22 de enero de 2018

El Atlas

El Atlas. William T. Vollmann. Editorial Pálido Fuego, 2017
Traducción de José Luis Amores
"Qué decir, pues, salvo que esas campanas marcan los intervalos de nuestras vidas y nada más; que las extrañas desazones que sentimos, "como si algo caminara sobre nuestras tumbas", son simplemente lo que experimentamos cuando se nos recuerda el hecho obvio de que la vida es la única enfermedad para la que hay cura."
En poco autores contemporáneos, a pesar de lo que la crítica académica anda recogiendo por ahí, hambrienta de nuevos paradigmas que aseguren su supervivencia, la línea que, supuestamente, separa la ficción de la no-ficción es más tenue que en la obra de Vollmann; en poco autores, también, esa línea es más inútil y menos significativa. Lo verdaderamente importante es que los hechos sean narrables -"narrativables"-: no todos los objetos constituyen sucesos, pero todos son susceptibles de ser narrados; y en esta cuestión, Vollmann, independientemente de esos sucesos y de sus protagonistas, no tiene rival: no todos los autores son capaces de encontrar el suceso en cada objeto ni de convertirlos en temas para una narración.
"Atravesé el pueblo a pie. El chico de Arviat tenía un pájaro marrón en la mano, un polluelo. Lo dejó ir. Dijo: Si me lo quedo igual la madre se ponía triste. E igual en unos minutos se moría de hambre. Una vez estaba jugando con un polluelo que se murió de hambre muy rápido."
El relato, la historia, el hecho objetivo, pueden ser peculiares debido a su propia naturaleza, pero lo que los dota de entidad y sella su carácter narrativo es la interacción con el observador, las consecuencias de esa interacción y la modificación que provoca en este: la visión de una morgue después de una semana especialmente sangrienta del conflicto de los Balcanes de alguien que ha trabajado en un matadero industrial ha de diferir forzosamente de la de quien no ha pasado por esa experiencia laboral.

El sustantivo "atlas" hace una doble referencia: a Atlas o Atlante, "el portador", el titán condenado por Zeus a sostener el cielo sobre sus hombros, y también al conjunto de mapas que abarcan distintos temas como la geografía física o socioeconómica de un territorio dado -y, por extensión, del mundo-. Recogiendo esa doble definición, El Atlas (The Atlas, 1996, PEN Center USA West Award) es un conjunto de cincuenta y tres historias -numerados del 1 al 26 y del 26 al 1, con un capítulo central que cede el nombre al volumen, que recoge todas las ubicaciones y que funciona, a la vez, como destino y como punto de partida, como lugar al que se llega con el único fin de volver a partir, el omphalos a partir del cual se construye el volumen, en una estructura palindrómica de contenido e inspiradas, conceptualmente, en las Historias de la palma de la mano de Kawabata- que abarcan como escenario lugares de todo el mundo, algunos remotos, otros sorprendentemente próximos -de los Territorios del Noroeste a Madagascar y del Sudeste asiático a Hawaii- , reflejados, a diferencia de los atlas convencionales, a escala 1:1. Esa proporción, que representa el mapa perfecto, permite también la observación en detalle del paisaje y es la única que posibilita la interacción de igual a igual con los individuos que lo pueblan; esa interacción es el objetivo último de Vollmann: no los caracteres físicos del territorio sino los personajes que lo habitan. Un atlas que incluye, también, a todos los vivos que no se puede ver y a todos los muertos que, a pesar de estar ausentes, están incluidos en el paisaje físico, sus huesos amontonados en lomas, los más antiguos, y en las cimas afiladas en las que los estragos de la erosión no han podido actuar aun.

