La revista de sociología Savoir/agir publicó, en su número 30, correspondiente al mes de diciembre de 2014, una entrevista que realizaron a Pierre Bergounioux dos de sus redactores, los sociólogos Gérard Mauger y Louis Pinto.
Entrevista con Pierre Bergounioux
Yo no tengo palabras. Yo garabateo
Pierre Bergounioux, escritor, escultor y profesor de literatura
Entrevista realizada por Gérard Mauger y Louis Pinto
Savoir/agir: Sociólogos, podríamos empezar esta entrevista con el Pierre Bergounioux lector de sociología... ¿Qué efectos tiene esta disciplina sobre su concepción de la literatura?
Pierre Bergounioux: Son considerables, aunque sin reciprocidad. El nacimiento de las ciencias sociales fue potencialmente perjudicial para la literatura. El auge prometeico de las fuerzas productivas, la diversificación de la actividad, condujeron a la formación de un cuerpo de especialistas que aplicaron a los temas humanos el método descriptivo, interpretativo, al que se habían sometido los tres reinos desde el Renacimiento. Este desfase cronológico parece deberse al hecho de que las ciencias de la naturaleza no tienen repercusiones sobre la vida social. Formamos parte de un orden diferente. Nuestro destino escapa a la evolución natural. «El hombre es un animal político». Pero si toda sociedad, desde el principio de la historia, está dividida entre explotadores y explotados, opresores y oprimidos, a los primeros les interesa mantener en las oscuridad o disimular esta verdad. Cubren su dominación con diversos pretextos, con orígenes divinos, con una sangre especial, azul, tanto en el pasado como ahora mismo, con capacidades «innatas», con talentos «naturales», que un examen racional, científico, disiparía como ficciones interesadas, como puro humo.
Cualquiera que se crea o quiera ser escritor ya no puede dejar de oír las frases homicidas escapadas, un día, de la boca de los sociólogos —«pequeños profetas designados por el Estado», según Max Weber; «pequeños productores de mitologías privadas», según Pierre Bourdieu. No se puede alegar ignorancia acerca de la rotunda desautorización que ha recibido o puede recibir quien se atreve a hablar descuidadamente de la vida de la gente. Se ha confundido. No es de ellos de quienes habla, sino de las relaciones imprudentes en las que se encuentra atrapado. La tarea de escribir ya es difícil, debido a la especificidad del medio que supone la herramienta gráfica. Cuando cae sobre el papel la fría claridad, desapasionada, irrecusable, de la sociología, el caso roza casi lo imposible. Los sociólogos han desvirtuado profundamente el texto que ha acompañado a la vida humana desde la aparición de los primeros imperios hidráulicos esclavistas en Mesopotamia. Reivindican el dominio —la ciencia— de los significados que nosotros implicamos en el oficio de vivir y en el de escribir, que puede derivar del primero. Tal es la incomodidad, tal es el miedo en el que vivimos desde que los se entrometieron en la partida Si no tenemos nada que objetar, es porque compartimos sus premisas últimas. Estamos comprometidos con los axiomas y preceptos de la cultura racional de la que Europa es cuna. Weber, Elias, Vernant, Braudel y otros han detectado su despertar, en la antigua Grecia, han seguido su curso obstinado, impetuoso. Con la globalización, es decir, con la europeización del mundo, esa cultura racional se ha extendido a todo el mundo.
Savoir/agir: ¿Habría tenido usted la tentación, en algún momento, al descubrir esas inmensas perspectivas, de ejercer la sociología?
Pierre Bergounioux: Sólo la tentación, una inclinación inmediatamente corregida, replicada por la elección que ya había hecho, y que era irreversible, de estudiar literatura y, tal vez, en secreto, de ejercerla, de utilizarla para el proyecto de descubrimiento y de liberación que, no menos secretamente, me había impuesto. Era ya demasiado tarde cuando me di cuenta de lo que podían aportar las ciencias sociales. Yo tenía veinte años, que es la edad, según Kant, en la que nuestro horizonte debe haber sido delimitado. Y lo había sido. Pero nunca he dejado, desde entonces, de inclinarme sobre su hombro para leer lo que, desde su punto de vista, decía. Frecuento a los sociólogos tanto o más que a los escritores.
Savoir/agir: Pero la literatura, de la que —si hemos de creer a Wolf Lepenies— se deriva, en parte, la sociología, ¿no es también —a su manera «mucho más reveladora»— un «proyecto de descubrimiento y liberación»?
