataille, no hay sentimiento de culpa...
P. M.: No, por supuesto, todo está alimentado por la Genealogía de la Moral. Hay un esfuerzo por deshacerse de todo vestigio cristiano.
D. V.: Lo cristiano sigue resonando en usted.
P. M.: Sí, no puedo deshacerme de ello. No puedo deshacerme de la idea de la salvación. No puedo. Es como un fondo de optimismo, algo que me impide hundirme en la nada, en la desesperación absoluta. La idea de la salvación, tal vez la de la fe, no lo sé.
D. V.: O es lo contrario: el miedo al desencanto, a un mundo que estaría completamente desencantado, como dice Marcel Gauchet.
P. M.: No, no es por encantamiento, no es por fantasmagoría. Tengo la convicción de que no vivimos para nada.
D. V.: ¿Incluso cuando no escribe? Una vez usó esta fórmula: «Creo en Dios cuando escribo».
P. M.: «Creo en Dios cuando pinto». Fue Matisse quien lo dijo.
D. V.: ¿Se trata de una cita hecha en broma, o comparte usted a esta fórmula?
P. M.: La comparto porque, cuando escribo, creo que actúa una potencia que me supera. Pero también creo en ella, reflexionando sobre lo que acabamos de decir, porque estoy más del lado de Dostoievski que del de Bataille. No quiero deshacerme del cristianismo. No sólo no quiero, sino que creo que para mí sería un suicidio. Creo que puede existir una gran violencia, pero también una bondad universal en la expansión del universo. Tengo que decirle que una de mis frases favoritas de Bataille, que también me digo a menudo, es: «Dios, si lo supiera, sería un puerco». A veces, cuando veía a mi madre, por ejemplo, durante su agonía, me repetía eso. ¿Cómo podría decir otra cosa? Y entonces ocurre algo, la muerte tranquiliza a la gente, se vuelve al ciclo universal. Al fin y al cabo, aunque sea feo antes de acabar, acaba bien.
D. V.: Lo que usted dice ya no es estrictamente cristiano. También evoca muchas otras formas de religiosidad como el budismo.
P. M.: Sí, pero me gusta el cristianismo. Como dijo Artaud: «Sí, pero el opio me arrasa»; sí, pero el cristianismo me arrasa.
D. V.: Desde el punto de vista de estos fundamentos, usted está muy anclado en la civilización occidental.
P. M.: Si hubiera nacido en China, no sucedería; es porque nací aquí.
D. V.: Pero no es la misma escenografía, no es el mismo teatro interior.
P. M.: Es cierto.
D. V.: Esas religiones tienen una relación con lo sagrado y con el mundo. Nosotros tenemos aún una Trinidad, una especie de familia al fin y al cabo. mientras que en el budismo no hay historia familiar, o está muy fragmentada.
P. M.: Sí, claro, y esta historia familiar me viene muy bien. Sí, es cierto que existe el budismo, pero yo habría encontrado otra cosa. Esos dioses, los pequeños bodhisattvas, el que está lleno de compasión, el que ama, el que es un poco cristiano en las orillas... Yo habría adoptado ése. Lo que el cristianismo ha llamado Amor es importante para mí. Me parece que está bien fundamentado. Esto viene de mi madre.
D. V.: Los textos que escribe sobre la Edad Media y aquellos tiempos álgidos, cuando el cristianismo estaba ahí, en medio de aquella violencia y aquella aspereza del mundo, ¿son una forma de ir a buscarlo en un momento más intenso que el nuestro, en el que se ha diluido, dispersado, en un mundo descristianizado?
P. M.: Sí, claro, pero fue por casualidad que escribí estos textos sobre la Edad Media. Eran encargos para unas becas: una beca en Irlanda, otra en Lozère y otra en la Vendée. Estaba comprando libros sobre esa zona y pensé: «Bueno, sí, la Edad Media, ¿por qué no?»; pero para la Vendée, dudé. Me dije «¿por qué no la Revolución?». No es del todo casual, porque de hecho he hecho textos medievales tres veces seguidas. Pero hay otra razón: hay muy pocas fuentes y, por tanto, mi bibliografía podría trapichear rápidamente en lugar de sufragarme la historia de la guerra de la Vendée entre los Azules y los Blancos... Además, fue por eso que estuve mucho tiempo sin escribir mi texto Los Once. No escribí este libro porque tenía tanta documentación que empecé a escribir novelas históricas como Dominique Fernandez... Tonterías...
D. V.: No podía reinventar las cosas.
P. M.: Sí, no necesito tener un documento. Lo que voy a decir tiene que ver con la herencia, pero al final, una novela muy precisa y muy bien informada, demasiado bien informada sobre la Revolución Francesa, corre el riesgo de ser pésima —y todas lo son—. Los dioses tienen sed, de Anatole France, no hablemos de ella, pero ha habido otras recientemente, no sé cuáles. Mientras que una obra de teatro, falsa de principio a fin, que atribuye a Danton lo que dice Robespierre, o que atribuye a Fabre d'Églantine lo que hace Marat, el Danton de Büchner, que es históricamente falso, ¡es todo un logro! Pero ahora no podría permitirme hacer un texto como ese, tan falso.
D. V.: ¿Porque estamos demasiado bien informados?
P. M.: Porque estamos demasiado bien informados.
D. V.: De hecho, su relación con el archivo, de la que tan bien hablaron con Arlette Farge, ¿hay que usar un poco de archivo, pero no demasiado?
P. M.: ¡Sobre todo no demasiado! Por ejemplo, cuando escribí Señores y sirvientes, no sabía nada de Watteau. Leí únicamente el catálogo de la exposición de 1981. Y ya está. Perfecto. Y por cierto, en la contraportada de mis libros sobre pintores, digo que los llamo así, pero que no se trata realmente Watteau, no se trata realmente de Goya… A veces me han acusado de tener fetichismo por el archivo, mientras que a mí el archivo me importa un bledo: sólo finjo.
D. V.: En cualquier caso, es provocativo. tiene que haber un poco de archivo y, de hecho, usted no escribe sobre el presente, por ejemplo.
P. M.: ¿Y al final de Cuerpos del rey, no escribo sobre el presente?
D. V.: Sí, es verdad. ¿Es ésta la dirección que quiere seguir ahora?
P. M.: Es en esta dirección que puedo mantener el control en mis manos. Estoy harto de estos trucos arqueológicas. A partir de ahora, no más herencia, no más transmisión, una especie de cuerpo presente, un cuerpo del presente, que está completamente descentrado como todos nosotros.
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Este artículo es la traducción al castellano de la entrevista Héritage et filiation. Entretien avec Pierre Michon par Dominique Viart, publicado originalmente en la revista Roman, 48, 2009 por Éditions Société Roman.
ISSN 0295-5024
ISBN 9782908481679
DOI 10.3917/r2050.048.0013
Disponible en https://www.cairn.info/revue-roman2050-2009-2-page-13.htm
La imagen de la cabecera es de Sophie Bassouls/Corbis
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