Un viaje a Italia, 1981-1983. Guido Ceronetti. Días Contados, 2020 Traducción de Helena Lozano. |
«Mi única intención [...] era detener instantes, impresiones, respiraciones, en ese pasar y pasar para desaparecer engullidos, de sombras, de vivos».
Un viaje a Italia, 1981-1983 (Un viaggio in Italia, 1983) recoge las peculiares impresiones —ya que no se trata de un libro de viajes ni de un diario al uso: en realidad, lo que se relata es un proceso de descubrimiento que concluye con más enigmas que cuando empezó; un viaje en busca de respuestas que se salda con más preguntas que a su inicio— del recorrido por Italia del autor turinés entre mayo de 1981 y abril de 1983, más dos suplementos, uno fechado en abril de 2004 y un cuaderno anterior al definitivo redactado en 1980, antes de iniciar el viaje. La edición de Días Contados contiene, también, un apunte de la traductora, Apuntes de cartografía ceronettiana, y el texto Un monstruo admirable (1994), de José Ángel González Sáinz.
«Viajar a Italia: una vez desaparecida la Belleza visible, las enfermedades venéreas, las epidemias, las bocas desdentadas, la miseria, los burdeles, los oficios, las salas de baile, el varieté, los barberos, los cafés, los milagros, las guerras, los curas, ¿qué le queda por descubrir a un pobre escritor? ¿Qué aventuras vivir? ¿La política? ¿El psicoanálisis? Estoy humillado. Me dedicaré al comercio ambulante».
El lugar de inicio de esa singladura es Trieste, punto de partida y de llegada de tantos viajes a lo largo de los siglos, la ciudad huérfana, sin identidad, que ha pasado de mano en mano y que solo ha conservado su esplendor, decadente, debido a lo inconcebible de su pasado. Ceronetti busca el inicio en la Provenza o en tierras albigenses, pero la política no entiende de geografía; Trieste es un lugar de paso cuyos majestuosos palacios y suntuosos edificios cobijan únicamente a los espectros de aquellos príncipes y nobles que cayeron por el sumidero de la historia, sucumbieron en las guerras y en los desafíos fratricidas que desangraron una Europa inexistente; una ciudad anclada en un declive a la que no le está permitida ni la esperanza del futuro ni el regreso a su impuro origen. Desde allí, Ceronetti prosigue su viaje, rumbo sur, hacia la Toscana, la tierra prometida que los dioses antiguos cedieron a los flamantes dioses del panteón romano o cambio de la cultura y de la civilización.
«Es la avaricia, la gula, el impresionante estreñimiento mental del hombre genéricamente de letras el que ha hecho las patrias, los pasados históricos, las tradiciones espirituales, las adoraciones lacerantes de la belleza creada por mano humana, de los paisajes. Todo esto está también dentro de mí y me hace rugir de dolor, pensando en la belleza italiana desaparecida y desapariciente. Habría que liberarse también de esos apegos, como pan arrojado a perros hambrientos —desnudez, tafrid...— y, aun así, hay algo inmoral en no querer sufrir por la pérdida de la belleza, por la patria que rueda hacia quién sabe qué sórdido infierno de disolución, sin ser capaz ya de ser luz en el mundo».
Unos dioses magnánimos y benévolos que fueron expulsados de malas maneras por el vengativo dios cristiano, que no quiso compartir los umbríos bosques y las onduladas llanuras adueñándose de las mejores atalayas y de los valles más fértiles y cuyo rastro sangriento permanece aún en las asoladas ruinas de antiguas iglesias y en los sombríos claustros de ubicuos monasterios. Un dios materialmente omnipresente pero que ya no juzga ni castiga sino que se limita a formar parte del paisaje, como un inquilino incómodo a quien nadie se atreve a desahuciar pero al que no se hace ya mucho caso —como no sea para pedirle algo, más para reconocerle su agotada omnipotencia que con la esperanza de que pueda concederlo—; Él, que primero convirtió el enigma en piedra —aunque esa materialización lo colocó en la corriente del tiempo, abandonando la eternidad y legándolo al devenir, que es una medida humana—, a falta de rivales, ha acabado sucumbiendo al paso incesante e inagotable de la Historia.
