La invitación. Claude Simon. Editorial Lumen, 1989 Traducción de Federico Gorbea |
A mediados de octubre de 1986, Claude Simon fue invitado por el novelista kirguís Chinguiz Aitmátov a Frunze —en el Kirguistán, al pie del Pamir, junto a los primeros contrafuertes de la cordillera del Himalaya—, en la URSS, junto con otros quince grandes intelectuales (James Baldwin, Arthur Miller, Yachar Kemal, el español Federico Mayor Zaragoza... ), en realidad como parte de la campaña de autopromoción de Gorbachev, recientemente nombrado secretario general del partido comunista el año anterior. Se habló del papel de la cultura y de los objetivos de la humanidad en el inicio del tercer milenio y el propio Gorbachev recibió a la delegación de intelectuales en el Kremlin como cierre de las jornadas; Simon, nada más volver, publicó un acerado artículo en Le Monde del 5 de diciembre de 1986 titulado L'Invitation, que fue el germen que fructificó en el texto La invitación (L'invitation, 1987), la primera novela publicada por Claude Simon después de la concesión del Premio Nobel de Literatura en 1985.
Una delegación de quince invitados —asisitidos por otros tantos intérpretes y multitud de acompañantes—, personalidades consideradas importantes procedentes de los más variados países y con ocupaciones dispares, llevan a cabo un visita oficial a un país con un régimen autoritario, según todos los indicios, la U.R.S.S., invitados por el Secretario General, en una paródica —parodia por partida doble, pues— versión de la "Acción Paralela" de El hombre sin atributos, y que recuerda también a las visitas subvencionadas de intelectuales, sobre todo franceses —Sartre, Aragon, Eluard, pero también Neruda, Guillén o Picasso—, "compañeros de viaje del proletariado", a la U.R.S.S. de la década de 1950. Apenas una anécdota que Claude Simon convertirá en una meticulosa crónica de la sinrazón mediante la precisión de su prosa.
«Durante largo rato solo se vio la luna, no del todo redonda, ligeramente achatada por el lado izquierdo, lechosa o más bien plateada, como una linterna, que parecía desplazarse a la misma velocidad que el avión, como soldada a él, ascendiendo y descendiendo a veces débilmente, volviendo a recuperar luego su lugar, o, mejor, como si el avión y ella se hubieran mantenido inmóviles, suspendidos sin avanzar en la noche sin estrellas, mientras a millares de metros bajo ellos derivaban despacio, invisibles en la oscuridad, las monstruosas extensiones de tierra que mantenían unidos dos continentes, dos mundos que no estaban frente a frente, uno a cada lado de cualquier mar, de cualquier móvil océano, sino pegados el uno al otro como esas criaturas bicéfalas, esos hermanos siameses que se exhiben a veces en las casetas de las ferias, soldados por la espalda, condenados a no verse jamás [...]».
El texto —me resisto a llamarle novela, pero los alternativos relato o cuento tampoco parecen las denominaciones más adecuadas; los franceses, tan precisos en su distinción entre roman, nouvelle y récit tampoco usaron ninguna designación concreta; además, texto deriva del latín textus, 'trama', 'tejido', una etimología que viene como anillo al dedo— avanza, ya desde el principio y como es práctica frecuente en el autor, a través del relato orbicular, saturador y hechizante de planos-secuencia narrativos: extensos párrafos que rastrean un escenario relativamente estático o que siguen a los protagonistas, a través de las salas y los pasillos, en su deambular, alternando acción y descripción, siempre de la mano del escrupuloso narrador, usando los paréntesis, incluso anidados, para las aclaraciones con el fin de no violentar la sintaxis, omitiendo el punto y seguido, hasta que la llegada al punto donde se dirigían finaliza el desfile y corta el párrafo.
«El avión cuya partida habían esperado casi dos horas (después de haber esperado ya alrededor de una hora (lo que sumaba tres: como si la espera (de órdenes ocultas, anuladas por contraórdenes no menos ocultas, anuladas ellas mismas a su vez) formara parte, por así decirlo, constitutiva e intransgredible del programa establecido) en el vestíbulo del hotel de imperiales columnas, moqueta y sillones raídos, el autocar que debía transportarlos), en la sala de lujo del aeropuerto nocturno y desierto [...]) [...]»
En su tour por las diferentes manifestaciones políticas, sociales y culturales del imperio, los invitados acuden, a título de ejemplo, a un espectáculo de danza; la enumeración rutinaria de sus actividades queda reforzada mediante el recurso a una prosa convencional, aliteraria, formularia, que alcanza el tono más oficialista cuando la profusión de paréntesis intenta cubrir todas las posibilidades de interpretación para eludir la posibilidad de conclusiones alternativas a la versión oficial.
