Ilustración de Alejandra Acosta, tomada del libro La cámara sangrienta. |
Alpha
Pascal Quignard
Antaño, la vieja letra aleph era el rostro de un toro visto de frente. Aleph, alpha, a, se inclina hacia la derecha, avanza en la violencia más frontal y determinada y, al cabo de un milenio, pierde un fragmento de su cuerno izquierdo. Es así como en la primera de las letras que anotan las lenguas escritas en Europa augura ese ímpetu salvaje. B, beth, beta, formada por cinco paredes, era la casa rodeada de barreras o de cercas donde la bestia indómita estaba encerrada. C era llamada por los romanos tristis littera. Era la letra triste, porque era la inicial del verbo Condemno. Es el equivalente de la d, que no es una d del signo deleatur (¡Que sea destruido!), que busca todavía en nuestros días representar gráficamente, en latín, la letra theta, de los griegos, que abre la palabra Thanatos. Esta letra, una vez inscrita frente a un nombre en la lista de ostracismo, en Atenas, o de proscripción, en Roma, llamaba a la eliminación, a través de una muerte violenta, del individuo que «anotaba», en cualquier sitio que este se encontrase, sin riesgo de ser castigado. Es así como el deleatur define al signo que, colocado frente a otro signo, le da muerte. El último de los dioses antiguos murió con los dos brazos separados en la letra de su cruz (tau).
Así, el hombre vivo espera ver la vida misma en el ángulo desde el que nadie puede conocerla. Ni en su origen. Ni en su fin. Ni en la imagen que falta a sus días, porque es anterior a la concepción de su cuerpo. Ni en la postura que se oculta a su vida, porque es posterior a la hora de su muerte. El ojo humano necesita de la ayuda de un objeto cuya faz se oculta. De un signo que destruye lo que denota, pero que no manifiesta lo que es. De un extraño objeto que no se muestra cuando muestra. Primero fue, en las tumbas, la superficie pulida de un espejo de bronce. Al mismo tiempo, el espejo roba las imágenes de los vivos, sorprende e inmoviliza a los monstruos o a las bestias en el instante en que reverberan sus fauces agresivas, y finalmente capta y atrapa a los invisibles, las Sombras, los fantasmas que pasan frente a él. Gracias al espejo, el hombre puede alcanzar lo invisible y, sobre el rebejo de su propio rostro, invirtiendo la simetría de la silueta viva, entrar en contacto con las siluetas de los muertos de las que proviene y a las que se asemeja. Dotado de esta vista que le permite ver a los antepasados perdidos en lo invisible, desciende con los muertos, que son todos los hombres que se han vuelto invisibles.
Hades se descompone en a-ides, es decir, in-visible.
Así, el medio para descender en el tiempo hasta el fondo del mundo invisible fue la letra que surgió como un sueño a través de la imagen faltante y que descompone en lo invisible omitiendo recordar, detrás de cada uno de los signos de los que dispone la lengua para escribirse y anularse, un muy antiguo y casi incomprensible rostro. Un antepasado del que nunca supimos el nombre porque el lenguaje no existía entonces. Un antepasado que no tenía nombre, pero que era un cuerpo al que nos parecemos vestigialmente. Un mundo de antaño. La ociosidad extraña que supone el trabajo literario es ese «tiempo muerto» en el «tiempo» que las letras disponen en las conexiones gramaticales. Que se escuchen o no en el aire, se inscriben y se separan en el texto. Es así como la res literaria engloba todo lo que se ha escrito desde el origen de la escritura, aun la inhumana, aun la infernal, aun la divina, aun la natural, aun la salvaje, aun la física, en los fósiles de los acantilados, en las ruinas de las plantas, en las mordidas y en los excrementos de las bestias. Porque cuando pronunciamos la palabra literatura, no se trata de una región del Ser. Es la posibilidad de todo lo que está compuesto por letras lo que surge explosivamente con la literatura. Más extendida que la ontología del mundo, más numerosa que los seres que designa, más vasta que todos los géneros que configura, la literatura no está ni siquiera limitada por la verdad. La literatura ni siquiera encuentra su límite en la capacidad de imprimir. Majencio mandó destruir las estatuas que representaban el cuerpo de Constantino. Entonces Constantino le declaró la guerra. Al momento de atravesar los Alpes, hizo que sujetaran a su labarum las letras griegas X y P, y venció. En recuerdo del nombre de Christos, quien les aseguró la victoria, el emperador hizo grabar las letras khi y rho en cada escudo de cada legionario de sus legiones. Cuando Constantino llegó al Puente Milvius, cuando ahogó a Majencio en el Tíber, de pronto vio una littera que se escribía en la extensión del cielo justo por encima del ejército destruido. «Era una cruz en el corazón del sol la forma como el astro desbordaba sus rayos». Se trataba de T, que es el tau de la cruz sobre la que el cuerpo de Cristo había sido clavado en el monte de los Calvarios. En 361, los ciudadanos de Antioquia se sublevaron durante las revueltas extraordinariamente sangrientas contra el emperador Juliano, porque estaba contra la X y porque había derrocado a la K. La khi es la primera letra de la palabra Christos. La kappa era la primera letra de la palabra Konstantinos, desde el instante en que se transcribió el nombre Constantinus en letras griegas. La literatura mata al amo y disloca su dominio en cualquier parte donde ella abora. Un día, Tereo tomó por el brazo a una joven mujer que se llamaba Filomela. La empujó. Escaló el banco de la montaña. La arrojó en una caverna extremadamente oscura. Arrancó su túnica. La joven mujer inútilmente gritó con todas sus fuerzas, Tereo desnudó sus senos, puso ahí sus labios y mordió. Durante mucho tiempo, Tereo aprovechó lo salvaje, la soledad, la frescura, la protección de las paredes oscuras. Los gritos aumentaban su audacia, lo que acrecentaba su deseo. En el instante mismo en el que Tereo estaba por culminar, es decir, de violarla, Filomela gritó: «¡Detente, Tereo! Si me tomas por la fuerza, le diré de tu violencia a mi padre».
