17 de noviembre de 2021

Handke en L'Artiga de Lin

 


A principios de la década de 1990 diversas circunstancias personales me habían llevado a cesar en mi actividad montañera más relevante, pero seguía realizando algunas excursiones por el Pirineo. A pesar de que llevaba a cabo gran parte de esas excursiones en verano, siempre me reservaba un par de salidas invernales, forzosamente sencillas porque por esa época siempre salía solo.

Conocía al dedillo los picos más notorios del Pirineo central, desde el macizo del Maladeta (el cordal que va desde el pico de Aragüells hasta el Mulleres) hasta los últimos tresmiles de la zona de Aigüestortes, pero siempre me había llamado la atención "lo que había encima del túnel de Vielha, el paso creado a mediados del siglo XX que comunicaba La Vall d'Arán con la Alta Ribagorza; es decir, el camino que debía seguir quien quisiera pasar de una localización a la otra antes de que se construyera el túnel, pero mi intención contaba con una variación sobre el camino original: la idea era atravesar la barrera montañosa no desde Vielha,  sino desde un poco más al norte, desde un paraje maravilloso (y, por aquel entonces, bastante recóndito) que solo conocía en verano.

Así que un gélido mes de Marzo, aún con nieve suficiente en cotas altas, cargué mis pertrechos (comida, material de progresión: esquís de travesía, piolet y crampones, y material para pasar la noche en vivac; contabilicé unas ocho horas de marcha, pero en invierno, solo y por un lugar desconocido, era necesario ser exageradamente previsor) en el Suzuki y me planté en L'Artiga de Lin justo cuando amanecía.

Allí me esperaba un tiempo infernal; algunas veces, las tormentas a finales de invierno pueden ser bastante más violentas que en lo más crudo de la estación: ventisca, nieve, un frío insoportable y una visibilidad nula. La idea era salir lo más pronto posible para completar la travesía en un día, pero aprovechando que llevaba el material necesario para pernoctar, en lugar de volver a Vielha y esperar que mejorara el tiempo en los días sucesivos, descargué el material del coche y me instalé en un pequeño refugio abierto que había en el Pla de l'Artiga; por suerte, llevaba una libro (siempre llevaba, al menos, un libro en cualquier tipo de expedición), así que, después de desayunar, me instalé cómodamente en el refugio y comencé a leer.

El libro era una novela de un autor del que había oído hablar, no siempre en términos favorables (y más que se hablaría años después) y, como en multitud de casos, no sé qué fue lo que me llevó a adquirirlo; a llevarlo a la excursión sí que lo sé: era bastante delgado y, muy importante cuando tienes que cargar sobre la espalda todo lo que quieras llevarte, bastante ligero de peso. Puedo recordar con una precisión milimétrica el impacto que me provocó su lectura, que solo interrumpí un par de veces, para salir afuera y comprobar que el tiempo seguía intratable, y, a media lectura, para comer; casi por primera vez, experimenté la impresión no ya de que el autor se dirigía a mí directamente, sino que hablaba de mí, de mis circunstancias, de mis anhelos, de mis prevenciones y de mis miedos; leí, leí y leí hasta terminar con sus 151 páginas. Completamente exhausto, deslocalizado, casi aterrado, dejé el libro sobre la mesa y salí del refugio. La grandiosidad del espacio reproducía más que fielmente la grandeza del mundo de El miedo del portero al penalty y, al mismo tiempo, la sensación de insignificancia de un ser humano ante la dimensión de los picos y los paisajes que me rodeaban era la misma que sentí como lector cuando recorría el inabarcable texto. Estaba en un estado de estupefacción que no me permitía ni comenzar la travesía ni subir al coche para regresar a Vielha: esa lectura me había provocado un misterioso caso de extrañamiento, como si una parte de mí me hubiera abandonado para formar parte de Bloch y, a cambio, este me hubiera inoculado parte de su aislamiento (un ridículo ser humano rodeado de montañas agrestes e inalcanzables) y de su soledad ante un mundo que siente que nunca podrá comprender.

