30 de diciembre de 2019

La ladrona de fruta

La ladrona de fruta. Peter Handke. Alianza Editorial, 2019.
Traducción de Anna Montané Forasté
«Así es. Así fue. Así habrá sido».
Alexia, la supuesta protagonista del título de la nueva novela de Peter Handke La ladrona de fruta, o Viaje de ida al interior del país (Die Obstdiebin, 2017), es la hija de la mujer que marchó a la Sierra de Gredos (La pérdida de la imagen o Por la Sierra de Gredos (Der Bildverlust oder Durch die Sierra de Gredos, 2002)) a buscarla después de creer que había huido de casa cuando en realidad se había escondido en la vecindad, disfrazada de chico, y que confesó al narrador que, cuando era joven, solía robar fruta. Por primera vez, el vínculo entre dos obras del austríaco es puesto en evidencia de forma tan explícita; pero esta característica no es la única que levanta la sospecha de que este texto, el último publicado en alemán y el primero traducido al castellano antes de la concesión del premio Nobel, pueda ser, a la vez, una nueva vuelta de tuerca en la producción novelística de Handke y la conclusión del gran ciclo que forman sus novelas más extensas.

A pesar de que Alexia es la heroína explícita de la historia, su relevancia depende y, con una frecuencia sospechosa, se muestra cuestionada por el intermediario, un narrador en busca de personaje, un protagonista que lleve implícita su historia y ante la que él se limita a reproducir la sucesión de hechos a los que llamará novela. Sin embargo, no es una búsqueda fácil, el narrador está sumido en un mar de dudas, no sabe por dónde empezar, titubea, se corrige, vuelve atrás —su intención de buscarla en otro departamento es solo una de las opciones posibles, pero es necesario ser cuidadoso porque toda elección conlleva el descarte del resto— porque no confía en que las implicaciones de su elección le dejen indemne. La ladrona de fruta, con una trama etérea y volátil, intermitente y accidentada por multitud de meandros como los ríos que aparecen en el texto, delimitando territorios y reforzando la sensación de movimiento —como gran parte de las obras más narrativas de Handke—, puede leerse también en esta clave: un narrador en busca de trama; sería, en este sentido, la reproducción del proceso mediante el cual un escritor —un contador de historias, al fin y al cabo— concibe, da forma y acaba dando luz a su novela.

«Y otra cosa: procura tener tiempos intermedios, tantos como sea posible. ¡Qué aliviado he suspirado yo y qué tranquilo he respirado cada vez que una historia dramática quedaba interrumpida con un "durante el tiempo intermedio"! Los tiempos intermedios obran en tu poder. ¡No dejes que te los quiten! En los tiempos intermedios, en los trechos intermedios, es entonces que ocurre eso, que sucede, que deviene, que es. Buscar, detenerse, gritar, correr; los bosques, los más pequeños, sobre todo estos, explorarlos; las carreteras principales, las ciudades, los pueblos, las aldeas, sobre todo estas, examinarlas meticulosamente, sí. Pero, en el tiempo intermedio, tomar el camino que pasa por detrás de los jardines, eso no puede hacer daño. En el tiempo intermedio, con detenimiento y, por qué no, durante horas, átate y desátate los zapatos, pon un pie delante del otro, no mires otra cosa que no sean las puntas de los zapatos, deja que tus pies te lleven».
La alusión a ese "tiempo intermedio" abre la puerta a un tratamiento muy personal del tiempo de la novela ya que en todo aquello que se refiere a Alexia parece anterior al tiempo del narrador; teniendo en cuenta ese décalage, la que este persigue no es Alexia sino su huella, el recuerdo que dejó en el paisaje, su presencia en el pasado. Tomando como referencia el epígrafe inicial de esta Nota de Lectura, «así es» representaría el tiempo del lector, en eterno presente; «así fue» el de la protagonista, la certificadora; y «así habrá sido» el del narrador, la voz interpuesta y, sin embargo, imprescindible. Pero La ladrona de fruta es también un viaje en el que cada lugar no es solamente el resultado del paso del tiempo a partir de su estado original sino también la suma no acumulativa de todos los estados intermedios, una especie de time lapse en el que las imágenes están presentes en su totalidad y de forma simultánea.

