Un hombre con atributos. David Lodge. Editorial Impedimenta, 2019 Traducción de Mariano Peyrou
En febrero del año 2006 Editorial Anagrama publicó una novela que, para lectores no especialistas en David Lodge, significaba una desviación del trayecto narrativo más conocido del escritor británico hasta esa fecha. Es cierto que ya había editado un ensayo extraordinario sobre el acto de la narración —El arte de la ficción (The Art of Fiction, 1992)—, y que, con anterioridad —aunque no disponibles en castellano, como siguen inexplicablemente inéditos sus dos sensacionales volúmenes de memorias, Quite a Good Time To Be Born: A Memoir, 1935–75, (2015), y Writer's Luck: A Memoir: 1976-1991 (2018)—, había publicado unos cuantos títulos de crítica literaria de amplio reconocimiento, pero con ¡El autor, el autor! (Author, Author, 2004), la novela sobre el intento fallido de Henry James de conseguir el reconocimiento como autor teatral, abría un camino paralelo a su obra más conocida y se estrenaba como escritor de biografías tratadas narrativamente como novela; seis años después, el biografiado fue Herbert George (H. G.) Wells, y el resultado —Un hombre con atributos (A man of Parts, 2011) en la que incluye un pequeño guiño a ¡El autor, el autor! con el encuentro de Wells y James después del estreno de Guy Domville, la obra de teatro que motivó de la novela de Lodge— es, dicho con la mayor prevención, una novela perfecta.
Esa perfección —una calificación tan volátil como opinable—, en buena parte, se basa en el aparato teórico en el se apoya Lodge en su tarea de novelista-biógrafo: mantener los hechos comprobados sin modificaciones; recrear las actitudes de los personajes manteniendo la fidelidad a sus caracteres; inventar ideas, pensamientos y reacciones irregistrables; rellenar los huecos que la historia ha dejado vacíos; y, finalmente, reducir el ángulo de visión a unos pocos factores característicos de la vida del biografiado y, focalizando en ellos la acción, construir a su alrededor la totalidad del edificio narrativo.
Que H. G. (permítaseme la confianza; después de leer Un hombre con atributos —¡qué título tan magnífico, por cierto!—, Herbert George Wells se ha convertido en un miembro más de la familia) era un tipo peculiar se deduce de cualquier acercamiento, por superficial que sea, a su biografía; pero el acercamiento de Lodge es el de un entomólogo obsesivamente detallista. El patriarca ha sido desahuciado por los médicos, y su extensa y variopinta familia se pone en marcha para hacerle más llevadero el tiempo que le queda de vida: Rebecca West, examante, y Anthony, el hijo de ambos; Gip, su hijo mayor, y Marjorie, su nuera; Frank, su otro hijo legítimo; y Moura, su última amante, que se negó a casarse con él a pesar de su insistencia. De hecho, entre todos, que configurarán el grupo principal de protagonistas de la novela junto a Jane, su esposa, fallecida en esos momentos finales de H. G., componen, en esa hora triste, una especie de coro laudatorio, un cortejo de súbditos enfrentados a la titánica tarea de mantener al cabeza de familia en su trono, libre de necesidades y, excepto por una, la muerte inevitable, su propia muerte, de cualquier tipo de preocupación.
Lodge parte de ese aciago momento para, mirando atrás, pasar por la vida de H. G. y dejar constancia, en la medida de lo posible, de sus dos conquistas más preciadas —y no sé si por este orden—: la gloria literaria, que alcanzará en la mitad de su vida, y su furor sexual, que le llevará, si no a follarse a todo lo que se mueva, sí a buscarse líos de faldas a lo largo de toda su vida, a veces con la anuencia de su esposa —incluso complacencia, cuando no complicidad, pues en algunos casos las conquistas de H. G. eran amigas de ambos—, otras de manera oculta y a traición. Para ello, Lodge cuenta con un narrador todopoderoso —en la línea de su admirado Henry James, pero menos doctrinario—, un modelo de detalle y contención, cuando hace falta, de delicadeza y moderación, pero también de indiscreción e impertinencia, todo ello en cómodas dosis para que el lector, más o menos interesado en la vida del protagonista, siga con atención sus peripecias. Pero el narrador es solo un recurso y, a pesar de su omnisciencia, Lodge no le permite adentrarse en la conciencia de H. G.; en lugar de ello, las reflexiones de este toman forma de entrevista en la que un alter ego le formula preguntas acerca de aquello que le preocupa —particularmente, sobre sus reputaciones, literaria y sexual— y le reprende por sus conductas poco recomendables, y H. G. se responde a sí mismo como cuando contestaba a las preguntas de los periodistas en la época en que era famoso. Algunas de estas entrevistas son de contenido puramente biográfico, y las respuestas facilitan esa información al lector sin la intervención de un narrador como tal: su nacimiento en el seno de una familia humilde, su precaria educación, sus primeros empleos y su contratación como profesor auxiliar de instituto, un cargo que le permitió estudiar y dedicarse posteriormente al periodismo, abriéndose camino hacia la literatura.
