Diario íntimo. Henri-Frédéric Amiel. Editorial Renacimiento, 2019 Traducción y prólogo de Clara Campoamor |
Como en otros casos de literatura memorialística, siempre queda la duda de si su redacción estaba en su origen destinada a la publicación o debía permanecer inédito, y los efectos de esa decisión sobre la fidelidad o la veracidad del texto; en este caso, parece que la intención del autor, según propias declaraciones poco antes de su muerte, era que se hiciera público el contenido de su obra —que se convertiría, así, en una especie de "Memorias de ultratumba"—, Diario íntimo incluido. Esta tarea fue encomendada a Fanny Mercier, que aplicó una estricta censura por motivos morales —era una mujer muy religiosa—, pero los cuadernos originales fueron recuperados por Bernard Bouvier, quien llevó a cabo una nueva selección y la primera publicación como obra única.
Amiel da inicio a su diario en 1839, a los dieciocho años de edad, con un Diario de Juventud en el que registra hechos, relaciones y lecturas, pero también pretenciosas referencias a una vida interior menos rica de lo que pretende. Pero debido a la irrazonable duración del Diario en su integridad, Amiel va cambiando, con el paso del tiempo, su objetivo: comenzado como un suplemento de agenda y registrando sobre todo hechos, se va convirtiendo, de forma paulatina, en un testigo de sus ideas, pensamientos y preocupaciones, acentuando su carácter íntimo y personal, lo que él llama "experiencia interior" y "conciencia de mí" —conviene no olvidar que Amiel es el introductor en la lengua francesa del término inconsciente—, y que lo acerca a la tradición del moralismo cultivado por los escritores en su misma lengua desde un siglo antes.
Amiel combina a partes prácticamente iguales la autocensura por su omnipresente falta de voluntad con la autocondescendencia, todo ello mezclado con una encendida religiosidad en función de la cual se plantea los grandes temas de la existencia, en particular todo aquello que se relaciona con el sexo. Muestra también una insistente hipersensibilidad, tal vez impostada, y una evidente debilidad de carácter, de la que intenta sacar provecho en favor de su autoindulgencia. Radicalmente antiintelectualista, fía a la emoción y al sentimiento cualquier logro humanamente válido, y muestra un romanticismo exacerbado en las formas y en el fondo. Esta constante disonancia no le impide el convencimiento de estar destinado a una vida gris e irrelevante y de llevar a cabo propósitos de autosugestión como destinado a grandes sucesos. Dice sufrir —y se regodea en este sufrimiento— por culpas inventadas e ignora sus responsabilidades reales, cuyas carencias no asume. Es de tal magnitud la impostura que muestra en sus anotaciones que los fragmentos en los que habla del tiempo o de otras nimiedades se convierten en los más interesantes, en contraste con sus razonamientos manchados por el sectarismo y la beatería que parecen la actualización de los sofismas escolásticos, con desviación de las cuestiones solo hacia aquellas que puede responder; y cuando ni siquiera puede acudir a ese remedo de razonamiento, siempre puede echar mano del socorrido recurso del galimatías.
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