Banderas y otros trapos o dónde se encuentra la identidad
Siempre me ha llamado la atención la relación de los franceses con su bandera, sobre todo cuando se intenta correlacionar con lo que sucede en otros países, por ejemplo, con España o con las diversas así denominadas identidades nacionales existentes en el territorio español. Es muy común que cualquier edificio oficial, por pequeño e insustancial que sea, luzca al menos una tricolor, y que en festividades relacionadas con la República pero también en otras de signo político menos nacional, la bandera forme parte inseparable de la celebración.
Mi viaje a París coincidió con la celebración del Centenario del Armisticio que dio fin a la Primera Guerra Mundial. El día 11 de noviembre gran parte de los mandatarios -esos que se autodenominan líderes- mundiales se dieron cita en la capital para llevar a cabo la conmemoración oficial del cierre del conflicto; se dieron discursos, se hizo un amago de desfile militar y un homenaje al pie del Arco de Triunfo. Gran parte de la ciudad estaba literalmente tomada por la Gendarmería y el Ejército y algunos de los monumentos cerrados por motivos de seguridad. No es extraño que la conmemoración tuviera lugar en París, pues Francia fue tal vez el principal escenario del conflicto y el que sufragó con más muertos la factura de la contienda, y que toda la ciudad luciera, uno diría que con algo parecido al orgullo, la enseña común a la mayoría de los franceses.
El paisaje urbano ese 11 de noviembre estaba pues dominado por los cuerpos de seguridad, no tan solo presentes sino muy visibles, pero cuando la reunión de mandatarios había llegado a su fin, quedaron una serie de restos de celebración que son los que provocaron, por el contraste mencionado con anterioridad, mi desconcierto. No solo el Ayuntamiento, el impresionante Hôtel de Ville, lucía el azul, blanco y rojo en sus fachadas, sino que también todos aquellos edificios públicos con cierto valor arquitectónico estaban iluminados con la tricolor. Mientras la bandera francesa se mostró omnipresente en la celebración oficial, en la Plaza de la República, el Pole de Renaissance Communiste en France convocó una manifestación contra el imperialismo -Donald Trump fue uno de sos asistentes a la conmemoración- que, por cierto, acabó con cargas policiales, en la que la mayoría de banderas eran rojas con la hoz y el martillo, pero también había presencia notable de banderas de Francia. ¿La misma enseña para la cumbre del imperialismo global y para la revolución que quiere acabar con él? Pues sí, la misma.
No quiero especular acerca de ese hecho; ni tengo la capacidad para hacerlo ni dispongo del tiempo que debería dedicarle para llegar a conclusiones fiables; pero mi primera impresión relaciona, casi involuntariamente, esa identificación con un símbolo, el "trozo de tela triste" de Chicho Sánchez Ferlosio, con el hecho de que ninguna facción se haya apropiado con la suficiente solidez de esa bandera como para hacerla extraña a la gran mayoría de ciudadanos. Una bandera, por cierto, cuyo origen fue la Revolución de 1789 y que, paradójicamente, une los colores de la enseña de la ciudad de París, el origen de la Revolución, el azul y el rojo, con el blanco de los Borbones que la propia Revolución desbancó. Pero en Francia no tuvieron una dictadura como la española, que se apropió de la enseña, provocando el rechazo de gran parte de la población hacia el símbolo; ni, en otro orden de cosas, un grupo de burgueses acomodados en busca de promoción personal, los que llevan años apropiándose de la bandera catalana hasta que consigan hacerla extraña a una parte considerable de la población del principado.
Aunque tal vez el origen del sentimiento de identidad no sea una bandera, sino que se funde en otros hechos no tan simbólicos pero más convincentes. Durante los primeros años de este siglo, el Estado francés colgó en todas las escuelas de París que ya existían en los años 40 del siglo pasado un placa de homenaje a los alumnos "nacidos judíos" deportados y asesinados por los nazis durante el exterminio -y reconociendo, de manera pública, la responsabilidad del régimen colaboracionista de Vichy, una parte del Estado francés de la época-.
Al mismo tiempo que en los Campos Elíseos tenían lugar los fastos protagonizados por la República, la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, inauguraba, en el muro exterior del Cementerio de Père Lachaise, un homenaje a todos los parisinos fallecidos durante los años de la Primera Guerra Mundial, detallando nombre y apellido y año del fallecimiento; un listado ejemplar casi cien metros que sobrecoge el corazón más pétreo y emociona al más insensible.
Todo ello lleva a a uno, refractario por principios tanto a los símbolos como a las identidades colectivas, a pensar que tal vez las filiaciones comunitarias y las banderas no tienen nada que ver con el lugar de nacimiento o con supuestas -o, directamente, inventadas- razones históricas sino con la identificación con los hechos palpables de quienes tienen en su mano agitar ambas cosas. Me parece que esta es la razón por la que cada vez que visito Francia me siento más francés, y cada día que vivo en España y en Cataluña menos español y menos catalán.
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