Hablaba antes de los focos de la novela; aparte de su preocupación por alcanzar el éxito y el reconocimiento literarios, el más evidente, y que se pone de manifiesto a lo largo de sus páginas, es su persecución del placer sexual a través de la conquista —o del pago, cuando flojea la inspiración o no encuentra especímenes que se pongan a tiro— de multitud de mujeres. En ambos casos, aunque con mayor frecuencia en el segundo, después de superada la efervescencia política en una asociación izquierdista a la que no logró poner de su parte e instrumentalizar para que respondiera a sus deseos, la reflexión y, con posterioridad, las decisiones, son traspasadas a sus novelas, en las que teoriza acerca de sus circunstancias y ensaya posibilidades de resolución; de este modo, especula con la ilusión de que cada éxito literario tiene su correspondencia con otra conquista victoriosa en el terreno sexual. Esa idea de sublimar algunos aspectos perfectamente identificables de su inestable biografía a través de su narrativa de ficción, creó una corriente de seguidores que, para bien o para mal, leían sus novelas como auténticos romans à clef, que intentaban indagar acerca de las correspondencias entre los personajes de estas y las personas de la vida real, así como también de sus ideas políticas o sus opiniones referentes al sexo libre. Lodge convierte a H. G. es un personaje de novela, pero es también el propio escritor quien hace lo mismo con su persona verdadera.
"Siempre le molestaba que la gente no entendiera que la ficción solo podía construirse a partir de la vida, y que no había ni una novela decente que no se basara en buena medida en la experiencia de su autor, pero que eso no autorizaba a nadie a tratar las novelas como si fueran completamente autobiográficas."
Pero es bien sabido que toda biografía acaba con la muerte del personaje y que, para llegar a ese final, es inevitable un período, más o menos extenso, de decadencia. Lodge consigue un retrato impecable de la decadencia física —sobre todo, otra vez, no solo sexual sino también de seducción— e intelectual hacia el final de sus días: la incapacidad de mantener a su lado a su penúltima —siempre era la penúltima— amante, a la que ya tiene poco que ofrecer; y el poco interés que despiertan sus últimos trabajos, cuyo fracaso amenaza con arrastrar a la irrelevancia, en un inesperado caso de epidemia regresiva, algunos de sus éxitos pasados más indiscutibles.
"H. G. fue como un cometa. Surgió repentinamente de la oscuridad a finales del siglo XIX y estuvo brillando en el firmamento literario durante décadas, fascinando y asombrando y alarmando a sus lectores, como el cometa de En los días del cometa que amenazaba con destruir la tierra pero que al final la transformaba por medio de los efectos benéficos de su cola gaseosa. H. G. también aspiraba a dejar el mundo transformado a su paso, y, aunque no lo consiguió (¿quién podría conseguirlo?), tuvo un efecto iluminador y liberador sobre una gran cantidad de gente. Con el tiempo, la brillantez de su imaginación y su intelecto fue menguando, la gente poco a poco fue dejando de contemplarlo maravillada y ahora ha desaparecido de la vista. Pero también en la historia de la literatura hay órbitas excéntricas. Tal vez algún día vuelva a brillar en el firmamento."
Lodge se detiene, y deleita de este modo a sus lectores, poniendo en evidencia las contradicciones de su personaje: un socialista partidario de la eugenesia, un igualitario que vive como un aristócrata, un partidario de la monogamia —principalmente de su esposa, es cierto— que coleccionó amantes a lo largo de toda su vida pero cuyos logros, en materia sexual y ya desde su más tierna juventud, quedaron siempre por debajo de sus expectativas. Pero además de las cuestiones más frívolas, Lodge teje con maestría la biografía intelectual de H. G., enfrentando el hombre al personaje, el novelista al erudito con los más variados intereses, el teórico al pragmático. Con la combinación de todos los recursos a su disposición, administrados en porciones calculadas al detalle, compaginando la estructura clásica con recursos tomados de las variantes postmodernas del género, Lodge acaba construyendo, no me importa repetirlo, la novela perfecta.
Calificación: *****/*****
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