Discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura
Damas y caballeros,
Uno de mis compañeros de premio Nobel, como nos llama el Dr. André Lwoff en una carta que tuvo la amabilidad de enviarme, explicó muy bien los sentimientos de un laureado distinguido por la Academia Sueca:
«Al ser la investigación un juego —escribió en su agradecimiento—, poco importa, al menos en teoría, si se gana o se pierde. Pero los estudiosos —y yo diría también los escritores—, conservan ciertos rasgos de la infancia. Como a los niños, les gusta ganar y, como ellos, ser recompensados. En el fondo, todo científico —y todo escritor, diría yo— desea ser reconocido».
Si trato de analizar los múltiples componentes de esta satisfacción, en cierto modo infantil, diría que hay un incuestionable orgullo en el hecho de que, más allá de mi persona, se llame la atención sobre el país que, para bien o para mal, es el mío, y en el que no está de más que la gente sepa que, a pesar de todo, existe una cierta vida del espíritu, que, en sí misma, sin otra finalidad o razón que la de existir, marca la diferencia, resiste como una protesta obstinada, denigrada, burlada, a veces incluso hipócritamente perseguida, que sigue haciendo de ese país uno de los lugares donde sobreviven algunos de los valores más amenazados de la actualidad, indiferente a la inercia o, a veces, incluso a la hostilidad de los distintos poderes.
Me gustaría, así pues, declarar a los miembros de su Academia que, si me dirijo a ellos para hacerles saber cuánto aprecio y agradezco la elección que han hecho, no es sólo para ceñirme a un ritual o para corresponder con una simple cortesía.
No es casualidad, en efecto, que esta institución tenga su sede y delibere en Suecia, y más concretamente en Estocolmo; es decir, más o menos en el centro geográfico o, si se prefiere, en la encrucijada de las cuatro naciones que componen esta Escandinavia, tan pequeña en cuanto al número de sus habitantes, pero tan grande en cuanto a su cultura, sus tradiciones, su civismo, su apetito por el conocimiento y sus leyes, que ha llegado a constituir, al margen del mundo de hierro y violencia en que vivimos, una especie de isla privilegiada y ejemplar.
No es casualidad que las traducciones noruega, sueca y danesa de mi última obra, Las Geórgicas, fueran las primeras en aparecer, como tampoco lo es que el pasado invierno la librería de una pequeña aldea perdida en medio de bosques y lagos tuviera otra traducción, esta vez en finés, mientras que (por hablar sólo de uno de los dos monstruosos gigantes que nos aplastan con su peso) cuando se anunció la concesión de este último Premio Nobel, el New York Times preguntaba infructuosamente a los críticos literarios estadounidenses y los medios de comunicación de mi país corrían desasosegadamente en busca de información sobre este autor prácticamente desconocido, publicando la prensa de gran difusión, a falta de análisis críticos de mis obras, las noticias más fantasiosas sobre mis actividades como escritor o mi vida —cuando no era para deplorar su decisión como un desastre nacional para Francia.
Por supuesto, no soy ni tan presuntuoso ni tan necio como para no comprender que, en el campo del arte o de la literatura, cualquier elección es cuestionable y, hasta cierto punto, arbitraria, y soy el primero en pensar que aquí y allá, en el mundo y en Francia, tanto o más que yo, podrían haber sido premiados otros escritores por los que siento el mayor respeto.
Si he mencionado el asombro, incluso el escándalo, del que se hace eco la prensa generalista (a veces incluso asustada: un semanario francés de gran tirada se preguntaba si la KGB soviética no se habría infiltrado en su Academia), no quisiera que nadie pensara que lo hice con un mezquino espíritu de burla o de prepotencia, sino porque estas protestas, esta indignación, este miedo incluso, se formularon en términos que ilustran perfectamente los problemas que, en el campo de la literatura y del arte, oponen las fuerzas conservadoras a esas otras que no llamaré progresistas (esta palabra no tiene ningún sentido en el arte), sino de progreso, rebeldes, poniendo de manifiesto el divorcio cada vez más pronunciado y polémico entre el arte vivo y el público en general, que es temerosamente mantenido en un estado de atraso por los poderes fácticos, aquellos que tienen pánico al cambio.
Dejemos de lado las quejas de que soy un autor «difícil», «aburrido», «ilegible» o «confuso», y recordemos simplemente que los mismos reproches se han hecho a cualquier artista que perturbe los hábitos adquiridos y el orden establecido, y admiremos el hecho de que los nietos de aquellos que veían en los cuadros impresionistas nada más que borrones sin forma (es decir, ilegibles), hagan ahora colas interminables para ir a admirar las obras de estos mismos emborronadores en exposiciones o museos.