Pierre Bergounioux: En esta etapa del movimiento histórico en que nos encontramos, ¿puede la inmensa mayoría de nuestros conciudadanos, de nuestros semejantes, de nuestros «hermanos humanos», llegar a una comprensión más clara de sí mismos que la que le ofrece la literatura? El nivel de instrucción general es aproximadamente el del bachillerato. Esto no es suficiente para entrar de lleno en el difícil trabajo de los sociólogos. La literatura nació en el segundo milenio antes de nuestra era. La leyenda de Gilgamesh, rey de Uruk, que fue en busca de la planta de la juventud a la tierra de las Aguas de la Muerte y los Hombres Escorpión. Desde entonces y hasta el siglo XIX, los hombres sólo pudieron representar lo que eran y lo que hacían mediante de las ficciones. En este sentido, la literatura ha sido irreemplazable, única. Pero la versión de la realidad que ofrecía se vio afectada por la división del trabajo, por la incapacidad de los actores —aristócratas, guerreros— para utilizar los recursos simbólicos disponibles. Unos hombres especiales, muy a menudo discapacitados, lisiados, sufrientes, al margen de la vida, de la acción, los autores, informaban de lo que otros habían hecho. Algunos ejemplos. Homero era ciego, como más tarde Milton, Joyce, Borges; Flaubert y Dostoievski, que fueron contemporáneos, epilépticos; Cervantes, Cendrars, mancos; Baudelaire, De Quincey, Michaud, la Generación Beat, opiómanos; Faulkner, alcohólico; Proust, asmático; Kafka, tuberculoso... Estos hombres —las mujeres estaban condenadas a la insignificancia de la vida doméstica, al silencio— ocupaban una posición marginal, apartados de los instantes, de los lugares en los que se concebía lo real en medio de «el ruido y la furia», del trabajo productivo, de la plaza pública y de la asamblea, del campo de batalla. Escribieron fuera de los patrones colectivos, en la duración inmóvil, reversible, nocturna, del pensamiento.
De este modo, se les hacían presentes hechos, se les hacían perceptibles significados que escapaban, por la fuerza de las circunstancias, a las personas afectadas. Estos últimos estaban tan comprometidos en cuerpo y alma con la vida que eran incapaces de dar testimonio de ella. La invención de la escritura, en Sumeria, hacia el año 3200 a. e. c., condujo a una segunda división, simbólica, de la humanidad, con la aparición de la restrictiva, cerrada, casta de los escribas, por un lado, y la masa de analfabetos por el otro. Sólo mucho más tarde, con los decretos Jules Ferry de 1880-82, se eliminó, en nuestro país, esta separación original. Hasta las dos revoluciones, la industrial, inglesa, y la política, francesa, que vieron el triunfo de una clase de origen urbano, la burguesía, fue la nobleza terrateniente la que construyó la historia y dominó el mundo. Los griegos que se dispusieron a asediar las murallas de Troya eran propietarios de tierras, experimentados en el uso de las armas, pero analfabetos. Dejaban el significado de sus acciones a los aedos, a los rapsodas, que las impregnaban de la medida, el brillo, del hexámetro dactílico, al que añadían la durabilidad, la ubicuidad divina de la escritura. Una escritura que arranca la palabra del flujo del tiempo, libera el pensamiento de su anclaje corpóreo, lo independiza de nuestra condición mortal.
A lo largo de mucho tiempo, las sociedades no encontraron un reflejo más fiel que el que los poetas, los escritores, les ofrecían. Con el capitalismo, la racionalización de la producción, de la existencia, de la reflexión, la ciencia se ha apoderado del mundo social, y la luz que arroja sobre él empaña, cuando no eclipsa, el único foco de atención que había sido la literatuta, desde el principio. La gente de mi clase ha sido constantemente infeliz desde la aparición de la sociología. Nos obliga a desconfiar de nosotros mismos continuamente. Pone una duda recurrente sobre todo lo que se puede decir. Aquello que nos ocupa no tiene, al parecer, otra existencia que la que nse ofrece bajo nuestra mirada. En el esquema general de las cosas, es muy diferente y puede que ni siquiera exista. Tal es la formidable complicación que el despertar y auge de la sociología han introducido en la literatura, que, realmente, no le hacía ninguna falta.
Savoir/agir: Los sociólogos no resultan menos afectados por la doble separación de la que usted habla que los escritores—la condición escolástica. Sólo se puede intentar liberarse de ella mentalmente mediante un esfuerzo de reflexividad. En este sentido, no veo por qué la literatura no podría ser, también, reflexiva...