Inmovilizado física y mentalmente, regresé al refugio y comencé a leer otra vez; leía más despacio, menos febril, saboreando cada frase, especulando con cada misterio, avanzando y retrocediendo a medida que una reflexión me llevaba a otra anterior; en definitiva, integrando el texto no solo en mi experiencia lectora, sino también en mi corriente vital. Recorrí de nuevo sus 151 páginas como quien sostiene una conversación con alguien que, a pesar de no conocerte, sabe de ti más que tú mismo, y que, como un amigo de veras, en lugar de dar lecciones acerca de aquello que no sabes, te plantea las preguntas pertinentes para que, si es el caso, seas tú mismo quien halle las respuestas.

A media tarde, el tiempo mejoró sensiblemente; cargué la mochila, me calcé los esquíes y, no sé si imprudentemente, inicié la ascensión al Port de Vielha; transcurridas unas pocas horas, organicé el vivac en una pequeña guarida formada por el agua en la base de unas rocas, a la luz de la linterna frontal, releí algunos pasajes tomados al azar, cené algo y me puse a dormir. Al día siguiente, que amaneció con un sol radiante (y un frío extremo), terminé la ascensión y descendí esquiando, por unas laderas suaves y una nieve recién caída maravillosa, hasta la boca sur del túnel de Vielha. Una furgoneta de una familia francesa tuvo el detalle de llevarme hasta la ciudad, y un taxi cuatro por cuatro de esa localidad me acercó a L'Artiga a recoger mi coche.

Al contrario de lo que me acostumbraba a sucederme habitualmente (solía perderme con frecuencia, pero conservaba una memoria fotográfica de los lugares por los que había pasado), casi no recuerdo ningún tramo de la travesía, como si no la hubiera realizado o como si hubiera sido otro que me la hubiera explicado, pero puedo evocar a la perfección  (otra cosa es que sepa exponerlo) mis reacciones a esas dos lecturas consecutivas de El miedo del portero al penalty. Peter Handke pasó de ser un autor desconocido a formar parte, con el tiempo y con la totalidad de su obra traducida, de mi biblioteca personal, de las lecturas que más quiero y del repertorio de experiencias que han conformado mi visión no solo de la literatura, sino también de la propia vida. Por eso sigo leyendo a Handke, por eso sigo recomendándolo, por eso estoy ansioso porque se traduzca a mi lengua la totalidad de su bibliografía; por eso, también, me río con condescendencia de los que se ceban en sus mal comprendidos (en general, no leídos o, directamente, no descifrados) planteamientos políticos o los que enjuician, desde su atalaya para enanos, la concesión del premio Nobel hace ahora justamente dos años; por eso no entraré en discusiones bizantinas acerca de circunstancias que no tienen nada que ver ni con su persona ni con su contribución a la literatura europea. No lo haré hasta que lo lean y lo entiendan, si es que tamaña tarea está al alcance de su estatura moral; y si no lo está, como temo que sea el caso, que se callen y desaparezcan sumidos en el vertedero de su ignorancia.

En contra de lo que suelo hacer, jamás lo he releído y jamás lo releeré porque el libro, concretamente ese libro, tuvo su tiempo y lugar a principios de los años noventa en un recóndito enclave de La Vall d'Arán al que nunca he vuelto ni volveré;  y ese tiempo y ese lugar, que han quedado impresos para siempre en la memoria de un sujeto de poco más de treinta años, como el resto de circunstancias, nunca podrán ser reproducidos. Por eso lo dejé en el abrigo donde dormí, debajo de una piedra, protegido del viento pero a merced de los elementos, como si fuera la pieza que le faltaba al paisaje, porque a él pertenecía, no a mí.

«De repente el jugador echó a correr. El portero, que llevaba una camiseta de un amarillo chillón, se quedó parado sin hacer un solo movimiento, y el jugador le lanzó el balón a las manos».

Ejemplar de El miedo del portero al penalty que repuse en mi biblioteca, algunos años después, que sustituyó al ejemplar que deposité cerca del Port de Vielha, y que permanecerá para siempre sin leer.

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