«La fachada [de la basílica del convento de clausura de la isla de San Giulio] es pequeña, blanca, limpia, como un mantel bordado por las monjas, mira al lago y espera la Hora última, el Día que siempre está llegando, o mejor, NADA, al tener en sí una paz que anula el tiempo, borrando incluso la última hora. ¿Hay piedras que aún siguen siendo edificios sagrados? En su interior se celebran ritos, la gente va a rezar, pero la piedra, pese a haber sido creada como lectura sagrada, símbolo sacrificial, quizá se ha separado completamente, y más bien pronto. Hay arcos tan puros que no pueden pensarse como perpetuamente obligados a un uso humano...»
A pesar de su naturaleza evanescente, existen lugares en los que el futuro ha invadido al presente antes de tiempo, ha esparcido por el paisaje inalterado durante siglos estructuras inconcebibles, planificaciones irrazonables y esperanzas inalcanzables; ha contaminado a la población ofreciéndole recompensas inmerecidas y, mediante una sutil tarea de sustitución de lo real por lo imaginario, se ha adueñado de las voluntades en el nombre, sagrado, de un progreso que no admite réplica. Tal vez solo si el viajero es capaz de evitar el deslumbramiento llegue a percibir los restos del alma de las cosas que intenta sobrevivir debajo de las innumerables capas de desarrollo, el injustificable afán por volver inútiles las cosas que llevaban siglos cumpliendo su función y los hombres que se aprovechaban de su utilidad para establecer nuevos términos que conllevan ahora nuevas situaciones y se desarrollan bajo nuevas reglas que no se basan en la costumbre sino en unos indiferentes principios impuestos de nuevo cuño, fríos e inhóspitos como un código legal.
«La antigua ley del horror del vacío vale también en la historia de las civilizaciones humanas. Si se crea un vacío en la vida agrícola, lo releva una oreja, una uña de la Extensión industrial, desierto blanco, azucarado, que gusta. La Bestia trae dinero; se instaura el miedo... De este modo la expiación por culpa de haber nacido jamás tiene fin... Es el enigma moral del mundo. Lo que hay que entender es que el núcleo de un reactor es un misterio espiritual y su funcionamiento y sus consecuencias no son éticamente neutros, problema técnico, son culpa y retribución, rostros conocidos, bajo la nueva máscara impasible».
La vejez afecta no solo a los hombres, también a los pueblos, bajo dos variantes: aquellos enclavamientos que mantienen su estructura urbana, las ruinas de edificios históricos —los únicos que han permanecido, iglesias y palacios; Dios y el dinero disfrutan del beneficio de la longevidad—, sus viejos desdentados y viejas envueltas en ropas negras, informes, que muestran la arrugada faz de una vejez lenta e inexorable, testigo de una vida fructífera e intensa. Por otra parte, los asentamientos periféricos de las grandes ciudades, ocupados por perentorias chabolas de quien no puede permitirse residir en el centro, adyacentes a vías rápidas y a la colonización del cemento, polígonos industriales surcados por largas avenidas desiertas con grietas y socavones, que muestran una vejez que desfigura, prematura, desproporcionada, un rostro apenas adolescente, surcado ya por las estrías improcedentes de una senectud artificial y precipitada. El viaje, en perpetua evolución, parte en busca de lo que subyace en las corrientes subterráneas que discurren bajo la realidad, unas fuerzas telúricas que configuran la totalidad del universo de relaciones manifiestas, seres humanos que no son más que fantasmas movidos por vaivenes incontrolados a través de túneles oscuros de destino incierto en busca de lo invisible.
«He visto una Génova ya tristemente desfigurada: la que están proyectando será fealdad infinita. Saliendo de casa, dejo a mi espalda un amor que ya se ha vuelto inencontrable incluso en lo invisible, para vagar por una Italia encontrable (como amor) solo si se sabe viajar ascéticamente en lo invisible. Pero estaba escrito que las naciones predestinadas no podían tener vida sino por poquísimo tiempo, verdadera creación, verdadera historia, y no habiendo nada más en el mundo significativo, todo el destino humano entre las dos oscuras vorágines cabe en un arco de claroscuro limitadísimo. No nos hagamos ilusiones de que hay algo más: el arco está acabado, y también Italia ha vivido. Existiremos como marañas celulares inteligentes, aún destinados a expiar algo, pero ya sin historia, poco a poco ni siquiera memoria. Una ventana iluminada, una sopa olorosa, un golpe de tos en un callejón ya los vivo recordando, son cartas de lejos. Lo feo borra la inteligibilidad del mundo».
