Hace unos días TV3 retransmitió en directo la final de la Liga Francesa 2015-2016 de Rugby, un partido que se celebró, por la coincidencia con la Eurocopa de Fútbol, el gran torneo veraniego para los adictos al balón pateado, en el Camp Nou de Barcelona entre los equipos de Toulon y Racing de París; fue uno de los mejores partidos entre equipos europeos que he visto últimamente, y el tanteo, 29 a 21 a favor de los lutecios, un fiel reflejo de la calidad de ambas escuadras y de lo disputado de la final. Justo en el descanso del partido, llegaron a casa mi hermana y mi sobrino de doce años, éste armado con el omnipresente teléfono móvil y enfrascado en su juego online -de cuya estrategia quiso hacerme, infructuosamente, partícipe, pero el comienzo de la retransmisión del segundo tiempo llamó su atención hasta tal punto que dejó el móvil y se puso a mirar el partido. Estuvimos viéndolo hasta el final; me tocó explicarle los rudimentos del reglamento, las jugadas, y otros aspectos relevantes del juego. Cuando le comenté que los jugadores ni fingen faltas hi provocan al contrario, la antigua regla cuando era deporte amateur de que los cambios por lesión debían ser pactados por ambos entrenadores, que no protestan al árbitro, agachando sus cabezas en signo de aprobación de sus decisiones que, además, se oyen por la megafonía del estadio, y lo del tercer tiempo, él, acérrimo aficionado al fútbol, se mostró tan sorprendido como maravillado. Es posible que ese día el deporte de villanos jugado por caballeros ganara un nuevo aficionado.
Mi abuelo es, con toda seguridad, la persona más antifutbolera que he conocido; y cuando digo antifutbolera extiendo la calificación a cualquier deporte que se juegue con una pelota. Mi padre seguía la mayoría de partidos que retransmitía Televisión Española, tiempos de blanco y negro y solamente dos cadenas, particularmente los del R.C.D. Español, el club de sus amores y de toda su familia, y alguno de los que jugaban el Barça o el Real Madrid, para verlos perder; yo, seguidor en aquellos tiempos del Athletic de Bilbao, compartía algunas de esas sesiones futboleras de sábado por la tarde. El aparato de televisión estaba en el comedor, en un lugar de paso entre el corredor y lo que llamábamos la galería, que era la habitual sala de estar en una casa con una distribución si más no curiosa y, en todo caso, distinta de las últimas tendencias arquitectónicas; mi abuelo acostumbraba a llegar a casa a medio partido; cuando pasaba por el comedor murmuraba: “Què fan? Un altre cop la pilota dels collons?”, y soltaba una interminable rastra de palabrotas; “no entenc com us pot agradar això”, concluía, y sin esperar respuesta pasaba ostensiblemente por delante de la pantalla y seguía hacia la cocina y la galería farfullando incomprensibles maldiciones. Pero el día en el que daba rienda suelta a su futbolofobia era cuando, debido a algún ajuste del campeonato de liga o porque retransmitían algún encuentro de competición europea, la hora del partido coincidía con el Telediario, el único programa televisivo capaz de sentarlo delante del aparato -las personas mayores, mi abuelo debía pasar de los ochenta años, acostumbran a ser muy metódicas: la sucesión habitual era llegar a casa, cenar -horario europeo pero no dieta europea- y ver el Telediario; en estas ocasiones, el vocabulario blasfemo alcanzaba unas cotas de originalidad y versatilidad increíbles; le oíamos desde la galería maldiciendo en voz alta, siguiendo ordenadamente la totalidad del árbol genealógico de Jesús de Nazareth, incluyendo familia política, colateral y apostolar, y no paraba hasta que no se daba cuenta de que aquel día no habría Telediario. Regresaba refunfuñando a la galería, repetía algunas de las maldiciones para hacernos partícipes de la injusticia a que había sido sometido y, sin dirigirnos la palabra directamente ni a mí ni a mi madre ni a mi hermana, cuyos ojos infantiles lo contemplaban desde el fondo del parque con una sorpresa indescriptible, se iba a la cama sin más comentario ni más dilación.
Un sábado a primera hora de la tarde yo estaba mirando un partido del torneo Cinco Naciones de Rugby, en las míticas, al menos para mí, retransmisiones de Celso Vázquez para TVE, que nunca me perdía -de hecho, esas emisiones fueron el germen de mi afición posterior al rugby-, y mi abuelo, a pesar de que era una hora en que acostumbraba a estar fuera, jugando a cartas en “La Barraca” del parque o discutiendo de política con otros jubilados, ese día estaba en casa; cuando pasó por delante del aparato de televisión, soltó su “Més pilota, mecagondéu?” -la palabra "pilota" siempre iba acompañada de algún exabrupto como si fuera una expresión completa-, pero yo, en lugar de callarme, que era lo más aconsejable para mantener cerrada la Caja de Pandora de las maldiciones, le dije que no era fútbol sino rugby. “Rugby?”, exclamó con desprecio, pero echó una mirada a la pantalla; quiso la casualidad que, en aquel momento, se iniciara una jugada de ataque desde campo propio que acabó con ensayo. “Però toquen la pilota amb la mà!”, se extrañó. Le expliqué por qué tocaban la pelota con la mano, y no sé qué fue lo que le llamó la atención, pero cogió una silla y se sentó; entre mis explicaciones y las de Celso Vázquez, lo entretuvimos hasta el final del partido y, aunque dejó patente su desagrado, no sólo no abrió la caja de los truenos sino que vi en su mirada un disimulado atisbo de interés. Al finalizar el partido, soltó un “Quina collonada!” y se fue sin más a sus quehaceres cotidianos de sábado por la tarde.
A partir del sábado siguiente, a la hora del partido, las cuatro en punto de la tarde, y hasta el final del torneo, me tocó explicar las jugadas, interpretar el reglamento y corregir algunos tópicos, pero ya no vi más rugby solo. Jamás lo reconoció, pero el balón ovalado había ganado un aficionado.
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