20 de febrero de 2023

Las Geórgicas

 

Las Geórgicas. Claude Simon. Seix Barral, 1985
Traducción de J. Escué Porta

Las Geórgicas (Les Géorgiques, 1981) es, probablemente, la obra más representativa del universo literario de Claude Simon y la que ha sido considerada por la crítica como su novela más valiosa.

La obra se estructura, en su parte argumental, a través de una doble organización triangular, cada una de ellas con un elemento principal y lo que, tal vez, podría considerarse un elemento externo al triángulo pero que es el que le da sentido. En cuanto a los escenarios, la tríada la conformarían tres campos de batalla: los de la Revolución Francesa y primeros años del Bonapartismo; los de la guerra civil española, en especial Cataluña y, en concreto, la ciudad de Barcelona; y, finalmente, los de la IIGM; en este caso, el elemento externo es la hacienda rural —que el propietario convertiría en castillo y que decaería, con el tiempo, hasta convertirse en una irrelevante granja— de Jean-Pierre Lacombe-Saint Michel, el general miembro de la Convención y partícipe en las campañas napoleónicas. En cuanto a los personajes, los tres elementos principales, correspondientes a los tres escenarios citados, serían: el mencionado Jean-Pierre Lacombe-Saint Michel —abreviado LSM—, que sostiene el papel principal; un cierto periodista inglés que se alista en las milicias populares —abreviado como O., es decir, George Orwell—; y, finalmente, la última representante de la familia Lacombe-Saint Michel, un personaje entrañable que compendia toda la historia familiar; como elemento complementario, el narrador incógnito que indaga en la historia familiar que, teniendo en cuenta el nivel de parentesco, no puede ser otro que el propio Claude Simon. Todos estos elementos, que se hallan entremezclados a lo largo de toda la obra, se distinguen y, a la vez, se fusionan, mediante nexos de diferente intensidad entre los escenarios y con diversos grados de implicación en la acción: los propios protagonistas, debido a las relaciones que los unen; los escenarios mismos, como las situaciones bélicas, en especial, la retirada que compone el escenario protagonista de La Ruta de Flandes, y el castillo familiar, pero también mediante otros vínculos circunstanciales, no implicados directamente en la acción, como puede ser, por ejemplo,  una sesión de ópera. A pesar de esa mescolanza, se pueden distinguir cinco escenarios principales, que coinciden, ahora sí, con el fraccionamiento en capítulos:  (1) LSM, las guerras napoleónicas; (2) Campo de batalla de la IIGM; (3) LSM, las ruinas del castillo familiar; (4) Orwell en la guerra civil española; y (5) La decadencia física de LSM, fallecimiento y conclusión.

«El bando de cornejas se aleja poco a poco. En realidad se descompone en una multitud de bandos que giran sin relación aparente unos con otros de forma que el enjambre negro está animado por un doble movimiento: el que lo aleja lentamente y, dentro de él, una gran cantidad de revoloteos, de vueltas atrás, de círculos descritos en planos verticales u oblicuos con la impresión de un desorden que no influye sin embargo en absoluto en el desplazamiento global, los rezagados se reúnen con el grupo a toda prisa mientras empiezan otros a dar vueltas como una serie de relevos. La huella luminosa grabada en la retina por el rectángulo del cuadro abierto disminuye de tamaño a la vez que cambia de color, ahora es de un verde de jade sobre fondo pardo».

De los múltiples elementos accesorios que conforman esa red que teje el autor, cabe llamar la atención, en primer lugar, sobre el papel de Barcelona. LSM fue gobernador militar, nombrado por Napoleón, de la ciudad en 1810, durante la ocupación; en 1937, Orwell se trasladó a la capital catalana —donde, según parece, estuvo a punto de ser asesinado—, en principio, como corresponsal de guerra, para alistarse posteriormente como miliciano en las filas del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM); el mismo Claude Simon se trasladó a la ciudad en 1936 con la intención de luchar también en el bando republicano, y fruto de esa experiencia escribió algunos de sus libros más celebrados, como Le Palace (1962) y Le Jardin des Plantes (1997).