Al escuchar esas palabras, Tereo no retiró su sexo, pero sacó de su funda su espada, la alzó hasta la nariz de la joven mujer, abrió su quijada por la fuerza, sacó su lengua por la fuerza, se la cortó desde la raíz. Finalmente eyaculó en ella, sin que ahora fuese capaz de decir una palabra ni de contar nada cuando estuviese de vuelta con los suyos.
He ahí lo que es ante todo escribir. Cortar la lengua, no poder hablar. Filomela, encerrada en la cueva, sin lenguaje articulable por medio de su lengua entremezclada con el soplo y con sus labios, se puso a tejer una tela que contaba mudamente su historia. He ahí lo que después es escribir. Siempre un terrible callar precede el hablar-callando que se produce al estar apartado de todos. Filomela agrega finalmente una tercera lección: la escritura es algo que creemos muerto, pero que vive.
En griego, philo-mele se descompone: aquella que ama el canto. La literatura ama una voz que no suena, pero que se escucha. Es solo ante los ojos del iletrado que la escritura está muerta. Es solo ante los ojos de Tereo que Filomela está muda. Es solo ante los ojos de los no- lectores que las letras no parecen ser la viva vita. Cuarta y última lección. La literatura es la verdadera vida que cuenta la vida dislocada, desordenada, viva y lastimada. «Lengua cortada», en Grecia; «boca cosida», en el norte de Europa; «oreja mordida», en Asia. Esos son los libros en el mundo. Existe una curiosa meditación de Gregorio Magno que dice que Dios mordió el infierno de los paganos que precedió su epifanía en un pesebre bajo el reino de Herodes. En esa mordida, Dios arrancó la parte del paraíso. Solo en un segundo tiempo, después de haber meditado sobre su mordida, Dios habría transferido ahí a todos los elegidos que, en su cuello, hubiesen visto crecer o despuntar una manzana de Adán, en recuerdo de la mordida originaria de la manzana edénica que había sumergido a los hombres, en el origen del tiempo, en el verdadero infierno vivo de la curiosidad y del deseo. Es así como Tereo, vuelto bestia, con sus garras, habiendo agarrado la lengua de Filomela, después de haberla sacado completamente de su boca, la extirpó de un golpe de colmillo desde la raíz. Excerpere es extirpar el texto al leer. Es hacer libros de las lenguas arrancadas, de las listas de extractos, de las costuras de jirones, de los mosaicos en fragmentos. Es toda la obra de Plinio el Viejo que es una sucesión de secuencias de extractos, de tractata, deextracta. Aun en Pompeya, el último día, bajo la lluvia de cenizas, Plinio el Viejo dictaba lo que extraía de su lectura, leyendo, muriendo. Los Antiguos decían que no había un solo verso de Virgilio que él no hubiese tomado de las obras de los griegos que estaban catalogados en los alvéolos de la Biblioteca de Alejandría.
La palabra texto, la vieja palabra textum, indica en latín la tela que teje (texere) la araña en las ramas. Entonces, en silencio, desprovista de lengua en su boca, Filomela, la que antaño amaba el canto que habitaba en su boca y que era la alegría de su vida, teje con sus dos manos el textum taciturno y vindicativo. El escrito enigmático que su lanzadera compone, que Filomela dirige a su hermana una vez terminado, relata en silencio los gritos dados por ella en la caverna oscura donde Tereo la deseó y la apremió y que explicaban la pérdida de su lengua. Después de que su hermana coció, a causa de la violación de Tereo, bajo la forma de una brocheta sobre carbón de madera, al hijo que había concebido, después de que ella lo hubiese devuelto a su sangre, se lo dio a comer como guiso a su padre. Tereo pregunta:
—¿Dónde está Itis?
—Intus —le responde Procne—. En ti. (En el interior).
De inmediato Tereo mete dos dedos hasta el fondo de su garganta y trata de vomitar para devolver a la luz un poco de su hijo cortado en pedazos.
—¿Dónde está el mundo que evoco? —Intus.
—¿Dónde está la lengua de Filomela? —Intus.
—¿Dónde está el mundo literario?
—Intus.
Interior es el comparativo. Íntimo es el superlativo.
Fuente: https://reportesp.mx/2022/12/lecturas/alpha/... Traducción de Ernesto Kavi
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