Caso 1
Dos chicos muy jóvenes, uno diría que universitarios de primer año, recorren los anaqueles del pasillo de Narrativa Anglosajona Traducida, siguiendo el orden alfabético, y hacen comentarios referentes a algunos autores, si bien es cierto que solamente comentan aquellos que están representados por una cantidad numerosa de títulos: se detienen en Amis, en Barnes, en Faulkner... Como acostumbra a suceder en los casos de estos paseos colectivos, uno de los chicos es el Lector Experto, el leído, el que sabe dar razón de cualquier autor, y el otro el Lector Discípulo, que acostumbra a hacer preguntas y demandar opiniones. Cuando llegan al final de la “P”, se detienen en “Pynchon”.
El Lector Discípulo: “Ah, mira Pynchon”.
El Lector Experto: “Sí, Pynchon”.
El Lector Discípulo: “¿Qué tal, Pynchon?”.
El Lector Experto: “Bueno, es como muy urbano, ¿me entiendes?”.
A continuación, el Experto echa una mirada sonriente, de clara suficiencia, al librero, que se halla en su mesa, cerca de Pynchon; es decir, cerca de donde están los libros de Pynchon, y que, forzosamente, ha debido oír su veredicto.
Si hay un autor que hay que recomendar con la misma cautela que descartar es el maldito Pynchon, Dios lo tenga en su gloria más tarde que pronto a pesar de todo. El norteamericano es un novelista que a todo lector que se precie le encantaría haber leído; aún más, que moriría porque le hubiese gustado, con mesura, eso sí, lo suficiente como para verse recomendándolo a sus amistades, pero no lo bastante como para justificar dos o tres carencias que ha descubierto en sus celebradas novelas y que dan la medida de hasta qué punto es conocedor: una reseña en suplemento cultural de un periodista que tampoco lo ha leído, un concepto de crítica literaria mal asimilado, un cliché desubicado, y el prestigio de disentir, sutilmente, de la opinión unánime. Poco puede hacer el Librero ante el Lector con Tamaño Prejuicio, excepto recomendarle que no compre otro Pynchon y que lea de nuevo -o que, simplemente, lea- ese título al que ha encontrado tan evidentes carencias.
Caso 2
Un lector ha pedido consejo al librero acerca de “literatura norteamericana de vanguardia”; inquirido por éste acerca de su definición de este voluble vocablo, el lector balbucea fórmulas académicas indescifrables y el librero, además de apercibirse de dónde vienen los tiros y de la bisoñez del lector, deduce que lo que anda buscando son autores considerados “difíciles”, aquellos que otorgan una pátina de calidad lectora a los descerebrados que se atreven a leerlos. Siguiendo su discutible pero asentada lógica, propone:
El Librero: “¿Has leído Faulkner?”.
El Lector Bisoño: “¿Faulkner? Huy, no, querría algo más vanguardista”.
Ya… Subamos la apuesta.
El Librero: “¿Y el “Ulises”?”
El Lector Bisoño: “Un poco antiguo, ¿no?”
Ah, con que esas tenemos…
El Librero: “Más actual… ¿Don DeLillo?”
El Lector Bisoño: “Uh, no, he visto varias películas y no me han gustado”.
¿Varias películas? ¿Varias películas? ¿VARIAS PELÍCULAS?
Quiere la casualidad que el Librero tenga en exposición, en la mesa de efemérides, algunos libros de Thomas Pynchon; el Lector Bisoño se acerca a la mesa, echa un vistazo a los títulos, y sentencia:
El Lector Bisoño: “Y este Pynchon, ¿qué? Un rollo, ¿no?”
El hecho de que las asignaturas de Literatura, cuando las había en los programas educativos, comenzaran el estudio de las obras literarias pertenecientes, como muy tarde, al Renacimiento o al Barroco -exceptuando a los clásicos griegos y latinos, que componen un género por sí mismos-, no significa que los pedagogos que confeccionan los programas de la asignatura tengan una obsesión con el orden temporal: la Literatura es un continuum temporal en que, salvo contadas excepciones, nada se explica sin tener en cuenta lo que se ha escrito antes. Naturalmente, existen tantas literaturas como lectores, y si bien es cierto que nadie está obligado a recorrer en su totalidad estos itinerarios, cualquier lector que quiera tener una visión amplia de la historia no debería saltarse ninguna etapa. Calíope me libre de dar lecciones en este sentido, pero si es evidente que la novela popular ha sufrido pocos cambios en los últimos trescientos años y sería posible leer con el mismo equipaje a Wilkie Collins que a Eleanor Catton, no lo es menos que para valorar justamente las obras de las distintas vanguardias es imprescindible conocer contra qué se rebelan. Pynchon, como tantos otros, no tiene atajos.
Caso 3
Una pareja joven, chico y chica, de estética skate sostienen una acalorada discusión en medio de la sala de narrativa de la librería; por el acento y por el volumen de voz, de origen argentino. El Lector que lo ha Leído Todo (una variante del Lector Experto) está dando una clase de cortejo pre-sexo de Literatura Norteamericana Postpostmoderna a la Lectora Fornicable (una variante femenina del Lector Discípulo).
Lector que lo ha Leído Todo: “Mirá, David Foster Wallace, por ejemplo, es un escritor terriblemente sobrevalorado”.
La Lectora Fornicable: “¡No me digas!”
Lector que lo ha Leído Todo: “Lo que sucede es que los yankies se saben vender muy bien”.
La Lectora Fornicable: “Pues sale en todas las antologías de escritores postmodernos”.
Lector que lo ha Leído Todo: “Bah, eso de la posmodernidad es un invento yankee”.
La Lectora Fornicable: “¿Y Gaddis? ¿Y Barth? ¿Y Pynchon?”
Lector que lo ha Leído Todo: “Ta, ¿Pynchon? Donde esté Borges…”
Es tan común como injustificable la idea de la competición entre escritores; en la mayoría de los casos, sabemos a ciencia cierta que, si fueron contemporáneos, sostuvieron unas magníficas relaciones de amistad -los casos de Woolf con Joyce, de Gide con Proust o de Twain con varios escritores serían la excepción- o, en su caso, de profundo respeto -aunque en el caso de Pynchon, dada su desaparición, sea más difícil encontrarle complicidades con escritores vivos-; aún más, no hay pocos autores que reconozcan explícitamente sus deudas con escritores del pasado y menos todavía que consideren estas deudas un verdadero honor; en la hiperinformada sociedad actual, numerosas entrevistas dan cuenta de esos homenajes y de la confesión de muchos autores de éxito de ser enanos a los hombros de gigantes. Sin embargo, la disposición competitiva, simplificadora y sectaria del lector común (un ente que no existe más que estadísticamente) insiste en rivalidades inexistentes y en competencias imaginarias. Así que me atrevo a dar un consejo: que los prejuicios de los lectores no tengan más peso que el respeto común de los escritores entre sí. Ah, y que todo el mundo debería venir a la librería ya follado.
Nota: los casos citados en este escrito son rigurosamente ciertos.
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