Pero Alexia es una ladrona peculiar: no sustrae por el simple hecho de delinquir —en realidad, ella aborrece del carácter delictivo del robo de fruta— ni porque tenga hambre; habitualmente, no se comía la fruta que robaba sino que la dejaba marchitarse y sacarse sin sacar ningún provecho de su latrocinio; tampoco se trata de ninguna misión ni desafío, a los que su predisposición en radicalmente contraria, sino, por así decirlo, para integrar la tierra, el paisaje —y los árboles y los frutos— en una cartografía particular, como quien delimita el territorio en función de las ciudades, de los ríos o de otros accidentes geográficos; se trataría, sencillamente, de seguir una ley que la naturaleza habría dictado para la aplicación a un solo individuo y que ella, la destinataria, no podría —ni pensaba— transgredir.
«Ladrón de fruta, ladrona de fruta: tenía que ser. Y de nuevo estaba claro: eso no quería decir que llevarse esas frutas ajenas, que no le pertenecían a uno, sucediera compulsivamente, fuera una enfermedad, y el afectado, un cleptómano. Tenía que ser, era, en lo que a ella respecta, algo natural, algo legítimo, algo bueno y bello, algo necesario y vivificante, y eso no únicamente referido a ella».
El texto incide también en otro lugar común de la literatura de Handke, el paisaje, elevado a la categoría de protagonista, en cuya morfología se inscribe la trama de un modo inseparable ya que condiciona, delimita y acompaña con esa cualidad y ofrece la sensación de que no funcionarían de modo aislado, la una sin el otro, que un cambio en el paisaje provocaría un cambio en la trama que la haría irreconocible; una correlación, en suma, parecida a la que se configura en la obra de otros escritores franceses unidos al paisaje como Pierre Bergounioux, pero también con otras obras del mismo Handke.
«Así ocurrió también en la terraza, Y, por último, la copa de vino o lo que fuera que al fin tenía delante la cambió, pasó de una invisibilidad, la del no ser percibida y no estar presente, a la invisibilidad que, a veces, era un estado bienvenido: mirar sin ser visto; percibir de otra manera precisamente porque uno se había vuelto imperceptible, no como alguien de fuera, escondido como un vigilante, un espía o, Dios nos libre, un detective; no perceptible por nadie en medio de la gente, siendo parte de esta, de la población». 
La vejez actúa sobre la conciencia de uno mismo marcando los hechos —igual si han sido objeto de repetición como si son nuevos, por estrenar— con un carácter indefinible de inevitabilidad terminal: es posible que eso que hemos hecho lo hayamos hecho por última vez; o, aún peor: esta es la última oportunidad para hacer eso que no hemos hecho nunca. Instalados en la rutina y con las facultades físicas, en el mejor de los casos, mermadas por el tiempo y ya irrecuperables, con la desidia de la quietud y el consuelo de la autocomplacencia —cuando no de la autocompasión—, nos debatimos entre la inacción y el desafío sin comprender que se trata de un dilema falso, de una trampa que nos tiende el instinto de conservación heredado, igual que el miedo o el sexo, de nuestros antepasados animales. Si se ha tenido la suerte de acumular el suficiente número de experiencias, es más fácil abandonar el confort de la pasividad sin preguntarse si ese viaje, en cualquiera de sus modalidades, será o no el último —en todo caso, la decisión de emprenderlo no debería tomarse en función de esa circunstancia, que lo falsearía al darle un motivo contaminante—, y no importa tanto el destino, si es el ansia de repetición el motivo que nos mueve o, por el contrario, el afán de descubrimiento, sino el hecho de emprenderlo. Siempre hay que hacer caso, y más cuando la vejez nos pisa los talones, a esa voz que nos sugiere ponernos en marcha, con las manos vacías y avidez en la mirada.