Incluso los lugares deshabitados reflejan esa dicotomía. No poseen ningún trazo en común como tampoco han compartido origen ni recorrido: por un lado, los emplazamientos que carecen de residentes porque los que residían allí han muerto y han dejado sus habitáculos intactos, como si se tratara de una ausencia provisional, lugares en los que todo permanece en su sitio, preparado para un regreso que no sucederá jamás: su silencio es el silencio de la paz. Por contra, existen otros emplazamientos sobre los que pesa el estigma del abandono, en los que la vida no cesó sino que huyó, y en los que no permanece otra huella que la de esa huida —lugares sujetos a una colonización guiada por un fenómeno de extinción que desola todo lugar habitado mediante naves industriales y descampados que son abandonados cuando se ofrece un nuevo escenario expoliable— que se sospecha apresurada y sin mirar atrás, convencidos los evadidos de que jamás volverán, de que la provisionalidad ha cedido su lugar a la determinación, fríos, distantes, definitivos.
«Quizá en estos lugares la vida humana se extinga más despacio, por la fuerza de sus antiguas raíces, pero si se convierten en tierra de amparo del terror de las ciudades, habrá guerra y fraticidio».
El presente es puro devenir, sucesión ininterrumpida de hechos causales, pura imagen en movimiento perceptible pero no siempre decodificable, pura materia de dureza inviolable. El pasado, en cambio, no es el terreno de la imagen sino el de la palabra, un tiempo articulado a través de la subjetividad del recuerdo materializado mediante ese elemento común, que se transforma en historia a partir de la aparición de la escritura y que posibilita el acceso a quien ha vivido a siglos y continentes de distancia. La fealdad solo es posible en el presente, en el que la imagen no precisa de ningún otro soporte para reflejar la realidad; en el pasado, en cambio, puede excusarse en los cambios del canon o en la desaparición del entorno de referencia.
«Y de repente, tras tanta cerrazón y miseria, han tenido acceso a todo: poder ver a mujeres desnudarse, montones de papel pornográfico en los quioscos, coches que corren a doscientos por hora comprados a plazos, el cine en color día y noche en casa, la carne en el plato todos los días, viajes de grupo para ir a ver a Miguel Ángel y al Papa, pensión en su vejez, cuidados gratis que alargan indefinidamente la vida, la casa con baño desinfectadísimo, y ni siquiera un piojo ya, una mosca, una fiebre palúdica: era previsible que mentes pobres no lo aguantaran y se echaran a perder. La Bestia los tiene en su puño: los va enganchando a la aniquilación interior, a la pérdida de la belleza, a la destrucción de un profundo y trágico pasado. Llenándolos de dinero, los satura de crímenes. Sacados del sueño, del embotamiento, los esperaban las serpientes de la locura. Lo que era un pueblo de vencidos, de doblegados con dignidad, ahora lo es de incurables cretinizados».
La verdadera belleza no existe únicamente cuando se la ve: su verdad se revela al ser evocada —no tanto en una imagen como en la huella que dejó en el espíritu—. Sin embargo, las alteraciones provocadas en el transcurso del tiempo por la mano humana rompen la cadencia y aíslan períodos de sus períodos precedentes y sus consecuentes, los transforman en irreconocibles y el rastro de la belleza se extravía entre intervalos irreales. Se rompe la evolución y cada nuevo período debe retroceder en busca de su antecedente, sin encontrarlo, y se ve obligado a carecer de raíz. En estas ocasiones, estas fallas del tiempo en las que el ideal de belleza quedan expuestas a ineluctables transformaciones —o, a veces, se corrompe y desaparece— que son manipuladas por intereses espurios o por el superviviente más adaptado a las mutaciones: el Poder.
«Desde que empecé este viaje, hace un par de años —e intento no perder ni pasar por alto nada—, también me ha crecido el horror de la voz humana... Porque no son voces y no son humanidad; los sonidos a los que me refiero son pesados, semibestiales; las frases están todas machacadas, esponjas dialectales llenas de añicos, de corrupciones de una lengua culta que se queda a la sombra, arquetipo cuyo reflejo muerto son las gargantas. Las personas tienen relaciones tan bajamente interesadas entre sí que no necesitan cuerdas delicadas para expresarlas; es imposible definir estos intercambios como lengua italiana; el borbotón de las palabras que me llega, parece alejado del italiano como la luz de las estrellas. Es el profundo misterio de la vulgaridad; ahí ya no existe la voz, estamos entre el grito y el gemido, la carcajada y la blasfemia, y por mucha compasión que tengamos por ella, resulta difícil soportar una humanidad tan pobre, solo en apariencia civil, tan estigmatizada de brutalidad y pasividad precisamente en lo que nos hace nobles y capaces de formar ideas».