Pierre Bergounioux: Sí, la literatura contemporánea se diferencia de sus estadios anteriores por el mayor grado de reflexividad que le han impuesto el curso de los acontecimientos y la aparición de los vocabularios académicos. Pero eso no es todo. Estos últimos proyectan, retroactivamente, una sombra de indiferencia sobre los textos del pasado, reducen aún más la proporción de los que sobreviven, época tras época, al tiempo que les dio origen. No sólo se ha modificado nuestra relación con el presente, sino también con el legado del pasado. Se nos abren los ojos a unas simplicidades que nos hacen abandonar del libro que, sin ustedes, los sociólogos, leeríamos hasta el final.
Me preguntaron si no había estado tentado de unirme a ustedes, de unirme a su cofradía. Era demasiado tarde para cambiar de opinión. Si seguí mi camino, fue, sería, porque a las alienaciones genéricas con las que estaba equitativamente equipado, se añadieron algunas privaciones más particulares, localizadas puntualmente, regionales, que exigían un trabajo un tanto singular, marginal, coherente con mi condición.
Son los grupos centrales, instalados en el poder y la opulencia, los que ocupan, casi en exclusiva, el foco de las narraciones que acompañan la marcha de las sociedades históricas. Hasta los años sesenta del siglo pasado y algo más allá, el grueso de la población de mi patria chica, es decir, el campesinado autosubsistente del suroeste, siguió balbuceando un dialecto occitano —un patois, una lengua torpe. Nunca me crucé, en los años de mi juventud, con un solo hombre que pidiera a los libros que le ayudaran a vivir, ni siquiera entre la escasa parte culta de la población que constituían los profesores de instituto. Era —y esto solo me quedó claro más tarde— como si fueran ajenos a lo que nos estaban enseñando. Las condiciones materiales, geográficas, demográficas, sociales, no les permitieron asimilar realmente, hacer suyos, practicar, movilizar, para sus propios fines, esos contenidos de pensamiento de procedencia remota.
Entre las intuicions directas, está ésta: los libros hablaban invariablemente de cosas que ni yo, ni nadie de mi entorno, habíamos experimentado. Los lugares, las gentes a los que se refieren nos eran ajenos, mientras que la realidad próxima, el universo familiar, nunca aparecía. Y esto provoca una precoz y dolorosa perplejidad. La explicación que se nos dio no se ajustaba a los contornos, no iluminaba el contenido de la vida cotidiana.
Naturalmente, era incapaz de explicarme por qué era incapaz de explicarme. Visto en retrospectiva, atribuiría las reticencias que la cuestión me inspiró, en principio, a lo que los etnógrafos denominan, me parece, aculturación. En lugar de dejar la escuela, como era costumbre, a los doce o trece años, después del certificado de estudios primarios, algunos de nosotros fuimos al instituto. Estábamos inclinados, todo el día, sobre manuales escolares, sobre antologías de fragmentos escogidos de literatura y, al no encontrar en ellas el reflejo de la vida que llevábamos, de sus fundamentos, de su problemática concreta, de nuestras opiniones o de nuestra carencia de opiniones, no podíamos dejar de constatar que había otra versión de la realidad, no solo legítima sino también más asequible, rigurosa, brillante, satisfactoria. Tal vez fue en ese momento cuando me vino a la mente el propósito criminal de atraer a ese registro el pequeño mundo apagado, mudo, que me había sido asignado.
Esto es lo que yo había buscado, sin decírselo a nadie, en los anaqueles de la biblioteca municipal, el librito escrito por un compatriota, muerto o vivo, que me hubiera dicho lo que éramos en realidad, fuéramos lo que fuéramos. No pude encontrarlo. Al principio supuse que había buscado mal, antes de rendirme a la evidencia. El momento aún no había llegado. La nota aclaratoria seguía en el tintero. Como sentía una extrema necesidad de ella, pensé, con una encantadora audacia, una increíble ingenuidad, en extraerla, más tarde.
Percibí, veladamemnte, la gravedad del déficit simbólico que padecíamos en las «tierras menos buenas» de la economía política. Un hecho llamará sin duda la atención de los dos sociólogos a los que me dirijo. Mi subprefectura natal ocupaba el centro de un vacío universitario de cuatrocientos kilómetros de diámetro. Había que recorrer cincuenta leguas de estrechas carreteras tortuosas o tomar un ferrocarril que se detenía cada cinco kilómetros para llegar a Clermont-Ferrand, al este, a Burdeos, al oeste, a Toulouse, al sur. París, a quinientos kilómetros, al norte, tenía la consistencia quimérica, impalpable, de los sueños.