Dejemos también de lado la insinuación de que ciertos agentes de una determinada policía política podrían sentarse entre ustedes y dictarles su elección, aunque, dicho sea de paso, no deja de ser interesante constatar que aún hoy, en ciertos círculos, la Unión Soviética sigue siendo el símbolo de formidables fuerzas de desestabilización con las que es, creo, halagador, que se asocie a un simple escritor, porque finalmente, aquí y allá, la gratuidad egoísta y vana de lo que se llama «el arte por el arte» ha sido denunciada hasta tal punto que no es una pequeña recompensa para mí ver que mis escritos, que no tenían otra ambición que la de elevarse a este nivel, se puedan considerar instrumentos de una acción revolucionaria y desestabilizadora.
Lo que me parece más interesante de tener en cuenta y digno, creo, de consideración, son otros juicios emitidos contra mi obra que, por su naturaleza y por el vocabulario que utilizan, ponen de manifiesto no un malentendido que pudiera existir entre los partidarios de una determinada tradición y lo que llamaré literatura viva, sino lo que parece ser una verdadera inversión (o, si se prefiere, vuelco) de la situación, porque cada uno de los términos utilizados en sentido peyorativo es, de hecho, muy juicioso, y, contrariamente a las intenciones del crítico, tiene un valor positivo a mis ojos.
Volveré sobre el reproche de que mis novelas no tienen «ni principio ni fin», lo cual, en cierto sentido, es bastante obvio, pero me gustaría mencionar dos adjetivos que se consideran infamantes, de forma natural o, podríamos decir, lógicamente asociados, y que muestran inmediatamente dónde está el problema: son los que denuncian mis obras como el producto de un trabajo laborioso y, por tanto, necesariamente artificial.
El diccionario da la siguiente definición de esta última palabra: «hecho por mano o arte del hombre», y también «producido por el ingenio humano», una definición tan pertinente que uno podría conformarse con ella si, paradójicamente, las connotaciones que comúnmente se cargan de un significado peyorativo no resultaran igualmente instructivas al examinarlas; porque, como añade el diccionario, «artificial» también significa «no natural, falso», enseguida se nos ocurre que el arte, la invención por excelencia, también artificial y, por tanto, fabricado (palabra a la que convendría devolverle toda su nobleza), es, por su propia naturaleza, imitación (que obviamente postula la falsedad). Pero aún sería necesario precisar la naturaleza de esta imitación, ya que el arte se autogenera, por así decirlo, imitándose a sí mismo: así como no es el deseo de reproducir la naturaleza lo que hace al pintor, sino la fascinación del museo, es el deseo de escribir, suscitado por la fascinación de la palabra escrita, lo que hace al escritor, mientras que la naturaleza, como dijo ingeniosamente Oscar Wilde, se limita a «imitar al arte»...
Y es, en efecto, un lenguaje de artesanos que, durante siglos, antes, durante y después del Renacimiento, utilizaron los más grandes escritores o músicos, a veces tratados como siervos, que trabajaban por encargo y que hablaban de sus trabajos (pienso en Johann Sebastian Bach, Nicolas Poussin...) como obras muy laboriosas y muy concienzudamente ejecutadas. ¿Cómo explicar entonces que hoy en día, para algunos críticos, las nociones de trabajo y de obra hayan caído en tal descrédito que decir que a un escritor le cuesta escribir les parece el colmo de la burla? Tal vez no sea mala idea detenerse en este dilema, que abre horizontes mucho más amplios que los meros cambios de humor.
«Un valor de uso o cualquier artículo — escribe Marx en el primer capítulo de El Capital—, no tiene valor alguno hasta que el trabajo humano se materializa en él». Este es, en efecto, el laborioso punto de partida de todo valor. Aunque no soy ni filósofo ni sociólogo, me parece preocupante constatar que fue durante el siglo XIX, paralelamente al desarrollo del maquinismo y de la industrialización feroz, cuando asistimos, al mismo tiempo que al auge de una cierta mala conciencia, a la desvalorización de esta noción de trabajo (este trabajo mal pagado de transformación): el escritor se ve entonces desposeído del beneficio de su esfuerzo en favor de lo que algunos han llamado inspiración, convertido en un mero intermediario, en el portavoz de quién sabe qué poder sobrenatural, de modo que el escritor, que antes era un sirviente asalariado o un artesano concienzudo, ve ahora su persona simplemente negada: es a lo sumo un copista, o el traductor de un libro ya escrito en otra parte, una especie de máquina para descodificar y entregar en lenguaje llano los mensajes que le dicta un misterioso más allá.