[El vuelo del águila, sereno, silencioso, extático, dueño de las alturas, contra el vuelo de la golondrina, hiperactivo, bullicioso, belicoso: ¿por qué llamamos a ambos pájaros, si su relación con el aire es tan distinta? ¿Acaso porque ambos pueden volar? ¿No simplificamos la realidad mediante esa uniformización? ¿Y qué sucede en el caso del ser humano?]


La capacidad modificadora del viaje no se limita al viajero —a veces, puede consistir en un movimiento intrascendente, como cuando este quiere acumular demasiado volumen de experiencias en su petate, pero representa un sobrepeso inútil que le impedirá avanzar y recoger todo aquello que le parezca interesante—, afecta también al espacio, a los espacios en sí mismos: el de destino, porque tiene que hacer lugar al que llega; y el de partida, porque contiene ahora un vacío irremplazable; incluso antes de marchar, el espacio se ve modificado, también a ojos del viajero, que puede percibir ya algunas consecuencias de su huida: esa es la razón de la última mirada antes de partir, que creemos teñida de nostalgia cuando de lo que se trata es de extrañamiento, y ese silencio que intuimos, que no es más que la anticipación de nuestra ausencia, una añoranza por lo que todavía se posee pero que, tras nuestra partida, vamos a perder.


[La despedida: ¿hasta siempre o para siempre? ¿Cuál de las dos opciones implica un regreso futuro y cuál una ausencia definitiva?]

«Una última mirada, de soslayo, a través de la puerta del jardín ya abierta de par en par, hacia la finca, la mía. ¿Mía? Un asco asociado con cansancio se apoderó de mí viendo toda aquella propiedad. Propiedad, eso era algo radicalmente distinto a lo propio de mí. O, dicho de otro modo: lo propio de mí no tenía nada que ver con aquellas cosas —así pensaba yo— que me pertenecían, con aquello sobre lo que yo tenía un derecho de propiedad. Lo propio de mí: ni me correspondía, ni yo podía apostar y confiar en eso. Y, no obstante, aunque de manera distinta a las posesiones, en cada caso había que conseguirlo, y también adquirirlo, andarlo, rodearlo».
Contra la idea de un proceso de recuerdo activado de forma voluntaria por el individuo y materializado mediante la actividad de una serie de neuronas de nuestro cerebro —una explicación científica absolutamente indiscutible—, reivindicar la opción de la memoria de los objetos, de su capacidad de mantener una existencia latente, ajena a nuestra conciencia, para invadirla en momentos puntuales e imponerse a la actividad cerebral para hacerse presentes en el momento adecuado, cobrando vida de nuevo, una vida sin ninguna conexión con la realidad inmediata pero con el poder de acotarla, de anotarla, incluso de modificarla sin ninguna intención utilitaria —acaso sin ninguna intención intelectual tampoco—, solo por pura intrusión, con la simple intención de hacerse presentes, de inmiscuirse en una realidad que apostata de la visible, medible y verificable.

¿Y si la huida del lugar habitual, ese en el que hemos ido dejando jirones de nuestro yo pegados a los objetos, impresos en las paredes y en los suelos, no es una verdadera huida? ¿Y si en ese lugar, librado de nuestra presencia física por nuestra marcha, permanece una copia, una réplica de nuestro yo en el momento de la partida que sigue disfrutando de existencia sin nosotros, una supervivencia que avanza en paralelo a la nuestra, y que solo vuelven a unificarse si acaso regresamos? Y si es así, ¿a quién pertenecen entonces los recuerdos? Más aún: ¿quién es yo?
«Yo, que tengo los ruidos de su barrer [del vecino] siempre en el oído, me acabo de dar cuenta de que lo que queda en la memoria, los sucesos que no solo son dignos de ser transmitidos, sino que, literalmente, piden y gritan ser contados y legados a otros, traspasan cualquier frontera entre pueblos, países o continentes; que estos sucesos, por lo general insignificantes, son muy distintos en cada parte del mundo y, al mismo tiempo —¿en todos los países soberanos? No, en los países, prescindiendo de los soberanos—, son los mismos».
[¿Qué trampa nos tiende la memoria cuando, al recordar las historias que nos contaron nuestros mayores cuando éramos niños, podemos recordar perfectamente en contenido pero somos incapaces de evocar la voz que las relataba? ¿Es debido a la fragilidad de aquello percibido por los sentidos contra la forteleza de lo que requiere procesamiento? ¿Acaso hemos dejado perder las ventajas adaptativas relacionadas con el sonido de la voz? Si la naturaleza es capaz de generar el eco, ¿por qué se nos ha hurtado a nosotros esa posibilidad?]

