13 de febrero de 2023

La Ruta de Flandes

 

La Ruta de Flandes. Claude Simon. Editorial Lumen, 1985
Traducción de Oriol Durán

«De modo que Georges y Blum no intentaban reconstruir la historia día a día sino por así decirlo pedazo a pedazo (como la superficie de una mesa oscurecida por los barnices y la mugre que un restaurador levantaría a placas, ensayando, experimentando en pequeños pedazos distintas fórmulas de líquidos para limpiar».

La primera edición en castellano de La Ruta de Flandes (La Route des Flandres, 1960) fue publicada en 1967, pero hubo que esperar a 1985 para que viera la luz la versión íntegra y sin censurar; no se me ocurre qué vería de censurable la policía de la moral franquista, como no fuera la escena de sexo del tercer bloque —porque el mensaje antibelicista y de rebelión contra los mandos militares seguro, teniendo en cuenta la inteligencia de los censores, que o se les pasó por alto o no lo consideraron tan peligroso como la escena mencionada— . Después de unas obras primerizas, eminentemente autobiográficas y estilísticamente canónicas —aunque se adivina en ellas el germen que fructificaría con posterioridad en sus obras mayores—, Simon, en una fecha tan temprana como 1960, rompe con los lugares comunes de la novela usual con este texto —el séptimo publicado, quince años después de su debut con Le Tricheur— en el que, sin obviar claras referencias relativas a su experiencia bélica como soldado, prisionero y evadido en la IIGM, expone el tratamiento estilístico y formal por el que será ampliamente reconocido en su país, incluido —aunque a regañadientes por el propio interesado— en el movimiento literario del nouveau roman, y en el mundo entero con la concesión del Premio Nobel de Literatura en 1985.

«Liberado pues, librado, relevado por así decirlo de sus obligaciones militares a partir del momento en que el efectivo de su escuadrón había quedado reducido a nosotros cuatro (su escuadrón mismo era más o menos lo que había quedado del regimiento entero, quizás con algunos jinetes a pie perdidos aquí y allá por el paisaje), lo que no le impedía mantenerse siempre erguido y tieso sobre su silla de montar tan erguido y tan tieso como si estuviese desfilando en la revista del catorce de julio y no en plena retirada más bien desastre, en medio de esta especie de descomposición de todo, como si no ya un ejército sino el mundo entero y no solamente en su realidad física sino incluso en la representación que de él puede hacerse la mente (pero quizás también influía la falta de sueño, el hecho de que desde hacía diez días prácticamente solo habíamos dormido a caballo) estuviera a punto de despellejarse y descomponerse, de hacerse en pedazos en agua en nada».

Un oscuro episodio bélico —en cualquier caso, una derrota, que formó parte de la debacle del ejército francés en 1940—, del que solo se nos informa tangencialmente, ha provocado la aniquilación del escuadrón en el que sirve Georges, el ocasional narrador; este, que se ha salvado de la catástrofe, emprende la huida del campo de batalla junto a los pocos supervivientes, antes de ser apresado por el enemigo y recluido en un campo de concentración del que logrará evadirse. 

«Sus voces destacaban sobre, o más bien a través de, la lluvia gris, continua, paciente (como el múltiple y secreto cuscurreo de invisibles insectos que devoran insensiblemente las casas, los árboles, la tierra entera) los estribos y los frenos tintineando a veces con un sonido claro. Simplemente, soldados sus voces cansadas monótonas se elevan también una tras otra, se entremezclan, se enfrentan, pero tal como hablan los soldados, es decir tal como duermen o comen, con esta especie de paciencia de pasividad de aburrimiento como si estuvieran obligados a inventar artificiales motivos de disputa o simplemente razones de hablar».

Pero la muerte de su capitán, el verdadero acontecimiento central de la novela, inspirado por el suicidio real del general de la Houllière, sobre la que existen numerosas dudas acerca de si fue por propia mano o consecuencia de un accidente —cuando alguien muere de un disparo de su propia pistola, si se ha disparado voluntariamente, hay historia; si la pistola se ha disparado accidentalmente, por ejemplo, mientras la limpiaba, el episodio termina ahí, no hay historia—, se ha convertido en una obsesión para Georges que, ayudado por Blum, compañero de cautiverio, y de Iglésia, antiguo empleado del capitán, intentará averiguar lo que sucedió en realidad.