«El otoño es la estación de los estorninos. Agrupados a cientos, forman unas nubes de puntos que aparecen y desaparecen según el movimiento rápido de sus alas. Contrariamente también a las cornejas todos obedecen a un mismo movimiento coherente, aunque con cambios de dirección, disminución o aceleración de velocidad imprevisibles. La nube es más oscura cuando se condensa, casi negra, y se hace más clara cuando se alarga, cuando se precipita en una u otra dirección; a veces, en cambio, se queda como suspendida en un punto, inmóvil, numerosa y, por así decir, intermitente. Sucesivamente disminuye de volumen, se concentra, aparece de pronto como punta de lanza, estirándose en fajas, como limaduras de hierro atraídas por un imán que se desplazara por el cielo, subiendo y bajando, describiendo amplias espirales, agitada por un incesante y minúsculo movimiento interior».

En cuanto al título de la novela, la referencia a Virgilio queda justificada por la importancia que presta al paso de las estaciones y al ciclo rural de siembra, cuidados, recogida de frutos y elaboración de productos agrícolas, diríase que la principal de las preocupaciones de LSM en sus campañas bélicas en el extranjero, si hay que hacer caso a las constantes comunicaciones escritas que mantiene con Batti, la encargada de organizar y mantener la heredad —y uno de los personajes secundarios más extraordinarios y rotundos de la obra—.

«Tampoco hacía viento. Como si el frío hubiera helado o mejor solidificado al aire mismo en su sitio, como si por alguna operación química las partículas invisibles que lo componían se hubieran cuajado todas juntas formando un bloque transparente, luminoso, en el que ascendía vertical, rápido al principio, girando luego, enrrollándose en sí mismo, el humo no de la hoguera sino de las brasas de las que saltaban con un ruido de chisporroteos las llamas salvajes surgidas primero de algunas ramitas, de algunas ramas secas amontonadas, luego nutridas, alimentadas con árboles enteros, jóvenes abedules, hayas del grosor de un brazo, apilados, amontonados, entrecruzados sus ramos en una gigantesca pira como si se vengaran los hombres de servicio, como un reto, como si quisieran compensar con una especie de auto de fe demencial lo que tenía de demente el frío mismo, proyectados, como fuera de la Historia, o entregados a algo que se situaba más allá de toda mesura».

Finalmente, dos observaciones referentes a la disposición física: en primer lugar, el libro alterna dos modalidades de tipos de letra cuando, en un mismo capítulo, coinciden varios escenarios; por lo común, normal para las escenas principales e itálica para las escenas secundarias o de referencia, aunque esta parcelación se ejecuta mediante distintas atribuciones de preponderancia en cada capítulo. Algunos fragmentos, asimismo, no siguen las reglas usuales de puntuación, un método de alteración de la sintaxis que Simon utiliza de forma habitual en sus escritos.

«En el cuarto donde terminaban de vestirse los jinetes entraba el hombre de servicio cargado de cantimploras con café hirviente, trayendo consigo de fuera como un aura la capa de aire helado que irradiaba su cuerpo, mientras soltando un torrente de reniegos, echando pestes contra el hedor de la instancia, iba vengativamente a la ventana y pese a las protestas furibundas la abría violentamente, precipitándose dentro el terrorífico invierno, centelleante, negro y blanco, como el contenido de una caja de esas de cuero oscuro que abre un joyero, revelando de pronto el implacable y glacial brillo de las piedras preciosas, como una apoteosis mineral, el último y triunfante avatar del carbono, de los bosques sepultados desde miles y miles de años, esparciendo su cortante olor a éter, como esos perfumes embriagadores y costosos que se exhalan de las flores, de los ramos acumulados en las habitaciones mortuorias y que parecen las emanaciones mismas, sutiles y macabras, de esos bloques de nieve carbónica dispuestos contra los cuerpos de los difuntos preservados unas horas aún antes de ser abandonados a los gusanos y a la descomposición».