Para aprender, era necesario romper, materialmente, con el lugar, con el pasado, del cual era un enclave, más o menos inalterado, la vieja oscuridad, la «sencillez campestre», e ir a recoger, lejos, de la boca de los sabios de discurso afilado, las verdades que nos concernían pero que nos exigían que saliéramos de nosotros mismos para conquistarlas.
Savoir/agir: En otras palabras, hubo un efecto de campo... ¿Saben todos los escritores que existe una ciencia social o ha universalizado usted su caso?
Pierre Bergounioux: Yo he cedido frívolamente al error que usted dice, generalizando lo que parece lejos de ser la regla. Y estoy enfadado con aquellos que no tomaron nota del hecho de que hay dos discursos recientes, además de influyentes, a ambos lados de la antigua voz de la literatura. El primero, es el materialismo histórico y dialéctico, la filosofía marxista de la historia. El otro, es la sociología.
La literatura se encontró de pronto atrapada en una pinza, hace un siglo y medio, entre los exabruptos del profeta renano que garabateaba, en un rincón de la mesa, a los veintinueve años, su Manifiesto —«La historia de las sociedades», desde los orígenes de la historia, es la historia de las luchas de clases»—, y el lenguaje, más comedido pero no menos incisivo, ajustado, extremadamentre racional, de los eruditos de origen burgués, de un hijo de rabino alsaciano, Émile Durkheim, o de un diputado del Reichstag, Max Weber. Si la sociología tiene el objetivo inconfesado, inconfesable, de contrarrestar la teoría con la que acababa de armarse el proletariado obrero, me abstendré de opinar al respecto. Sin embargo, queda abierta la cuestión de si una ciencia rigurosa de la sociedad no exige, inevitablemente, cambios tales que puedan calificarse de revolucionarios, porque dice, sencillamente, lo que es real, lo que no puede permanecer desenmascarado. Bachelard: «La verdad es un error corregido». Max Weber se definió a sí mismo como «un burgués consciente de serlo». Solo sentía aversión y desprecio por los dirigentes de los partidos obreros. Escribió sobre ello. Con eso, consecuente consigo mismo, con su principio de neutralidad ética, empezó a aprender ruso, a una edad avanzada, para seguir las acciones de los bolcheviques, después de que hubieran establecido el primer Estado socialista en la tierra. Ocupan un lugar destacado en sus Ensayos políticos.
Los sociólogos franceses, hasta Bourdieu, pero no incluido, proceden de la burguesía, pricipalmente de París. La imponente fuerza de la obra de Bourdieu se debe, en gran medida, en mi opinión, a su pertenencia de clase. Tal vez era necesario salir del sector asalariado agrícola, y del suroeste, para experimentar personalmente la dominación y, si era posible, trascenderla. En el principio de Les Héritiers, de La Reproduction, está ciertamente el oficio de sociólogo, un dominio completo del método, de los instrumentos que controlan el acceso a la realidad, el sentido de la verdad. Pero sigue siendo necesaria también, tal vez, la discrepancia evidente, en la enseñanza secundaria y superior a la que uno acaba de acceder, la primera en su línea, entre nuestra forma natural, originaria, de sentir, de hablar y de actuar —la primera preocupación de Bourdieu, al llegar a París, fue deshacerse de su acento— y la del universo lejano, cerrado, exótico, esotérico, en el que se acaba de entrar.
Las ciencias sociales, en los años cincuenta, eran una disciplina universitaria, con todo lo que ello implicaba en términos de prudencia y de reserva, de decoro, un poco aburrida y subalterna, como Bourdieu habría dicho. En aquella época, las ciencias sociales llevaban una existencia incruenta, institucional, de aula y de despacho, tras la desaparición de Halbwachs, en los campos nazis, y de Mauss, en 1950. Una anécdota. Un día le pregunté a Bourdieu quién impartía esa asignatura cuando realizaba sus primeras investigaciones como etnólogo en Argelia. Se lo pensó tres segundos, él que tenía una mente aguda, antes de decir: «Georges Davy».
Un intelectual burgués es una contradicción en los términos. Como intelectual, es forzosamente de origen burgués. Porque se apropia del excedente de trabajo, del tiempo y de la vida de las clases trabajadoras, la burguesía es la única que, por sí sola, puede financiar el dilatado ocio estudioso de sus hijos. Estos últimos, llegado el momento, y por el efecto casi mecánico de la reproducción, no pueden evitar la tentación de pensar en términos de su interés de clase, de detenerse cuando una verdad que tocan es manifiestamente contraria al mismo. Pero existe, por otra parte, «la necesidad del espíritu» —la fórmula es de Caillois— o incluso el mandato de la Ilustración, el eco de la voz del viejo Kant: «Atrévete a saber». Prescriben no mirar más allá de la naturaleza de los hechos, no observar más leyes que las del entendimiento. Sus consecuencias prácticas, por desagradables o perjudiciales que sean, no pueden tenerse en cuenta. Si uno se detiene ahí, no habrá sido un sabio. Habrá seguido siendo un burgués.