«Comprendí esto, comprendí que todo lo que buscaba, esperaba, desde hacía un momento era hacerse matar, y no solo cuando le vi permanecer allí erguido sobre su caballo parado bien expuesto en el mismo centro de la carretera, sin apenas tomarse la molestia de hacerlo avanzar hasta debajo de un manzano, y ese pequeño imbécil de subteniente que se creía obligado a actuar como él, imaginando sin duda que se trataba del último chic del non plus ultra de la elegancia y del buen tono para un oficial de caballería, sin sospechar ni un instante las verdaderas razones que impulsaban al otro a hacer  esto es decir que no se trataba ni de honor ni de valor ni mucho menos de elegancia sino de un asunto puramente personal e incluso no entre él y ella sino entre él y él».

La muerte, pues, sea la imagen estática del desolado campo de batalla después del enfrentamiento, o sea su antecedente dinámico inmediato, el fragor de la batalla, el caos de la soldadesca o el galope de los caballos, es uno de los centros, tal vez el más explícito, alrededor del cual se estructura la búsqueda de Georges y, a la vez, la novela de Simon. 

«Y entonces estaría muerto de verdad, y si el centinela era el más rápido no tendría ni tiempo de levantarse, de modo que estaría en este mismo lugar, y nada habría cambiado excepto que no estaría exactamente en la misma posición puesto que habría intentado coger el fusil y apuntar, y esto era todo, pues en definitiva continuaría siendo la misma tranquila y cálida tarde de mayo con su verde olor a hierba y la ligera humedad azulada que comenzaba a caer sobre los huertos y los jardines: solo habría habido uno o dos disparos como se oyen en septiembre después de levantar la veda por la tarde, cuando después del trabajo un campesino o un muchacho ha cogido al azar un fusil y ha decidido dar una vueltecita por aquel lugar donde el otro día levantó aquella liebre y esta vez la liebre ha acudido a la cita y él ha disparado, con la diferencia de que a Georges nadie lo cogería para llevárselo por las orejas sino que se quedaría allí para siempre, en el mismo lugar, completa y definitivamente inmóvil [...]».

Pero el texto se encuadra en otros sistemas de coordenadas tal vez menos evidentes pero no por ello menos determinantes, uno de los cuales es el tiempo. Primero como magnitud absoluta, como aquel marco fijo que transcurre con independencia de todo aquello que envuelve; que no ordena, sino que confunde porque su transcurrir no tiene ni un antes ni un después, ni un principio ni un fin, solo un eterno presente continuo que desvanece toda referencia temporal convirtiendo la existencia en una negra noche a la que ninguna luz es capaz de alumbrar, en una sucesión de circunstancias sin conexión causal, conectadas únicamente por la ausencia de leyes que rige el azar. 

«(no pueden ver la lluvia, solamente oírla, adivinarla murmurando, silenciosa, paciente, insidiosa en la noche oscura de la guerra, goteando por todas partes encima de ellos, en torno a ellos, bajo ellos, como si los árboles invisibles, el valle invisible, las colinas invisibles, el mundo entero invisible se disolviese poco a poco, se deshiciera en pedazos, en agua, en nada, en oscuridad helada y líquida, las dos voces falsamenbte seguras, falsamente sarcásticas, levantándose, forzadas, como si quisieran agarrarse a ellas mismas y esperasen conjurar por medio de ellas esta especie de sortilegio, de licuefacción, de debacle, de desastre ciego, paciente, sin fin, las voces gritan en ese momento, como las de dos muchachos fanfarrones que intentan darse ánimos:)».

Pero también como lapso de duración que contiene hechos que empiezan en el presente —mejor dicho, en lo que parece el presente—; que, de pronto, no tanto por su semejanza, sino por su propia naturaleza, siguen en un pasado, datado con concreción o indeterminado, aparecen y desaparecen en el continuo temporal en cada ocasión en que se revela esa especie de nexo, no reproduciéndose, sino completándose, como si la cadena causal fuera substituida por la generación de enlaces temporales que provocaran la misma función de nexo que aquella.