En uno de los primeros episodios de Las Geórgicas, mientras LSM está en campaña en la guerra de los Chuanes, mediante una elipsis extrema que une el comienzo de la acción con el final, esta se  traslada al siglo XX para poner en evidencia la decadencia social —la familia ha perdido su lustroso nombre—, económica —el dinero acumulado por el prócer hace tiempo que escasea—, de influencia —los integrantes han dejado de formar parte de la clase dominante—; la estirpe se disuelve en ramas secundarias cuyos intereses ya no son los iniciales, perdidas en intrigas triviales sin ninguna  posibilidad de provecho, y el apellido se disuelve tras generaciones de segundones, los bienes se van desgajando y perdiendo valor, hasta llegar a la última representante del linaje, tras la cual la familia puede darse por extinguida. Simon pone en marcha sus juegos de espejos, un recurso que utilizará a lo largo de la novela, y examina la decadencia del castillo como reflejo de la decadencia de la familia; el oropel transformado en polvo porque el pasado no nos debe nada y porque el tiempo se transforma en un juez inclemente y puede que ni siquiera acepte nuestro deseo de expiación. 

[P. 152]: «Como si (aunque también dijo tío Carlos más tarde que probablemente lo había olvidado por completo —ella que confundía a veces los nombres de sus propios nietos—, admitiendo que hubiera sabido algo más que lo contenido en aquella carta bien plegada (quizá olvidada también) escondida en el doble fondo de su joyero, contenido que era, a su vez, una pregunta sin respuesta, y que aquel empapelar a toda costa no correspondía en ella sino a esa tenaz obstinación de los ancianos en mantener las cosas en el mismo estado en que las han conocido siempre)... como si se considerara, pues, solidaria, ligada por una obligación más fuerte incluso que sus convicciones morales, algún cordón nutricio y umbilical (cuyas etapas venían constituidas por los tres orgasmos, las tres eyaculaciones de semen masculino, a través de las cuales se había conservado el apellido hasta ella), a aquel en cuya memoria ostentaba a modo de sello, de reliquia, la impúdica bailarina pompeyana, el obsesivo antepasado por quien parecía llevar luto (vergüenza) no ya por su propia cuenta sino para la familia entera».

Una decadencia que, por otra parte, en este caso en términos físicos, tiene su imagen especular en el desolado campo de batalla de la IIGM; la misma soledad, la misma devastación, la misma negligencia, como si los soldados que vagan, extraviados, a través de los inhóspitos campos en los que la batalla la labrado su rúbrica  o vegetan en los aciagos campos de prisioneros —que pueden llegar a ser más apetecibles que el campo libre, en los que se paga gustosamente con la libertad a cambio de la seguridad de no estar en el frente—, fueran también conscientes, como la vieja aristócrata, de ser los últimos ejemplares de una especie en extinción —atención al único vestigio del potentado LSM: un busto de mármol macizo, cuyo fin es ser vendido a peso—. Queda claro, pues, el recurso a la antítesis mediante esas imágenes especulares: construcción y proveimiento del castilllo contra las ruinas del mismo; los efectos del paso del tiempo, la comparación de la etapa de construcción y la de destrucción, irremediable. La mano del hombre contra la mano del tiempo. Las guerras napoleónicas siguen su curso hacia la gloria y la heredad se sume en la ruina. La guerra y la paz.

Sin embargo, formalmente, Simon no establece ninguna preponderancia temporal —ni, naturalmente, juzga a sus personajes, pero esto ya se da por descontado (aunque con una excepción que mencionaré a continuación)—, no busca ningún pasado que justifique los hechos que acaecerán posteriormente ni inventa ningún futuro que recoja los frutos sembrados en un irreformable pretérito; todos los planos temporales en los que se desarrolla la acción transcurren en un inusitado presente continuo constituido por hechos presumiblemente aislados cuyas conexiones, si las hubiere, corren por cuenta del lector.

