El pasado 31 de diciembre se jubiló una compañera de trabajo, la de mayor edad -el siguiente en edad soy yo- y con más antigüedad, después de toda una vida -es decir, más de cuarenta años, que se dice pronto- trabajando en diversas librerías y con una profesionalidad a prueba de los requerimientos más exigentes. Tal vez debido a la edad o a las coincidencias en cuestiones profesionales, principalmente en puntos de vista con respecto a evolución y al futuro de las librerías, la verdad es que generamos una estimulante relación personal que sobrepasó todo aquello estrictamente relacionado con las cuestiones laborales y de gestión de nuestros respectivos cometidos laborales. Esta es una de las razones por las que su jubilación me ha dejado un mal sabor de boca porque, a pesar de que su puesto ha sido cubierto por una compañera con una profesionalidad a toda prueba, veo bastante difícil que pueda reproducirse la complicidad personal que logramos generar con la recién jubilada.
Pero todo esto son razones personales que, como es lógico -no es la primera persona que deja el trabajo, cualquier trabajo, y con la que mantuve una excelente relación personal-, no implican a nadie más que a ambos. Lo que me preocupa en realidad es el síntoma que subyace a la inevitable salida del mercado de trabajo por jubilación, por despido o por hartazgo, de un cierto tipo de libreros -y hablo de libreros, no de empresarios, que son otra cosa, con otros condicionantes y también otros requerimientos- que me parece que está en franca regresión: el librero, también lector, informado acerca de lo que vende; el que conoce los gustos de sus lectores o que es capaz de recomendar aquellos títulos, incluso a lectores desconocidos y no solo de los últimos libros aparecidos en el mercado, que tienen alta probabilidad de resultar adecuados a las apetencias lectoras de cada momento; el que no trabaja con el tiempo de atención tasado ni dentro de la librería ni fuera de ella, en plena calle, tomando un café o coincidiendo en un concierto, en horas laborables o festivas.
Por suerte para un número cada vez más reducido de lectores, quedan todavía, más en grandes ciudades que en pequeños pueblos, algunas librerías que permiten la supervivencia de ese tipo de libreros, pero “el mercado” -y otorgad el sentido que queráis a esas comillas- parece que demanda otro tipo de profesionales: activos, emprendedores, con “iniciativa” -ídem-, plurifuncionales, multitarea; en resumen, gestores más que tutores, vendedores más que prescriptores, generadores de proyectos más que iluminadores de ideas.
Son nuevas demandas de la sociedad, nos dicen, a las que hay que adaptarse y saber dar respuesta. Es decir, de lo que parece que se trata no es de preservar la profesionalidad que nos hace distinguibles de la multiplicidad de medios a través de los cuales se puede vender un libro, sino de entrar en competición directa con esos medios, intentar superarlos en libros vendidos por hora y no en el número de lectores satisfechos; de emular el irrisorio “si has comprado este te gustará este otro” en lugar de la prescripción personalizada fruto de la conversación; de ser más rápido en hacer llegar un libro a casa de lo que se tardaría acercándote a la librería y escogiéndolo tú mismo; de conocer al dedillo los últimos hype anunciados en televisión o escritos por personajes célebres o promocionados por irrazonables campañas mediáticas en lugar de manejar con soltura los títulos de fondo -esos que llevan a veces cien o doscientos años leyéndose sin interrupción-.
No tengo ni idea -y mi impresión es que nadie la tiene, son malos tiempos para las ideas, como decía más arriba- de a quién hay que cargar la culpa de ese proceso de despersonalización en la compra de un libro -un objeto, dicho sea de paso, tan personal-; yo diría que todos los implicados tenemos nuestra buena ración de actitudes censurables, empezando por ese conjunto de profesionales entre los que me incluyo, que tal vez hemos estado ciegos a propósito a los cambios acaecidos en nuestras sociedades y, particularmente, en las tipologías de los lectores; siguiendo por los empresarios que, en su afán de supervivencia, completamente lícito e incensurable, han dimitido en aquellos servicios menos rentables económicamente para sumarse al carro de la amazonización de sus librerías; y terminando por la vorágine publicadora de las editoriales empeñadas en inundar el mercado de títulos impresentables que no valen ni lo que cuesta el papel en el que están impresos. Lo que es seguro es que demasiada gente indocumentada se atreve a lanzar sus hipótesis, que se convierten en dictados cuando son asumidas por los poderes públicos y económicos, teniendo en cuenta que no padecerán las consecuencias de sus errores.
Pero yo diría, igual que en numerosos casos en que la responsabilidad se deriva, intencionadamente, hacia la sociedad -sin caer en la cuenta de que esta no es un ente abstracto e inidentificable, sino que la hacemos entre todos-, que la mayor responsabilidad está en manos de las personas tomadas individualmente, en este caso, de los lectores, que son los que deciden, cómodamente instalados en la cápsula de aislamiento de su sofá, dar tres clics -los entendidos dicen que solo pueden ser tres, que si son más el cliente se distrae- y esperar veinticuatro horas a que el libro llegue a casa, en lugar de acercarse a la librería, perder un rato mirando las mesas y las estanterías y consultando con el librero, y comprar o encargar -un libro raramente es cuestión de vida o muerte; otra cosa es que la dilación parece actuar negativamente contra el deseo inmediato- el libro que se ha escogido y empezar a leerlo de vuelta a casa o camino del trabajo.
Bueno, son los nuevos y mejores tiempos -“era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos. La edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero nada teníamos, íbamos directamente al cielo y nos perdíamos en sentido opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere tanto al bien como al mal, solo es aceptable la comparación en grado superlativo”-, tal vez, tiempos de rapidez, eficacia y capacidad de gestión, los que ponen en peligro de extinción a esa clase de libreros -y, a continuación a las propias librerías, no os quepa ninguna duda- de los que hablaba antes. Como los dinosaurios, desaparecemos aplastados por la caja de cartón sonriente que habrá sustituido al meteorito, embalada por el esclavo que tiene que mear en una botella de plástico porque no le conceden tiempo de ir al lavabo, llevada a la puerta de vuestra casa por el inmigrante explotado hasta la extenuación y recibida por un lector que, tras veinticuatro horas de espera y miles de páginas web anidadas y teledirigidas navegadas después, ya no recordará qué libro compró ayer.
Mi única satisfacción es que en la cola del paro, en la residencia de ancianos o en el yacimiento arqueológico, algunos elementos de la especie extinguida levantarán un momento la vista de su Pla, Cervantes, Dickens, Proust, Mann o Calvino, desaparecidos del mercado después del afianzamiento del monopolio editorial por parte de las grandes empresas tecnológicas, y esbozarán una leve sonrisa que alguno confundirá con un rictus de amargura o, tal vez los más nerds, con la que figura impresa en la omnipresente caja de cartón.
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