"Siéntese, por favor"
Una de las cosas que sorprende viajando por Francia en motocicleta es la consideración extrema de la mayoría de conductores con respecto a las normas de circulación -uso de los intermitentes, respeto a las distancias de seguridad, consideración a las preferencias-, a las velocidades máximas y, en general, a la cortesía de los automovilistas hacia los motoristas. He comentado este hecho con otros conductores de moto o con peatones, y la opinión general es que los importes de las multas de tráfico y las condenas por conducción indebida deben ser más disuasorios que en otros lugares; yo, en cambio, tiendo a pensar que ese comportamiento tiene una raíz más profunda que no tiene nada que ver con las restricciones sino con la educación.
Conducir por las calles de París se parece mucho a hacerlo en cualquier capital superpoblada, con un parque de automóviles excesivo para lo que podrían soportar las infraestructuras ciudadanas; una red de vías no diseñada especialmente para los automóviles, sobre todo en sus calles de trazado antiguo; y la existencia de unas horas punta de circulación que hacen del caos su estado habitual. Sin embargo, existen algunas condiciones que distinguen el movimiento por París en automóvil de lo que sucede en otras ciudades: la existencia de una red importante de carriles exclusivos para bicicletas y el respeto de la mayoría de los automovilistas por los ciclistas; el numeroso parque móvil de motocicletas, que disminuyen la densidad de tráfico; el respeto absoluto de los conductores por los semáforos y las preferencias; y, en cuanto a los peatones, la existencia de multitud de zonas exclusivamente peatonales; la restricción, en las calles de menos de dos carriles, para los automóviles, de circular a menos de 30 Km. por hora; y los semáforos de preferencia peatonal, en los que la luz para el conductor siempre está en ámbar porque el peatón siempre tiene preferencia. Parece, pues, una cuestión más relacionada con la educación que con las sanciones.
Pero limitar esta cuestión al tráfico no justificaría mi aseveración anterior; hay otros ejemplos en los que sustentarla.
Sorprende, y más a los fumadores, la casi nula cantidad de colillas en las calles; y es que todas las papeleras, varias por cada tramo de manzana, tienen un suplemento metálico para apagar el cigarrillo y un pequeño depósito para dejarlo una vez apagado. La mirada que me lanzó una parisina cuando me vio tirar una colilla me advirtió, sin decir una palabra, de lo inadecuado de mi conducta; por supuesto, hice uso, en lo sucesivo, de las papeleras, y cuando no había ninguna a mano, apagué el cigarrillo en la acera y guardé la colilla dentro del propio paquete de tabaco.
Los restaurantes parisinos son el ejemplo más claro de cómo gestionar el espacio: en general, pero particularmente los situados fuera del núcleo turístico de la capital, suelen estar ubicados en locales de medidas reducidas, pero ello no es óbice para que el número de mesas que mantienen parezca inviable, si no fuera porque las distancias de separación entre ellas casi nunca supera los 20 cm. En esas condiciones, se agrupan en locales bastante pequeños tal cantidad de comensales que uno esperaría un nivel de ruido alarmante, pero nadie habla por encima del volumen necesario para que sus acompañantes puedan oírlo, lo que redunda en beneficio de las conversaciones del resto de las mesas y en un ambiente bullicioso pero para nada molesto.
La conducta de los viajeros en transporte público se distingue también de forma notable de lo que estamos acostumbrados al sur de los Pirineos: el orden absoluto y respeto a las preferencias para bajar y subir; la colocación junto a los pies de mochilas y carteras y el levantarse de los asientos plegables cuando los vagones se llenan por encima de la que parecería su capacidad habitual; el relativo silencio -me refiero a las conversaciones a través de teléfonos móviles, a los mensajes de voz emitidos y recibidos, a las conversaciones hormonadas de las pandillas de adolescentes y a la música sin auriculares- de un lugar tan concurrido sorprende a los habituados al transporte público en España, pero lo que me fascinó de veras fue la facilidad con que cualquier viajero -en mi caso, un adolescente de raza negra, gafas de sol tamaño máscara y auriculares más grandes que su cabeza- cede su asiento al pasajero con la movilidad reducida o, simplemente, de más edad.
Los habitantes de la península padecemos de un inefable complejo de inferioridad con respecto a lo extranjero que hace que nuestra visión de todo lo que está más allá de nuestras fronteras se nos aparezca profundamente sesgada; y todo parece indicar que ese sentimiento se acentúa con la proximidad. La antipatía hacia lo francés es paradigmática -ser afrancesado era casi un delito en tiempos de Jovellanos-, tal vez debido a la envidia inconsciente de haber menospreciado a nuestros Ilustrados, por habernos perdido la Revolución, o acaso por la invasión de la armada napoleónica que dio lugar a una guerra que, haciendo uso de la inquina más cateta, no dudamos en calificar de independencia. Esa antipatía ha sido, desde antiguo, una de las razones por las que siempre se ha considerado a los franceses los seres más groseros, desagradables, descorteses y maleducados del orbe; y tal vez no faltara razón al que, con una moderación que excluye esas descalificaciones, se haya visto algo menospreciado por su origen peninsular, pero esta situación, vivida en propia carne en los años 80 del siglo pasado, ha ido cambiando con el paso del tiempo, y en la actualidad el viajero es tratado en igualdad de condiciones -a menudo, con corrección; extraordinariamente, con excelencia o con displicencia- con independencia de su origen; el parisino contemporáneo no hace ninguna distinción a la hora de pronunciar sus "por favor", "disculpe", "muchas gracias", "no hay de qué", "¿me permite?"; es más, los pronuncia con una frecuencia que en nuestro país, dependiente del turismo y baluarte del gracejo y la simpatía, es desconocida.
Y no es por miedo a las sanciones porque en Francia no existen las multas por tirar una colilla en plena calle, por dar alaridos en una aglomeración, por no ceder el asiento en el metro, ni siquiera por ser grosero; todo parece indicar que algo que tiene que ver con la educación se gestiona mejor en el país vecino que a este lado de los Pirineos.
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