[La preponderancia  de la línea de llegada sobre la línea verdaderamente importante: la de salida. Es más interesante marchar que llegar; marchar abre la expectativa de un infinito abanico de posibilidades, incluso esa ficción llamada aventura; la llegada las cierra todas, solo deja huella en el recuerdo, una huella falsa, manipulable, volátil.]

Si la transformación de un objeto, aun conservando la función por la que fue creado, puede llegar a hacerlo irreconocible, qué no sucederá con un ser humano, aunque su transformación se deba solo al paso del tiempo. ¿Son los rasgos físicos los que lo hacen reconocible, o se trata de algo indefinido, inaprensible? ¿Para quién somos más desconocidos, para el que nos encontramos por primera vez en ese lugar en el que no hemos estado nunca con anterioridad o para ese viejo conocido que dejamos en nuestro lugar de origen y al que reencontramos después de una prolongada ausencia?
«Conforme seguía leyendo en su catre la historia de aquel casi-niño que pasó un día, una noche y otro día en el extranjero y regresó a su casa sin que sus familiares le hubieran echado de menos, en la lectora, la narración se iba convirtiendo en otra, mientras ella hacía una pausa, el relato adoptaba una nueva variante, una que no estaba en el libro pero que, sin embargo, sin el libro, no hubiese podido surgir. Leía de pie, en la postura de un atleta antes de la salida, con una pierna adelantada».
Cualquier viaje, aunque sea a un lugar desconocido, no puede considerarse un hecho aislado: todo escenario es particular pero también contiene la suma de todos los lugares visitados con anterioridad —pero ninguna relación con el lugar de asentamiento, la influencia de este sí que es suficiente para aislarlo y ganar la consideración de lugar único—, un reflejo que favorece la distinción y, al mismo tiempo, abre las expectativas debido a la novedad. Todos los lugares se parecen, y lo particular de uno no visitado antes no es función de la diferencia con los anteriores sino de los elementos, cuantitativamente, comunes; cuantos más se hagan presentes, más sobresaldrán los novedosos, aunque su cantidad sea menor.
«Todos los ríos de la Tierra que conocía, en especial los más grandes, aunque atravesaran regiones más bien escasamente pobladas, se parecían —esa era su impresión— entre sí. Semejantes lugares le daban, como ningún otro lugar, la idea de un único planeta que mantuviera unidos los distintos continentes. Una imagen así no le había venido a la mente a la vera de ningún arroyo del mundo, de ninguno de los arroyos glaciares, de ninguna de las corrientes de lava y mucho menos a orillas de los océanos, ni junto al mar del Japón del Este o del Oeste, ni junto al Atlántico, en Brasil, ni, como pocos días atrás, a orillas del mar de Bering, en esta ocasión, a diferencia del año anterior, en vez de por la parte de Alaska, en Nome, por la orilla contraria, la rusa, la de Kamchatka».
Deambular sin objeto a través de una ciudad apenas recordada —visitada en otra época en la que acumular imágenes no era el objetivo sino vivir experiencias—, desenterrada de la sima de la memoria involuntaria. Una ciudad de nueva planta, funcional, moderna, pero sin historia; es decir, sin memoria, sin elementos que perturben la estancia, que las experiencias —también sin memoria— se acumulen vírgenes, sin contaminar... Pero el peregrinaje de la ladrona de fruta no es un deambular sin sentido; Alexia recorre la región de la Picardía en busca del pasado —la única modalidad de viaje que justifica el desplazamiento—, de su pasado, encarnado en la persona de su madre; en busca, tal vez, de una reconciliación, de la conclusión de ciertos asuntos que quedaron sin resolver, almacenando odio como quien acumula polvo.