La capacidad de adaptación -en referencia a la cuestionable distinción entre turista y viajero- al medio es función de la actitud del extranjero más que la extrañeza de ese ámbito, pero por más que este intente camuflarse para hacer imperceptible su condición siempre será un extraño y así será visto, en última instancia, por los aborígenes. Y por más agresivo sea el medio, la hostilidad jamás alcanzará el grado con que afecta a estos: es posible que el peligro no haga ninguna distinción, pero las razones que llevan a padecerlo son distintas; además, el tiempo de exposición es, en unos, inmodificable, mientras que para el extranjero siempre está bajo su voluntad, así como difiere también la cualidad de la huella que deja en ambos individuos.
"Cuando salí era de noche y vi un canal de crecientes aguas grises asaeteado por gotas de lluvia. Vi chicas con uniformes amarillos apuradas por llegar a sus trabajos en salones de masaje, y a un anciano empapado vendiendo periódicos en bolsas de plástico entre coches detenidos (ocho en fondo bajo la lluvia, atravesados por motocicletas lanzadas). Y pensé: da igual quién eres o qué haces, la vida es una guerra."
Ante esa disfunción insoslayable, materializada por la imposibilidad de interacción equilibrada, el visitante puede obviar la mirada prejuiciosa y limitarse a observar y a registrar con la máxima fidelidad todo aquello que está sucediendo, intentando una interpretación que, forzosamente, será  mediatizada; esto es lo que hace Vollmann a pesar de la diversidad de situaciones a las que se enfrenta.
"Estaban perdidos. El conductor del ciclo le introdujo pedaleando en una nueva oscuridad iluminada en destellos por bares esporádicos. Corrieron paralelos a un largo muro de tenues ornamentos en alto y recordó que aquello era el Palacio. Pasaron por un parque rebosante de ranas y se unieron a una iluminada carretera de villas de dos plantas y carteles anunciadores y rejas casi echadas y personas asomadas a balcones tal como él recordaba. De noche muchos cambios se deshacían, y recuperó la esperanza de encontrar a su mujer y de que esta estuviera como antes. La luz y la música habían dejado de molestarle. Tras una loma de basura había una mendiga en cuclillas. De entre sus piernas salía un centelleante siseo de oscuridad. El resplandor de unas latas rojizas se aceite de motor en una ventana le resultó casi reconfortante. Torcieron una última vez y vio la larga espiral de luces del borde del río. Dounia le esperaba allí."
A veces actúa como testigo de sucesos que le conciernen, situaciones en las que se le presta una porción del papel protagonista, en las que su intervención modifica -o parece modificar- de alguna manera el estado de las cosas -aunque cabría cuestionar esa influencia, averiguar si es real o si su efecto sólo está en la mirada del observador-. A veces, en cambio, su papel es el de mero testigo, el del que se limita a levantar acta de los sucesos, y cuya única intervención es el sesgo de una mirada cuya objetividad es solamente un supuesto o una intención.

La miseria, en su sentido más amplio, no tiene fronteras, y el nivel de exotismo sólo es un parámetro a tener en cuenta y no un determinante. El SIDA amenaza con la misma intensidad en Bangkok que en el Tenderloin, y la única diferencia entre una prostituta tailandesa y una californiana es, si acaso, la etnia de sus clientes -y no tanto la suya-, porque lo que hace falta para que un turista japonés o norteamericano "se sienta como en casa" tiene demasiados elementos comunes como para constituir una distinción.

En definitiva, cada región del mundo es feliz a su manera, pero la desgracia acaba vistiéndose con ropajes parecidos; quizás solamente se trate de una cuestión de grado como las diferencias en el coste medio de la vida. Pero lo que más se parece a una puta de Madagascar  es una puta de San Francisco y no una mujer malgache de vida decente; por tanto, no parece que el trato con aquella haya de diferir en demasía con el que se mantiene con la compatriota. Si acaso, paradójicamente, la mayor diferencia que existe sea la que distingue a las mujeres pertenecientes a distintos estratos sociales de un mismo lugar.

La sordidez de los bajos fondos se contagia mediante un sistema de infección distinto del que procede para los demás componentes de la vida social, con mucha mayor rapidez y efectividad, como si en las sociedades receptoras del virus existiera una predisposición específica, un campo preparado para la siembra, esperando la semilla que arraiga con mucha más facilidad que el progreso y la riqueza y con mucha menos que la resignación.
"La puta se puso de manos y rodillas en la aceras y silbó como un tren. Comenzó a gatear hacia él. Él se irguió y el sonido de sus pasos sobre la dura acera nocturna levantó ecos luminosos. La mujer le sujetó por los tobillos, riendo. Él le retiró las manos con suavidad y la tendió sobre el suelo. Ella exclamó: ¡Pasajeros al tren! Sus ojos se convirtieron en faros. El tren avanzó despacio entre arcenes de balasto y vallas y cruzó el puente rumbo a la mañana que, con un leve tono óxido, dejó atrás el río de aguas pardas."
La presencia de la muerte es una constante a lo largo del texto, ya sea como venganza, ya sea como liberación; la muerte como ese desconocido estado que pretende igualar a todos los individuos pero no consigue resarcirse de su carácter personal: hay quien muere como puede y quien muere como quiere, y esa distinción no es trivial; hay quien deja la memoria negra de su desaparición pero también quien sigue vivo, aunque siempre muriendo, en el enfriado recuerdo de los supervivientes, sosteniendo conversaciones sin respuesta y llamadas inútiles con un fantasma generado por la culpa por omisión -todo aquello que pudimos hacer y no hicimos, todo aquello que debimos decir y callamos- y el remordimiento de afilados colmillos; una muerte que, no obstante, tiene el mismo rostro y acarrea la misma guadaña en cualquier latitud.