Se puede ver la estrategia, a la vez elitista y aniquiladora: honrado en este papel de pitonisa borracha u oráculo inútil, el escritor pertenece a una casta de elegidos en la que nadie puede pretender ser admitido por su mérito o su trabajo. Por el contrario, este último, como en el pasado para los miembros de la nobleza, se considera infame, degradante. El término que se utilizará para juzgar una obra será naturalmente un término religioso, gracia, una gracia que, como todo el mundo sabe, no se puede adquirir a través de ninguna virtud, ni siquiera del ascetismo.
Como depositario o poseedor privilegiado esta gracia de un saber («¿qué tienes que decir?», preguntaba Sartre —en otras palabras: «¿qué saber posees?»), depositario incluso antes de la escritura de un saber negado al pueblo llano, al escritor se le asigna la misión de instruirlo, y la novela adoptará con toda naturalidad la forma imaginaria en que se imparte la enseñanza religiosa, la de la parábola, la fábula. Si la persona del escritor queda abolida (debe desvanecerse detrás de sus personajes), también lo está su obra, así como el producto de este trabajo, la propia escritura: «El mejor estilo es el que no se nota», solemos escribir, recordando la famosa fórmula de que una novela es sólo «un espejo llevado a lo largo de un camino»: una superficie plana, lisa, sin asperezas, sin nada más, detrás de una fina placa de metal pulido, que las imágenes virtuales que refleja con infiferencia, una tras otra, objetivamente — en otras palabras: «el mundo como si yo no estuviera allí para contarlo», según la fórmula de Baudelaire, definiendo, irónicamente, el «realismo».
«Al conceder el Premio Nobel a Claude Simon, ¿se pretendía confirmar el rumor de que la novela estaba definitivamente muerta?", se pregunta un crítico. No parece haberse dado cuenta todavía de que, si por novela se entiende el modelo literario que floreció durante el siglo XIX, está efectivamente bien muerta, a pesar de que en las bibliotecas de las estaciones de ferrocarril o en cualquier otro lugar se sigan vendiendo y comprando por miles historias de aventuras amables o terroríficas, con conclusiones optimistas o desesperadas, y con títulos que anuncian verdades reveladas como, por ejemplo, La condición humana, La esperanza o Los caminos de la libertad.
Lo que me parece más interesante es constatar que, si a principios de nuestro siglo, aquellos dos gigantes, Proust y Joyce, abrieron vías completamente diferentes, no hicieron más que sancionar una lenta evolución en el curso de la cual la novela llamada realista se dio lentamente muerte a sí misma.
«Yo intentaba —escribió Marcel Proust— encontrar la belleza donde nunca había imaginado que podía hallarse: en las cosas más ordinarias, en la vida profunda de las naturalezas muertas». Por su parte, en un artículo publicado en Leningrado en 1927, titulado «Sobre la evolución literaria», el ensayista ruso escribió: «A grandes rasgos, las descripciones de la naturaleza en las novelas antiguas, que uno estaría tentado, desde el punto de vista de un determinado sistema literario, a reducir a un papel auxiliar de soldadura o ralentización (y, por tanto, casi a rechazar), deberían, desde el punto de vista de otro sistema literario alternativo, ser consideradas como un elemento principal, porque puede ocurrir que la fábula sea sólo una motivación, un pretexto para acumular descripciones estáticas». Este texto, que en algunos aspectos parece profético, me parece que exige una serie de observaciones.
En primer lugar, señalemos que, según el diccionario, la primera acepción de la palabra «fábula» es la siguiente: «Breve relato ficticio, en prosa o verso, con intención didáctica o crítica frecuentemente manifestada en unamoraleja final, y en el que pueden intervenir personas, animales y otros seres animados o inanimados.». Inmediatamente, me viene a la mente una objeción: se trata de que, en realidad, el proceso real de elaboración de la fábula tiene lugar exactamente a la inversa de este esquema y que, portanto, es la historia la que se deriva de la moraleja. Para el fabulista, primero hay una moraleja —«La razón del más fuerte es siempre la mejor», o «todo adulador vive a costa de su oyente»—, y sólo después la historia que imagina como una demostración pictórica, para ilustrar la máxima, el precepto o la tesis que el autor busca por este medio hacer más llamativa.