«Cerró los ojos. No esperaba, y no solo por lo avanzado de la noche, ninguna imagen remanente. Tampoco la deseaba. El intercambio de miradas, que le devolvieron la mirada desde todo el firmamento, le habría bastado; y después del largo y, más de una vez, también pesado día, vino el sosiego a su corazón —sí, corazón—. Bien: había salido en busca de la madre y a la mañana siguiente la búsqueda continuaría. Y lo que antes no le había pesado tanto, pero sí de vez en cuando preocupado un poco —¿o quizá no tan poco?— y, en definitiva, también encolerizado: que, por el contrario, nadie estuviera buscándola a ella, a ella en persona, eso ya le traía totalmente sin cuidado».
Handke huye de las grandes ciudades —París, en este caso, es el punto de partida y una especie de referencia fija, ese centro que articula la huida, pero jamás el sitio al que hay que volver, el refugio: su existencia se justifica para evidenciar el contraste— y se detiene morosamente en las pequeñas ciudades, incluso aldeas, de provincias. 
«Luego, de nuevo un trecho durante el cual en la historia de la ladrona de fruta no ocurrió, cómo era la expresión, nada "digno de ser contado" o, en todo caso, nada de lo que ocurría se contaba también por sí solo. Pero, entonces, los acontecimientos anteriores, ¿se habían contado por sí solos? No. Y los próximos acontecimientos, ¿se contarían por sí solos? No, y otra vez no. Los acontecimientos que narra esta historia llegan a ser tales únicamente a través del narrador. Sin él, no funciona. Las historias que se narran por sí solas, a mí, el lector, me importan un bledo».
En su apuesta por el paisaje a la medida del hombre, evita las grandes cimas y los espacios abiertos, aquellos que no pueden abarcarse con la vista, y, acompasando la magnitud del panorama a la marcha a pie —o, de forma excepcional, de los lentos y cachazudos trenes de cercanías, recorre con ritmo pausado los parcelados campos de labor, las suaves pendientes de las landas pobladas de arbustos, los bosquecillos amables donde encuentran cobijo los pequeños mamíferos y los insignificantes pajarillos sin valor cinegético que acompañan al caminante con sus reconocibles trinos, y las vegas —una fijación paisajística de Handke con origen en sus obras ubicadas en España— de ríos insignificantes, afluentes de afluentes de las grandes corrientes, pequeños arroyos o fugaces cursos de dudoso nombre.
«A pesar de que era pleno día y, por la fecha, principios de agosto, la luz todavía duraría horas, los bosques de la ribera, ya de suyo oscuros, se iban oscureciendo cuanto más cerca estaban del manantial. O ella se equivocaba, o el trino aislado del mirlo ahora mismo se estaba tornando grave como el de un ruiseñor, y ya solo faltaba el primer murciélago (una golondrina, golondrinas, en plural, eran, entre todos aquellos jirones, banderolas y ristras de musgo, impensables. La maleza, más y más tupida; también por todas partes aumentaba la maraña de árboles muertos, hasta el punto que, en lugar del sol, en la ribera dominaba la oscuridad de un eclipse solar. Un único árbol, también él aislado, había crecido tanto que el sol, espléndido, se enredaba en lo alto de su copa, un roble (una especie muy poco frecuente en el área del valle del río)».
Parece que la civilización, en su acoso en favor de la multiestimulación, ha establecido un conflicto entre la permanencia y la acumulación de experiencias. El bombardeo constante de estímulos y la avidez por responder a ellos conlleva la imposibilidad de asimilación de cada una de sus propuestas y, por consiguiente, del tratamiento crítico de sus contenidos. El manual ha tomado el lugar del método, el mensaje simplificado de absorción rápida a la propuesta de discusión y la dicotomía blanco-negro —o conmigo o contra mí— a la posibilidad de matices; la incapacidad de dar cuenta de la propia posición por la falta de un eje de coordenadas relacional común y de la asunción de ciertos puntos fijos acordados, la conversión de lo distinto a lo contrario.
«¿Era eso, por así decirlo, lo nuevo, lo "insólito" en la historia de la humanidad?, ¿cantidad de experiencias, acontecimientos, descubrimientos, día tras día, si no a cada hora, momento a momento, y, al cabo de una hora, al cabo de un momento, como si jamás hubiese ocurrido? ¿Característica principal de la época actual, del presente: efectos posteriores débiles, y cada vez más débiles, y al final: ninguno en absoluto?»