Los sociólogos no se han librado por completo del control que el objeto ejerce sobre los sujetos cuando estos se ven implicados por primera vez. Cuando Durkheim, por ejemplo, se aventura a sugerir la restauración de los gremios como remedio para las patologías sociales documentadas, me resulta difícil seguirle.
Savoir/agir: Al igual que la literatura, la sociología es un ámbito y posee una historia. Lo mejor que puede esperarse de ella es, de rectificación en rectificación, una visión algo menos ingenua e «interesada» del mundo social. Pero, ¿no se aplica esto también a la literatura?
Pierre Bergounioux: El umbral de tolerancia de la ingenuidad, en la literatura, pero también en otros ámbitos, disminuye con la repercusión de los poderosos lenguajes generados por los movimientos, las luchas históricos. Es consustancial con las instituciones, con su opacidad, su autarquía, sus rutinas. El escritor puede ceder a las modas, prestar atención a las distinciones, a las gratificaciones que otorgan los organismos públicos o privados, los periódicos, los jurados, las academias. Pero si puede romper la carcasa de las convenciones, liberarse de los conformismos a los que invitan el pasado, la Escuela, el Estado, el orden de las cosas, entonces nos libera con él. Nos hace más ricos en el mundo (como diría Heidegger), aumenta nuestra alegría. Un ejemplo, que invoco a menudo. En la primera página de À la Recherche du temps perdu. Proust dice que acaba de dormirse tras dejar el libro y apagar la vela. Sueña que prosigue su lectura, piensa que ya es hora de buscar el sueño y este pensamiento le despierta. Leí estas líneas cuando tenía dieciséis años; descubrí, primero, que era algo que me había sucedido a mí, pero también que, contrariamente a lo que había creído, no estaba condenado a permanecer cautivo en los tenebrosos confines donde tenía su morada, sino que podía emerger, palabra a palabra, en toda su gloria, en la superficie del papel, y por tanto, finalmente, que yo podría, tal vez, un día, preguntar su nombre a los enigmáticos poderes que había encontrado inclinados sobre mis despertares.
Savoir/agir: ¿Y la filosofía?
Pierre Bergounioux: Es una especialidad extranjera que no se puede descuidar, por razones de proximidad, pero también en aras de la generalidad en la que se incribe nuestra pequeña aventura. La filosofía es alemana. Y fue un filósofo alemán que ya hemos mencionado, Marx, quien relacionó la fortuna que ha conocido, al otro lado del Rin, con el atraso político del país, con el mosaico de principados, ducados, en que consistía hasta la unificación de Alemania, bajo dominio prusiano, en 1871. Impotente para actuar en la escena mundial, donde los Leviatanes, los grandes Estados-nación, España, Francia, Inglaterra, se disputaban la supremacía, se vio reducida a intentar comprender lo que hacían los demás. El pensamiento, como sabemos, nace del fracaso. Es, según Alexander Bain, un gesto retenido, una palabra refrenada.
¿Difiere la sensibilidad alemana de la nuestra? Esto, con toda evidencia, tiene que ver con la historia, con la política. Fue a finales del siglo XV cuando se estableció, aquí, un Estado centralizado que impuso sus leyes, su moneda, sus pesos y medidas, su modo de hablar — el dialecto de Île-de-France, el francés— a una vasta unidad territorial integrada. Todos tenemos en mente las magníficas investigaciones de Norbert Alias sobre las dinámicas de Occidente y la civilización de las costumbres. El hombre moderno, la interioridad reflexiva, son hijos del Estado. La conciencia reflexiva es el eco de su formidable poder.
Me gustaría trazar un paralelismo entre la labor de exploracion llevada a cabo, casi simultáneamente, en los estratos profundos de la mente, por Proust y por Husserl, cada uno con sus propios medios, literarios o filosóficos, que proceden de sus tradiciones nacionales respectivas. Por extraño que parezca, la prosa compacta, compleja, concatenada, de Husserl, me proporciona un placer comparable al que obtengo de la literatura pura. Un profesor alemán, un protestante estricto, aunque tenga orígenes judíos, un mayordomo elegante, abre de un empujón, una tras otra, para mi infinito deleite, las puertas de la morada del sentido, que es mi morada, y de la que yo no tenía las llaves. No puedo dudar de que el mundo es, al menos en parte, «una representación subjetiva», «un problema egológico de carácter universal».