Es esta tradición la que, en Francia, a través de los fabliaux de la Edad Media, de los fabulistas y de la llamada comedia costumbrista o de carácter del siglo XVII, y luego del cuento filosófico del siglo XVIII, condujo a la llamada novela realista del siglo XIX, con intención didáctica: «Usted y unas cuantas almas bellas, tan bellas como la suya —escribió Balzac— comprenderán mi pensamiento leyendo La casa Nucingen junto a César Birotteau. En este contraste, ¿no hay toda una enseñanza social?».
Audazmente innovadora en su época (lo que olvidan sus epígonos retrasados que, siglo y medio después, la proponen como ejemplo), sostenida por un cierto «entusiasmo por la escritura» y una cierta desmesura que la elevaba más allá de sus intenciones, la novela balzaciana degeneró luego para dar lugar a obras que sólo conservaban su espíritu puramente demostrativo.
Y, por supuesto, desde este punto de vista, cualquier descripción parece no sólo superflua sino, como señala Tynianov, inoportuna, ya que se injerta parasitariamente en la acción, interrumpe su curso y sólo retrasa el momento en que el lector descubrirá finalmente el sentido de la historia: «Cuando en una novela llego a una descripción, me salto la página», decía Henry de Montherlant, y, en el Segundo Manifiesto del Surrealismo, André Breton (al que todo, sin embargo, oponía a Montherlant), declarando que se moría de aburrimiento ante la descripción de la habitación de Raskólnikov, exclamaba con furia: «¿Qué derecho tiene el autor a endosarnos sus tarjetas postales?»
* * *
Tipos sociales o psicológicos en situación, simplificados hasta la caricatura (al menos en cierta tradición francesa: «Harpagon no es más que un avaro —señalaba Strindberg en su prefacio a La señorita Julia —. Podría haber sido al mismo tiempo un excelente concejal, un excelente padre de familia o cualquier otra cosa; ¡no, no es más que un avaro!»), los personajes de la novela tradicional se ven arrastrados a una serie de aventuras, de reacciones en cadena que se suceden por un supuestamente implacable mecanismo de causa y efecto que los conduce gradualmente a ese desenlace que se ha llamado la «culminación lógica de la novela», demostrando la validez de la tesis sostenida por el autor y expresando lo que su lector debe pensar de los hombres, las mujeres, la sociedad o la Historia...
El problema es que estos sucesos supuestamente determinados y determinantes sólo dependen de la buena voluntad de quien los cuenta y de su intención de que tales o cuales personajes se encuentren (o se pierdan), se amen (o se detesten), mueran (o sobrevivan), y de que si estos sucesos, que son, por supuesto, posibles, igualmente podrían no ocurrir. Como señala Conrad en su prefacio a El negro del Narciso, el autor apela solamente a nuestra credulidad, ya que la lógica de los personajes y de las situaciones es susceptible de ponerse en cuestión infinitamente: Mientras que Henri Martineau, eminente stendhaliano, asegura que Julien Sorel está predestinado desde el principio de la novela El rojo y el negro a disparar el tiro de pistola fatal a Madame de Rénal, Emile Faguet, por su parte, encuentra este desenlace «más forzado de lo permitido».
Esta es, sin duda, una de las razones del paradójico fenómeno por el que, al mismo tiempo que nacía, la novela realista ya empezaba a trabajar en su propia destrucción. En efecto, parece como si, conscientes de la debilidad del proceso que utilizan para transmitir su mensaje didáctico (un proceso basado enteramente en el principio de causalidad), estos autores hubieran sentido la necesidad de dar a sus fábulas un cierto espesor material para hacerlas más convincentes. Hasta entonces, en la novela o el cuento filosófico, ya sea La princesa de Clèves, Cándido, Las relaciones peligrosas o incluso La nueva Heloísa, escrita por ese amante de la naturaleza que era Rousseau, la descripción es prácticamente inexistente y sólo aparece en forma de estereotipos invariables: todas las mujeres bonitas tienen invariablemente una tez «de lirio y rosa», están «hechas a medida», las viejas son «grotescas», las sombras «frías», los desiertos «espantosos», y así sucesivamente... Con Balzac (y en esto reside quizá su genio), se ven aparecer largas y minuciosas descripciones de lugares o de personajes, descripciones que, en el transcurso del siglo, no sólo serán cada vez más numerosas, sino que, en lugar de limitarse al comienzo del relato o a la aparición de los personajes, van a fraccionarse, a entremezclarse en dosis más o menos masivas al relato de la acción, hasta el punto de que al final desempeñan el papel de una especie de caballo de Troya y se limitan a expulsar la fábula a la que debían dar contenido: si el final trágico de Julien Sorel en el cadalso, el de Emma Bovary envenenada con arsénico o el de Ana Karénina arrojándose bajo un tren pueden aparecer como la coronación lógica de sus aventuras y entresacar una moraleja, es imposible extraerla de la muerte de Albertine, a la que Proust hace desaparecer (uno estaría tentado de decir: «de la que se deshace») por un banal accidente de equitación...