La tendencia a recordar el curso de una vida como una sucesión de acontecimientos, como se recuerda un recorrido en función de los hitos que lo han jalonado, lleva a perder la perspectiva del trayecto y a limitar la experiencia a aquellas metas que se han conseguido. No es que "lo importante sea el camino", como advierte ese lugar común denominado sabiduría popular, porque no se trata de establecer ningún nivel de relevancia: lo verdaderamente importante es lo que sucede entre un acontecimiento y el siguiente, entre un hito y el próximo, eso es lo que da la medida real del recorrido, el espacio intermedio, el tiempo intermedio, aquello que no puede objetivarse ni ponerse en común porque es una experiencia intransferible cuya cualidad distintiva del acontecimiento es que es irreproducible y, más importante aún, irrepetible, el único lugar en que es posible el presentimiento. 
«Andar a ciegas para encontrar la salida del laberinto, los ojos cerrados: ¿seguirían allí los trazos de escritura, los fiables, desfilando tras los párpados? Allí estaba de nuevo la escritura, centelleando, solo que los renglones se agolpaban en un desorden infernal en forma de hoguera, no se podía descifrar ni una letra, en ninguna dirección».
La supuesta dificultad para entrar en la narrativa de Handke, esa resistencia que parece ofrecer al lector común, acostumbrado a la narrativa convencional —urdimbre y trama; cronología, personajes reconocibles; planteamiento, nudo y desenlace—, se debe, en gran parte, a que el austríaco es un escritor de los tiempos muertos, de los intersticios —una expresión común que se atribuye a sí mismo—, que experimenta con la narratividad hasta el límite donde esta pierde su nombre, el lugar en el que, se diría, ya no puede concebirse.
«Su mala gana era solo aparente. Cuando ahora la ladrona de fruta, arrastrando también a su acompañante detrás de sí, cruzó sin vacilar el umbral, la inmovilidad desapareció al instante, la inmovilidad de la soledad que ya desde primeras horas de la tarde de ese miserable día de verano lo había apenado, y con una reverencia perfecta, trazando un arco que casi era un paso de danza, dio la bienvenida a los dos huéspedes tardíos. Aunque todavía no salía una palabra de su boca, sí que, por fin, en su interior se hablaba de nuevo en silencio, por primera vez desde hacía días, desde hacía semanas».
Handke embiste con un cuestionamiento constante la dicotomía verdadero-falso por irrelevante, y la probable-improbable, una distinción inútil y, literariamente, infructuosa. En su lugar, lo posible, sin la oposición de lo imposible, una decisión que impide las certezas «¡al diablo con todas las certezas!»— y, abriendo todas las alternativas de la contingencia, constituye el verdadero germen a partir del cual crece su obra. Así como la resistencia activa a cargar a su narrativa con el carácter mitológico o arquetípico, a partir del cual buscar derivaciones futuras, modelos o enseñanzas para la posteridad: Handke es el escritor del instante que surge sin relación con ningún antecedente, sin precursores, y que cesa desvaneciéndose, sin conclusiones, sin moraleja especialmente sin moraleja: los textos del austríaco empiezan y terminan en sí mismos, sin instrucciones ni de uso ni de aprovechamiento—, por simple extinción.
«Cuánto había vivido durante los tres días de su viaje al interior del país, y qué dramática había sido cada hora, aunque no ocurriera nada, y de qué manera, en todo momento, había estado algo en juego y, apenas tres días después, el claro mechón de verano en el pelo oscuro: extraño. ¿O quizá no? No, extraño. Permanentemente extraño. Eternamente extraño».
Calificación: Hors catégorie

1 comentario:

  1. It seems that civilization, in its harassment in favor of multi-stimulation, has established a conflict between permanence and the accumulation of experiences.

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