Savoir/agir: Según usted, ¿no hay nada que salvar en la filosofía francesa?
Pierre Bergounioux: Sólo tenemos cuatro filósofos: Montaigne, Descartes, Pascal y Rousseau.
Savoir/agir: ¡Y Malebranche!
Pierre Bergounioux: Un alumno de Descartes, que a su vez lo fue de Louis de Rouvroy, duque de Saint Simon y par de Francia, lo que explica la visión aristocrática y filosóficamente elevada de este cortesano «de estilo ardiente y rígido».
Savoir/agir: ¡Y Bergson!
Pierre Bergounioux: Bergson nos habla desde la Sorbona, con todo lo que eso significa, mientras que Montaigne, a mis ojos, soporta la prueba del aire libre. Tuvo que hacer frente a las atrocidades de la guerra civil y a las dificultades de los asuntos del ayuntamiento de Burdeos. Descartes, por su parte, recorrió el mundo ligero de equipaje, a caballo, y Rousseau, plebeyo, a pie.
Cuando uno abre el libro de un filósofo francés, no se sabe exactamente a qué se enfrenta. ¿Podría ser literatura? Habla, como ella, muy cerca de la vida. Descartes, en una de sus Meditaciones, parece estar ocupado jugueteando con un pequeño trozo de cera. Uno sonríe, antes de darse cuenta, muy rápidamente, de que lo está utilizando para establecer el segundo pilar de su sistema, para establecer la categoría de la extensión, nada menos.
Savoir/agir: ¿Cómo definiría lo que usted ha hecho?
Pierre Bergounioux: Yo no tengo palabras. Yo Garabateo. Por las mismas profundas razones históricas que he invocado a propósito de la filosofía, de los Estados-nación europeos, los provincianos de mi condición siempre se vieron reducidos a la triste necesidad de depender de otros para saber lo que eran. Y este enorme para-otros, en ausencia de la conciencia propia, del para-sí, era inevitablemente denigrante. Es el «escholier lymozin» del capítulo sexto de Pantagruel, el Monsieur de Pourceaugnac, «caballero de Limoges», de Molière... Si el axioma de la filosofía de la historia es que la totalidad del pasado está presente en las estructuras del mundo material y en las estructuras mentales de los agentes que hacen la historia, yo he interiorizado la de mi pequeño país. Soy el punto de aplicación temporal de un pasado de miseria y silencio. «Las generaciones muertas pesan en el cerebro de los vivos». Yo no tenía capacidad, ni vocación, para hacer juicios públicos, para publicar juicios. Eran otros los que detentaban, en exclusiva, ese poder y, como vivían lejos, la última de sus preocupaciones era ilustrarnos sobre lo que nos ocurría, o no, en nuestra imprecisa región. Fuimos privados del texto que, virtualmente, acompaña, ilumina, influye, en la vida de las sociedades. Sentí el alcance, la crueldad de nuestra desgracia. Estaba dispuesto a considerarlo, a soportar el despecho, la humillación que acompañarían a su descubrimiento, a su reconocimiento. Pero, como ya he dicho, el aviso, cuando intenté, a mi vez, la aventura, quedó inédito.
Esta larga historia contamina la idea que me hago acerca de lo que elaboro cuando estoy inclinado, lápiz en mano, sobre mi papel. El desarrollo desigual impidió a mis predecesores desentrañar lo que sucedía y les concernía —Wittgenstein: «El mundo es todo lo que es el caso»— cuando llegó el momento, su momento. Las demoras se han acumulado, el retraso se ha agravado. Estoy vivo, creo, y aún he visto trabajar al ganado, a los bueyes virgilianos bajo el yugo, he oído hablar patois por todas partes, sufrido privaciones que ya no se pueden imaginar. Formalmente, soy de mediados del siglo pasado, de hecho, del XIX, del Ancien Régime, de los tiempos merovingios. Fue preciso que recorriera, a marchas forzadas, quemando las etapas, las épocas amontonadas a las que la luz de su tiempo no había alcanzado, que atravesara las espesuras de un pasado irresoluto para llegar al presente. Nuestros gestos, nuestros pensamientos, revelan la influencia del entorno, nuestra relación con la tarea, la evidencia, la relativa facilidad de una costumbre arraigada o la torpeza, la gigantesca incertidumbre de la novedad absoluta. En la década de 1880, un trabajador agrícola, en mi región, cobraba cincuenta céntimos al día. Pero era alimentado y alojado, generalmente en el establo. Necesitaba sudar durante ocho días para conseguir una novela de Anatole France, La Rôtisserie de la reine Pédauque o Les Dieux ont soif, que costaban cuatro francos. Pero se ahorró este gasto. No hablaba más que occitano y era analfabeto.
