Lamento lo ocurrido. Richard Ford. Editorial Anagrama, 2019 Traducción de Damià Alou |
Las relaciones personales son, con toda probabilidad, las interacciones más complejas que pueden darse entre dos o más de las entidades individuales existentes en la naturaleza; mucho más, en todo caso, que la simbiosis, el parasitismo o las relacionadas con la cadena trófica. En el fondo, también se basan en el "comer o ser comido", pero la amenaza es más sutil y el resultado más impredecible; el papel de coadyuvante está a cargo de los sobreentendidos —que dan sentido a la relación solo y solo si se tiene en cuenta la buena voluntad de los intervinientes, ya que no tienen la posibilidad de provocar un efecto neutro; de por sí, siempre es negativo—, como consecuencia de lo cual siempre están sujetas a la tergiversación.
«Cuando muere tu padre y solo tienes dieciséis años, cambian muchas cosas. Tu vida escolar cambia. Ahora eres el chico que no tiene padre. La gente siente lástima por ti, pero también te devalúa, incluso les molestas, y no estás seguro de por qué. La aureola que te rodea es diferente. Antaño te contenía a ti plenamente. Pero ahora se ha abierto una grieta, cosa que te da miedo, aunque no tanto. Y también está tu madre, cuya pérdida hay que llenar —o al menos compartir— mientras intentas lidiar con todas esas sensaciones. Miedo. Y otras. Oportunidad. Y luego está tu padre, al que amas o amabas, y cuya vida rápidamente se resume solo en ese final, y gran parte del resto se desvanece deprisa. Bueno. Tu soledad tiene tantas capas que ni siquiera existe una palabra para describirla. Intentas encontrar la palabra te confunde, aunque se trata de una confusión que no rechazas del todo ni te desagrada. Intentas encontrar la palabra.»La inocencia de la pasada adolescencia no consistía tanto en la poca experiencia —una cuestión de tiempo— como en la dificultad de distinguir el bien del mal. Enfrentado por primera vez a desafíos hechos a medida para la edad adulta, la primera manifestación que provocan las situaciones ambivalentes es la falta de recursos con que se cuenta a esa edad para discernir no solo aquello que es conveniente de lo perjudicial —otra vez la inexperiencia, revelada por la falta de referencias—, sino también aquello que es correcto de lo erróneo.
«No era de los que lloraban; no era un llorica, en el peor de los casos. Tampoco es que llorar fuera una debilidad. En algunas épocas le habría hecho bien...; lo opuesto de una debilidad. Pero derramar una lágrima delante de una entrometida Joliet, que quería invitarlo a unos cócteles, "animarlo" un poco.¿Qué era eso? ¿Qué podías decir? ¿Era algo cierto? ¿Algo real? Improbable, se dijo. En cualquier caso, las lágrimas eran casi siempre teatro. Los actores las derramaban cuando se les indicaba. Lo había visto a menudo. Se dijo que casi siempre —mientas se ponía en pie y echaba a andar hacia el cartel que decía SALIDA—, casi siempre, cuando llorabas, deberías haber llorado antes. Sin embargo, derramar una lágrima, incluso en los momentos más inesperados, fuera cierta o no, real o no, le hacía sentir siempre mejor de lo que habría esperado, teniendo en cuenta los días que había dejado atrás y los que lo esperaban».Incluso la relación más esporádica, más liviana, puede dejar una huella indeleble en la memoria de los protagonistas; no se puede especular acerca de la poca importancia de esa huella cuando la impresión está próxima en el tiempo porque puede permanecer agazapada, en estado de latencia, hasta que un hecho determinado, relacionado o no con aquella, actúe sobre la espoleta de la memoria y el recuerdo se haga presente.
«La noche interior se había ido a dormir pensando en el viaje que estaba haciendo ahora, y había tenido la ridícula sensación —no exactamente un sueño— de que toda la experiencia de la vida, años y años, solo se revivía en realidad en los últimos segundos antes de que la muerte diera el último portazo. Toda la experiencia de la vida no es más que una percepción incorrecta. Una mentira, si quieres. Nada real. Al final, sin embargo, pensar eso resultaba liberador. Tenía la costumbre de pensar que muchas cosas eran liberadoras».No es la mala intención —ni siquiera los propósitos inconfesables— la razón principal de la poca sociabilidad y de las mentiras con las que los personajes de Ford se obsequian unos a otros, como tampoco aprovecharse de una situación favorable; tiene que ver más con la salvaguarda de una intimidad que presumen bajo amenaza y con el mantenimiento de una situación que no quieren —a menudo, que no pueden— cambiar sin sufrir una transformación que les dejaría indefensos ante cualquier nuevo desafío.
«Habían llegado al gran río, donde el aire de repente se expandía y desaparecía, se alejaba flotando en un instante antes de regresar a esa corriente inmensa, en curva, mítica, de piel bronceada. Los tumultuosos puentes río arriba y a la derecha. El ferry, como una nota diminuta, a medio camino hacia el otro lado. A Algiers. Como el Argel de verdad. Un persistente aroma de pan recién horneado se arremolinaba hacia la orilla. Y un sonido. No un sonido que pudieras oír. Más bien una fuerza como el tiempo, o algo perpetuo.»Una de las virtudes de Richard Ford es, a pesar de la frialdad —en términos literario-norteamericanos, su falta de compasión— con la que trata a sus personajes, es saber acercarlos, emocionalmente, al lector, al enfrentarles a un desafío episódico pero fundamental en el momento de la vida en que se encuentran, y para cuya resolución es necesario que pongan en liza unos recursos cuyo funcionamiento no conocen por entero; pero su respuesta al proceso al que los confronta o bien los saca del entuerto, a menudo gracias a las necesarias dosis de ignorancia de sus protagonistas, o bien les impide darse cuenta de la importancia del desafío y les hace superarlo casi inconscientemente. Pero lo que hace a Ford un escritor de su talla no es tanto lo que cuenta como cómo lo cuenta y, sobre todo, la cuestión que deja al lector: "¿y qué fue de ellos?". Precisión, precisión y precisión, sin ornamentos, con pura información, sin literatura.
Esos personajes deambulan sin otro objetivo que encontrar un propósito para los próximos cinco minutos, inconscientes de sus deberes, igual de amnésicos de su pasado que desinteresados por un futuro que parece que experimentan otros en su lugar; expuestos a sucesos tan anodinos como inofensivos, puro fruto del azar, en los que se ven implicados de manera involuntaria, pero cuyas consecuencias completamente neutrales acaban convirtiéndose en insuperables ritos de paso que dejarán una profunda huella en su recuerdo y cuya inhabilitante presencia jamás podrán evitar.
«Se puso los zapatos y salió de casa. Unas nubes de un azul transparente se habían posado después de medianoche, y la medialuna avanzaba lentamente hacia el horizonte. La lluvia de meteoritos había terminado. La temperatura había subido un poco. Al principio, cuando alquiló la casita, pensó que cada día se levantaría para saludar al sol, que haría hogueras con los pecios de la playa, que se llevaría una manta y dormiría allí. Pero se quedaba tumbado en la cama, escuchando, escuchando: los perros, la maleza que crujía, los camiones que transportaban troncos en la carretera, gemidos, voces, las vigas de los barcos langosteros en las aguas oscuras. ¿Esa era la persona que era cuando estaba solo? ¿Alguien que escuchaba? Un hombre que aparentaba tener intenciones, pero que carecía de ellas».Calificación: *****/*****
1 comentario:
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