«George sin conseguir comprender hasta entonces lo que gritaba la voz (es decir lo que había gritado, pues ahora ya gritaba otra cosa, de modo que cuando él contestó lo hizo como con un desfase, como si lo que el otro gritaba tardara un momento en llegar hasta él, en atravesar las espesuras de fatiga), oyendo su propia voz que surgía (o mejor era impulsada penosamente fuera de él) enronquecida, rugosa, marrón oscuro, y gritando él también, como si a todos les fuera necesario aullar para conseguir hacerse oír, aunque estuviertan a unos metros (y a un momento, o ni siquiera esto) el uno del otro y aunque no hubiera más ruidos que unos lejanos cañonazos. Porque sin duda el tipo se había puesto a gritar desde que los había visto, había gritado mientras bajaba corriendo los peldaños de la casa, y había continuado aún sin darse cuenta de que cada vez era menos necesario a medida que se aproximaba a ellos».

El otro sistema es, ciertamente, el espacio. La composición de las escenas no se basa en el lugar —el escenario donde sucede un hecho—, al igual que no se justificaba en el tiempo —la sucesión de instantes—, sino en circunstancias cuyo nexo es oscilante. 

«El rostro de Blum era como una máscara gris cuando George se volvió, como una hoja de papel rasgada con dos agujeros por ojos, la boca también gris. George continuaba aún la frase que había comenzado o más bien escuchaba cómo su voz la continuaba (sin duda, algo así como: Oye dime has visto a esa chica, ella...), luego la voz cesaba, los labios quizás continuaban moviéndose en el silencio, luego también dejaban de moverse cuando él miraba su rostro de papel. Y Blum (se había quitado el casco y ahora su estrecha cara de niña parecía más estrecha entre las orejas despegadas, no mucho mayor que un puño, encima del cuello de niña que surgía del cuello tieso y mojado del abrigo como de un caparazón, desdichado, triste, femenino, muerto) decía: "¿Qué chica?", y George: "¿Quién?... ¿Qué te pasa?"».

Este hecho requiere una lectura extraordinariamente atenta, tensionada, porque los cambios de escena, al no regirse por las reglas usuales —tiempo y espacio—, no siempre son evidentes, pero también porque, a menudo, la reubicación puede tardar varias páginas en ser percibida —o no se llega a percibir nunca, en cuyo caso no queda más remedio que perseverar, aunque sea infructuosamente—; ni que decir tiene el placer, la satisfacción, que experimenta el lector al descubrir alguno de esos nexos oscuros, aunque sea páginas más adelante de lo que debería haber sido.

«Quizás un sillón, una mesa por el suelo, y los vestidos, como los de un amante impaciente, apresuradamente, febrilmente arrancados, tirados, esparcidos por todas partes, y este cuerpo de hombre de complexión delicada, casi femenina, yaciendo, inmenso e indecoroso, las sombras en movimiento de la vela jugueteando sobre su piel blanca y transparente, marfileña o mejor azulada, con este zarzal en el centro, esta espesura, esta mancha oscura, difuminada, y el frágil sexo de estatua caído diagonalmente sobre lo alto del muslo (el cuerpo, al caer, se había inclinado ligeramente hacia la izuierda), el cuadro entero emanando no se sabía qué de confusión, de equívoco, de húmedo y helado a la vez, de fascinante y repugnante».

El texto acomete al lector, a estas alturas ya atónito, como una crecida súbita, a la que este intenta sobrevivir de forma primaria, sin comprender lo que está sucediendo; cuando aquella termina, el lector se ve obligado a interpretar los restos que ha dejado, sabiendo que su comprensión, por mucho que se esfuerce, solo será parcial, y que su interpretación tendrá que limitarse a las consecuencias, ya que la verdadera naturaleza del desbordamiento permanecerá oculta. Como en todas las obras de madurez de Simon, el reto para el lector consiste en interpretar los restos,. más o menos visibles, más o menos sólidos, que subyacen, no siempre permanentes, a su enigmática  escritura.