Con independencia de los sucesos en los que el visitante se ve envuelto -y que, pasado a papel, dará lugar a un libro de viajes del montón pues su interés se verá limitado por el exotismo del escenario o por lo insólito de la aventura-, lo que interesa de veras es hacia dónde dirige su mirada y su capacidad para trasladarla al lector.
"La contemplación excesiva de cualquier objeto, con independencia de la reticencia de la mirada, puede revelar un secreto. Mejor cambiar de punto de vista tan a menudo como sea posible."
En este sentido, El Atlas aspira a ser el Libro del Todo que contiene no la totalidad de lo existente sino la totalidad del continente: todo lo que sucede lo hace en El Atlas y nada ocurre fuera de él. El  Atlas es la única forma de obtención de una foto fija del lugar en el que suceden los acontecimientos. Pero El Atlas funciona también como una réplica del cuerpo humano, con sus zonas heladas y sus zonas tropicales, elevaciones y depresiones sucediéndose ininterrumpidamente, sus llanuras y sus simas, sus cuevas inexploradas y sus bosques frondosos, los ríos que recorren su subsuelo y los latidos subterráneos del magma en ebullición.

A principios de los años 90, ese cuerpo ha sufrido la acometida  del SIDA, que se ha incorporado, junto a las enfermedades venéreas y las manifestaciones hemofílicas, a los daños colaterales de la prostitución y la drogadicción pero, a diferencia de aquellas, acabará traspasando la barrera de las clases sociales convirtiéndose en un síndrome global, lo más parecido a una plaga bíblica de dimensiones universales y cuya propagación, individual y colectivamente, adquirió los atributos de una venganza divina; aunque los pobres, las putas y los drogatas serán los que se lleven, como siempre en lo malo, la peor parte.
"Se dice que estamos hechos de polvo y arcilla. Y quizá en la pobreza, donde no se nace con salud, educación, cobijo y seguridad, el alma no sea un derecho de nacimiento.¿Podría ser que estos hombres que he conocido y que son como animales no posean yo, no tengan nada dentro del cráneo salvo brutalidad, no abriguen sentimientos por otros seres humanos salvo temor y deseo y codicia; o aun si sienten amor, sólo lo experimenten como un perro o un caballo, sin comprenderlo? ¿Es que en estos insensibles sólo tienen vida el polvo y la arcilla?"
Como en Historias del mariposa e Historias del arcoíris, Vollmann se sumerge en el subsuelo más sórdido, en los peores antros de la prostitución, en los abismos de las adicciones a las drogas más terribles, y relata los avatares de los condenados del mismo modo que lo haría en una fiesta de Beverly Hills, haciéndose cómplice de sus inalcanzables esperanzas y acompañándolos en sus intentos fallidos; todo ello sin mostrar -ahí radica la peculiaridad del autor- ni piedad ni condescendencia, con la fidelidad -"nihil prius fide"- de un notario, aunque con intermitentes atisbos de una inevitable complicidad.
"¿Qué es peor, estar protegido demasiado a menudo, y por consiguiente olvidar los sufrimientos ajenos, o sufrirlos uno mismo? Hay, quizá, un término medio: estar en el mundo exterior lo bastante para endurecerse, pero tener refugio suficiente para mantener a raya la brutalidad y la miseria. Por supuesto también podría decirse que hay algo deprimente y hasta degradante en la moderación; cuán revelador que uno de los sinónimos de medio sea mediocre."
Vollmann, como casi siempre, consigue remover las tripas del lector y dejar exhausta su capacidad de reacción.

Calificación: *****/*****

Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de La Familia Real
Notas de Lectura de Historias del mariposa
Notas de Lectura de Historias del arcoíris
Fe de Lectura de Para Gloria

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