Miro con un viejo resentimiento de plebeyo, de campesino, una determinada imagen del escritor, imperceptiblemente distraído u ostensiblemente ajeno al mundo profano y a sus habitantes, despeinado por «las tormentas deseadas» y pintado por Girodet, o adoptando posturas, de Barbey d'Aurevilly a Montherlant, pasando por Barrès, Malraux y otros, todavía, del mismo tipo y que es superfluo nombrar. Gentes instaladas en los barrios acomodados y bellos de la capital, exentas de las preocupaciones ordinarias, y que pueden hacer un caso infinito de las cosas más nimias, escriben novelas psicológicas, fábulas heroicas, que me excluyen a mí, y a tantos otros, pura y simplemente.
Savoir/agir: Montaigne y Proust...
Pierre Bergounioux: Puede ocurrir que un hidalgüelo del Périgord o un retoño de la banca parisina y de la Facultad de Medicina superen la suma de prejuicios asociados a su condición social, respondan a la necesidad de un espíritu que compita con el interés de clase. Esto que digo suena a la peor clase de idealismo —la determinación por el concepto. A menos que se admita que el determinismo económico, cuando es extremadamente ventajoso, proporciona a sus beneficiarios la posibilidad, la libertad, de dar cabida a pensamientos que, en primera instancia, les son ajenos, opuestos. Tal vez sea admisible, en determinadas condiciones, muy raras —pero los escritores muy grandes son pocos—, ignorar todo y decir lo impensable. Usted ha mencionado a Montaigne. Era un noble, un rico terrateniente, primer magistrado de Burdeos, un hombre extraordinariamente cultivado, tan exquisitamente refinado como se puede ser en el Renacimiento. Esa es la razón, sin duda, para que su mirada fuera diferente de la de sus sus compatriotas, menos eruditos y reflexivos, menos confortablemente asentados, con respecto a los tres tupis guaraníes que acababann de ser desembarcados en Le Havre. Montaigne detecta, por lo pronto, que los indígenas sólo conciben las relaciones entre ellos —y, por tanto, políticas— de forma igualitaria, cuando no se le escapa que unos, aquí, incluido él mismo, rebosan de riqueza mientras otros se mueren de hambre a su puerta. Y, como se ha tomado cierta distancia de sí mismo y, por extensión, de las costumbres y procedimientos imperantes, puede incluso fingir retomarlos para desligarse mejor de ellos. «Pero —concluye sobre estos caníbales— no llevan calzas».
Aquellos que, a través de las épocas, confiscan en beneficio propio el producto sobrante, pueden, por sí solos, dar plena expresión a su humanidad, elevarse a ese grado de discernimiento del que ya decía La Bruyère que «justo después vienen los diamantes y las perlas».
Savoir/agir: Vuelvo a su trabajo... Me parece que puede verse como un intento de restaurar algo de la verdad de este mundo mudo o «hablado por otros», como dice Bourdieu, y un esfuerzo por comprender lo que ocurrió.
Pierre Bergounioux: Sí, sería algo parecido al el trabajo de un historiador, pero poco fiable, precientífico, un tanto místico, como, en el pasado, Michelet descendiendo al reino de los muertos, con la vara de oro en la mano, para dar la palabra a aquellos que nunca la tuvieron. Se consideraba investido de la misión de facilitarles el acceso al significado para encontrar la paz. Hablando en serio, me interesaron las investigaciones de la psicóloga rusa Bluma Zeigarnik sobre la persistencia en la memoria de lo que no se ha consumado. Yo he tenido un escolarización completa. He comprobado, como sostiene Jack Goody, que el descubrimiento de la escritura es el acontecimiento más importante de la aventura humana. La utilicé para ahuyentar del «país de mi alma» a esos enemigos inmemoriales que son la ignorancia y el olvido.