Me parece que se puede establecer un interesante paralelismo entre la evolución de la novela que tuvo lugar en el siglo XIX y la de la pintura, que comenzó mucho antes: «El fin (la meta) del arte cristiano —escribe Ernest Gombrich— consiste en dar a la figura sagrada y, sobre todo, a la Historia Sagrada, un emplazamiento convincente y conmovedor a los ojos del espectador». Concebido inicialmente por los bizantinos como un instrumento de edificación y utilizado con fines didácticos, «el acontecimiento se relata con la ayuda de jeroglíficos claros y sencillos que lo harán comprender más que ver». Un árbol, una montaña, un arroyo, las rocas se indican con signos pictográficos. «Sin embargo, poco a poco, se percibe una nueva exigencia, que es la de hacer que el espectador se convierta, por así decirlo, en testigo del acontecimiento (...), que se supone que es el objeto de su contemplación», y así asistimos poco a poco al advenimiento del naturalismo, del que Giotto es uno de los primeros artífices, continuando la evolución hasta que, como nos dice Gombrich, «el paisaje naturalista de los fondos, concebido hasta entonces de acuerdo con las concepciones del arte medieval como ilustraciones de proverbios y proveedor de lecciones morales, este paisaje que rellenaba las localizaciones, desprovistos de personajes y de acciones (...), devora, por decirlo así, en el siglo XVI, los primeros planos, hasta llegar a su objetivo con especialistas como Joachim Patinir, de modo que lo que el pintor crea ya no deriva su relevancia de alguna asociación con un tema importante, sino del hecho de que refleja, como la música, la armonía misma del universo».
De ese modo, como resultado de una lenta evolución, la función del pintor se ha, en cierto modo, invertido, y el conocimiento o, si se prefiere, el sentido, ha pasado de un lado a otro de su acción, al principio precediéndola, suscitándola, para, al final, resultar de esta misma acción, que ya no expresará el sentido sino que lo generará.
Y lo mismo ha ocurrido con la literatura, hasta el punto de que hoy parece legítimo reclamar para la novela (o exigirle) una credibilidad, más fiable que la que, siempre discutible, puede atribuirse a una ficción, una credibilidad que sea conferida al texto por la relevancia de las relaciones entre sus elementos, cuyo orden, sucesión y disposición ya no se basarán en una causalidad externa al hecho literario, como la causalidad de carácter psicosocial que es la norma en la tradicional novela llamada realista, sino en una causalidad interna, en el sentido de que un acontecimiento, descrito y ya no relatado, seguirá o precederá a otro en virtud de sus propias cualidades.
Si no puedo dar crédito a este deus ex machina que hace que los personajes de una historia se encuentren o se pierdan demasiado oportunamente, por el contrario, me parece totalmente creíble, porque está en el orden sensato de las cosas, que Proust se vea transportado de repente del patio del mansión de los Guermantes a la plaza de San Marcos de Venecia por el efecto de dos adoquines desiguales bajo su pie, igual de creíble que Molly Bloom se vea arrastrada a sus ensoñaciones eróticas por la evocación de la jugosa fruta que piensa comprar al día siguiente en el mercado, o que el desdichado Benjy de Faulkner grite de dolor cuando oye a los golfistas gritar la palabra caddie; y todo ello porque entre esas circunstancias, esas reminiscencias, esas sensaciones, hay una evidente comunidad de cualidades, es decir, una cierta armonía que, en estos ejemplos, es el resultado de asociaciones, de asonancias, pero que también puede ser el resultado, como en la pintura o en la música, de contrastes, de oposiciones o de disonancias.
A partir de ese momento, se empieza a entrever una respuesta a las conocidas preguntas: «¿Por qué escribe?» «¿Qué tiene que decir?»
