15 de marzo de 2017

Anticlericalismo eléctrico


Estos días que las compañías eléctricas están en boca de todos y que han despertado el odio y el menosprecio de todas las personas decentes que no somos ni directivos ni accionistas -ni, me temo, miembros del gobierno-, he recordado que yo, cuando apenas tenía uso de razón, contraje una deuda con ellos que jamás podré satisfacer.
Cuando era un crío, en el pueblo, eran frecuentes los cortes de luz; cuando llovía mucho, cuando hacía mucho viento, cuando bajaban anormalmente lastemperaturas… por supuesto, casi siempre cuando la electricidad se hacía más necesaria. Debido a este hecho y a la previsión que había en todas las casas, mi madre tenía a mano -quiero decir, fácilmente accesible aun sin luz- una linterna de aquellas que se denominaban “de petaca” y unas cuantas velas con su palmatoria correspondiente; recuerdo perfectamente que estaban en un cajón de la cocina, el de más abajo a la izquierda, junto con una caja de cerillas y los enseres para lustrar los zapatos.
Mi espíritu aventurero, espoleado por el misterio de la oscuridad, abogaba, naturalmente, por el uso de la linterna pero, de hecho, ésta era un recurso de urgencia; cuando se iba la luz, lo que se hacía en casa era encender velas, unas cuantas, distribuidas por puntos estratégicos: para ver mientras cenábamos, para no tropezar con los muebles, para facilitar el camino a las habitaciones… A pesar de su utilidad, ya en cuanto mi madre las prendía había que oir la letanía de mi abuelo murmurando sus floridas blasfemias de costumbre contra la FECSA, contra el tiempo y… contra las velas. ¿La razón? El olor que dejaban cuando, finalmente, volvía la luz y las apagábamos soplando. “Mecagondéu, quina pudor de missa que cardarem…” era su invectiva más frecuente, compartida con mi oncle Bertomeu, su compañero de fatigas, estraperlo y anticlericalismo, y a pesar de las quejas de mi madre, su hija, con respecto a su lenguaje en mi presencia. Tardé tiempo en entender los reparos de mi abuelo porque sólo conocía de oídas eso de la misa, pero ya la primera vez que asistí a la celebración religiosa, creo que alrededor de la efeméride de mi primera comunión -no, mis padres no eran ateos, pero la cuestión de la observancia religiosa les traía al pairo-, reconocí “la pudor de missa” a la primera, y creo que ya en ese mismo instante quedó plantada en mí la semilla del anticlericalismo. Después, con los años, ese sentimiento se fue acentuando a medida que también se afinaba mi criterio intelectual, hasta llegar, después de siete años encerrado en una escuela salesiana, a un combativo ateísmo que he mantenido el resto de mi vida; pero eso es otra historia. Mi deuda con la lucidez de mi abuelo es impagable, pero la razón por la cual las compañías eléctricas contarán con mi gratitud eterna por cabrones que se pongan con las tarifas es ese anticlericalismo que, por vía de mi abuelo, me llegó con “la pudor de missa” de las velas en los cortes de electricidad.

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