«Y ahora (hacía poco más de un año que el presidente secretario general había sido enterrado, que todas las televisiones del mundo habían transmitido (la del país y las de los países vecinos, vasallos o más o menos sometidos, desde el principio hasta el final) las imágenes de la interminable ceremonia, que millones de hombres y mujeres fascinados o curiosos (o simplemente indiferentes, pronto fatigados, cambiando el canal) habían podido ver el último desfile , el féretro arrastrado a lo largo de un itinerario interminable bajo un cielo gris por las calles de la capital: un féretro abierto que dejaba asomar entre un montón de flores rojas un rostro fláccido, coronado de cabellos blancos, de los que a veces el viento levantaba un mechón, la carroza fúnebre rodeada por seis guardias (tres a cada lado) o mejor dicho seis gigantes, seis oficiales de élite capaces de lanzar violentamente muy arriba ante ellos, sin desfallecer y a lo largo de varios kilómetros, las piernas calzadas con botas y extendidas, rígidas, también ellos tan rígidos como autómatas, al lento son de la romántica marcha fúnebre cien veces repetida; hacía poco más de un año (pero parecía hacer mucho más) que la viuda se había inclinado (o mejor dicho, la habían ayudado a inclinarse, la habían sostenido, también ella muy vieja) sobre el rostro de ojos cerrados para besarlo por última vez y hacer sobre él la señal de la cruz, antes de que cerrasen el ataúd, las monótonas e interminables filas de soldados [...]) ... y ahora, sentado al extremo de aquella mesa [...]».
Los personajes, con independencia de su categoría o de su relevancia para cualquiera que no fuera ellos mismos, no tandan en ponerse en evidencia cuando son enfrentados a una situación extraña a sus parámetros o cuando no son aplicables las respuestas automáticas o las conductas estereotipadas que constituyen, descartado el ingenio o la originalidad, su única posibilidad de reacción: discursos vacíos pero pomposos, orgiásticos, patéticos que son entusiásticamente aplaudidos antes de que los intérpretes hayan terminado la traducción —uno no puede dejar de pensar en los maratonianos mítines del politburó, aplaudidos hasta la saciedad por la horda de parlamentarios puestos en pie; en todo caso, Simon se quejó durante toda la visita de los intérpretes—; instalación de primeras piedras de edificios que jamás serán construidos; bautizos con su nombre de árboles plantados en un erial. Irrelevancia y vacío disfrazados de transcendencia y profundidad; incomunicación e irrelevancia envueltos en ropajes de conexiones y excelencia; ritual y ceremonia. Todo ello, expuesto mediante una narración plana y uniforme, neutral e indiferente.
«Y ellos (los quince invitados) fueron recibidos por el consejo municipal, es decir, una veintena de anchas caras amarillas y redondas, de ojos oblicuos, estrangulados por sus corbatas, vestidos con trajes raídos, presididos por el alcande (un europeo todavía joven, delgado, de discreta elegancia, de nombre impronunciable, un comodín —el nombre— que permitía encontrar al propietario con igual naturalidad en el cargo de primer magistrado de una ciudad de Asia central de un millón de habitantes que en el de consejero del presidente de Estados Unidos o diputado de un departamento francés con mayoría reaccionaria)».
Narrativa vagabunda que deambula por los temas que deberían ser principales —aunque en esa consideración interviene, por más que sea involuntariamente, el empeño del lector—, pero que se desvía mediante aclaraciones triviales, se divide en circunloquios infinitos, abre y cierra —o solo abre, dejando la narración en un incómodo suspense— razonamientos, y acaba diluyéndose en inútiles ramificaciones que reflejan e imitan, como en una imagen más allá del espejo , la insustancialidad y afectación de los discursos oficiales que salpican —y que parecen ser el precio a pagar por la magnificencia de la invitación— la visita de los extranjeros.
«[...] tan vieja, fantasmagórica, una rutina en el centro del escenario vacío, polvoriento, también ella convirtiéndose en polvo, grisácea, de pie allí, extenuada, grandes ojeras de carbón en torno de los ojos, aceptando los cumplidos con una sonrida confusa, abrumada, dándoles las ghracias, sujetando en el brazo uno de los ramos de flores ya marchitas...».
Nota: el código de colores en las citas intenta reflejar los distintos niveles de narración.
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