«Y con ella fue como si todo cuanto subsistía aún de un pasado confuso, de un fragmento vivo de Historia (aun en la memoria insegura de un cerebro envejecido), hubiese sido borrado, abolido, la inmensa casa mayor todavía, más vacía, de manera que ahora, privada de aquella que en cierto sentido la justificaba con su presencia, y aunque seguían en pie sus paredes, más o menos impermeable su techumbre, no dispersados aún sus muebles, parecía ir a juntase ya, en un mundo desaparecido, con los viejos restos de piedras abandonadas, como si se alejara, aspirada a toda velocidad, decreciendo vertiginosamente según se deslizaba por las invisibles líneas de fuga, con el deslumbrante salón de raídos brocados, amarillentos cortinajes, paredes manchadas de moho, iluminado una vez al mes, reuniendo a los supervivientes enlutados de alguna catástrofe colectiva, semejantes a esos personajes a escala abusivamente reducida que pueden verse al pie de los monumentos de la antigüedad, haciéndose más pequeños aún».

El estilo —"difícil", "aburrido", "ilegible" o "confuso" los adjetivos que Simon se otorga a sí mismo en el discurso del Nobel— cuya máxima expresión es La Ruta de Flandes , se ha depurado; el lector puede hacerse cargo con más facilidad de lo que Simon cuenta que en aquella ocasión; también las descripciones parecen obviar en mayor medida lo accesorioi y circunstancial para centrarse en lo fundamental, para que no se extravíe el foco —siempre personal, a menudo sorprendente— que rige la narración.

«[...] más tarde, tuvo que interrumpirse otra vez, permanecer un momento ante la hoja de papel, meditabundo y receloso, las cejas fruncidas, el semblante ligeramente crispado, no por el recuerdo de lo que imntentaba contar, sino por la dificultad de contarlo, de hacer creíble también aquello, vacilando, parecido a alguien que hablase con voz sorda, pensativa, mirando con fijeza el vacío y deteniéndose de pronto (un hombre contando la pasión que sintió por una mujer sabiendo muy bien que nadie más que él puede comprenderla, previendo la sorpresa reprimida, el asentimiento cortés, estupefacto, del confidente a quien enseñará la fotografía), y decidiéndose al fin, soltando la palabra imposible de hacer aceptar, aun siendo la única que traducía lo intraducible, formando una a una en el papel, lentamente, las letras que la componían, escribiendo que aquella época había sido como un "hechizo"...».
Uno de los episodios, que ocupa por entero un capítulo, es la estancia de George Orwell como turista en Barcelona; el narrador abandona la aparente equidistancia de la que hace gala a lo largo de la obra, y adopta el punto de vista del escritor.

«[...] cuando les parecía que era bastante tarde (o sea, cuando había recobrado su ritmo normal la animación callejera), se salían de su refugio, no sin antes examinarse uno a otro meticulosamente, quitándose las briznas de hierba, las huellas de barro o de cascote, desenpolvando largamente y alisando lo mejor que podían su ropa hasta que, con sus pantalones de franela y las americanas de cheviot que se habían puesto en vez del peligrosom pantalón miliciano de pana y la peligrosa cazadora, adquirían más o menos la apariencia de inofensivos turistas —o corresponsales de prensa—, tal vez demasiado atezadas sus caras y las manos demasiado callosas para auténticos turistas (aunque, en última instancia, podían argüir que el bronceado de su cutis se debía a los baños de sol que tomaban en una de las playas próximas)».

La visión de Simon no es demasiado favorable a Orwell, emplea una cierta ironía tanto en boca del narrador como en las intervenciones indirectas del personaje. El intento de Orwell de relatar sus experiencias en la guerra civil española y la imposibilidad de lograrlo, es la forma que toma la justificación de Simon para su apuesta formal como alternativa a aquella imposibilidad:

[P. 240]: «En realidad, según vaya escribiendo, no cesará de crecer su malestar. Al final, la imagen que da es la de un hombre empeñado, con una perseverancia triste e inasequible al desaliento, en leer y releer las indicaciones sobre el uso y montaje de un mecanismo perfeccionado, sin poder resignarse a admitir que las piezas sueltas que le han vendido y que sucesivamente trata de ensamblar, rechaza y vuelve a coger, no pueden adaptarse entre sí, ni para formar la máquina descrita en el texto del catálogo, ni con toda seguridad ninguna otra máquina, salvo un conjunto chirriante de engranajes que no sirven para nada, si no es para destruir y matar, antes de descomponerse y destruirse a sí mismo».