«Los tres allí pues (uno agachado, los otros dos al acecho), como tres vagabundos famélicos en uno de estos solares vacíos que encontramos en las proximidades de las ciudades, y ni rastro de soldados: revestidos con estos míseros pingos que son el lote de los guerreros vencidos, y no los suyos sino, como si el vendedor chistoso hubiera querido divertirse además a sus expensas, hundirlos aún más en su condición de vencidos, de residuos, de desperdicios (aunque sin duda no era ni siquiera esto: solo el lógico final de unas órdenes, de unas disposiciones quizás racionales en un principio, y demenciales en el estadio de la ejecución, como cada vez que un mecanismo de ejecución suficientemente rígido, como el ejército, o rápido como las revoluciones devuelve al hombre —un hombre en su estado primigenio, libre de esta flexibilidad que tiene su origen en una aplicación infiel, o en el tiempo— el reflejo exacto de su pensamiento al desnudo».

Para la novela estrictamente realista, no hay nada que distinga al jinete que cabalga, veloz y resuelto,  hacia el lugar donde se ubica lo más cruento de la batalla, del que escapa, a todo galope, cuando la derrota es inminente; nada diferencia al que se prepara para cometer un crimen, al que se propone ser un asesino, del que huye para no ser liquidado, el que no está dispuesto a ser la víctima: mismos elementos, mismo espacio, mismo tiempo. Lo que en esta situación intenta Simon es, neutralizando la descripción y reteniendo las circunstancias y las informaciones concluyentes, facilitar los datos imprescindibles para que el lector pueda —en el caso de que pueda— distinguir en cuál de las situaciones se encuentra el jinete.

«Yacíamos desunidos como dos muertos, intentando sin conseguirlo recuperar la respiración, como si el corazón intentara salir por la boca con el aire, muertos ambos, ensordecidos por el alboroto de nuestra sangre, que fluía, rugía en nuestros miembros, se precipitaba a través de las ramificaciones complicadas de nuestras arterias como, cómo se llama esto, macareo creo, todos los ríos se ponen a fluir en sentido inverso hacia sus fuentes, como si por un instante hubiésemos sido vaciados por completo, como si nuestra vida entera se hubiese precipitado con ruido de catarata hacia y fuera de nuestros vientres, arrancándose, extirpándose de nosotros, de mí, de mi soledad liberándose lanzándose al exterior manando sin fin inundándonos sin fin como si no hubiera fin como si nunca tuiviera que terminar (pero no era cierto): solo un instante, embriagados creyendo que era siempre, pero en realidad solo un instante, como cuando se sueña, y uno cree que pasan un montón de cosas y al abrir los ojos la aguja apenas se ha movido».

Unas dudas que el lector experimenta —¿a qué viene la carrera en el hipódromo? ¿Es una digresión provocada por la escena principal (a la que, por cierto, no hemos asistido): la carga de la caballería? ¿Por qué es uno de los escasos episodios que siguen las reglas canónicas de la novela realista, en un tiempo distinto del curso principal (aceptando que este exista o se manifieste), en los que coinciden algunos de los personajes centrales de la novela?—, fruto de las mismas dudas en las que se ve envuelto el narrador —¿estoy vivo o estoy muerto? ¿Qué se esconde, realmente, detrás de la cortina de la ventana con un pavo real estampado, que aparece a lo largo de la novela? ¿Quién es el cisne que se posa sobre esta Leda al otro lado de la ventana y quién el águila que le persigue?—.

«Y traqueteados sobre nuestras invisibles monturas habríamos podido creer que todo esto (el pueblo la granja la lechosa aparición de los gritos el cojo el adjunto la vieja loca, todo ese oscuro y ciego y trágico y banal embrollo de personajes declamando injuriándose amenazándose maldiciéndose tropezando en las tinieblas palpando hasta terminar de narices contra un obstáculo una máquina escondida en la oscuridad —y no puesta allí para ellos, ni siquiera especialmente dedicada a ellos— que les explota en plena cara dejándoles el tiempo preciso para entrever por última vez —y probablemente por primera vez— algo que se pareciera a una luz) que todo esto no había existido más que en nuestra mente: un sueño una ilusión mientras que en realidad quizá nunca habíamos dejado de cabalgar quizá habíamos cabalgado en la noche goteante y sin fin hablándonos sin vernos...».

Nota: las particularidades en la puntuación de los fragmentos citados provienen del original. 

BONUS TRACK

Vídeo de la conferencia L'art du langage: Autour de La Route des Flandres, de Claude Simon, pronunciada por Gérard Berthomieu en el Centre Pompidou, Bibliothèque Publique d'Information, en el ciclo L'art du langage et le pouvoir des mots.


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