«Si (...) se me interroga —escribió Paul Valéry—, si se me inquieta (como a veces, y encarecidamente) sobre lo que quería decir (...), respondo que no quería decir sino hacer, y que fue esta intención de hacer la que me hizo querer decir lo que dije». Una respuesta cuyos términos podría reproducir punto por punto: si el abanico de las motivaciones del escritor está completamemnte abierto, la necesidad de ser reconocido de la que habla André Lwoff no es quizás la más fútil, pues requiere en primer lugar ser reconocido por uno mismo, lo que implica un hacer (yo hago—yo produzco—, por lo tanto yo soy), ya se trate de construir un puente, un barco, de hacer crecer una cosecha o de componer un cuarteto. Y, si nos limitamos al ámbito de la escritura, ¿es necesario recordar que hacer, en griego, está en el origen de la palabra poema, cuya naturaleza quizá aún deba cuestionarse, ya que, si estamos de acuerdo en conceder cierta libertad a quien en el lenguaje popular se conoce como poeta, por qué habría que negársela al prosista y asignarle, en cambio, la única misión de narrador de apólogos, sin tener en cuenta ninguna otra consideración sobre la naturaleza de esa lengua que se supone que utiliza como mero vehículo? ¿No es olvidar que, como decía Mallarmé, «siempre que hay un esfuerzo de estilo, hay versificación», olvidar la pregunta que se hace Flaubert en una carta a George Sand: «¿Cómo es posible que haya una relación necesaria entre le mot juste y la palabra musical?»
Ahora soy un anciano, y, como muchos habitantes de nuestra vieja Europa, la primera parte de mi vida fue bastante agitada: fui testigo de una revolución, luché en la guerra en condiciones particularmente mortíferas (pertenecí a uno de esos regimientos que los estados mayores sacrifican fríamente de antemano y del que, en ocho días, no quedaba prácticamente nada), fui hecho prisionero, conocí el hambre, el trabajo físico hasta el agotamiento, me evadí, estuve gravemente enfermo, varias veces al borde de la muerte, violenta o natural, me codeé con la gente más diversa, tanto con sacerdotes como con pirómanos de iglesias, tanto con burgueses pacíficos como con anarquistas, tanto con filósofos como con analfabetos, compartí mi pan con matones, viajé por todo el mundo... y, sin embargo, a los setenta y dos años, todavía no le he descubierto ningún significado a todo esto, como no sea lo que dijo, me parece, Barthes, siguiendo a Shakespeare, que «si el mundo significa algo, es que no significa nada» —excepto aquello que es.
Como puede verse, no tengo nada que decir, en el sentido sartreano de esta expresión. Además, si me hubiera sido revelada alguna verdad importante en el ámbito social, histórico o sagrado, me habría parecido cuando menos burlesco tener que recurrir para exponerla a una ficción inventada en lugar de un tratado razonado de filosofía, de sociología o de teología.
¿Qué hacer, entonces, para retomar la palabra de Valéry, que, inmediatamente, conduce a la siguiente pregunta: ¿hacer con qué?
Pues bien, cuando me encuentro ante mi página en blanco, me enfrento a dos cosas: por un lado, al turbulento magma de emociones, de recuerdos, de imágenes que hay en mi interior, y por otro, a la lengua, a las palabras que voy a buscar para decirlo, a la sintaxis por la que se van a ordenar y en el seno de la cual, de alguna manera, van a cristalizar.
Y, de inmediato, una primera constatación: es que nunca se escribe (o se describe) algo que haya sucedido antes del trabajo de escritura, sino lo que sucede (en todos los sentidos de la palabra) en el curso de este trabajo, en su tiempo presente, y que resulta no del conflicto entre un muy vago proyecto inicial y la lengua, sino, por el contrario, de una simbiosis entre ambos que hace, al menos para mí, que el resultado sea infinitamente más rico que la intención.
Stendhal experimentó este fenómeno del tiempo presente de la escritura cuando, en La vida de Henry Brulard, emprendió el relato de su travesía del paso del Gran San Bernardo con el ejército italiano. Mientras intenta proporcionar el relato más veraz, dice, se da cuenta de repente de que puede estar describiendo un grabado que representa ese suceso, un grabado que ha visto después de los hechos y que, escribe, «ha ocupado (en él) el lugar de la realidad». Si hubiera llevado más allá su reflexión, se habría dado cuenta —ya que es fácil imaginar la cantidad de cosas representadas en este grabado: cañones, carros, soldados, caballos, glaciares, rocas, etc., cuya mera enumeración habría llenado varias páginas, mientras que el relato de Stendhal ocupa solo una—, de que ni siquiera estaba describiendo este grabado, sino una imagen que en aquel momento se estaba formando en él y que seguía ocupando el lugar del grabado que creía describir.
