Paradojas y devociones. John Donne. Cuatro Ediciones, 1997 Traducción de Andrés Rubin |
Se presume que ambas obras fueron escritas en dos momentos muy diferentes de la vida de Donne, y que ésta es la razón de la diversidad de sus temas y de su tono general. Mientras que Paradojas sería una obra de juventud, de ahí su tono irónico y su forma desenfadada, Devociones, en cambio, correspondería a su época de madurez, y, como consecuencia, sus preocupaciones, más profundas, denotan una mente cultivada, a la vez que una ruptura con los vínculos exteriores -su mujer ha muerto y ha perdido el favor de los poderosos- acentúa la introspección y el retraimiento hacia sí mismo.
A continuación, algunas de las ideas que subyacen a ambos trabajos.
"Paradojas"
Donne usa de la dialéctica para justificar algunas aseveraciones que, a primera vista, podrían parecer absurdas.
Todo existe para morir, y es en la muerte donde la vida halla su plena perfección.
Si siempre juzgamos por las apariencias, no deberíamos abominar de quien se preocupa por la suya.
La experiencia no es ninguna vacuna contra la insensatez.
Dejarse guiar por las inclinaciones es la forma justificadora de negar la civilización.
Desear la muerte es la suprema cobardía de quien renuncia a superar las adversidades.
El cuerpo y lo sensible son la medida de todas las cosas.
La risa, facultad exclusiva del hombre, es un síntoma de sabiduría.
Para que la vida sea posible, es preciso que la cantidad del bien en el mundo supere la del mal.
La discordia es el motor que mueve el mundo.
Las mujeres son como los venenos: a pequeñas dosis pueden ser hasta beneficiosas.
"Devociones"
A través de la metáfora de la enfermedad, Donne analiza las relaciones del hombre con el universo, con Dios y con sus propios semejantes.
La enfermedad nos enfrenta a nuestra fragilidad y es un aviso que nos efectúa la muerte para que no olvidemos nuestro final.
Los efectos de la enfermedad tienen por objeto alejarnos de la vida, nublando las sensaciones y obnubilando el razonamiento.
Incluso la postración en la cama es un anticipo de la residencia en la tumba.
Es tan grave la afectación y tan inconsistentes nuestros recursos que en la enfermedad somos inferiores a otras criaturas, cuyo instinto les facilita los remedios que están a su alcance.
La reserva del mundo hacia el enfermo añade a la dolencia el más terrible y menos humano de los estados: la soledad.
El miedo a la muerte acentúa los efectos de la enfermedad y contamina hasta tal punto los síntomas que su diagnóstico se hace más difícil.
Por mucho que se intente suplir todo aquello que quita la enfermedad, ésta no puede repartirse entre todos aquellos que nos asisten.
De las alegrías somos sólo inquilinos, mientras que las desdichas nos pertenecen totalmente.
En la prisa por liberar de los síntomas se olvida el origen de la enfermedad.
El mundo, todo lo existente, es un juego de muñecas rusas que va desde los cielos a la decadencia y la ruina; la única incógnita es cuál de los dos extremos prevalecerá.
Aun cuando la enfermedad ataque directamente a órganos periféricos, deben tomarse precauciones para salvaguardar el órgano principal, el corazón.
El peor enemigo es el que no se ve: es más peligrosa la afectación por un vapor que por una flecha, también porque nosotros mismo podemos producir el primero con mucha más facilidad y discreción que la segunda.
Es necesario estar atento a los signos de la enfermedad, y comprender que cada nuevo síntoma es un reflejo de su agravamiento.
No se puede sostener la dicha en el tiempo, pues cada instante desaparece justo al haber dado comienzo.
Es necesario aprender a morir.
No se debe rehuir nada que nos recuerde nuestra mortalidad.
No envíes nunca a preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti.
La incertidumbre acerca del destino de nuestra alma no debe distraernos del polvo en que se convertirá nuestro cuerpo.
Es inútil apresurar la llegada de aquello que nos apetece y retrasar la de aquello que abominamos: cada cosa llegará a su tiempo.
Es tan frágil la condición humana que la falta de un solo elemento que auxilie para conseguir la felicidad hace que esa consecución sea imposible.
El único centro del único punto inmóvil que puede hallar el hombre es la desdicha.
El cuerpo humano es una ruina incapaz de regeneración; se pueden curar los síntomas, incluso las dolencias, pero el cuerpo seguirá generando caos.
Caos que nosotros mismos, por dejadez o por ignorancia, acabamos provocando.
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