Este capítulo incluye una magistral descripción de Barcelona en plena guerra civil bajo el punto de vista de un periodista inglés —exageradamente inglés—, en una de las pocas ocasiones en que Simon adopta el punto de vista de uno de sus personajes, tal vez por tratarse de un protagonista conocido, que pasea su estupor por una ciudad en proceso de devastación, y cuya mirada no elude una explícita censura, que alcanza tanto a su conducta como al relato que redactará posteriormente de ella, por situarse en un plano superior —el de la civilización británica, con los prejuicios derivados de su clase y su educación—, más allá del bien y del mal, que acabaría en un irrazonable alistamiento en un batallón antifascista, la culminación de un concepto romántico de la guerra, tan erróneo como  improcedente, pero válido y justificado por su egolatría, y de la probabilidad de la propia muerte muy próximo, si no idéntico, al de otro escritor británico alistado también como partisano en una guerra extranjera un siglo antes. 

«[...] su aventura (o más bien la aventura que intentaba contar ahora) era parecida a una de esas novelas cuyo narrador que dirigía la investigación fuera no el asesino, como en ciertas versiones sofisticadas, sino el propio muerto, sumiendo al lector en un mar de detalles ociosos cuya acumulación le sirve para disimular el eslabón oculto de la cadena, la información que falta, encargándose del resto la historia misma, superando con su graciosa perversidada aquellos autores que se divierten confundiendo al lector, atribuyendo varios nombres al mismo personaje o, inversamente, dando el mismo nombre a personajes diversos, y, como siempre, obrando (la Historia) con su tremenda desmesura, su increíble y pesado humor».

Otro episodio central y satisfactoriamente resuelto es el referente a la decadencia física de LSM. La Historia no debe nada a sus héroes; corre como un caballo desbocado hacia un futuro incierto abandonando en el camino a aquellos gracias a los cuales avanza. LSM ha cumplido ya su papel y ahora, inútil, no hace ya más que vegetar entre la decadencia personal y recoger todo el odio que ha sembrado a lo largo de los años, sea en el plano militar, el político o el familiar. Perdido el poder, los residuos desagregados no pueden conservar la solidez, y el gran hombre y todo lo que llevaba asociado se desmigaja para siempre ante sus propios ojos. El excitante olor a pólvora es sustituido por la pestilencia de los cadáveres; los efluvios de caros perfumes por el hedor de la vejez; los vítores victoriosos por un eco que se extingue, lejano e indiscernible; una marea que se retira abandonando en la playa la mezcla de detritos orgánicos y de restos de olvidados naufragios.

«[...] como si pasadas apenas las barreras entre los fielatos de arquitectura severa, con sus pesadas columnas entrecortadas con cubos, su friso de danzarinas de ligeras clemátides, hubiera penetrado bruscamente no en el interior de una ciudad sino de una especie de campo tapiado, de pudridero en el que en medio de un pestilente olor a sangre podrida se enfrentaban ahora, se mataban o más bien acaban de matarse, extenuados, furibundos, terriblemente envejecidos, reducidos al estado de paródicos fantasmas, de caricaturas de sí mismos, los últimos representantes de lo que había constituido antes como un club, un círculo cerrado con unos estatutos fundados no en la fortuna o en la nobleza sino en la inteligencia, la generosdidad, el valor, los supervivientes irreconocibles (y eso que los conocía casi a todos por sus nombres de pila y los tuteaba), cada día menos numerosos, cogidos en el cepo, prisioneros de una especie de laberinto en cuyas salidas hubiera echado el cerrojo alguien (algún empleado del círculo, algún ujier cruel y bromista, el encargado del baño turco quizá...), titubeando, despavoridos, semejantes a gente bebida, apoyándose en las paredes rezumantes, paralizados de miedo, de agotamiento, sobresaltándose con el ruido de unas pisadas, con la sombra de una sombra».

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