Más o menos conscientemente, como resultado de las imperfecciones de su percepción y de su memoria, el escritor selecciona subjetivamente, elige, elimina, pero también valora entre cien o mil elementos cualesquiera de un espectáculo: estamos muy lejos de aquel espejo imparcial recorrido a lo largo de un camino que el mismo Stendhal pretendía...
Y si hubo una ruptura, un cambio radical en la historia del arte, fue cuando los pintores, seguidos pronto por los escritores, dejaron de pretender representar el mundo visible limitándose solamente a las impresiones que recibían de él.
«Un hombre en perfecto estado de salud —escribió Tolstoi— piensa con fluidez, siente y recuerda una cantidad ingente de cosas a la vez». Esta observación está próxima a estas frases de Flaubert, a propósito de Emma Bovary: «Todas las reminiscencias, las imágenes y las combinaciones que había en ella se escaparon a la vez, como las mil piezas de un fuego de artificio. Veía con claridad y en cuadros desvinculados a su padre, a Léon, el despacho de Lheureux, su habitación de allí, otro paisaje, figuras desconocidas».
Flaubert habla de una mujer enferma, aquejada de una especie de delirio, pero Tolstoi va más allá y generaliza cuando dice: «un hombre en perfecto estado de salud». Están de acuerdo al constatar que la totalidad de estas reminiscencias, de estas emociones y de estos pensamientos se presentan todos a la vez, pero Flaubert precisa, por su parte, que se trata de «cuadros desvinculados», es decir, de fragmentos, y que el aspecto en que se nos presentan es el de «combinaciones». Se puede ver ahora por dónde se queda corta la tímida propuesta de Tynianov, que, si consideraba anticuado el tipo de novela tradicional, sólo podía concebir una novela para el futuro en la que la fábula sólo fuera el pretexto para una acumulación de descripciones estáticas.
Porque es aquí radica una de las paradojas de la escritura: la descripción de lo que podría llamarse un paisaje interior aparentemente estático, cuya principal característica es que nada está cerca o lejos, resulta que no es estática sino dinámica: obligada por la configuración lineal del lenguaje a enumerar uno tras otro los componentes de este paisaje (que ya implica la preferencia de la elección, la valorización subjetiva de unos sobre otros), el escritor, en cuanto empieza a trazar una palabra sobre el papel, entra en contacto inmediatamente con un conjunto prodigioso, este prodigioso sistema de relaciones establecidas en y por este lenguaje que, como se ha dicho, «habla ya antes que nosotros» por medio de lo que se llaman sus figuras, es decir, los tropos, las metonimias y las metáforas, ninguna de las cuales es efecto del azar, sino que, por el contrario, son parte constitutiva del conocimiento del mundo y de las cosas adquirido gradualmente por el hombre.
Y si, siguiendo a Chklovski, aceptamos definir el hecho literario como «el traslado de un objeto desde su percepción habitual al ámbito de una nueva percepción», ¿cómo intentaría detectar el escritor los mecanismos que hacen confluir en él ese número incalculable de cuadros aparentemente desvinculados que le constituyen como ser sensible, si no es mediante este lenguaje que le constituye como ser pensante y hablante y en el seno del cual, en su sabiduría y su lógica, se nos ofrecen ya innumerables transferencias o intercambios de sentido? Las palabras, según Lacan, no son sólo signos, sino nodos de sentido o, como escribí en mi breve prefacio a Orión el ciego, encrucijadas de sentido, de modo que ya sólo con su vocabulario el lenguaje ofrece la posibilidad de combinaciones en número incalculable, gracias a la cual esta aventura narrativa en la que el escritor se compromete por su cuenta y riesgo parece finalmente más fiable que esas narraciones más o menos arbitrarias que nos propone la novela naturalista con una seguridad tanto más imperiosa cuanto que conoce la fragilidad y el muy cuestionable valor de sus medios.
