4 de febrero de 2012

Gótico carpintero


Traducción de Mariano Peyrou

"El carpintero tiende la regla, lo señala con almagre, lo labra con los cepillos, le da figura con el compás, lo hace en forma de varón, a semejanza de hombre hermoso, para tenerlo en casa.  Corta cedros, y toma ciprés y encina, que crecen entre los árboles del bosque; planta pino, que se críe con la lluvia. De él se sirve luego el hombre para quemar, y toma de ellos para calentarse; enciende también el horno, y cuece panes; hace además un dios, y lo adora; fabrica un ídolo, y se arrodilla delante de él. Parte del leño quema en el fuego; con parte de él come carne, prepara un asado, y se sacia; después se calienta, y dice: ¡Oh! me he calentado, he visto el fuego; y hace del sobrante un dios, un ídolo suyo; se postra delante de él, lo adora, y le ruega diciendo: Líbrame, porque mi Dios eres tú. No saben ni entienden; porque cerrados están sus ojos para no ver, y su corazón para no entender. "
Isaías, 44:13-18

William Gaddis es uno de esos autores que provocan adhesiones inquebrantables, incomprensibles incomprensiones o rechazos furibundos, pero raramente indiferencia. Bastante e inexplicablemente ignorado por el mundo editor español, la mexicana Sexto Piso, como segunda entrega de la anunciada publicación de la obra completa del norteamericano -que se inició con una bienvenida edición de Ágape se paga (Agape Agape, 1998) y continuará, según parece, por su obra más conocida, Los reconocimientos (The Recognitions, 1955)-, publica en castellano la indispensable Gótico carpintero (Carpenter's gothic, 1985).

Gaddis no es un autor de fácil lectura ni, por supuesto, al alcance de todos los lectores; requiere un esfuerzo constante, línea a línea y palabra a palabra. La prosa de Gótico carpintero es una maraña de caminos que parecen no llevar a ninguna parte, extrañeza que acentúa una irregular puntuación que acerca la expresión al lenguaje oral y fuerza a una lectura alternativa con la que el autor persigue un ritmo irregular y asincopado. Sus personajes, paradigmáticos perdedores sin asomo de glamour, transitan por sus páginas como si ni siquiera su vida tuviera que ver nada con ellos, a sacudidas, como aquellos boxeadores sonados que, en medio de la tormenta de puñetazos del adversario, son incapaces de aprovechar los intervalos entre un golpe y el siguiente.

La dificultad, para el lector, en identificar a los protagonistas es otra de las pruebas que nos plantea el autor, aunque tampoco cabe hablar de novela coral, ya que este concepto parece contener un algo de armonía conjunta o de trabajo en grupo, y que no se da ninguna de esas circunstancias. Sus personajes son individuos solitarios, desclasados, cuyo papel en la vida es soltar en forma de verborreicos y desquiciados monólogos la bilis de su derrota y de su resentimiento sin dar lugar a la opción de réplica consecuente alguna, atrapados en la engañosa inmovilidad en la que se ve envuelto el que gira con el remolino camino del sumidero cuando, careciendo de punto de referencia, nada le revela su ineluctable agonía.

El gótico carpintero es un gótico falso, un inútil ejercicio de prestidigitación -parecido al modernismo, pero en madera- condenado a una existencia efímera; igual que las existencias de esos personajes sin rumbo en el fútil intento de salvar lo único susceptible de ser salvado: las apariencias.

"Es un ejemplo clásico de gótico carpintero del río Hudson, ¿lo sabías? [...] Todo diseñado a partir del exterior. Esa torre de ahí, los picos del tejado, primero lo dibujaban y luego se las apañaban para que cupieran las habitaciones..."

El tiempo es conflictivo, y los personajes de Gótico carpintero viven en permanente desacuerdo con él. Éste transcurre, elástico y traidor, sin que ellos puedan sincronizarse; siempre llegan con cinco segundos de retraso a subirse al tren que, supuestamente, les habría de sacar del infierno, o se adelantan a los hechos justo lo suficiente como para impedir, por esa incontrolable impaciencia, que sucedan. El tiempo, el de la acción, pero también el de la prosa de Gaddis, no sigue un camino lineal, y la ausencia, de nuevo, de puntos fijos, impide todo intento de sincronicidad.

Gaddis es trama pero, fundamentalmente, estilo. De ahí, por ejemplo, esa impresionante diferencia de registros entre las intervenciones de los personajes, vivos diálogos primarios compuestos por un lenguaje elemental, hecho a partes iguales  de lugares comunes y de sobreentendidos, reforzados por incorrecciones gramaticales que acentúan la sordidez de los temas de conversación y la baja calificación moral e intelectual de los intervinientes, y las descripciones lentas, concretas, preciosistas y detalladas, casi barrocas, que Gaddis pone en boca del narrador;

"El río había quedado oscurecido por la abundante niebla que se cernía desde la mañana, haciendo que la ascensión lenta del cartero por el negro afluente de la carretera pareciera la deriva de una figura remolcada por el agua, arrastrada sobre una corriente estable junto a la orilla repleta de hojas hacia el escalón que sobresalía allí como una embarcación donde ella ya se había precipitado, como por casualidad, para interceptarlo antes de que llegara al buzón...".

los ambientes son asfixiantes, claustrofóbicos, y encierran a los personajes en su patético papel de tal forma que, en el fondo, a fuerza de soñar en grandezas, son incapaces de andar esos pequeños pasos que, tal vez, les permitirían escapar de su situación, escape al que,  deliberadamente, cierran la posibilidad; las conversaciones alienantes, y los personajes alelados, instalados permanentemente en el refugio de la conspiración ajena, se mantienen encerrados en sus pequeños mundos de desproporcionadas ambiciones a la espera de ese improbable golpe de suerte -esa endémica falta de dinero que solamente se consuela con la espera del reparto de una sustanciosa herencia pendiente de interminables decisiones legales- que les libere del abismo en el que se van hundiendo cada vez más profundamente. Uno diría que se trata de personajes de Carver pasados por el tamiz del fracaso; ahí donde en Carver puede vislumbrarse algún lejano atisbo de redención, en Gaddis sólo se ve un crudo aislamiento personal, emocional y colectivo; ahí donde la incomunicación puede representar un asomo de esperanza, la hipercomunicación, el exceso, las mentiras que sostienen la ficción, han acabado cerrando las rendijas, como ese exceso de suciedad en las ventanas que ya no permite ver lo que sucede en el exterior.

En los tiempos que corren es un difícil desafío filológico traducir los ejercicios solipsistas de William Gaddis, un reto que sólo tiene explicación en la admiración por la buena literatura editarlo, y una afirmación de la calidad del lector leerlo: no se pierdan ni ésta ni ninguna de sus obras... La nómina de sus deudores es infinita, y la novela llamada post-moderna no se puede entender sin tener en cuenta sus textos.

William Gaddis in Conversation with Malcolm Bradbury

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