Tratándose de un viaje por Italia, no sorprende la constante presencia de la religión: la oficial, curas de templos en ruinas y párrocos de iglesias históricas; la ortodoxia de la iglesia católica romana y las variantes heterodoxas importadas de lugares lejanos; las creencias inspiradas en la lectura literal de la Biblia y la religiosidad elemental de los viejos desengañados de cualquier discurso oficial, aunque sea el de la Iglesia. Sorprende también la presencia insistente de las necrópolis, a las que Ceronetti parece muy aficionado, con esa especie de pugna irresuelta entre lo real, los cadáveres de los que dan fe las inscripciones de las lápidas y allí, justo en el reino de la muerte, su dominio incuestionable, la apelación a la esperanza en una vida eterna sospechosamente incógnita. La eterna lucha por evitar la ruina entre dos boxeadores sonados que apenas se tienen en pie pero en la que la rendición no se contempla.
«La Danza macabea, en el cementerio de Pinzolo, iluminada por el sol, sonríe sin tristeza, es in tristitia hilaris. La carretera pasa rasante el muro del cementerio molestando con sus atroces ruidos a los aplacados, más sensibles a esto que al fresco de Baschenis. La retórica medieval hace de la Muerte exclusivamente el salario del pecado de los Grandes o del clero: están el papa, el cardenal, el prelado, el fraile, el rey, la reina, el magistrado, el rico avaro, la bella dama, como en las dos baladas de Villon y, a los pies de este hermoso figurativo cuaresmal, duermen muertos humildes que se llaman Bonapace Colini Paola Binelli Ferrari, etc. Todos, habiendo sido proclamados resurrecturi, muestran la señal de la higa a los espectros de la Danza».
El camino hacia el sur pone de manifiesto otra Italia, abandonada a su soledad después de ser explotada por el norte egoísta, que ha conseguido su desarrollo a costa de la sobreexplotación meridional. Los restos de la ilustración y de las sucesivas oleadas civilizatorias y culturales subyacen bajo capas de desidia y corrupción, que con sus avalanchas han acabado por sumergir los pretéritos siglos de esplendor. Incluso la relación con la muerte es más natural, más estrecha, la vieja dama forma parte del mundo de los vivos —no es invasión sino una cohabitación tolerada— y se la trata como a un de personaje más del elenco: ni se la teme ni se la respeta, simplemente se la consiente. La vida se vive a escala humana y la muerte es poco más que un avatar bajo el mismo sol inclemente que ciega a los vivos y decolora los carteles publicitarios y esa variante que conforman los recuerdos caóticamente esparcidos sobre las tumbas de los ausentes, únicos testigos, mudos, de la antigua nobleza.
«No para todos, solo para los nobles, para divertirles un poco su pena, escribo. Los nobles del dolor, del pensamiento, de la enfermedad, de la fragilidad, cuyas manos siento temblar dentro de las mías. Para ellos habré ido aquí y allá en busca de una Italia que fuera un signo y emitiera un sonido humanamente perceptible. Al tener que confesar: no la he encontrado, les arrojo la llavecilla del cuarto oscuro. He comprendido, al menos, que todo conocimiento es piedad».
Pro bono: Montaigne en Italia
«Los cálculos vesicales expulsados por Montaigne a lo largo de todo su viajar por Italia ¿son significativos porque son piedras de Montaigne, o porque los expulsó en Italia entre las llamas y los horrores del siglo XVI, miseria de un filósofo entre las burlas de San Roque y las bulas papales, las visiones de Lotto y de Bruno, el dolor de Maquiavelo, habitaciones incómodas, platos mal aliñados y si peu de belles femmes? (Cólicos como pruebas que Montaigne atravesó para llegar a conocer el misterio del mundo y, aun de mala gana por ser de natural propenso a lo agradable, expiarlo: Italia es solo la guarnición)».
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