Por tanto, no hay que demostrar sino mostrar, ya no hay que reproducir sino producir, ya no hay que expresar sino descubrir. Como la pintura, la novela ya no se propone derivar su relevancia de cualquier asociación con un tema siognificativo, sino del hecho de esforzrase por reflejar, como la música, una cierta armonía. Ante la pregunta: «¿Qué es el realismo?», Roman Jakobson observa que es habitual considerar el realismo de una novela no por referencia a la realidad en sí misma (un mismo objeto puede tener mil aspectos), sino, simplemente, como un género literario que se desarrolló en el siglo pasado. Es olvidar que los personajes de estas historias no tienen otra realidad que la de la escritura que los establece: ¿cómo podría, entonces, esta escritura desaparecer detrás de una historia y unos acontecimientos que no existen más que a través de ella? De hecho, al igual que la pintura tomó como pretexto una escena bíblica, mitológica o histórica (¿quién puede creer seriamente en la realidad de tal o cual crucifixión, de tal o cual Susana en el baño o tal o cual rapto de las sabinas?), lo que nos cuenta la escritura, incluso en la más naturalista de las novelas, es su propia aventura y sus propios hechizos. Si esta aventura es un fracaso, si estos hechizos no entran en juego, entonces una novela, sean cuales sean sus pretensiones didácticas o morales, también es un fracaso.
Se habla mucho aquí y allá, y con autoridad, de la función y del deber del escritor. Hace unos años, se llegó a abogar, no sin demagogia, por una fórmula que lleva en sí misma su propia contradicción, que decía que «ante la muerte de un niño en Biafra, no hay libro que valga». Si justamente, a diferencia de la muerte de un pequeño simio, esta muerte es un escándalo intolerable es porque este niño es un hombrecito, es decir, un ser dotado de una mente, de una conciencia, aunque sea embrionaria, susceptible más tarde, si sobrevive, de pensar y hablar de su sufrimiento, de leer el de los demás, de conmoverse a su vez y, con un poco de suerte, de escribir sobre él.
Al final des SDiglo de las Luces y antes de que se forjara el mito del realismo, Novalis enunciaba con asombrosa lucidez la aparente paradoja de que «el lenguaje es como las fórmulas matemáticas: constituyen un mundo en sí mismas, para sí mismas; juegan exclusivamente entre sí, no expresan nada más que su propia naturaleza maravillosa, que es precisamente lo que las hace tan expresivas, que reflejan el extraño juego de relaciones entre las cosas».
Es a la busca de este juego que tal vez podríamos concebir un compromiso con la escritura que, cada vez que cambia la relación que el hombre mantiene con el mundo a través de su lenguaje, contribuye en su modesta medida a cambiar este mundo. El camino seguido será entonces, se sospecha, muy diferente al del novelista que, a partir un principio, llega a un final. Este otro camino, recorrido con gran dificultad por un explorador en una tierra desconocida (perdiéndose, volviendo sobre sus pasos, guiado —o engañado— por la semejanza de ciertos lugares que, sin embargo, son diferentes o, por el contrario, por los diferentes aspectos de un mismo lugar), se confunde con frecuencia, pasa por encrucijadas que ya han sido recorridas, incluso puede ocurrir (y esto es lo más lógico) que, al final de esta investigación en el presente de las imágenes y las emociones, ninguna de ellas esté más lejos o más cerca que la otra (pues las palabras tienen ese prodigioso poder de reunir y confrontar lo que de otro modo quedaría disperso en el tiempo cronometrado y en el espacio mensurable), puede ocurrir que uno sea devuelto al punto de partida, solo que más rico por haber indicado algunas direcciones, haber tendido algunos puentes para haber alcanzado quizás, a través de la incesante profundización de lo particular y sin pretender haberlo dicho todo, este fondo común en el que cada uno podrá reconocer un poco —o un mucho— de sí mismo.
Así que no puede haber otro final que el agotamiento del viajero que explora este paisaje inagotable, contemplando el mapa aproximado que ha elaborado y sólo algo tranquilo por haber obedecido lo mejor que ha podido en su camino a ciertos impulsos, a ciertas pulsiones. Nada es seguro ni ofrece más garantías que aquellas de las que Flaubert habla después de Novalis: una armonía, una música. En su búsqueda, el escritor avanza laboriosamente, a tientas, se mete en callejones sin salida, se empantana, vuelve a empezar. —y, si se quiere a toda costa sacar una lección de su planteamiento, se puede decir que siempre avanzamos sobre arenas movedizas.
Muchas gracias por su atención.
Estocolmo, el 10 de diciembre de 1985
Les Prix Nobel. The Nobel Prizes 1985, Editor Wilhelm Odelberg, [Nobel Foundation], Stockholm, 1986
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