La reconquista concierne también a esos individuos agazapados en nuestro interior, el chiquillo excluido, el adolescente asustado que, dominados por las circunstancias, desbordados por el acontecimiento, reclaman en voz baja al adulto en que se convertirán que disipe los enigmas a los que se enfrentan ya que él tiene la explicación, caso de que la haya conseguido. Pienso en la famosa fórmula de Freud: «Allí donde estaba, es donde debo aparecer». Ocurrieron cosas que escapaban a nuestra comprensión. Pero se pierde nada. Cada uno de nuestros instantes es la suma o el resultado de todos los precedentes, y la necesidad de razón suficiente, que inherente a nuestra cultura, no nos deja descansar ni renunciar hasta que la hemos satisfecho.
Cuando surgió la posibilidad de comprender algo sobre el asunto, cuando yo tenía unos diecisiete años, resolví dedicarle el resto de mi tiempo, feliz si, en el último momento, podía adivinar su final. Hubiera preferido que lo hiciera un tercero. Me habría bastado con extender la mano para leerlo. Pero el pequeño fajo de papeles que me dieron estaba deseperadamente en blanco, y por eso me habré pasado la vida garabateando.
Savoir/agir: Escribir, pero también enseñar...
Pierre Bergounioux: Cuarenta años de enseñanza, el cumplimiento aplazado del deseo de unos abuelos a los que no conocí y a los que la oscuridad de los tiempos, los suyos, no permitió a mi padre cumplir. En virtud de la ley de conservación de la energía (social), cayó sobre mí, llegado el momento, y como yo había sido preparado para ello, contemplé la opción, el ejercicio de esta profesión, como una vocación. Recuerdo el entusiasmo con que empujé, a los veinticinco años, la puerta del aula. Además de a los alumnos reales que tenía enfrente, era también al chico decepcionado, desilusionado que había sido yo mismo, a quien se dirigía el profesor en el que me había convertido. Yo era un activista político. No me hacía ilusiones. Había leído Rapport pédagogique et communication, Les Héritiers. Comprobé, inmediatamente, el impacto del origen social en el rendimiento escolar, participé, sin quererlo, en la consagración de los privilegios. Intenté, en la medida de lo posible, atenuar la brutalidad de los veredictos escolares, la estigmatización con la golpeamos, con un bolígrafo rojo, a los malos alumnos, es decir, a los hijos de las clases populares. Tenía la posibilidad, en medio de la batalla, de derribar algunas de las barreras que limitan su alcance. Alumnos a los que todo predestinaba a no comprender, a no oírme, quedaron atrapados en el juego, descubrieron que «era de ellos de quien trataba la fábula», para usar las palabras del viejo Horacio. Siguen siendo grandes placeres que iluminan mi extensa carrera. En cuanto a los que intenté atraer hacia mí, que se abrieran a sí mismos, sin éxito, la sociología de la educación me enseñó que, aun con la mejor voluntad, no se podía hacer. De lo contrario, se habría producido la igualdad efectiva de oportunidades, el fin de la injusticia, y ésta nunca ha sido, más bien al contrario, la contribución que se espera del sistema educativo en una sociedad de clases.
____________________________________________________________________________
Este artículo es la traducción al castellano de la entrevista Je n'ai pas de mot. Je gribouille, publicada por Cairn.Info, Matières à réflexion en https://www.cairn.info/revue-savoir-agir-2014-4-page-79.htm
La imagen de la cabecera procede de: https://france3-regions.francetvinfo.fr/nouvelle-aquitaine/correze/documentaire-pierre-bergounioux-passion-ecrire-1569320.html
Como todo el contenido de este blog, este artículo está publicado bajo la licencia de Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España
_____________________________________________________________________________________
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Traducción al castellano de: Pierre Bergounioux, «Bon dieu!»Traducción del ensayo «Claude Simon» del libro L’invention du présent.
Traducción del ensayo «La invención del presente» del libro L’invention du présent.
Traducción del Postfacio de Pierre Simon del libro B-17G
Traducción del ensayo «Michon» del libro L’invention du présent
Traducción de la conferencia «La escritura como revelación y liberación», transcrita en Les Actes de Lecture n°107
Traducción del Prefacio del libro Exister par deux fois.
Notas de Lectura de Le corps de la lettre
Notas de Lectura de Le grand sylvain
Notas de Lectura de El río de las edades
Notas de Lectura de La huella
Notas de Lectura de Un poco de azul en el paisaje
Notas de Lectura de Cuaderno de Notas. Diario 1980-1985
Notas de Lectura de Una habitación en Holanda
Notas de Lectura de Carnet de notes 1980-1990
Notas de Lectura de Carnet de notes 1991-2000
Notas de Lectura de Carnet de Notes 2001-2010
Notas de Lectura de Carnet de Notes 2011-2015
Notas de Lectura de B-17G
Notas de Lectura de La casse